Composición de lugar
Por Analía Capdevila
Un traje de buena tela cortado por un mal sastre
Alguien, alguna vez, intentó resumir en esta metáfora ingeniosa los aciertos y desaciertos de todo regionalismo literario. Rendido con pleitesía ante una materia copiosa y contundente, que, según sus designios, debía redundar en las obras en la presentación del paisaje y del hombre que lo habita, el escritor regionalista parece descuidar, en algunos casos, o simplemente desconocer, en otros, cuestiones referidas a la técnica y al oficio. Como ese sastre que, por impericia, termina por malgastar una buena tela en un traje que no le queda bien a nadie.
Y es cierto, es esa la impresión que nos causa una primera lectura de los escritores regionalistas, al menos de los que hemos leído para esta ocasión, aun cuando podamos distinguir algunas diferencias de valor, alguna distancia en la resolución estética de las obras. Esa que va, por ejemplo, del exabrupto naturalista de Velmiro Ayala Gauna a la picaresca ligera de Mateo Booz, o de la incontinencia metafórica de Diego Oxley a la recatada economía que encauza la escritura de Luis Gudiño Kramer. Hay, en términos generales, cierta precariedad formal, estructural y retórica, una falta de recursos o el recurso a procedimientos primarios, elementales, como la adjetivación profusa y redundante, el despilfarro de metáforas cristalizadas o el uso recurrente de comparaciones previsibles. Todo esto en unos cuentos que, cuando no se atienen al modelo propuesto por Horacio Quiroga, del que resultan tantas veces epigonales, no terminan de organizarse argumentalmente o se resuelven un poco à la diable, con desenlaces efectistas, tan tremendos como inverosímiles; o también, en unas novelas empeñadas con porfiada voluntad en desarrollar, muchas veces en frágiles argumentos, una tesis que se expone con vehemencia desde las primeras páginas.
Con todo, es esa reverencia hacia la materia de la que se ocupan, deudora de “la abierta intencionalidad” con la que estos autores “buscan destacar el paisaje, el hombre y las costumbres características de un lugar” (Adolfo Prieto), la que nos interesa considerar aquí, sin desconocer los propósitos temáticos de sus obras, privilegiando la referencia, sí, pero sin dejar de atender lo que tiene que ver con la composición.
El privilegio de la referencia surge, como es posible suponer, del propósito premeditado y manifiesto de fundar una región, según aquel precepto inicial que sostiene que el entorno natural —al que los regionalistas llaman excluyentemente paisaje— ejerce una influencia decisiva sobre sus habitantes, a punto tal de condicionar todas las contingencias de su vida. La fundación comienza en el deslinde, esto es, en el reconocimiento de fronteras que circunscriban el territorio; en este caso, el litoral, la orilla o franja de tierra situada al costado del río Paraná.
Paisaje con canoa
Dentro mismo de lo que llamamos Litoral existe una zona, la de las islas, que ha sido materia obligada de casi todos nuestros regionalistas. Me refiero, en particular, al inmenso y laberíntico islario que traza el curso del Alto Paraná y del Paraná Medio, un territorio de fronteras imprecisas, difíciles de circunscribir —no siempre encontramos sus referencias en los mapas—, sujeto a las inclemencias de la naturaleza que lo hacen cambiar de fisonomía. En ese territorio endeble y escurridizo los regionalistas supieron ver un paisaje.
En principio, se trata de una composición, en el sentido pictórico del término, en la que los elementos, naturales y artificiales, ubicados en sus coordenadas espaciales, se presentan en una combinatoria que no parece variar demasiado de un obra a otra, ni siquiera de un autor a otro; una imagen que resume el tema que los convoca a todos, sin excepción: la lucha del isleño con el Paraná.
Un hombre frente al río, una barranca bordeada de sauces, las olas que llegan a la orilla con la resaca envuelta en una espuma espesa y amarillenta, detrás, un rancho de barro con techo de paja, protegido bajo las ramas de algún árbol, por lo general, un curupí, y un poco más adentro, la vegetación compacta (un carrizal, un ceibal o la maciega), de la que cada tanto sale una bandada de patos (siriríes o crestones), el cielo surcado por el vuelo de un chajá o de un biguá, a veces, algunos niños harapientos que juegan en la orilla con un perro o duermen la siesta a la sombra de un timbó, asediados por las moscas y enfrente, sobre la línea del horizonte, la otra orilla. Y, siempre, la canoa amarrada al tronco de algún sauce, que se balancea al ritmo de las marejadas.
Con estos pocos elementos se configura el paisaje de las islas como el escenario de un número por cierto limitado de peripecias, relacionadas todas con la presencia del río, que son las que se cuentan acerca de la vida del isleño, sin dejar de apuntar todo lo relativo a sus oficios, a sus costumbres y a sus creencias —no hay que olvidar, como lo señaló Mastronardi, que el regionalismo se respalda en una “superstición documental”—. Pero, así presentado, para los regionalistas ese escenario no es aún un paisaje. Para que exista el paisaje debe haber un sentimiento del paisaje, que es la vez lo que el paisaje siente y lo que se siente por el paisaje (Georg Simmel).
Volvemos entonces a la imagen del hombre frente al río. ¿Qué haría de ella un auténtico paisaje? El vínculo —sentimental, afectivo, espiritual— que se establece entre ambos, propuesto como único e irreductible. Sobre ese vínculo trabajan los regionalistas, intentando una y otra vez, en cada relato, en cada descripción, en cada imagen, acotarlo, definirlo, darle un nombre y, sobre todo, un sentido.
Los recursos que utilizan son básicos y hasta rudimentarios, pero la operatoria no es simple y consta de algunos momentos que me gustaría describir a propósitos de Cenizas, del rosarino Diego Oxley, publicado en 1955.
El libro reúne una serie de relatos breves, de estructura clásica, donde la historia que se cuenta siempre parece la misma, una historia que ilustra, como dijimos, el tema de la lucha del isleño con el río Paraná. Un episodio acotado, en el que se decide un destino, según una épica primaria, cuyo dramatismo se concentra en la figura del viaje, río arriba o a la otra orilla, sobre todo en canoa, pero también a nado o a caballo, y sus peligros latentes: la correntada, el embalsado o el remanso.
A partir de una simbología elemental, que concentra en él la carga emocional de todo el paisaje, el Paraná, entonces, es tanto el artífice involuntario de un destino como su testigo indolente. Y es que, desde el principio, el vínculo entre el hombre y el paisaje es desigual. No sólo porque el paisaje ha estado eternamente allí, mucho antes de la llegada del hombre, sino porque parece insensible a su presencia. De allí “la impasibilidad” del cielo, “la abulia” de los árboles, la “quietud apática y pesada” de los carrizales, la “modorra” del río. El escritor regionalista trabaja en base a adjetivos que, a fuerza de repetirse, terminan por convertirse en sustantivos abstractos, porque de lo que se trata es de encontrar la esencia del entorno.
Para el que lo mira —en los relatos las descripciones siempre son una vista, el fragmento de un todo que se presenta a la mirada—, el paisaje de las islas es uniforme, monótono, siempre el mismo, pero sus contornos son imprecisos. El cielo se confunde con el agua del río, la vegetación abigarrada de la isla se pierde en las sombras y la costa opuesta dibuja una sinuosa línea oscura. Todo concluye en la distancia, difuso; o mejor: difuminado. Pero cuando lo que se mira es el río, en un verdadero arrebato romántico, lo que se cuela es el infinito. La vista tiene entonces su punto de fuga. De un costado al otro, el Paraná, en “su impetuoso camino de luz y de sombra”, se pierde “en el más allá, hasta confundirse en la lejanía”.
Esa “extensión sin referencias”, esa “vastedad sin límites” del río contrasta con el territorio recargado de las islas, casi barroco, “extensión palpitante”, “áspera de montes”, “erizada de cañadones”, donde los elementos luchan entre sí para imponer su dominio. Entonces el paisaje se transforma en un campo de fuerzas: las olas “desgarran o agrietan la barranca”, “los recios ceibales desafían al cielo”, “los árboles se retuercen, angustiados en múltiples crujidos” en su batalla abierta contra el viento. Frente al Paraná impetuoso, eterno e indiferente, las islas “se alzan en rebeldía”.
Oxley comparte con casi todos los regionalistas la obsesión por el registro de los momentos del día (el amanecer, la siesta, el ocaso o la noche) o de las estaciones del año (sobre todo el verano, la primavera y el invierno) y de los cambios que producen en el paisaje, momentos en los que parece que se anima, que cobra vida, porque en él transcurre un lapso del tiempo. A veces se trata sólo de un estremecimiento pasajero, que descansa en la connotación de ciertos verbos y en el recurso a una paleta de colores de prosapia romántica:
“Cae el sol detrás de la fronda de la costa opuesta y se ha encendido el cielo en una exaltación de rojos que se reflejan en las aguas quietas, para irisar el aire transparente de pureza.
“Del otro lado del río desciende el sol en una exaltación de rojos y de ocres que se funden en armónico deliquio, mientras la franja gris del agua se estremece en dorados reflejos.”
Otras veces, se presenta como un verdadero arrebato de la naturaleza que le debe casi todo a la hipérbole:
“La isla está fundida en verde. Circundada por el gris esfumado del río y del cielo. El sauzal brillante, ampuloso, festonea la barranca parda y cubre y acaricia la resaca que se arrincona temblorosa, avergonzada de su miseria maloliente y sucia. Una garza prodiga al sol su blancura deslumbrante, rasgando en curvas serenas el espacio turbio de luz. Y salpicando heridas sangrantes, los ceibos en flor dilatan la exuberancia del paisaje que grita al cielo su pujanza incontenible.”
“El sol, con su abrazo ardoroso y hondo, hincha la fecundidad dormida de la tierra. La fuerza secular de la primavera conmueve las fibras de todas las vidas escondidas en su seno, agazapadas en la expectativa. Todo es empuje, todo es ardor, y hasta el mismo aire que se arrastra pesado sobre el río enfundado en calma, tiembla en caricia y hace aflorar la sangre castigada por su mano invisible.”
Pero no es esta flexión del tiempo en el paisaje, entendida en este caso como ciclo, como variación ordenada y periódica de lo mismo (el amanecer, la llegada de la primavera), la única que provoca sus mutaciones. También están los fenómenos del clima, que pertenecen al orden de lo imprevisto, algo que ocurre cuando no se lo esperaba. En varios de sus cuentos Oxley anota los cambios que se producen en la isla en cada uno de los momentos de la tormenta, desde que se anuncia hasta que se desata, estableciendo casi siempre un paralelismo con lo que se está contando: por lo general, un viaje en canoa por el río hasta la otra costa o río arriba en el que el isleño debe ganarle al tiempo. La tormenta perturba, progresivamente, la calma del paisaje, en el tiempo propio de la expectativa. Y es que en esa épica morigerada por el determinismo del ambiente, el drama del hombre se encuentra íntimamente ligado al de la naturaleza.
“Cuando llegan a la costa, una brisa encrespada e indecisa se revuelve como si se desperezara o quisiera acariciar la superficie pulida del río.”
“Un trueno prolongado cae desde lo alto y luego se aleja golpeando sobre el cauce apacible del río, hasta apagarse en los cuatro rumbos. Otra brisa se arremolina arrastrándose con desgano, como si temiera romper la calma que envuelve el paisaje.”
“El viento se va insinuando con bruscas intermitencias que inquietan el sosiego brillante de la corriente y oscurecen las aguas recelosas. Las descargas eléctricas arrecian como si quisieran sacudir definitivamente el letargo.”
A fuerza de redundancia en el uso de las comparaciones —el “como si” con el que concluyen las referencias— la tormenta se metaforiza como despertar acompasado del paisaje, que un momento antes estaba adormecido. El “como si”, en todos los casos, es una conjetura que se propone para darle un sentido, o más bien, una intención o un propósito a “lo que pasa” en la naturaleza.
La creciente: una interpretación
Otra es la metafórica que refiere la creciente del río, un tema sobre el que han escrito todos nuestros regionalistas. No ya, como en el caso de la tormenta, proponiendo cierto animismo antropomórfico del paisaje, sino, más precisamente, el devenir animal del río. En los momentos de la creciente el Paraná se convierte en una bestia furiosa. Sobre esa imagen trabaja Diego Oxley en el segundo capítulo de su novela El remanso, publicada en 1956.
“El río Paraná se extiende y se alarga con majestad de coloso, arreando sobre su lomo encrespado y temblante las manchas verdes de sus embalsados que arrancara de sus costas en su impulso irrefrenable.”
“La creciente viene arreando camalotes y su cabeceo encrespado y verde, llega, pasa y se pierde allá donde el río brumoso y rugiente se funde en el horizonte.”
“Paraná imponente. Hinchado de furia, desbordando audacia, envanecido de fuerza.”
“Su arrogancia castiga las barrancas, su empuje descuaja árboles y arranca camalotes de su placidez dormida, para arrastrarlos camino de su viaje, como muestras de su bravura indomable. Y mientras su dominio se extiende a las islas, rebasando su lecho de siglos, crecen sus bríos, se agudiza el rumor de su paso y su inconsciencia malvada, arremete y arrasa, proclamando la impiedad de su sino.”
“Las aguas se enturbian más, mientras suben en su afán de extenderse. Cubren las playas y saltan las barrancas para volcarse impetuosamente bajo la sombra hermética de los sauzales apretados y lánguidos. Los bajos se llenan y los albardones se pueblan de alimañas y de víboras, en vano intento de escapar al avance.”
“Las aguas turbulentas y oscuras que marcan el cauce de los arroyos, arrastran camalotes, árboles descuajados y algún animal muerto. Se revuelven impetuosas y trémulas, poseídas de una vehemencia irrefrenable que arremete y destruye, que domina y se extiende desperdigando fuerzas.”
“Ahí, en el borde de la barranca de El Biguá, las aguas rugen y se revuelven en borbollones oscuros, como si quisieran gritar su omnipotencia y su dominio.”
La diferencia es clara: cuando la tormenta, son las fuerzas de la naturaleza las que descargan toda su ira sobre los elementos del paisaje. Cuando la creciente, la furia se desata desde dentro mismo del río, del centro hacia el desborde de las orillas. En las descripciones, que se suceden a lo largo de casi cincuenta páginas, las imágenes se repiten y refuerzan la comparación que sostiene la metáfora: “el lomo oscuro y palpitante” del cauce del río, el rumor del río que se convierte en “rugido”, “la furia desmelenada de sus marejadas”, los borbollones “que nacen de su vientre”, los camalotes que “galopan estremecidos sobre las embravecidas olas”, la resaca que se balancea sobre “sus nerviosos corcovos”.
La creciente, según lo sugiere Diego Oxley, es el río en estado de cólera, en un fuera de sí que expresa con énfasis su naturaleza oculta, animal —“Paraná enfático”, lo llama el autor—. Y el énfasis es tanto la figura retórica con la que se referencia la crecida, como el tono afectado de la expresión. Por lo que el recorrido de la metáfora no se detiene allí. Según el régimen del sobrentendido en el que se funda el recurso, la creciente, parece decirnos Diego Oxley, no sólo revela el secreto del río; también, como en una epifanía, la esencia misma del paisaje de las islas: su “salvajismo arisco”.
La autora nació en Rosario en 1961. Es profesora de Teoría Literaria y Literatura Argentina en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó en colaboración Denuncialistas. Literatura y polémica en los años 50 (2004).