miércoles, 10 de julio de 2013

Siguiendo los pasos del maestro

Arrancó, como varias lectoescrituras en este ultimo tiempo, con una referencia que me llegó a través de un mail de Pablo Makovsky, acerca de Duft Punk. Me baje el disco del que hablaba y, como sucede en estos casos, la memoria comenzó a internarse por los vericuetos de Uno, del  pasado remoto o de esa patina que lo recubre y a la que llamamos generosamente memoria.
Como olvidarla, si la disco music me llego junto a las cosas fundantes de mi vida: no en vano la música en los discos de vinilo esta escrita en surcos (siento que de esa metáfora nace el tema de Madona Into the groove), no en vano esos dispositivos se cotizan tanto hoy: reciclan nuestras cicatrices.
La cosa comenzó a los 13 años cuando Juan Carlos Martini y su Winco me abofetearon con el rock nacional. Seria el 77. Charly García ya andaba por la Maquina de hacer pájaros y yo recién empezaba con Sui Generis. Pero lo alcance rápido y La Maquina me aplano. Después supe que todo eso (incluso  hasta Spinetta Jade) ya estaba en Return to forever  o  la Mahavitsnu, pero no hacía a la cosa porque esa música, ese rock nacional, se quedo pegado a nuestras sensaciones como un ectoplasma. Sin él, jamás podrías haber podido entrar en el groove de la disco music. Porque la disco music no es un punto de partida sino de llegada. Para degustar su frivolidad hay que haber pasado primero por hondos bajo fondos. Como toda música alegre procede de la tristeza. Hay que tener un pedazito de vida atrás, hay que haber fracaso en la pista de baile, hay que haber recibido varios no bailo, haber no sido invitado a cumpleaños de 15, para que la melancolía que trasporta esa música frívola no nos desangre.
Resulta que en mi casa había discos de folklore tradicional (mis padres eran del interior) de los fronterizos (mas tarde nos mofábamos de la connotaciones de ese nombre). Pero también había un disco del armoniquista telúrico Hugo Díaz, que hacia sufrir el instrumento como ninguno. Y había también discos de música para bailar, de música beat, donde por primera vez escuché a Dona Summer y a Barry White (cantando Copacabana, un tema que todavía tengo en mi carpeta de Esenciales). Pero en aquella época esa música puesta al lado del folklore no significaba nada.
Comenzó a significar algo cuando Juan Carlos Martini y Amadeo Molinaro, mis compañeros de secundaria, rejuntaron sus equipos y empezaron a poner música en los cumpleaños de 15. Dos bandejas, una de ellas Fischer, un amplificador Sansui y dos bafles Hitachi, más una mezcladora que había fabricado El Topo Ernandorena. El papá de Hernán Nucci, otro compañero de la secundaria, era capitán de barco y le traía los  discos importados, que sonaban mejor que los nacionales o en ediciones que acá no se conseguían, Génesis, Hocus Pocus, Supertramp, Emerson. Mientras tanto JC consiguió un disco importado de The Police y fueron los primeros en musicalizar con The Police y todo eso un cumpleaños de 15. Le sumaron Suterday Fever Night, Funky town, We are family y  arruinaron varios cumpleaños con su vanguardia pero nosotros  empezamos  a escuchar musican en lugares donde la música no está hecha para ser escuchada: un cumpleaños, un boliche. Y encontré un sucedáneo genial para los "no bailo". Un conjuro para el fracaso, que primero fue un alivio y después se convirtió en una pulsión que no pude abandonar hasta hoy.
En el medio estuvo mi paso por la música, la guitarra eléctrica, el bajo. Saber el dibujo que hacen los dedos sobre el mástil de un bajo en una base funky, entender el sonido de los violines sintetizados al unísono en la  disco music, dibujar con las manitos en el aire el ts tsta ts tsta de la batería, repetir el falsete (que sustantivo increíble!) de Andy Gibb.
Dios, como poder sacarme de encima esa marca. Y ahora llega ese disco de los Duft Punk para recordárnoslo todo. Que gran motivo para volver a ver los retazos que somos en la bola de espejos del alma.