domingo, 28 de marzo de 2021

Entrevistas a César Aira


"La literatura está muy perezosa"

https://oglobo.globo.com/cultura/livros/noticia/2024/03/19/a-literatura-esta-muito-preguicosa-diz-cesar-aira-que-tera-nova-leva-de-livros-editados-no-brasil.ghtml

19/3/24

19/3/24

Después de subir tres tramos de escalera, el escritor argentino César Aira, de 75 años, se lanza al sofá para recuperar el aliento. Se bastó para abrir la puerta al reportero y a la fotógrafa, que esperaban en una esquina tranquila del barrio porteño de Flores, donde el autor ha vivido durante 50 años. Aira recibió el GLOBO en un apartamento lleno de cajas de cartón (una de ellas decorada con un mensaje de sus nietos: “Feliz cumpleaños, abuelo César”), discos, libros y muebles tan escantados que, palabra de escritor, ni siquiera la caridad quiso. Pero ya no vive allí. Se mudó el año pasado (pero no salió del barrio) porque su esposa, diagnosticada con esclerosis múltiple, ya no sube escaleras. Vuelve a la antigua casa cada tarde para leer, escribir y escuchar música. Acostado en el sofá, cuenta que se ha rebelado: ha dejado de afeitarse. No es solo el desorden del pelo facial lo que denuncia la rebeldía del escritor. La de las estanterías también. Las obras de Shakespeare están por todas partes y el filósofo alemán G.W.F. Hegel es vecino de Robert Arlt, otro escritor del barrio de Flores. Aira es autor de más de un centenar de libros (que no suelen superar las cien páginas) y muchos creen que será él quien dé el primer Nobel de Literatura a Argentina. Aunque tiene lectores fanáticos en Brasil, todavía se publica poco por aquí. Pero eso debería cambiar. Fósforo anunció la edición de 16 novelas del argentino. El cuarteto inicial entra en preventa el 1º de abril y llega a las librerías a finales de mes. Son: “Actos de caridad”, parábola irónica sobre las virtudes cristianas; “El congreso de literatura”, protagonizado por un César Aira que intenta clonar al escritor mexicano Carlos Fuentes; “Prueba”, en el que dos chicas punk detienen a una chica y la invitan a tener sexo; y “El vestido rosa”, que acompaña las vicisitudes de una prenda que sobrevivió a las guerras del gobierno argentino contra los indígenas en el siglo XIX. Los cuatro concentran las características que hicieron de Aira un escritor tipo exportación: el humor delirante, la reverencia por la literatura, la fascinación por la cultura pop y el gusto por lo insólito. Con cada página, escandaliza al lector con un absurdo más grande que el anterior (como el gusano azul gigante que devasta una ciudad venezolana en “El congreso de literatura”). En la conversación con GLOBO, Aira deconstruyó el mito que se creó a su alrededor, se quejó de que hoy “todo es autoficción” y comparó la felicidad de la literatura brasileña con la tristeza de las letras argentinas. Compruébalo a continuación.

Ya has dicho que el mito que abarca la vida y la obra de un escritor siempre depende de un malentendido. ¿De qué malentendido depende el mito de César Aira?

Mi fama de ermitaño comenzó cuando detré de dar entrevistas en Argentina. Lanzando tres libros al año, ¡tenía que dar una entrevista todos los meses! No tengo ningún problema en dar entrevistas cuando viajo o un periodista extranjero viene a Buenos Aires. Como casi nunca salgo del barrio, me convertí en el “misterioso escritor de Flores”. No salgo porque mi esposa tiene esclerosis múltiple y me ocupo de ella. Toda esta mitología tiene causas prácticas y reales.

Flores es un escenario recurrente en sus telenovelas. ¿Qué importancia tuvo el barrio en su formación como escritor?

En realidad, no me gusta mucho aquí, no. Pero no se lo digas al director del Museo del Barrio de Flores, porque soy el escritor del barrio, ¿sabes? Vivo aquí por casualidad. Cuando vine a estudiar a Buenos Aires, mis padres compraron un apartamento aquí, en el edificio donde vivía una tía. Cuando nació mi hija menor, nos mudamos aquí. Ahora que mi esposa ya no puede subir escaleras, estamos en un edificio con ascensor.

Tienes más de cien libros publicados. ¿Cuál es el secreto de la productividad?

Empezar. Las ideas surgen del acto de escribir. Si no sé a dónde ir, no puedo parar y pensar, porque entonces no sale nada. Sigo escribiendo, y la historia se hace en este movimiento. Con la práctica, inventar historias se vuelve natural. Más joven, escribía todos los días, pero nunca más de una página. De hecho, soy el menos prolífico de los escritores argentinos, porque nunca hice periodismo ni enseñé. Si escribes una página al día, al final del año tienes 300. En mi caso, son tres libros. Por eso dicen que soy prolífico (risas).

¿Por qué sus libros son tan delgados?

Tal vez porque soy un poeta frustrado.

Hay varios personajes llamados César Aira en sus libros, como el escritor loco de “El congreso de literatura”. ¿Cómo es crear versiones de uno mismo?

Presto algunas características mías a los personajes, pero no muchas. En los libros, soy un sabio loco. En realidad, soy bastante normal. Una vez me preguntaron si participé en el mundo punk y gay de los años 80, descrito en “La prueba”. ¡Mira la fama que puede ganar un escritor! En ese momento, estaba criando hijos, lavando platos y traduciendo para ganarme la vida. Dentro de cien años, tal vez alguien lea esta novela y piense: “¡Qué vida tuvo esta Aira!” (risas).

En el texto “Romance argentino: nada más que una idea”, publicado en 1981, criticaste la forma “oportunista” de cómo los ficcionistas retrataban la realidad política. ¿Este problema persiste?

Totalmente. Tal vez no con la militancia que había en otro momento, pero sigue siendo así. ¡Es como si la actualidad fuera el único tema de la ficción! La literatura es muy perezosa, poco imaginativa. Todo es autoficción. Todo está medio plano, creo que es influencia del realismo estadounidense. Así que lo que más hago hoy es releer. Estoy releyendo “Don Quijote”.

¿Este gusto por la imaginación explica por qué su obra está tan influenciada por la cultura pop, desde los cómics hasta los dibujos animados?

Sí. Tengo mucho cariño por la cultura pop. Veo todos los días un dibujo animado llamado “Las terribles aventuras de Billy y Mandy”. Son dos niños que hacen una apuesta con la muerte y ganan. Me gustan estos dibujos animados delirantes en los que explota una dinamita y el personaje se vuelve todo negro, con el pelo escalofriente. Mi mujer ve las noticias, pero creo que todos son deprimentes, llenos de clichés...

¿Te gusta el rock de la década de 1980, como la protagonista de “La prueba”?

El otro día, una editorial me invitó a escribir el prólogo de una nueva edición de “El extranjero”. Dijo que no porque lo único bueno que hizo (Albert) Camus fue inspirar la música de The Cure (“Killing an Arab”). Me detuve en los años 80: Morrissey, The Cure, Suede. También me gusta la bossa nova, escuchar a João Gilberto cantando “Basta de nostalgia”.

¿No dejó de escuchar a Morrisey después de que se acercó a la extrema derecha?

¡Ah, por favor!

Usted describió la literatura brasileña como un “tesoro casi inagotable de delicias”. ¿Qué te encanta de nuestra literatura?

 

Hay tres grandes literaturas en América Latina: la brasileña, la mexicana y la argentina, que viene por último, quizás por cortesía del dueño de la casa. Empecé leyendo Dalton Trevisan en castellano, luego leí una traducción española de “Grande sertão”. Aprendí portugués leyendo. Cuando iba a Brasil, compraba libros como “Os sertões”, que es genial. Los libreros se extrañaban. ¿Quién todavía lee a Euclides da Cunha? La literatura brasileña es fantástica, sensual, feliz. Aunque mi favorito de los contemporáneos, João Gilberto Noll, no es nada feliz.

¿No es feliz la literatura argentina?

No. Aquí, los escritores toman el personaje y dicen: “Ahora verás lo que es bueno”. ¡Te hacen sufrir penurias hasta la muerte! Antonio Di Benedetto (1922-1986) era experto en esto. Todos sus libros son deprimentes. Cuando era niño, el suplemento literario de La Nación venía lleno de cuentos de escritores sádicos, que humillaban a sus protagonistas. Los escritores somos desagradecidos, nos vengamos de los personajes que creamos.

Ya has dicho que escribes para que los habitantes del futuro puedan reconstituir Argentina si desaparece. ¿Pueden libros tan delirantes reconstituir un país?

Creo que he exagerado un poco (risas). Tal vez haya dicho esto para épater la bourgeoisie (escandalizar a la burguesía). La realidad es el cemento que uso para inventar. Un amigo mío dice que le gustan mis libros porque son tan realistas que dejan de serlo y despegan. Pero es como dijo el escritor francés Jacques Vaché: “No hay nada que mate tanto a un hombre como lo obligue a representar a su país”. Se refería a la guerra, pero también se aplica a la literatura.

Se ha confirmado la publicación de 16 libros suyos en Brasil. ¿Cómo te sientes?

Muy contento. He publicado en muchos países, pero tuve mala suerte en Brasil. Empecé en una editorial pequeña, luego fui a otra que fue comprada por un grupo más grande que dejó de publicarme. Brasil es el único país, además de Uruguay, que visité como turista. Viajé a otros países porque me invitaron. Pasé algunos de los momentos más felices de mi vida en Río de Janeiro. Pero todavía conozco poco Brasil. Quiero ir a Bahía y al Norte.

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TODO ESCRITOR INVENTA SU IDIOMA

Entrevista de Hinde Pomeraniec a César Aira CLARÍN, Cultura y Nación,

27.06.91


-Podría decirse que vos estás en las antípodas de aquellos narradores que tienen una relación conflictiva con la propia producción escrita ¿no?


—Sí, hay una cosa que me parece lamentable y es cuando alguien escribe una novela y no puede escribir otra hasta no ver publicada la anterior. Eso es francamente paralizante, pero es muy común. A mi, obviamente, no me pasa.


—Es como si se tratara de parir para volver a concebir...


—Sí, pero eso es una analogía, una metáfora, y cuando uno se mete con las metáforas, está perdido. De cualquier manera es cierto que hay necesidad de exorcizar publicando que yo mismo he sentido, y por eso me decidí a publicar todo, pero en mi caso es más bien por exceso.


—Decís que decidiste publicar todo lo que tenés escrito. ¿No pensás seleccionar?


—En realidad querría publicar todo pero no voy a hacerlo. Aunque también me cuesta seleccionar porque no sé con qué parámetros, con qué criterio. A mí me parece que está todo bien (risas). Es cierto que hay cosas que fallan. Uno de los aprendizajes que debería hacer un escritor es el de poder evaluar los proyectos antes de ponerse a escribir. Recién ahora estoy empezando a aprenderlo. Antes me largaba con cualquier cosa.


—¿A través de esta política de ser tu propio editor estarías, de alguna manera, preservando tu producción de los vaivenes del mercado o algo así?


—Totalmente. Pero no como una toma de posición por motivos de pureza ni nada de eso sino, en realidad, por necesidad. Es lo más práctico. En esto de publicarse uno mismo, la simplificación llega a un extremo maravilloso.


—¿Y qué pasa con la circulación de esos textos?


—Eso no tiene ninguna importancia. Yo soy de los que dice "no he tenido ningún lector todavía, ni lo voy a tener nunca".


—¿Vos serías tu lector ideal, entonces?


—Yo soy un lector más. Soy un lector y secundariamente soy un escritor, lo único que me gusta en el mundo es leer. Una vez le oí decir a José Bianco que había pasado treinta años sin escribir porque le gustaba mucho leer. Está perfecto, es la única excusa.


—Si la circulación no tiene importancia, ¿cuál sería la necesidad de publicar las novelas?


—No sé si la palabra es publicar, ver mis novelas publicadas porque en realidad estas novelas no pasan al dominio público sino que más bien quedan como en secreto, son poquitos ejemplares. A lo mejor la necesidad es que queden hechas como objetos. Ahí sería otro nivel de secreto, un secreto difundido.



Manual de instrucciones


—¿Dejas muchas novelas inconclusas?


—No, nunca. Pero últimamente imprimí algunos cambios. Ahora estoy escribiendo corto, cada vez más corto. Cien páginas me parece un número ideal. Es, también, un modo de simplificar. No creo que vuelva a escribir cosas largas porque, incluso, algunos proyectos de novelas que tenía, como narrar la vida de una persona, veo que en cien páginas se lo puede hacer perfectamente. Además cien páginas simplifican también la vida del escritor, porque el inconveniente de escribir novelas largas es que cuando uno comienza a escribirlas no sabe si va a salir bien y dedicarle un año a algo que no valga la pena es como para terminar con la carrera de cualquiera. En cambio, 100 páginas, a tres páginas por día, se terminan en un mes y un mes uno puede sacrificarlo ¿no?


—Toda esta economía de la escritura suena muy práctico, casi un manual ...


—Sí, pero a la vez esto me da libertad para escribir lo que se me ocurre, lo más absurdo, lo más ridículo.


—¿Qué lugar le asignarías al reconocimiento?


—Cuando hay un reconocimiento, es decir, si a partir de esto se supone que uno escribe bien, podría hablarse de una utilidad práctica. El deseo de todo escritor es seguir escribiendo. Si uno escribe bien, tiene una buena excusa para seguir escribiendo, excusa en realidad inmejorable. Pero al mismo tiempo, y paradójicamente, tiene también la excusa para dejar de escribir. Porque si escribe bien, ya no necesita seguir escribiendo.


—Con eso estarías diciendo que si uno escribe bien significa que "llegó a algo", ¿pero a qué?


—Bueno, hay una cosa a la que se llega y es a ser un escritor, no solo a creérselo.


—¿Quiénes serían los grandes escritores?


—Durante mucho tiempo, si me ponían en el brete de tener que dar nombres, de elegir un escritor, el máximo, el supremo, yo decía que era Proust. En estos últimos años le empecé a ser ligeramente infiel con Balzac. En realidad lo redescubrí y lo descubrí porque en Balzac hay tanto que uno no termina de descubrirlo en toda una vida.



De jurados y concursos


—¿Lees todo lo que llega a tus manos?


—Sí, por supuesto. También leo muchos manuscritos. Incluso estoy en contra de esa especie de consenso generalizado que dice que ser jurado de un concurso es una de las peores condenas. Para mi es estimulante y divertido, porque hay un determinado momento en la vida en el que lo único que uno puede pedir razonablemente es que nos dejen seguir leyendo en paz, y ser jurado te posibilita esa situación ideal. De todas maneras habría que moderar el optimismo porque un buen escritor es una excepción rarísima. En uno de esos concursos tuve la suerte de descubrir a (Daniel) Guebel. Con él tengo muchísimas esperanzas. Su novela, La perla del emperador, no solo me gustó sino que me conmovió. El podría ser un gran escritor.


—¿Acostumbrabas a mandar tus novelas a concursos?


—Por supuesto. Durante muchísimos años mandaba mis cosas a todos los concursos que había y nunca gané nada. Pasé a ser jurado de concursos sin haber ganado nunca nada. A mi juicio, los teóricos no han logrado aún realmente dilucidar bien el tema de la plata. El dinero tiene algo de futuro anterior ¿no?



En busca del narrador malo


—En esta especie de práctica compulsiva que es tu característica de escritura ¿hay un lugar privilegiado del narrador? Digo: hay un narrador Aira, una voz constante, ¿o estás a la búsqueda de un narrador para cada novela?


—No, para nada. No hay un narrador para cada novela. Nunca he podido hacer eso, como escribir en primera persona, o buscar una voz. Prefiero ser siempre yo, pero al mismo tiempo, yo no soy yo, es un poco fluctuante, son voces distintas. Hay un poco de snobismo en eso de tomar una voz y de creerme Borges o Gornbrowicz y ponerme a escribir como ellos. Prefiero mantener una cierta espontaneidad porque yo escribo así, linealmente, no corrijo, como va saliendo...


—Alguna vez dijiste que el futuro de la literatura estaba en la literatura mala. ¿Podrías aclarar ese concepto?


—Lo que tiene de bueno la literatura mala es que opera con una maravillosa libertad, la libertad del disparate, de la locura, y a veces la literatura buena es mala porque para ser buena tiene que cuidarse tanto, se restringe tanto, que termina siendo mala. Termina siendo aburrida o, directamente, no vale la pena leerla. Es como ese poema que está en Ferdydurke, de Gombrowicz, que tiene esos versos tan correctos, y en lo que se llama Mi traducción, el personaje repone como: "Los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, etcétera." Algunos de esos libros de Marguerite Yourcenar, Octavio Paz o Milán Kundera, que se suponen buena literatura, podrían traducirse interiormente como: "Estoy bien escrito, estoy bien escrito, estoy bien escrito, etcétera", y eso es todo. Y uno querría otra cosa, ¿no?


—¿Vos decís que esos libros funcionan como de acuerdo a un deber ser de lo que es la buena literatura?


—Exactamente. Una buena literatura es buena en relación con normas establecidas. Si la función de la literatura es inventar normas nuevas, no podemos limitarnos a seguir obedeciendo. Hay una cosa que les suelen decir a los escritores ya maduros y es: "Vos, aunque te lo propongas, no vas a poder escribir mal". Yo he estado buscándole la vuelta a eso, a ver si, sin necesidad de degradarme, puedo llegar a escribir mal. Pero ocurre que el asunto es más complejo, porque hay que pensar que para un lector sofisticado, hoy en día lo inesperado también es algo qué está esperando. Otro lugar común de los escritores argentinos es el de preocuparse por hacerse traducir en el extranjero. Eso no significa absolutamente nada, es la nada, es un pedazo de vacio que nos tiran por la cabeza.


—A lo mejor esto también tiene que ver con el reconocimiento. ¿O será que los textos quedan mejor escritos en otra lengua?


—Sí, quedan mejor. Habría que pensar en esa frase de Proust: "Los libros que amamos siempre parecen escritos en una lengua extranjera". Creo que el sentido de la frase es que, en realidad, todo escritor inventa una lengua extranjera, que es su estilo.



El origen de los relatos


—Con poco tiempo de diferencia aparecieron dos novelas tuyas, Los fantasmas y El bautismo. ¿Cuándo las escribiste?


—Las dos fueron escritas en 1987, que fue un año muy productivo para mi. La anécdota de El bautismo es una anécdota real que me contaron hace unos años. Es la historia de un cura que se negó a bautizar a un chico que había nacido muy poco formado. Se trataba de un joven que yo conocía y, curiosamente, me la contó un cura. No el mismo, por supuesto. Lo que me sorprende de esta novela es el estilo como de chiste que tiene. Se trata de un chiste sobre otro chiste. Y no creo que tenga tanto que ver con el humor sino que uno cae en ese estilo chistoso cuando quiere hacer una microscopía de la acción. Describir una acción o un gesto en su menor detalle termina siendo un chiste. Por otro lado, es lo más siniestro que he escrito.


—Muchas veces el chiste funciona como freno a la angustia que provoca el efecto de siniestro...


—Sí, o a la manera de contraste.


—¿Y la historia de Los fantasmas?


—Es una especie de "conte philosophique", una demostración casuística de un asunto filosófico, o seudofilosófico, de filosofía práctica, casera. La idea era demostrar: qué vale más, ¿vale la pena sacrificar una cosa por otra? Quise hacerlo poniendo casos extremos: ¿vale la pena dar la vida para ir a una fiesta? No sé si quedó demostrado algo. Cuando uno parte de una idea conceptual como esta, todo el material con que se la viste queda como abierto a una gran libertad. Yo tengo esa idea, quiero hacer la escenificación de esa idea y puedo ponerla en escena en cualquier ambiente; está todo abierto, libre.


—En las dos novelas habría como una especie de contradicción entre el discurso del narrador, que tiende a la verosimilitud y presenta a los personajes ateniéndose a esto, y los diálogos, en los que de pronto aparecen albañiles o campesinos en disquisiciones que se suponen ajenas a su medio. ¿Qué pensás?


—Creo que hay un prejuicio intelectual que determina que unos albañiles, necesariamente, deben hablar de cosas vulgares, como hablan los escritores. A los indios de mis novelas siempre los hago hablar como hablo yo. Si uno traduce, ellos hablan bien en su idioma. Todo idioma tiene, para mí, todo lo que necesita el pensamiento para expresarlo elegantemente. 


Todo el mundo habla de lo que quiere hablar y lo hace, en la medida en que puede hacerlo, bien, expresándolo articuladamente. Me da la impresión de que en la Argentina, en los últimos años, todo ha sufrido un proceso de traducción al tema de la plata. Entonces, ahí sí se vulgariza mucho todo lo que se dice, pero si uno deja de lado ese proceso traductivo, y deja sólo las cosas de las que habla la gente cuando se encuentra, lo que queda es universal.


—Por un lado, toda una economía de la producción literaria y, por el otro lado, una queja constante relacionada con la corrupción que genera el dinero. Parecería que se te hace imposible soslayar el tema...


—Sí, y por eso trato de obviarlo en la conversación. A lo mejor ese es el motivo por el que soy extraordinariamente silencioso.

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Entrevista a César Aira. Daniel Molina. 1993

Publicado en https://rayovirtual.medium.com/entrevista-a-c%C3%A9sar-aira-e381baf2703f

Hice esta entrevista a César Aira en 1993. Hablamos horas y solo reproduje un fragmento (que no es corto, pero es un pequeño fragmento) de todo eso. A César le gustó. Cuando le piden una entrevista él dice que lean esta (que hasta ahora era inconseguible) y la reproduzcan porque acá ya dijo todo. No es cierto, pero creo que vale la pena leerla. Ojalá la disfruten tanto como disfruté yo hacerla hace un cuarto de siglo.

Una agobiante tarde de enero nos encontramos con César Aira en el café de Corrientes y Talcahuano. Aira habla como escribe. Su decir es distinguido; el tono es tenue, pero de ninguna manera monocorde. Quedó límpidamente registrado en la cinta, por sobre las voces de unas cincuenta personas.

Nació en Pringles (provincia de Buenos Aires) en 1949, publicó quince libros, tiene cuatro más en prensa, acaba de terminar otro y ya está escribiendo uno nuevo. Prolífico como Balzac, su estilo se asemeja más bien a ese descuido aristocrático que caracteriza a Stendhal.

Hace unos meses dictó un curso sobre Rimbaud. Al igual que en el que le dedicó a Copi en 1988 (editado por Beatriz Viterbo), el tema fue la literatura, toda la literatura. Por eso comenzamos la entrevista interrogándolo sobre algunos de los conceptos centrales que desarrolló en esas clases.

–En el curso que dictaste en el Centro Cultural Ricardo Rojas dijiste que el abandono de la literatura no sólo era una preocupación teórica sino que además tenía que ver con tu propia experiencia personal. En esa clase lanzaste frases que quedaron vibrando como si fueran una de esas paradojas irresolubles del budismo zen, los koan. Aclarar iluminaciones es un despropósito, pero podrías intentar explicarnos algunas de las cuestiones que trataste allí. Por ejemplo, ¿qué significa el abandono?

–Todos esos balbuceos que me llevaron horas y horas durante ese curso eran para poder empezar a tocar una materia que es muy resbaladiza. El abandono es una fantasía que está en todo artista. Es también una vieja idea mía. Si uno puede llegar a ser artista, ¿para qué molestarse en hacer cosas? Hokusai, por ejemplo, creía que cuando llegase a los cien años y hubiera aprendido bien su oficio iba a poder hacer un único punto, y ese punto iba a decir todo. Los que como Rimbaud han llegado a los cien años en plena adolescencia comprenden que es difícil escapar de la máquina de la producción. Lo que hacen es juzgado como “cosa”, empieza a circular como mercancía. Entonces se abandona. Se abandona el mecanismo social, pero no se renuncia al arte. El arte es lo que nos mantiene vivos, es nuestra vocación y nuestro destino. En el fondo es un simulacro de abandono. Es algo difícil de explicar, cuesta internarse en este asunto. De ahí que mi exposición en el curso fuese tan vacilante.

–El abandono apareció ligado a la necesidad del artista de transformar el mundo en mundo…

–Sí. Esa fue una iluminación que tuve durante la hepatitis. Esa transformación es el colmo. Que un sapo se transforme en príncipe, un zapallo en carroza, es empezar a transformar. Hay que seguir y seguir hasta que el mundo se transforme en mundo, en el mismo mundo que estamos viendo. Me cuesta responder estas cuestiones. Justamente esa dificultad de responder es lo que me hizo escritor. Muchas veces tuve esa infatuación de querer ser crítico, profesor, pero siempre fracasé. Ese fracaso me devuelve a la novela. La novela permite salirse de la verdad, de esa cosa terrible que es decidirse por sí o por no. Por suerte hay un nivel en el que no existe la verdad o la mentira, ese es el mundo de la ficción, de la novela. Quizá en todo esto hay algo de Peter Pan, de no querer madurar. Llega un momento en que uno debe decidirse, decir verdades… Pero, ¿si uno se negase…? Se puede poner a escribir novelas.

–Esto parece ligado a ese arte de la indiferencia que reivindicaste varias veces.

–Exactamente. La indiferencia es una liberación. Cada vez soy más indiferente. Por ejemplo, he reconfirmado mi decisión de votar en blanco el resto de mi vida. Esta indiferencia particular es más sencilla de justificar. Pero la indiferencia tiene que generalizarse, tiene que ver con un arte de liberarnos de las afecciones. Me impresionó una frase de Lezama Lima que está citada en Rayuela, “lo importante es inventar pasiones nuevas”. Nos enfrentamos al espectro de las pasiones y hay que elegir, por el amor, por el odio… bueno, la indiferencia significa pasar a otro nivel, ahí estamos fuera de la elección. Quizás eso sea una pasión nueva.

–El abandono y la transformación del mundo en mundo se relacionaban, en ese curso, con el procedimiento. ¿Qué entendés por “el procedimiento”?

–El procedimiento lo vi a partir de Raymond Roussel, uno de mis escritores adorados. Me refiero al procedimiento en su acepción más común, a tener una técnica explícita. Se suele decir peyorativamente que un escritor sigue un procedimiento, que lo que hace no lo saca de su inspiración o de su talento, que lo que hace es mecánico. Creo, por el contrario, que seguir un procedimiento puede ser liberador. El procedimiento es cristalino. Si se lo sigue se sabe a qué se está obedeciendo. Si no obedecés las reglas de ningún procedimiento no sabés a qué estás obedeciendo. Lo más probable es que obedezcas a reglas mucho más siniestras, las reglas de la clase, del inconsciente, de lo que te determina como persona.


–El conjunto de tus intervenciones literarias –novelas, artículos, cursos– está configurando una imagen de escritor, la de alguien dedicado sólo a la literatura. ¿Te interesa el mito personal Aira?

–Me interesa, pero no creo que sea algo que pueda construirse deliberadamente. Si se hace eso es como ponerse a actuar, inventarse un personaje… Como la literatura, el mito personal no puede ser algo deliberado. Creo que la literatura es como la conclusión de un silogismo del cual las premisas son heterogéneas. Una premisa puede ser un libro y otra puede ser un matrimonio. Esa heterogeneidad es lo que siempre he enfocado. De ahí sale mi idea del continuo. El continuo es lo que puede unir los heterogéneos. Eso es la literatura. Esto no es muy original. Muchos han insistido en que la literatura se hace con la vida y con las influencias. Que se hace con un poco de uno y un poco de otro sin que pierdan su diferencia radical. Nunca se ponen en un mismo plano. Ahí está el gran salto que tiene que hacer el continuo para reunir cosas que nunca van a estar en el mismo plano.

–¿Siempre te soñaste escritor?

–Sí, totalmente. Desde niño. Era un destino. No sabía qué era ser escritor, pero ya me consideraba escritor. He escuchado afirmar lo mismo a muchos artistas. Es que si uno no hubiese sido artista se hubiese destruido, no sería nada. Uno ve que no podría funcionar de otra manera. No me veo como profesional o como empleado. Siempre me consideré inadecuado para la vida adulta. No me puedo relacionar en un plano de igualdad con la gente seria, adulta, formal.

–Al contrario de los escritores que se promocionan abundantemente, tu estrategia se parece a la de un Stendhal o la de un Nietzsche, que esperaban lectores un siglo después.

–No es tan así. Como dijo lord Keynes, “a largo plazo todos estaremos muertos”. Eso es lo único cierto. Pero tampoco me interesa promocionar mis libros. Con muy mala intención muchas veces me preguntan ¿entonces, para qué los publica? En realidad, se necesita tener un mínimo de vida pública para poder seguir funcionando en privado. Cuando empecé a publicar lo hacía por esa vanidad, por ese narcisismo que cualquiera tiene. Después hubo un momento en que pensé: “para qué seguir con esa frivolidad de las presentaciones cuando esto me molesta demasiado?”. Pero encerrarse completamente y seguir escribiendo sería imposible. He tenido la suerte de lograr ese mínimo de vida pública, un grupito de gente que me apoya, que sé que está ahí; lo conozco medio por telepatía. Hace poco releí El viaje sentimental, de Sterne. Me decepcionó un poco, pero lo nuevo que vi es que es un libro –y no es el único caso–, que no hubiera podido ser escrito si el autor no hubiera sido famoso. Hay momentos en que se necesita una cierta vida pública para hacer un giro, un avance en tu cosa privada. Ahí está lo del mito personal. Tenés a esos artistas que pueden dejar de hacer una obra pura y logran producir algo que, si fuesen nadie, sería algo vacío. Por ejemplo, Duchamp haciendo una rayita en la pared. Si la hiciera otro, esa rayita no sería nada. Hecha por Duchamp eso entró en un sistema, en el que todo, hasta un estornudo, puede ser considerado arte. De todas maneras, prefiero no hablar de ejemplos. Los escritores no son ejemplos. No hay una especie de “escritor” de la que los individuos serían “ejemplos”. Cada escritor crea su propia especie. Esta idea es una barrera que impide que uno crea que con la teoría, con el estudio puede llegar a descubrir grandes verdades.


–Durante un año y medio, o algo más, dejaste de escribir. Tenés unos quince libros publicados, ¿aún falta publicar libros que escribiste en esa etapa, antes del abandono?

–Sí. Son cuatro libros. Aparecerán durante este año. Uno es El diario de la hepatitis, otro La guerra de los gimnasios y otro más que se titula Cómo me hice monja. También aparecerá una obrita de teatro.

–Acabás de terminar una novela, la primera después del período de interrupción de la escritura, ¿cómo se llama?

–Los misterios de Rosario. Después de publicar El volante, que permanece a la etapa anterior, me agarró un sentimiento de culpa, una angustia al pensar que Daniel Guebel y Luis Chitarroni se iban a enojar conmigo porque perder un amigo, sobre todo perder un lector, me resulta horrible. Entonces, ¿qué hice? Seguí el sistema de huir para adelante. Decidí escribir una novela en la que tomara nuevamente gente real, pero ya sin cambiar nada del nombre, sino que iban a aparecer claramente reconocibles. Con esa cosa de justificar la primera página acentuando los tonos en la segunda, ya no estaba jugando con fuego sino con átomos. Estos personajes de la nueva novela son Alberto Giordano, su esposa Analía, su cuñada Lina, toda su familia, todos sus amigos… Giordano, que empezó siendo rengo, siguió siendo drogadicto y continuó pegándole a la mujer… todos, poco a poco, fueron acumulando toda clase de vicios. Era algo que no podía parar. Ahí empecé a ver dónde estaban los misterios de Rosario. El título se lo había puesto como una alusión a Eugene Sué, a la cosa rocambolesca, una novela nocturna, de aventuras, de saltar tapias. Pero no era eso. Comprendí que al usar un personaje real yo puedo decir cualquier cosa, incluso tratar de llegar al fondo de lo decible, pero quedan cosas que no puedo decir. Aparece una serie paralela a algo que parecía no tener límites. Eso que está abajo de cierto límite, que no se puede decir, son los misterios de Rosario. Está en la novela, pero ni yo ni nadie lo puede ver. Es lo misterioso.

–¿Cómo empezás a escribir una novela?

–Nunca lo pienso demasiado. Hay algo de escritura automática. Tengo una idea vaga y empiezo a improvisar. Eso es lo que más me interesa ahora, la improvisación. En este tiempo en que no escribí, en que estaba medio en crisis, en que decía fraudulentamente que no iba a escribir nunca más, me parece que lo que había era una crisis de la improvisación. Creo que mi error era hacer proyectos. Eso me envenenaba la vida. Ahora empecé a improvisar en serio. Esta va a ser mi nueva tesitura. Aunque lo que salga no va a ser muy diferente porque siempre lo que sale es independiente de uno.

–Estás pensando ya en empezar otro libro?

–Ya lo empecé. Se llama Una leyenda. Alfredo Prior va a hacer una exposición sobre muñecos de nieve y me pidió que le escriba algo para el catálogo. Por eso estoy escribiendo esta leyenda sobre el muñeco de nieve.

–Tus libros parece que estuvieran escritos de principio a fin sin corregir.

–No sólo lo parece, lamentablemente es así. En parte se debe a la pereza y a la falta de sentido autocrítico. Cuando se adopta la escritura como modo de la felicidad no se puede ser demasiado crítico con uno mismo. Mientras escribo dejo salir todo. Cuando lo termino lo abandono un tiempo, para corregirlo después. Pero lo leo de nuevo y me parece bien; tendría que ser otro para corregirlo. Yo me resigné a ser yo mismo y lo dejo como está. Además, hay otra cosa. La novela es el género maravillosamente autojustificativo. Podés meter la pata de la manera más espantosa y en el capítulo siguiente lo arreglás, sin volver atrás. Eso es lo que les da valor –por supuesto que para mí– a mis novelas: el hecho de que se vayan autoarreglando. No funcionaría eso si volviese atrás y corrigiera. Corrigiendo se esterilizan esos movimiento ondulatorios de la ficción, que es lo más aventurero que tiene la novela. Ese mecanismo es lo que se llama exactamente la “huida hacia adelante”. Seguís, inventás algo más, le das ese gran movimiento, ese impulso que puede llegar a tener la novela.


–Muchas veces te referiste favorablemente a Borges, pero hace poco afirmaste que no te interesa más. ¿Es cierto o te guía el espíritu de provocación?

–Puede ser que haya en esta afirmación ese gusto por la provocación que trato de no perder. Eso era algo que, en el medio ambiente en que me formé, en ese clima, ahora tan devaluado, de las vanguardias, era constitutivo. Pero también hay una cosa totalmente biográfica: Borges me fue dejando de gustar a medida que maduraba. Creo sinceramente que es literatura para la juventud, aunque admito que puedo equivocarme.

–Además de Borges, descalificaste a dos de los “intocables” de la literatura moderna: Joyce y Flaubert, ¿por qué?

–Son escritores para la Academia, para ser leídos por la Universidad, que es nuestra Academia. Sus obras están hechas para que se realice con ellas ese tipo de trabajo que se hace en la universidad. Lo de Joyce fue reciente. Sucedió cuando tuve hepatitis, lo cuento en el librito que se va a publicar ahora. El culpable fue Luis Chitarroni. Había prometido traerme un libro perfecto para leer teniendo hepatitis, La guerra y la paz, que no había leído. No sé qué le pasó y no vino como es su costumbre. Entonces miré mi biblioteca, saqué Ulises y me puse a releerlo. Me quería morir. Con Joyce podés ocupar tu tiempo. Da pie para un trabajo erudito. Pero me parece que la literatura es otra cosa, que anula el tiempo. En Joyce falta ese momento en que todo se borra, explota. En cambio, quizá fui injusto con Flaubert. Lo que rechazo de él es el desprecio. Esa cosa de escribir porque se odia algo, la clase media pueblerina, por ejemplo. Pero en Madame Bovary hay una cosa buena, el amor del señor Bovary por su mujer. Es una traición al propio Flaubert. Él quiso poner toda la mediocridad en ese hombre y no se le ocurrió que un hombre que realmente ama las mujeres no puede ser estúpido.


–Además de los clásicos, ¿leés también y con el mismo placer a los contemporáneos?

–Leo de todo. Pero los contemporáneos, en general, no me causan el mismo placer. Los leo y me pregunto, casi siempre, ¿qué le habrán visto? Me refiero a nivel mundial, no sólo a la literatura argentina. Alberto Girri dijo algo que me parece acertado. Él creía que cuando un artista ya tiene su obra en marcha, cuando ha crecido, ya no pude tener esa maravillosa generosidad y apertura que quizá tuvo en sus comienzos. No es por mezquindad, sino porque se cierran compuertas en uno. Leí a Martin Amis por recomendación de Chitarroni. Lo lamenté muchísimo. En cambio, me gustó otro inglés, Ishiguro. Tiene una cosa interesante, lo hace dudar a uno, “¿será realmente bueno o será un buen simulacro?”. Esa duda es buena; cuando ella existe es que hay mucho. Con Martin Amis eso no pasa porque él juega todas sus fichas a ser un genio.

–Nabokov también posa de genio.

–Nabokov era mi bestia negra. Traté infructuosamente de convencer a mis amigos de que era malo. Pertenece a la clase de escritor que no me interesa. Es el escritor-gentleman, cae siempre bien parado. Con Lolita casi, casi fue interesante, pero en seguida lo arregló. Siguió siendo el mismo Nabokov. Por el contrario, me interesa la inteligencia de los escritores ingleses que escriben crítica. Por ejemplo, Chesterton. El otro día leí un libro suyo que no sé si está traducido, La edad victoriana en la literatura. Qué placer. Está envenenado por toda la cosa católica que él tenía, era un fanático. Pero aun así, cada vez que pega el alfilerazo es perfecto. De Emily Brontë dice: “Es un caso de esas imaginaciones fuertes que no pueden impedirse ver en el sexo opuesto a un monstruo”. Acto seguido, compara a las dos hermanas: “Emily es tan insociable como una tormenta a medianoche, en cambio Charlotte es cálida y doméstica como una casa en llamas”. Los críticos ingleses tienen siempre presente al common reader, al lector común. Ahí está Wilde y De Quincey y tantos otros. Hacen ese tipo de razonamiento del que Borges tomó todo.

–Es que Borges era un lector excepcional. Más que qué leer, él sabía cómo leer…

–Ahí está todo. Hace poco traduje un libro de Joseph Campbell, el mitólogo norteamericano. Es un jungiano, medio fascista. Cuando empecé la traducción no me interesaba mucho. Pero llegué a un párrafo maravilloso. Ese párrafo lo decía todo… El libro es la reproducción de unas conversaciones con un tipo de la televisión. El entrevistador está todo el tiempo diciendo: “Dime, Joe, ¿cómo es eso de la Iluminación… qué es la trascendencia?” Campbell responde: “Bueno, Bill el asunto es así y así”. Después de hablar de los chakras y del Bhagavad Gita, Bill le pregunta, “Joe, ¿pero cómo se llega a la trascendencia?” Ahí Campbell le dice: “Mira, Bill, hay un modo muy fácil de llegar a la trascendencia. Consiste en sentarse en un sillón de tu casa, abrir un buen libro y leerlo. Nunca hay que leer por curiosidad. Agarra un ‘buen libro’, Kafka, por ejemplo. Léelo todo. Después lee otros libros de ese autor, hasta leerlos todos. Después lee la correspondencia de ese autor, sus diarios íntimos, las notas, los papeles póstumos. Una vez que termines con eso, lee la biografía, si hay otras lee otras. Después todo lo que se ha escrito sobre ese autor. Más tarde lee los autores que él leía… Ahí vas a ver cómo se empieza a abrir la trascendencia”.

Eso es exactamente la cosa. Ahí podés ver cómo el producto es descartable cuando vas hacia eso tan extraño que es la literatura. Yo siempre leí así, desde niño. En cambio, si uno lee por curiosidad, si se dice a uno mismo: “¿Cómo escribirá Gide?” y va y lee un libro de Gide para enterarse, bueno eso no es nada. No da nada. Esa lectura no lleva a la literatura.

FRANCESC RELEA

28 JUN 2002 

ENTREVISTA:CÉSAR AIRA | CÉSAR AIRA, LA VANGUARDIA ARGENTINA

'Si uno descubre que no es un genio, no se resigna a ser lo que viene después'

Su modus vivendi desde muy joven han sido las traducciones del inglés, francés, italiano, portugués, idiomas que aprendió de forma 'empírica', sin haber estudiado jamás el oficio. Cuando a finales de los años sesenta hizo una prueba para la editorial Paidós, quedaron tan impresionados que creían que conocía el libro de antemano o que había hecho trampa. 'Fue un descubrimiento para mí también, de que tenía un don especial para hacer traducciones'. César Aira, de 53 años, padre de dos hijos, nació en Coronel Pringles, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires, vive desde 1967 en el barrio de Flores de la capital argentina. Estudió letras y su primera vocación era la carrera académica, pero se interpuso la traducción. Unos cuarenta títulos avalan su abundante producción, que el autor, que evita cuanto puede la promoción, no considera tal.

 PREGUNTA. El Mago, La liebre y Varamo se publican en España. ¿Qué importancia le da a estas tres novelas?

RESPUESTA. Por supuesto ninguna. La liebre fue una novela que tuvo cierto éxito aquí, fue el único libro mío que superó la primera edición. Tal vez por ser un tema histórico, que por casualidad caía bien en planes de estudio. Los asuntos de los indios, de los viajeros ingleses en La Pampa, en la época de Rosas... tenían algunos elementos de mercadotecnia. Es un poco mi clásico, el único que se sigue vendiendo.

P. En Varamo recurre de nuevo al surrealismo, esta vez de la mano de dos hermanas disparatadas que se dedican al tráfico de palos de golf.

R. Eso surgió, como casi todo las cosas que pongo en mis novelas, de datos que encuentro al azar. Hace un par de años estaba traduciendo una historia de la comunidad británica en Argentina, me contaron que cuando los ingleses venían a trabajar en el ferrocarril les gustaba el golf, deporte que aquí no se conocía. No tenían palos, que tenían que traer de Inglaterra. El Gobierno descubrió una pequeña pero promisoria fuente de ingresos y puso un impuesto a la importación de palos de golf. Cuando se enteraban de que llegaba un barco, los ingleses subían a bordo, compraban palos de golf y bajaban simulando como si fueran bastones de vestir. De ahí surgió la idea de aquellas hermanas Góngora dedicadas al contrabando de palos de golf.

P. El Mago se publica por primera vez en España.

R. Es una novela muy gemela con Varamo, también sucede en Panamá, y también culmina en el ambiente de los editores piratas. Tiene la misma estructura, alguien que hace una cosa durante toda su vida y en la última página descubre que puede hacer lo mismo escribiendo. Es decir, en vez de hacerlo, escribirlo. De hecho, podría haber escrito no dos sino 222 novelas así, con cada profesión, por ejemplo, un médico que descubre que es más fácil escribir libros de medicina que operar a la gente, un ingeniero, un arquitecto, un ladrón...

P. Es sus novelas suele combinar lo absurdo, lo surrealista con elementos históricos.

R. Con la historia propiamente dicha quizá no, porque en general huyo de lo que se llama novela histórica. Pero sí recurro a hechos de la realidad. Escribo mis novelas como diarios, las voy improvisando página a página y voy metiendo hechos que me suceden, cosas que me inspiran. Sí, el sólo hecho de ir mezclando esas cosas con un argumento te da un tono absurdo.

P. ¿Cada novela es una improvisación absoluta?

R. No, en general pienso una idea de base, a partir de la cual pueda improvisar.

P. ¿Trabaja simultáneamente en más de una novela?

R. A veces interrumpo una porque se me ocurre algo muy urgente que tengo que escribir. Pero no es buena idea, lo mejor es escribir de una en una.

P. ¿De dónde bebe en busca de la inspiración?

R. Creo que de los libros. El 90% de los escritores, si nos sacamos la careta y decimos la verdad, tenemos que admitir que la gran fuente de la inspiración son los libros. En general uno tiende a decir las experiencias, la vida, pero...

P. Cuando cumplió 50 años confesó que de pequeño quería ser un genio y como no lo consiguió construyó una especie de simulacro de genialidad. ¿Hay algo de eso en su literatura?

R. Sí, seguramente. Lo que pasa es que la honestidad es difícil. Si uno descubre que no es un genio, no se resigna a ser lo que viene después. Yo preferí seguir creyendo que era un genio, de ahí creo que viene la extravagancia de mis libros, de mis argumentos, de lo que escribo. Siento la imposibilidad de renunciar a la idea que me hizo creer de chico que era un genio. Aunque también podría haber renunciado a esa idea y haber escrito simplemente novelas lo mejor que pudiera, novelas normales, como todo el mundo. Quizá podría haber llegado a ser un escritor más o menos aceptable. Pero no. Preferí seguir en ese juego... Estoy pensando ahora por primera vez, y me alarmo.

P. Pere Gimferrer le describió en una ocasión como escritor raro.

R. Sí, si una obra no puede ser buena, por lo menos rara.

P. Es un autor prolífico, que en 1998 publicó siete libros.

R. En las listas parecen muchos, pero son libros muy pequeños. Siempre he pensado que escribo muy poco, porque nunca he podido escribir más de media hora por día, aunque he pasado años sin hacer otra cosa que escribir. Cuando me dicen que escribo mucho yo lo traduzco mentalmente y oigo como si me dijeran que escribo muy bien. En la cantidad cualquiera puede escribir una página por día, dos o diez si se lo propone. La cosa es que se pueda publicar lo que se escribe. Yo escribo esa paginita por día y en tres meses tengo escritas 100 páginas y eso es un libro, se publica y bueno, al cabo de un año he hecho tres, cuatro libros. Hace 10 años que no paso de las 100 páginas.

P. ¿Le obsesiona la idea, la necesidad de ser original cada vez que empieza un libro?

R. Sí, ésa es la única función que me asigno: dejarle al mundo algo que no haya tenido antes de mí. Creo que ésa es la función más genuina de un artista, un escritor. A veces chocan dos propósitos, hacer algo nuevo y hacer algo bueno. Si tengo que elegir entre las dos cosas prefiero que sea nuevo a que sea bueno. Puede ser un gesto de esnobismo, pero lo siento así.

P. ¿Qué han significado para el escritor César Aira sus primeros 50 años, a los que dedicó un libro, Cumpleaños?

R. En Cumpleaños quise escribir un ensayo autobiográfico, celebratorio, que también tiene algo de exorcismo, porque a los 50 años uno empieza a pensar con más realismo en la muerte. De ahí inventé la frase que es el leitmotiv del libro, cómo me voy a morir si todavía no viví.

P. ¿Cree que ha vivido poco?

R. Todos tenemos que pensar así, salvo alguien muy pagado de sí mismo o que tenga muy poca imaginación. Uno siempre espera grandes aventuras, grandes intensidades existenciales, y cuando mira hacia atrás se da cuenta de que en realidad no pasó nada. La literatura es un modo de transformar esa nada en algo.

P. ¿Y a partir de ahora, cumplidos los 50?

R. No sé, empiezo a pensar que quizá escriba menos o deje de escribir algún día.

P. ¿Qué haría si dejara de escribir?

R. Leería. Han sido mis dos ocupaciones vitales. Por suerte no he perdido el hambre, la exaltación y el placer de leer. Es una de las pocas cosas que he conservado desde la infancia.

P. Alguien dijo de usted que es el secreto mejor guardado de la literatura argentina para ilustrar hasta qué punto detesta la promoción.

R. No me gustan los reportajes, básicamente porque no tengo nada especial que decir. Y además los argentinos tenemos el antecedente de Borges que hablaba en esos epigramas maravillosos. Es difícil ponerse a la altura. Si me pongo a hablar tengo que decir las frases que dice cualquier vecino, no soy original, ni un extravagante, ni un loco, al contrario, soy un padre de familia pequeño burgués, completamente asimilado.

P. ¿Se considera un escritor minoritario?

R. Sí, pero no es algo que me llame a reflexionar. He notado que de pronto aparecen lectores que buscan mis libros y lo hacen con entusiasmo, pero siempre son uno. Uno aquí, uno allá... Nunca hacen público. No sé por qué será.

P. ¿No suele promocionar sus libros?

R. No, jamás haría una gira ni acudiría a la televisión. Porque, entre otras cosas, yo no puedo hablar bien de mis libros, no los puedo recomendar. Sería juego sucio para los editores que invierten dinero.

P. ¿No está satisfecho de su obra?

R. No, para nada. Si alguien quiere leer que lea cosas buenas, que lea Balzac, Dickens, Cervantes, por qué va a leer libros de un don nadie.

P. Esas palabras suenan a esnobismo.

R. A coquetería quizá. Sí, podría haberlo, pero me temo que es sincero. También es cierto que tengo colegas que yo puedo reconocer perfectamente que escribo mejor que ellos.

P. Claro, ¿a usted le gustaría compararse con Balzac, Dickens o Cervantes y no con cualquiera de sus colegas?

R. Podría ser. Verá, yo nunca me psicoanalicé, pero una vez hace muchos años un amigo mío fue a un psicoanalista y en el curso de sus charlas habló de mí. El psicoanalista le dijo: ese amigo suyo tiene un problema y es que tiene una ambición desmedida. Ése era yo. Me pareció muy acertado. Tal vez ése es el núcleo de todo el asunto: una ambición desmedida.

P. ¿Cuántos premios ha ganado?

R. Ninguno.

P. ¿Qué piensa de los premios literarios?

R. Me gustaría ganar uno que tuviera una buena dotación económica.

P. Usted da mucha importancia a la invención en la literatura. ¿Cree que está muy ausente?

R. No sé porque no leo a mis contemporáneos.

P. O sea, usted no está al día de lo que se publica.

R. No, para nada. Por eso jamás le pediría a nadie que me lea a mí.

P. ¿En qué época se detiene en sus lecturas?

R. Digamos que, en los clásicos del siglo XX, en los años treinta. Creo que lo más moderno es el nouveau roman francés, del que todavía hay un sobreviviente, Alain Robbe-Grillet.

P. ¿Se puede hablar de una literatura hispanoamericana?

R. Los escritores en realidad están bastante aislados, porque un escritor depende para su trabajo de su historia personal, de su infancia, sus sueños, su inconsciente... Y esto por definición está aislado. Intentar hacer tabla rasa y ponerlos a todos en una misma línea de montaje me parece que es arriesgado. Habría que verlos más bien como islas de un archipiélago, y si entre esas islas hay algún punto de contacto, a veces subterráneo. Como supongo que habrá algún punto de contacto entre dos escritores de una misma nación, Borges y Arlt, o Cervantes y Quevedo. Siendo completamente distintos puede haber un nexo, también puede haber un nexo entre un escritor argentino y otro cubano.

P. ¿Qué le dicen nombres como García Márquez o Vargas Llosa?

R. He leído muy poco de ellos. ¡Bah! He leído... demasiado. No me interesan.

P. ¿Hay algún autor actual que le interese?

R. De vez en cuando encuentro alguno. Siempre tengo la idea de que los escritores realmente buenos ya se extinguieron. Y no, a veces me llevo la sorpresa, como he descubierto al colombiano Fernando Vallejo, que me pareció un genio, o al chileno que murió hace pocos años Adolfo Couve. Ésos son para mí unas sorpresas infinitas.

P. ¿Ha descubierto algún autor español?

R. Mmmmm... el último fue Pérez Galdós. No. Hay algunos otros, pero no los recuerdo.

P. Usted sostiene que su sueño es ser un escritor con estilo.

R. En realidad no creo que sea algo misterioso. Es algo que distingue a una persona de otra, su estilo de hablar, de moverse, su modo de ser. Eso llevado a la literatura se vuelve algo muy valioso, cuando uno reconoce a un escritor por su estilo, reconoce una voz distinta de todas las demás, una entonación, algo que no tienen los demás, algo que lo identifica. Eso me parece que es muy valioso y siento que yo no lo tengo. Porque escribo en una prosa un poco neutra, simplemente informativa y trato de hacerme entender. Siento que leyendo una página mía nadie podría decir que la escribí yo. No creo ser un escritor reconocible.

P. Pero se puede llegar a serlo.

R. Sí. Pienso que los dos escritores más grandes de la lengua española del siglo XX fueron Lezama Lima y Borges. Los dos tienen un estilo perfectamente reconocible, y lo tienen por distintos motivos. Lezama Lima por una construcción barroca, específicamente estilista. Borges, por la sustracción, la simplicidad casi neutra que lo hace también por obra de su genio perfectamente reconocible.

P. ¿El cuerpo le pide ir contracorriente?

R. Sí. A veces digo exactamente lo contrario de lo que pienso solamente por ir contra la corriente. Ahí también hay una pizca de esnobismo, evidentemente.

P. ¿Cómo vive la crisis argentina?

R. Con bastante tristeza, sin optimismo.

P. ¿Cree que lo peor está por venir?

R. No quiero ser un ave de mal agüero, pero no veo un futuro amable.

P. ¿Le afecta en su trabajo?

R. Sí, muchísimo. Creía que no me iba a afectar, porque me había hecho una idea de mí mismo como alguien un poco frívolo, un poco surrealista, un poco ajeno... Pero no, para mi sorpresa me afectó horriblemente. Me angustió, me enfermó. Ha sido un año malo. No he escrito, me sacó las ganas. Me puse a pensar seriamente qué me está pasando y llegué a la conclusión de que no hay otra explicación. Es este desbarrancamiento.

P. La situación que atraviesa Argentina no le inspira para escribir.

R. No podría. Sería periodismo. Los escritores trabajamos con una fuente que viene de más lejos, de nuestra infancia, nuestra formación. Para ser un escritor se necesitan por lo menos 30 años. Los hechos del mes pasado no pueden influir en un escritor, quizá temáticamente, superficialmente, pero no con detenimiento.

P. ¿El Diccionario de Autores Latinoamericanos es su obra más ambiciosa?

R. Puede ser. Este diccionario estuvo durmiendo casi 15 años y cuando lo retomé para revisarlo y agregarle algunas fechas y datos, para ponerlo un poco al día, cuando se editó hace dos o tres años, me sorprendió la energía que tenía a los 30 años, cómo pude hacer esa enorme investigación en un año. Y ahora, cuando lo quise retomar me di cuenta que podía agregar un par de autores que no había incluido en su momento y ¡no! Ya no tenía la energía ni siquiera para hacer un artículo, y había hecho mil.

P. ¿Ha leído a todos los autores que salen en el diccionario?

R. A casi todos, por eso en casi cada artículo hay una reflexión personal. He sido siempre un gran lector, de esos fanáticos de un libro por día, y sigo siéndolo.


 

RAQUEL GARZÓN

Buenos Aires - 17 ABR 2004 - 22:09 ART

ENTREVISTA:CÉSAR AIRA | ESCRITOR

"Prefiero siempre lo nuevo a lo bueno"

 

"¿Vos me reconocerás?", pregunta por teléfono César Aira, tras fijar como lugar de encuentro La Ópera, un café enorme y ruidoso de los que aún hay en Buenos Aires, que resiste, con más pedigrí bohemio que encanto, al paso del tiempo. Desde hace años, Aira (Pringles, 1949), autor de "más de sesenta libros entre novelitas, teatro y ensayos", no concede entrevistas en su país. Ese gesto explica su eterna juventud en las fotografías y aquello de "el secreto mejor guardado de la literatura argentina", que acompañó las primeras ediciones españolas de sus libros (Cómo me hice monja y El llanto, entre otros). "Ya no es así: ahora me conocen hasta en las pizzerías", afirma el escritor, con un fastidio que se parece mucho a la coquetería. Por estos días, Aira está de estreno: la editorial Beatriz Viterbo reimprime una docena de sus títulos emblemáticos; se publica su nueva novela, La chica moderna(Interzona), "una fábula de chicas que salen a buscar novio", y pronto se editará en España otra: Las noches de Flores.

La singularidad de su estilo -obras breves, argumentos provocadores que unen lo cotidiano, el disparate y la reflexión-, su opción por las editoriales pequeñas y cierta alergia a la promoción no han impedido que Carlos Fuentes le augurara el premio Nobel de Literatura para 2020. "Me gustaría ganarlo por el dinero", dice Aira, que se ríe de lo consagrado y que quiso clonar a Fuentes en una de sus novelas, El congreso de literatura, para dominar el mundo con un ejército de intelectuales "superiores" y poderosos. Premios no ha habido aún: "Paradójicamente, dejé de enviar originales para ser jurado. Me faltó el paso intermedio, que es el suculento", bromea.

Pregunta. Usted hace literatura de cualquier cosa: una hoja de propaganda, una noticia... ¿Qué papel juega el azar en su obra?

Respuesta. Yo creo que mi estilo no está en la prosa, que es correcta, sino en la forma de imaginar, en la fantasía. Últimamente prefiero la fábula, el cuento de hadas, la alegoría. En esa línea están La chica moderna y Las noches de Flores. Curioso, para quien empezó hace 30 años como un joven militante de izquierdas, con la idea de escribir grandes novelas realistas; pero es así, no sé por qué. Mis libros salen de las cosas que veo, de lo que vivo. Incorporo la realidad a la manera de un diario íntimo. Eso me obliga a una especie de artesanía de verosimilización, porque nunca me ha gustado el surrealismo por el surrealismo mismo. Siempre que incorporo algo, por disparatado que sea, busco un giro argumental para que la necesidad recubra el azar.

P. ¿Se obliga a sorprender?

R. No me gusta lo convencional. Quiero que la sinuosidad de los acontecimientos sea la textura de mis novelas. Que sorprendan página a página. Creo que improvisar, saber adaptarse y responder al instante es la clave de la felicidad.

P. ¿Esa alegría se transmite a su literatura?

R. Ojalá. Quizás empiece a notarse más, porque me estoy reconciliando con mi oficio. Yo viví muchos años con la certeza de que había llegado a la literatura por descarte, por falta de talento para, actuar, bailar o para explorar el Himalaya. Hace muy poco tiempo, comprendí que la literatura no es algo menor, sino el arte supremo. Una convicción que en los sesenta asociaba al cine, porque allí se daban todas las revoluciones y uno fracasaba si no era Godard.

P. ¿Por qué cambió de opinión?

R. Dejé de hacer traducciones para vivir; soy consciente de haber tenido cierto éxito. Ya no hay que probar nada. También varían las expectativas. Uno a los 20 años quiere ser un genio: Balzac. Después se conforma con ser uno mismo. Además, no hay que ser tan exigentes. Un escritor realmente bueno aparece una vez cada 30 años. En Argentina, en el siglo XX, hemos tenido una buena cosecha: Arlt, Osvaldo Lamborghini, Alejandra Pizarnik... Borges solo ya es casi demasiado.

P. A usted no le ha ido mal...

R. No, desde hace tres años incluso, como no tengo gustos caros, vivo de mis libros. Pero lo mío nunca ha sido masivo. Cuando el periódico La Nación incluyó La guerra de los gimnasios en una colección que se vendía con el diario, algunas personas me telefonearon pidiendo que les devolviera la plata. Fue un error. La literatura perdía lo que tiene de bueno: lo no obligatorio, esa discreción, la amabilidad de esperar al lector. Si un libro mío tiene que esperar un siglo, que así sea.

P. A 20 años de su muerte, ¿qué opina de Cortázar como escritor?

R. El mejor Cortázar es un muy mal Borges. Lo que sucede, creo, es que Cortázar tiene la nostalgia de la juventud. Nos iniciamos con Cortázar y amamos en él nuestra adolescencia. Yo leo muy poca literatura contemporánea, pero prefiero lo nuevo a lo bueno.

P. ¿La novedad es en sí misma un valor literario para usted?

R. Sí, si tengo que elegir me quedo siempre con lo nuevo. Lo bueno es lo trillado, lo normalizado, lo que ya sabemos. Buscamos otra cosa: algo que aún no tiene nombre. Si hay influencias en mi obra, son siempre de gente joven, a la que me une un vampirismo benévolo: voy a ellos en busca de sangre fresca, para renovarme yo.

César Aira, el escritor argentino que ha hecho de la provocación y la sorpresa un estilo.D. MORDZINSKY

* Este artículo apareció en la edición impresa del 0017, 17 de abril de 2004.


 

ENTREVISTA CON CÉSAR AIRA

( Lateral 113. Mayo de 2004)

¿Cuándo se enteró de que la sombra de la Luna no era producida por la Tierra?

Por una vez lo que cuento en una novela es cierto. Sucedió cuando cumplí cincuenta años, tal como relato en Cumpleaños.

¿Le gustaría ser un clon de Carlos Fuentes, un escritor e intelectual “importante”?

No. Eso, en cambio, era una fantasía. En general no me gustaría que me pasase nada de lo que ocurre en mis libros, escribir se trataría entonces de una especie de exorcismo para no me pasen esas cosas horribles y estrambóticas que suceden en mis libros... No me doy mucho con el mundillo intelectual. Yo mismo, sin quererlo, me he vuelto un hombre “importante”, eso me hace retraerme más, buscar la marginalidad que siempre atesoré, porque querría seguir siendo un francotirador.

¿Se explica su éxito en España?

Lo cierto es que no. Por un lado hay algo de esnobismo. No creo que haya habido una lectura a fondo de... Pero no sé... Sigo siendo, no obstante, minoritario, y más si se tiene en cuenta que la literatura le interesa a una minoría. Yo le interesaría, pues, a una minoría de una minoría. Y evidentemente yo también cultivo mi propio esnobismo, no leyendo a contemporáneos, pero sí alternando a los clásicos con los más jóvenes, como Washington Cucurto, que es el heredero de otro autor argentino que me interesa mucho, Copi. Practico con ellos un vampirismo -benévolo, claro-, porque tienen lo fundamental, que son las ganas, que uno va perdiendo con los años.

¿Se siente argentino?

 Sí, casi demasiado. Con todos los defectos que eso comporta, como la fanfarronería y la vanagloria. Se ha hablado mucho del vínculo entre los argentinos y los cubanos a ese respecto y creo que es una megalomanía justificada. Una vez le decía a un amigo cubano que en la literatura en español donde estén Borges y Lezama que se quiten Rulfo, García Márquez o Cela; se lo decía en broma, pero detrás de cada broma siempre hay algo en serio. Nadie ha escrito en el siglo XX en nuestro idioma nada de la importancia de las obras de Borges y Lezama Lima.

¿Borges antes que Arlt? En su Diccionario de literatura latinoamericana afirma que Arlt es el más importante novelista argentino...

Arlt es excelente, pero tiene sus limitaciones. Borges, en cambio, es completo, sobre sus hombros se apoya toda una literatura.

¿Toda una literatura, pese a la defensa que hay en su obra de la elite y de la aristocracia?

Él era literatura, lo exterior, lo periférico hay que tomarlo como excreciones, granitos en la piel del gigante. Si observamos a Borges en el contexto del peronismo vemos que se auto-exilió, porque el peronismo era popular, chabacano, y él era un patricio. Su definición de los peronistas es perfecta, y aún se puede aplicar cuando se les ve por televisión, peleándose entre ellos, como ha ocurrido estos días: “no son buenos ni malos, son incorregibles”.

¿Cómo le ha influido, personal y literariamente, la crisis argentina?

El fatal verano de 2001 me afectó mucho más de lo que me esperaba; en mi mundo de reclusión, entre clásicos y fantasía, no estaba tan protegido contra la realidad social de mi país como yo creía. Hasta físicamente me afectó. Pero todo eso pasó.

¿Pasó?

Sí, pasó.

En La luz argentina dice que la vida no admite límites: ¿los admite la literatura?

No puedo dar cuenta de lo que he escrito, porque no me acuerdo ni del argumento de ese libro. Además, casi nunca quiero decir nada, busco algo que suene bien, una música... Pero pensando ahora sobre lo que dices, veo claro que la vida tiene un límite absoluto, que es la muerte. La literatura, por otro lado, puede ser una pasión, como lo fue para mí, y las pasiones sí que no tienen límites.

Aunque su literatura, impulsada por la dinámica de la digresión, siempre camine hacia lo abstracto y lo fantástico, hay siempre referentes reales. Este barrio de Flores, por ejemplo, está en La villa y La mendiga ...

Sí, los cartoneros o la gente que pide limosna pueden actuar como estímulos iniciales; después la propia escritura, el hecho de escribir, me va llevando y llevando, no sé hacia dónde, pero curiosamente muchas veces alcanzo un final que es como de cuento de hadas.

¿Cuál fue el detonante real de Las noches de Flores ?

Un fenómeno urbano que yo he observado aquí, en el barrio, y que seguramente tú también habrás visto: el de los repartidores de pizza. Son individuos muy curiosos, siempre de un lado para otro en sus motos, siempre a trasmano, sin casco, etc. Y partir de ahí empiezo a crear conflictos.

¿Como en La guerra de los gimnasios ?

Exacto, pero esta vez los que rivalizan son los grupos de pizzeros en vez de los de culturistas y demás clientes de gimnasios.

¿En qué está trabajando ahora?

 Estoy releyendo a kafka, un autor al que siempre regreso; pero en esta ocasión la lectura la estoy haciendo en la edición de las obras completas que está publicando Galaxia Gutenberg, que me parece la mejor edición que se ha hecho en español de un autor contemporáneo, tanto las traducciones como la ordenación de los textos y las notas son excepcionales. Trabajo en eso porque voy a escribir el prólogo a un libro, editado por esa firma del grupo Mondadori, que recoge todas las obras que Kafka publicó en vida.

En su ensayo sobre Alejandra Pizarnik afirma -y espero que no lo haga sólo porque suena bien- que la obra de arte deja de serlo cuando se termina, que entonces nos queda tan sólo el registro del proceso artístico. ¿Sus libros están terminados?

Sí, lo están, pero siempre tengo la impresión de que los abandono prematuramente, que debería corregirlos más, dejarlos reposar, volver a ellos y trabajarlos de nuevo; pero la verdad es que me cansan, y así los dejo, ya sea por impaciencia o por falta de autocrítica. Y enseguida empiezo con otro nuevo.

Sus novelas beben del surrealismo y del dadaísmo: ¿son escuelas inagotables?

La verdad es que sí. En los sesenta todos éramos muy francófilos y el surrealismo aquí aún estaba vigente, sobre todo como sistema de lectura, que es algo de lo que hablo en mi ensayo sobre Pizarnik. El surrealismo como una máquina de leer. Nadie me ha mostrado ninguna mejor, así que le sigo siendo fiel. También Cortázar cultivaba en esa época su propio surrealismo. Él estaba en ese clima, cuando yo empecé, y en algunas páginas de Rayuela se encuentran fragmentos de un mundo muy parecido al de Pizarnik. Cortázar fue para todos los argentinos una iniciación, pero si uno vuelve a leer sus textos en la madurez se le ponen los pelos de punta, porque se da cuenta de que no era un escritor muy bueno. Yo lo admiraba, pero ahora me parece malo. Quizá ése sea el secreto de los escritores iniciadores.

¿Sigue suscribiendo las opiniones de su Diccionario... ?

Con Cortázar las he radicalizado: ahora me parece un fraude completo. Sobre los autores del Boom, creo que sus libros han envejecido, y mucho. En el diccionario lo que más me interesaba, no obstante, no era hablar de los escritores conocidos, porque sobre ellos se puede encontrar información en cualquier biblioteca, en las solapas de sus libros, en todas partes; lo que me interesaba era hablar de autores desconocidos, marginales, secretos, y eso es lo que hice principalmente.

¿Puede la literatura ser no-política? ¿Y el lector?

Supongo que no, aunque depende de qué entendamos por política, pero nunca me han preocupado esos temas.

¿Escribe diario?

A veces he llevado más bien dietario, como dicen los españoles, sobre todo para registrar lecturas, o para hacer balance de lo que he leído en un año, mis entradas y salidas o, también, en algún viaje. Pero mis novelas son mi auténtico diario, porque en ellas improviso y voy registrando gran parte de lo que me va pasando, desde algo que veo en la televisión hasta mi vida familiar, conversaciones, lecturas, etc.

¿Se podría hablar entonces de una digresión autobiográfica como hilo conductor de sus libros?

Totalmente. Es una técnica mediante la cual logro que todo sea imprevisible, de modo que el lector no sabe qué va a relatarse en la página siguiente, en el párrafo siguiente, porque yo tampoco sé qué va a ir pasando, qué elementos extraños van a ir entrando en la ficción. Pero el trabajo realmente importante es verosimilizar todo eso: no me interesa la simple acumulación surrealista.

¿Se puede decir que su literatura se basa en las ideas de traducción y de falsificación?

No estoy de acuerdo con esa etiqueta, aunque bueno, son palabras, y depende de cómo se las defina significan una cosa u otra. Pero no creo: la palabra clave en mi sistema personal sería invención. Muchos escritores argentinos fallan, en mi opinión, por ese lado, el de la invención, a causa de la ética o de otras cosas se olvidan precisamente de lo fundamental, de la importancia de la artesanía, del encantamiento.

En Mil gotas habla de un ladrón de “La Gioconda” que tuvo el cuadro dos años en su casa: ¿qué cuadro no se cansaría de mirar?

No creo en esa pregunta típica de qué cuadro salvaría de un incendio o qué libro se llevaría a una isla desierta. La mejor respuesta es la de Cocteau, que dijo que del incendio del Lovre salvaría al fuego, que es una manifestación artística extraordinaria. Yo quizá sería más clásico y salvaría “La Gioconda”, pero soy consciente de que el placer está en lo contrario, en la variedad. A una isla desierta me llevaría una biblioteca, y si puede ser como la de Borges, donde estaba todo lo que tenía que estar.

He oído el rumor de que usted es un autor prolífico: ¿Qué opinaría sobre eso el doctor Aira?

 Yo escribo muy poco, media página, una como máximo, y cierro la válvula, y vuelvo a la lectura, que es en lo que ocupo más tiempo, pero esa media página la escribo todos los días y además quizá me sale bien, por eso puedo publicar regularmente. Pero ésa es mi opinión, y la del doctor, porque como diría Flaubert el Doctor Aira soy yo.


 

Entrevista a César Aira 
Por Ernesto Escobar Ulloa

Septiembre octubre 2004

http://www.barcelonareview.com/44/s_ca.htm

"Me gustaría ser un buen ejemplo de compromiso con la literatura"

 

César Aira es posiblemente el escritor argentino más importante de su generación. Autor de una treintena de novelas, además de cuentos, ensayos y obras de teatro, y traductor de Jan Potocki o Saint-Exupéry, entre otros.

Su obra le ha merecido el reconocimiento del público dentro y fuera de su país. La crítica le ha dedicado diversos adjetivos a lo largo de su carrera: inteligente, original, descreído, chocante, divertido, imprevisible.

Lo cierto es que su estilo es inconfundible. Nunca le hubiera preguntado a nadie qué es la novela excepto a este escritor que, a sus cincuenta y pico años, descubre que se le multiplican los lectores tanto como las ediciones de sus libros.

 CA: Nunca me ha preocupado mucho la cuestión de los géneros. Lo mío es la narración, y trato de llegar a una extensión que permita hacer un libro, eso es todo. No me gusta que haya más de una historia en un libro, no sé bien por qué. Mis historias se han ido haciendo más breves con el tiempo; ya me cuesta pasar de las cien páginas, y me da trabajo convencer a los editores de que hagan un libro con eso. Me resisto a las recopilaciones que me proponen. No entiendo qué tiene de malo un libro de pocas páginas. Como lector, son mis favoritos.

TBR: Cierto que tus libros son de pocas páginas, pero en ellos se cuentan a veces varias historias, El Bautismo, por ejemplo, las historias son como un pretexto para reflexionar sobre infinidad de cosas.

CA: Yo no hablaría de pretexto, sino de un juego de transformaciones, que es lo que hace la dimensión temporal del trabajo de la novela. Por breve que sea, una novela lleva un tiempo para ser escrita, y las huellas visibles de ese lapso son esos cambios de nivel entre lo escrito y su escritura. Me gusta dejar bien visibles esas huellas, y de ahí debe de venir la mala fama que me he hecho de autor de "metaficciones" y todo eso. Una huella principal del tiempo es el desvarío de las intenciones originales. El Bautismo salió de una anécdota que me contó un cura, como hecho real: un colega suyo se negó a bautizar a un recién nacido por encontrarlo demasiado poco humano. El modo de hacer un libro con esa anécdota era olvidarla, para fecundar la historia con su olvido. Y el cura mismo, en la segunda parte de la novela, la ha olvidado. Y ahora que pienso en el olvido, me acuerdo de una cosa. Yo conocía al recién nacido protagonista de la historia, era un compañero de estudios, al que después perdí de vista. Pues bien, hace poco abrí el diario y lo vi: es obispo, y jerarca principalísimo del Opus Dei. Si eso no es desviarse de las intenciones originales...

TBR: ¿Prefieres la literatura que se deja llevar por la improvisación que aquella que lo tiene todo previsto, medido y estudiado?

CA: Quizás las dos opciones no son excluyentes. Yo siempre creí practicar la improvisación más descarada e irresponsable, cercana a la escritura automática. Pero siempre mantuve una saludable desconfianza hacia ese "fondo salvaje" del pensamiento, del que al fin de cuentas no pueden salir más que los trillados lugares comunes que nos dictan las determinaciones sociales, históricas y familiares que nos han formado. Así que trato de que la improvisación corra por vías trazadas por la inteligencia.

TBR: ¿Esa "escritura automática"bretoniana te convierte también en un escritor prolífico? Por la frecuencia con que se publican tus libros se diría que escribes mucho.

CA: Ya se me ha vuelto un hábito aclarar que no escribo mucho sino poco, y hasta poquísimo. Nunca paso de una página por día, negociada muy lentamente y con toda clase de preparativos. Y no todos los días. Es cierto que publico dos novelas por año, pero son novelitas de menos de cien páginas. Y es cierto que vengo haciéndolo así desde hace treinta años. El surrealismo era algo muy vivo y estimulante en la Argentina de los años sesenta, los años de mi formación, que sucedió entre poetas. Todos mis amigos y maestros fueron poetas, incluidos de un modo u otro en la estela del surrealismo. De ellos tomé el procedimiento y los gestos. Nunca fui de esos novelistas que se sientan a la máquina de escribir y escriben en extenso. Lo mío fue, y sigue siendo, el dibujo laborioso de una escena, y al día siguiente otra, como los collages de Max Ernst o las cajas de Joseph Cornell.

TBR: ¿Esto te lo permite más la novela que otros géneros?

CA: La palabra "novela" ha ampliado tanto su significación que es ideal en términos de libertad. Ni se me ocurre escribir otra cosa. El cuento no me gusta porque depende demasiado de la calidad; si no es bueno, no funciona. De la novela en cambio pueden apreciarse otras cosas además del virtuosismo del autor; es un formato más relajado, que permite cambios de idea, arrepentimientos, asimetrías, y unos recorridos sinuosos que creo que se adaptan más a mi imaginación. La poesía nunca la he intentado, porque no tengo el sentimiento de la materialidad de la lengua. Las piezas de teatro que he escrito son experimentos de novelita dialogada. Y en cuanto a ensayos o artículos, me he obligado a escribirlos para alivianar un poco a mis novelas de una carga reflexiva que amenazaba con crecer. Me da trabajo escribirlos porque siento todo el tiempo a un guardián de la verdad vigilando sobre mi hombro. Pero tienen la ventaja de que cuando termino uno, con indescriptible alivio, disfruto más la vuelta a la novela.

TBR: ¿De qué manera plasmas en la novela tu visión de la realidad?

CA: Por algún motivo, siempre he sentido que la realidad es algo que hacen los otros y que yo estoy condenado a ver desde afuera. Supongo que esa distancia debe darle un tono especial a lo que escribo, quizás un matiz de extrañeza, quizás (ojalá) de libertad. Pero debo decir que, a mis libros, más que como reflejo o representación, los pienso como instrumentos o herramientas, para operar sobre la realidad, precisamente.

TBR: ¿Dónde entran el lector y los personajes?

CA: Me temo que ni el personaje ni el lector son prioridades para mí. Me ocupo más bien del verosímil, de la visibilidad de las escenas, de la continuidad. Por supuesto que el lector debe de estar presente en algún rincón de mi conciencia, pero creo que cumple una función más bien instrumental, de "control de calidad". Y respecto de los personajes, prefiero los estereotipos o marionetas, sin psicología ni profundidad. El personaje es un mal necesario para la clase de novelista que soy.

TBR: Tienes atracción por personajes que no son precisamente estereotipos, enanos, monjas, curas, ignorantes, travestidos, delincuentes de poca monta.

CA: Me parece que estamos usando definiciones distintas de la palabra "estereotipo". Para mí, no hay nada más estereotipado que un enano, una monja, un travesti o un asesino serial. La literatura popular, la televisión, la imaginación colectiva, se han encargado de tipificarlos hasta la caricatura, y ahí es donde los tomo yo. Todos los mitos de la profundidad y la psicología se concentran en el hombre común, cuyos misterios insondables me asustan y desalientan.

TBR: En la literatura latinoamericana no abundan tales estereotipos, quizás pensaba yo en esos, en el personaje escritor, el revolucionario, el dictador, el cacique, el indio, el señorito.

CA: Depende de la literatura latinoamericana que uno lea. No hay revolucionarios ni caciques en los libros de Borges o de Felisberto Hernández o de Elena Garro o de Adolfo Couve o de Machado de Assis. Reducir lo latinoamericano a Rulfo y Ciro Alegría es difamatorio.

TBR: Ahora que dices esto, recuerdo que Ignacio Echevarría dijo algo así como que el efecto del Realismo Mágico había sido tan invasivo, que de Rulfo se podían reclamar deudores"desde Sergio Pitol hasta César Aira".

CA: Contextualizar está bien, pero hay que tener en cuenta que una parte importante del trabajo del novelista es descontextualizar. Por lo pronto, se descontextualiza a sí mismo; su educación casi no es otra cosa. Que uno sea latinoamericano no significa que sus lecturas o influencias sean necesariamente latinoamericanas.

TBR: ¿En todo caso qué te permiten los estereotipos?

CA: Llego más rápido al relato, y puedo hacerlo marchar más rápido, sin el lastre de la causalidad psicológica. Puedo permitirme otras causalidades, las de la fábula.

TBR: "Imaginativo, sorprendente, no llega a convencer, tal vez por una excesiva pretenciosidad y cierto descuido formal barojiano, aunque no lo haya leído, como cabe suponer." Comentario de Joaquín Marco sobre Las noches de flores.

CA: Le doy la razón, y creo que se queda corto. Las reseñas negativas siempre me parecen provenir de una lectura más inteligente y más atenta que las positivas. De hecho, siempre que me elogian tengo la sospecha de que no han leído el libro.

TBR: Qué piensas de que muchos escritores jóvenes te consideren una de sus principales influencias.

CA: No creo que sean muchos. No creo que ningún escritor joven se proponga escribir libros como los míos, y por cierto que no se lo deseo. En cambio, sí me gustaría llegar a ser un buen ejemplo de vocación, de compromiso con la literatura, y de empeño en la busca de libertad.


 

"El mejor Cortázar es un mal Borges": César Aira

Clarín 2004

César Aira
Carlos Alfieri entrevista a César Aira:
El escritor César Aira no sólo vapulea al autor de “Rayuela” al dar cuenta de sus preferencias en la literatura argentina. Le cae a Sabato, a Piglia, a Saer y a todo aquel que “pose de escritor serio”. Cuenta que todos sus libros son experimentos, habla de su trabajo con la escritura y dice que su trío tutelar se integra con Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini.

Poseedor de una imaginación delirante, desestructurador de modelos y certezas narrativas, Aira se especializa en mezclar los más disímiles materiales estéticos, en entrecruzar los más inesperados planos de significación. Sus textos toman los atajos más disparatados, parecen derrumbarse en el momento en que reanudan más decididamente su marcha, pero siempre se intuyen conducidas por una especie de canon secreto. Aira es un escritor de prodigiosa fecundidad. La prolija destrucción de lo verosímil, por ejemplo del lenguaje, es uno de sus métodos para desintegrar toda sombra de realismo. Tomemos por caso su libro El bautismo: uno de los personajes, el vasco Mariezcurrena, a quien define como un chacarero bruto, dialoga con el cura acerca de la naturaleza del viento con la actitud intelectual y el vocabulario de un epistemólogo.
– —¿Reconoce esta manera de disolver la verosimilitud, en este caso a través de la incongruencia entre discurso y hablante, como uno de sus ingredientes humorísticos preferidos?
– —Nunca me gustó eso de hacer hablar como brutos a los brutos… He escrito novelas de ambiente de indios, por ejemplo, y algunos me reprochan: “Pero tus indios filosofan, parecen Bergson.” Bien, no importa. En el fondo todo son convenciones literarias. Pero le haría una observación respecto de una palabra que usó: humor, o humorístico. El humor a mí me sale un poco involuntariamente , contra mis propósitos.
– —Pues le sale con frecuencia y muy eficazmente.
– —Sí, y lo he lamentado. No me gusta el humor en la literatura, me parece peligroso. Cuando tengo ocasión de darles algún consejo a los jóvenes escritores les digo que traten de evitar el humor. El humor es una de esas vetas del discurso que van a buscar un efecto. Y si no obtienen ese efecto se abre un vacío; un vacío patético, como cuando uno cuenta un chiste y nadie se ríe.
– —En sus textos se produce a menudo un deslizamiento paródico hacia un supuesto discurso científico. Da la impresión de que además de un recurso literario es de algún modo la expresión de un auténtico interés suyo por la ciencia. ¿Es así?
– —No del todo. Creo que mis intereses, los auténticos y los inauténticos están filtrados por la literatura. Porque el único y definitivo interés mío ha sido la literatura. Tuve una vocación muy definida desde muy chico y no me aparté nunca de ella. Lo que no excluye que haya tenido, como todo el mundo, modas personales, intereses pasajeros por la música, por el cine en mi juventud o por las artes plásticas. Y dentro del mundo de los libros, por la historia, por la divulgación científica también. Pero ahora, en mi madurez, siento que todo pasa y pasa sin pena: no lamento haber perdido el gusto por alguna cosa. Lo que queda es la literatura.
– —En su literatura se multiplican los posibles planos de significación. Su relato “Mil gotas”, para tomar un ejemplo, parece ser a la vez un discurso aristotélico sobre forma y materia, una aproximación a la física cuántica, un delirio hilarante sobre la fuga de todas las gotas de óleo que constituyen la Gioconda de Leonardo y una reflexión sobre el verosímil literario y muchas otras cosas. ¿Qué puede comentar al respecto?
– —Para empezar, debo decir que todos mis libros son experimentos. Son pensados como tales, pero no se trata de experimentos hechos con la seriedad metódica de un científico sino con la seriedad ametódica de un sabio loco o de un niño que juega al químico y mezcla dos sustancias para ver qué pasa. Del mismo modo yo mezclo mis sustancias para ver qué pasa, y yo mismo no sé muy bien qué va a pasar. Con Mil gotas intenté narrar, dicho muy esquemáticamente, una huida de esas gotitas que van a todo el mundo pero atraviesan distintos niveles de significación, de lo literal a lo alegórico, a lo simbólico, o traspasan discursos y dan una idea de una dispersión verdaderamente multidimensional.
En cuanto a esa simultaneidad que menciona, yo la he notado, porque debe ser así como funciona mi imaginación. No he tratado deliberadamente que salga así: sencillamente sale así, y me parece que está bien. Yo trato de tener un estilo o una prosa lo más llano, simple, transparente posible. En general nunca he hecho juegos de lenguaje, nunca he cultivado esa sensualidad de la lengua que algunos críticos alaban tanto en otros escritores.
– —
Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante
– —Sí, claro, y Lezama Lima… En fin, los escritores cubanos son muy sensuales con la palabra. En mi caso no, siempre escribo una prosa simplemente informativa, porque sino se produciría de verdad un caos. Trato de mantener ese mínimo de cortesía con el lector. Pero mis delirios son un poco confusos, son confusos para mí mismo y los saco sin mucho orden, sin mucha disciplina para ver qué pasa, por lo menos trato de mantener esa superficie por la que la lectura pueda deslizarse tranquilamente.
– —Hablábamos antes de los sabios locos. Usted parece haber sido un lector de cómics y amante de las películas norteamericanas de ciencia ficción de clase B o C. ¿Le gusta jugar con ingredientes literarios de las fuentes más disímiles?
– —Todo el tiempo. Hay un componente infantil que trato de no perder. En realidad ese ha sido uno de los pocos aspectos de mi literatura que se me ha reprochado y criticado seriamente, y con cierta razón. Porque yo he tenido, en general, una crítica siempre buena, casi he extrañado algún misil, alguna cabeza nuclear bien dirigida al centro de mi obra. Pero no la han disparado, salvo las críticas a ese componente no serio. Es decir, se me reprocha que vivimos tiempos muy graves, muy difíciles, la Argentina pasa por catástrofes inauditas y yo sigo con mis juguetes, con la fantasía y el delirio.
– —¿La puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?
– —Sí. Diría que el verosímil es el centro de todas mis preocupaciones. Buscarlo, lograr un verosímil que sirva para lo que estoy haciendo. Eso viene con mi método de escritura: escribo mis novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de una historia, de algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos potable, y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una posibilidad. Y después, voy escribiendo. Como soy muy metódico, escribo todos los días una paginita a media mañana en algún café de mi barrio. Me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por la televisión, a programas frívolos, a algunas de esas comedias costumbristas. Por supuesto, también están las lecturas, el cine, las charlas con la familia y con los amigos. Y el barrio, la gente, las calles. De modo que entran muchas cosas, y las más raras van directamente a mis novelas. Van, pero la realidad es imprevisible y lo que puede pasar no lo puedo calcular.
– —¿Es justo que lo consideren un escritor posmoderno?
– —Bueno, posmoderno es una palabra, y yo siempre digo que las palabras deben servirnos a nosotros y no nosotros a las palabras. Es decir que cada cual puede definirla como quiera y usarla conmigo o con quien quiera. Pero yo no me considero posmoderno en tanto creo haber seguido fiel a la preceptiva modernista en la que me formé. Mi lema sigue siendo el famoso verso de Baudelaire: “Ir hacia delante y siempre en busca de lo nuevo.” Y sacrificarlo todo por lo nuevo, ¿no? Y esta actitud no es posmoderna. Creo que el posmodernismo deshace esa línea hacia delante para erigir una especie de estantería de supermercado donde está toda la cultura de antes, la de ahora, la de después, y entonces procede con ellas a formular combinaciones al azar. No es lo mío.
– — ¿Cómo se siente ante la figura todopoderosa de Borges?
– —Evidentemente, Borges fue casi demasiado grande para la Argentina, y fue una especie de sombra paterna que ocupó la literatura de todo el siglo XX. De hecho, creo que mi primera lectura seria, a los 12 o 13 años, fue la de sus cuentos. Cuando oí hablar por primera vez de Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no había empezado su gran carrera de fama internacional, pero ya era un clásico argentino y salían sus libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que publicaba Emecé. Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron y los leí. No sé si yo era un chico inteligente o Borges tiene algo que también sabe atrapar a la juventud. Yo era jovencísimo, pero aun así sentí toda la grandeza, la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un veneno porque nos mal acostumbra y después todo lo demás en literatura parece no estar a su altura. Claro que, como todos los escritores en Argentina he tenido mis altibajos en relación con Borges. Tuve una etapa militantemente antiborgeana, en la que me pasé a la vereda de Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con la literatura. Borges es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligencia, de lucidez; no se contamina con la realidad… Pero he hecho las paces con Borges y me siento contento de ello.
– — Algunos críticos lo sitúan a usted junto a Juan José Saer y Ricardo Piglia como referente de la literatura argentina del último cuarto de siglo. ¿Cuál es su opinión sobre los otros dos escritores? Si debiera proponer un terceto distinto, ¿a quiénes nombraría?
– —¡Uf qué pregunta difícil! En primer lugar debo aclarar que Saer y Piglia son diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación, otra atmósfera, otro mundo. De hecho, yo los leía de jovencito (bueno, a Saer; a Piglia prácticamente no lo he leído). Piglia es un escritor serio, un intelectual muy apreciado como profesor… en fin. A Saer sí lo leí mucho y lo aprecié mucho; es casi un clásico moderno argentino. Después, me fui apartando de su poética, y sé que él no aprecia mucho la mía. Saer también es un escritor serio… pero yo he buscado otros modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de esa postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia.
– —¿Si tuviera que proponer otro trío de referentes?
– —No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el privilegio de estar cerca, o en algún caso de ser muy amigo, de tres escritores que existieron en la Argentina en estos 25 o 30 últimos largos años: Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini. A los tres los encontré geniales y fueron modelos para mí, por motivos distintos, como modelos de vida, modelos de actitud… A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario de él, pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes, los tres han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron siempre. Si buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar.
– —¿Le parece que existe una ruptura total entre la literatura argentina del siglo XIX y la del XX o reconoce zonas de enlace?
– —Hay que reconocer que la literatura argentina del siglo XIX es muy pobre. Lo mejor que tiene es el género gauchesco, que es nuestra gran invención, y dentro de la literatura gauchesca está el Martín Fierro, que es un libro del que ya no podemos opinar porque se ha puesto un poco más allá de las opiniones, como un libro-fetiche de la Argentina. Sin duda, posee grandes méritos literarios. En el siglo XX todos los buenos escritores argentinos, que los tuvimos, buscaron ese punto de conexión. Borges mismo lo buscó en la literatura gauchesca, en el Martín Fierro, en cambio, nunca le interesaron los románticos —José Mármol, Esteban Echeverría—. Otros sí exploraron en ellos. Pero en fin, no había mucho de dónde aferrarse. Después está la línea de los escritores políticos: ellos sí encuentran en historiadores y escritores del XIX, como Sarmiento o Mitre, puntos de engarce. Pero yo creo que la literatura literaria argentina nació con el siglo XX, exceptuando la gauchesca. Nació con las vanguardias, con la visita de Rubén Darío a Buenos Aires, con el modernismo, con algunos buenos poetas y otros a quienes no considero buenos poetas, como Leopoldo Lugones. Lugones me pareció siempre un farsante. Hay muchos chistes sobre él, como aquel comentario irónico de Macedonio Fernández: “Este muchacho Lugones, tan trabajador, ¿cuándo se decidirá a darnos un libro?” (y ya había publicado como un centenar). Recuerdo que Pizarnik me decía que había encontrado un verso bueno en Lugones, que hablaba de una niña que salía del mar desnuda y nombraba sus “senitos benjamines”. Una vez, leyendo a
Jules Laforgue, encontré en él los famosos senitos benjamines. Por algo dijo Oliverio Girondo: “El mejor Lugones es un mal Laforgue”
– —¿Podría describir las líneas esenciales de la literatura argentina de los últimos 50 años?
– —No creo que vaya a decir algo muy original. Está la línea de Borges-Bioy Casares-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promovieron esa literatura más intelectual (se la ha calificado como fantástica), de enigma policial, de tramas bien construidas, de huida de lo que llamaron “el fárrago psicológico” y metían en él, con increíble injusticia, nada menos que a Proust, aunque creo que después Bioy se retractó de eso. Eso marcó mucho, de allí salió toda una vertiente literaria, sin ir más lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasear a Oliverio Girondo y decir que el mejor Cortázar es un mal Borges.
– —¡Qué duro!
– —No puedo evitarlo. Bueno, y está la famosa polémica de la década de 1920 entre los grupos de Boedo y Florida. Este último era el grupo de los escritores de la clase alta, afrancesados o anglófilos, y Boedo representaba la literatura de combate, que no dio buenos exponentes pero sí constituyó una línea que tuvo también su clara descendencia. Así, en la segunda mitad del siglo XX siguió existiendo la novela llamada realista, que toma los hechos de la historia. Finalmente, creo que se repiten los paradigmas: la derecha y la izquierda existen en todas partes.
– —Pero también hay líneas intermedias, como la que representa Roberto Arlt.
– —Arlt para mí es un grande. Bueno, habría que decir uno de los dos grandes: el otro, claro, es Borges. Tan distintos y tan parecidos, ¿no?
– —¿Con qué corriente cree que entronca su obra?
– —Mi literatura viene de esa línea intelectual, borgeana, pero con unos vigorosos afluentes arltianos. De Arlt he tomado el expresionismo, esa cosa que a Borges lo horrorizaría. Aunque a él le gustaban las viejas películas expresionistas alemanas, pero casi como una aberración intelectualmente interesante. Arlt es el escritor que sin saber nada del expresionismo es un expresionista nato, deformador a ultranza. La imaginación de Arlt funciona por contigüidades químicas que lo deforman todo, y su mundo está hecho de sombras que se desplazan y de seres que empiezan a fundirse ante nuestros ojos, de monstruos…
– —Apelo a su experiencia como responsable de su Diccionario de autores latinoamericanos para pedirle un juicio sucinto sobre estos escritores argentinos: José Bianco, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ernesto Sabato, Julio Cortázar.
– —A Bianco lo conocí ya viejo, bastante decadente, y presentó un libro mío, Canto castrato, del que estoy bastante avergonzado. Hizo una presentación muy amable. Bianco es el escritor que no escribe, una figura un poco triste. Pasó su juventud entre la influencia de Marcel Proust y la de Henry James, que cubre enteramente esos dos pequeños libros suyos, Las ratas y Sombras suele vestir.
– —¿Silvina Ocampo?
– —Creo que
Silvina Ocampo es un genio, una de las grandes. Vivió un poco a la sombra de su hermana Victoria por un lado y de su marido, Bioy Casares, y Borges por el otro. Era una mujer extravagante, una poeta no muy lograda, pero cuando escribía sus cuentos, esos cuentitos pequeños y vitriólicos, era perfecta.
– —¿Alejandra Pizarnik?
– —Escribí un par de libros sobre ella. Uno es un estudio sobre su poesía, salido de cuatro charlas que di en la Universidad de Buenos Aires, y lo hice con intención un poco justiciera. Porque con Alejandra se ha creado ese mito de la angustiada, de la sonámbula, de la pequeña náufraga, etc., etc., y toda la crítica que se hace sobre ella cae en ese campo metafórico, entra en el juego de ella y no le hace justicia a su obra. Entonces, traté de tomar un poco de distancia, de escribir fríamente sobre el procedimiento del que salía su poesía. Creí descubrir esos deslizamientos de la subjetividad que hay en sus pequeños poemas, que son como mecanismos perfectos, muy trabajados, y sobre todo quise hacerle justicia al hecho de que ella era una intelectual, una gran lectora, que tenía, claro está, problemas psicológicos, pero de allí a hacer hincapié en ellos y presentarla como una especie de loca, al borde de una cornisa asomada al vacío, me parece totalmente erróneo e injusto.
– —¿Sabato y Cortázar?
– —Bueno, a Sabato no lo hemos tomado nunca muy en serio. Y sorprende un poco que alguien se lo pueda tomar en serio. Es un señor que tiene aristas muy risibles: esa vanidad, el malditismo… Malditismo que no condice con su personalidad. Es un señor perfectamente racional que juega al maldito. Así, se ve obligado a escribir constantemente en sus textos la palabra angustia, la palabra dolor… y claro, eso no funciona.
– —¿Y Cortázar?
– —Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él —y yo también lo encontré en su momento— el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. Hay algunos cuentos que están bien. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges, o mediano. A propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en su vida, el prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el que prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor uruguayo fue anunciarlo a él, cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos. Sus cuentos son buenas artesanías, algunas extraordinariamente logradas, como Casa tomada, pero son cuentos que persiguen siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable.
– —¿Qué aporte de las vanguardias históricas a la literatura aprecia en particular?
– —Muchos. Para empezar, uno de los rasgos básicos de las vanguardias, que es la preeminencia del proceso de creación sobre el resultado: ese sigue siendo mi método de trabajo. Habría que analizar vanguardia por vanguardia. Por ejemplo, del dadaísmo no puedo sino admirar su actitud, su gesto de ruptura, su irreverencia, eso de largar la carcajada en medio de la Misa Solemne. Del surrealismo, mil cosas, como el dominio de la imagen. También me interesa mucho el constructivismo ruso, que he estudiado mucho, y
Rodchenko en particular. He prestado mucha atención a esta corriente y la he seguido con mucha simpatía, porque pienso que con ella llegó a su culminación el predominio del proceso creativo: el arte es un proceso infinito. Ese momento utópico, a finales de la década de 1910, antes de que cayera el mazazo sobre ellos, me sigue estimulando, y lo sigo uniendo a la famosa frase de Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos”. Democratizarla en serio, sacarla de esa cápsula de calidad, de lo bueno, de lo bien hecho, de lo hecho solamente por el que haya nacido con el don para hacerlo. Por eso me gusta, por ejemplo, John Cage, un músico que no era músico, que tenía dos tapones de madera en los oídos, y sin embargo hacía música, inventaba el modo de hacerla.


 

Cualquier cosa: un encuentro con César Aira

4 de julio de 2005 

Craig Epplin

University of Pennsylvania


Phillip Penix-Tadsen

Columbia University

 

César Aira es, para decir sólo lo más mínimo, una figura enigmática y compleja dentro de la literatura latinoamericana contemporánea.  Es a la vez un autor con invitación abierta para la publicación de sus obras en Beatriz Viterbo Editora de Rosario, y un escritor sin ninguna adhesión comercial, habiendo publicado sus decenas de novelas en virtualmente todas las editoriales importantes de la América Latina y España.  Ha ejecutado también las funciones de profesor, de biógrafo de otros artistas y escritores (Alejandra PizarnikCopi), de compositor de su propio Diccionario de autores latinoamericanos, de editor de las obras póstumamente publicadas de Osvaldo Lamborghini, y de traductor de literatura popular.  El intercambio que sigue en forma transcrita tuvo lugar el 4 de julio de 2005 en un café del barrio Palermo Viejo en Buenos Aires, donde Aira nos habló de sus influencias, las etiquetas literarias, la lectura, la escritura, y el procedimiento de su propia producción autorial.

Craig Epplin: Queríamos comenzar con una pregunta sobre la traducción porque muchas veces se presenta como traductor. Usted ha traducido a autores tan distintos como Stephen King y Kafka…

César Aira: Bueno, bueno, yo traduje solamente como trabajo alimentario.  Nunca traduje literatura, salvo excepcionalmente, quizás alguna cosa, un poco por casualidad.  Entre Kafka y algunos otros, traduje a Jane Austen, y algún autor francés, o inglés.  No, básicamente traduje bestsellerscommercial fiction.  Eso solamente para ganarme la vida.  Nunca me gustó la traducción para la literatura.  La gente debe aprender idiomas y leer los libros en su idioma original.

 

Phillip Penix-Tadsen: Al considerar este espectro de autores tanto “literarios” como “no literarios”, ¿dónde ubicaría usted su propia obra?

 

CA: Bueno, creo que es literaria, ¿no?  I hope… [risas]  Es una obra más bien experimental, puede ser que tenga un fondo experimental bajo una forma convencional. Lo que siempre me gustó eran las viejas novelas del siglo XIX.  Mis novelas quiero que sean así, mis relatos.

 

CE: Pero son mucho más chicas que las novelas grandes del siglo XIX, ¿no?

 

CA: Sí, sí.  Se han ido enchicando con el tiempo.  Se han ido abreviando, porque me aburro de escribirlas, me canso.  Ahora ya no paso las cien páginas.

 

PPT: En la solapa de la traducción al inglés de La liebre le confieren el título de “heredero literario de Borges”.  ¿Cómo reacciona Ud. a esta etiqueta?

 

CA: No, esas son cosas que ponen los editores.  De hecho, en la edición inglesa de la Liebre pusieron que yo era “The Borges of the pampas”.  Curioso.  Parece a la famosa frase esa que decía que “Wagner es el Mozart de la música”.  Esas son cosas de ellos, son formas de decir.  No tienen ninguna importancia.  Son fórmulas sencillas que llaman la atención.  Están muy bien, pero no creo que contengan mucha verdad—son fórmulas.

 

PPT: ¿Ha heredado algo usted de Borges?

 

CA: Evidentemente.  Claro.  Todos los argentinos—para la literatura argentina es inevitable—como es una figura tan grande, tan visible, y en realidad casi todos nosotros aprendimos lo que hay de la literatura leyéndolo a Borges, así que es inevitable que queden huellas de Borges en nosotros.

 

PPT: ¿La apelación de autor argentino le es significativa?  ¿De autor latinoamericano?

 

CA: Sí, dicen que había un poeta que cuando murió hizo poner sobre su lápida una inscripción que decía: “Quiso ser un poeta, y sólo llegó a ser un poeta chileno”. [risas]  Sí, uno quiere ser un escritor, pero inevitablemente es un escritor argentino, o de la nacionalidad que es, y no está mal.  Está bien ser un escritor argentino.  De hecho hay que hacer una distinción entre escritor argentino y escritor nacional.  La escritura del interior, son escritores nacionales, los escritores de Buenos Aires queremos ser escritores argentinos, es decir de frente al público europeo o norteamericano, nos ponemos la etiqueta “argentino” porque tiene su exotismo, y el exotismo puede ser un atractivo más.

 

CE: Su proceso de escritura parece a la vez un atentado contra la noción de “obra maestra” pulida y terminada, y contra los modelos de la ficción comercial.  ¿Es difícil entrar en el mercado internacional con una obra no identificada por una de esas dos opciones?

 

CA: De eso nunca me preocupo.  Yo siempre pensé que escribía para argentinos exclusivamente, y todo lo que vino después vino por añadidura.  Eso es una cosa curiosa porque si uno piensa, Borges por ejemplo es el escritor más argentino que hay.  Y de hecho muchos de nosotros al leer a Borges, pensamos que un extranjero jamás podría entenderlo— tantos sobreentendidos hay, tan argentino es, para nosotros.  Y sin embargo, es nuestro autor más universal.  O sea que, bueno, eso ya lo dijo Tolstoy, ¿no?: “Pinta tu aldea y serás universal”.  No sé.  A mí, las lecturas que vienen desde el exterior, suelen tener malentendidos.  Y eso no está mal porque la literatura se alimenta de los malentendidos.  Yo siempre dije que la literatura empieza en el sobreentendido cuando uno está escribiendo para sí mismo o para un pequeño grupo de íntimos, y después pasa al malentendido.  Del sobreentendido al malentendido sin hacer escala por el entendido.

 

PPT: Y ahora que su obra ha sido traducida y llevada a muchos mercados internacionales, ¿se siente malentendido en esos mercados?

 

CA: Sí.  Hay algo de malentendido, pero es un malentendido que enriquece la lectura, ¿no?, creo.  Me lleva sorpresa la gente que hace buenas lecturas allá lejos.  No sé en qué pueden tornar.

 

CE: Otra pregunta sobre las fórmulas: usted ha dicho que Osvaldo Lamborghini es “nuestro Gombrowicz”, pero que Gombrowicz es también “nuestro”—o sea, de Argentina.  ¿Por qué aplicar este apelativo a Lamborghini, y a Gombrowicz?

 

CA: Gombrowicz es argentino porque se hizo argentino, y nosotros lo sentimos como argentino.  Y Lamborghini, hay algo de Gombrowicz que supongo es acentuado, radicalizado por la ironía, por esos segundos planos de sentido.  Pero también por la postura de él, ¿no?  Gombrowicz nunca se presentó, nunca quiso ser, nunca asumió la figura del escritor serio.  Descubrió una postura más bien en la figura de payaso.  Lamborghini lo llevó a eso un paso más allá—eso es, el maldito.

 

PPT: Si tuviera que establecer una genealogía autorial para su propia obra, ¿cuáles nombres aparecerían allí?

 

CA: No sé, porque yo he sido siempre muy lector, y un lector muy hospitalario.  Siempre dejé que entrara todo, nunca me pregunté por las influencias, porque siempre supe que no hay que sentir la angustia de las influencias, porque después de un autor venía otro.  A mí me gustan todos, me entusiasmo con todos, y dejo influenciar muy libremente, pero después no me duran más de tres páginas en mis libros porque ya estoy con otro, ya estoy cambiando.  De influencias, a veces hay influencias técnicas, autores que a uno no le gustan mucho, pero que encuentra algo que técnicamente funciona.  Un autor que me sirvió mucho en la construcción de mis novelas es Patricia Highsmith, autora de novelas de suspense.  Porque en ella encontré algo—en la época de mi juventud, leí todas las novelas, todas, una tras otra—el modo en que ella las construye, no sé, mis novelas no se parecen en nada a las de ella, pero ella me sirvió técnicamente.

 

PPT: ¿En términos de cómo montar una trama?

 

CA: Sí, o manejar la información del argumento, cómo dosificarla.  Eso lo hace con suspenso, ¿no?  Todas mis novelas tienen algo de novela de suspenso.  Siempre quiero dosificar la información para que funcione.

 

CE: Y mientras escribe, ¿cómo va armando la trama?

 

CA: Es improvisada.  Yo empiezo de una idea un poco vaga, una idea para la primera página, y a partir de ahí voy inventando cada día.  Siempre escribo una página por día, poco más.  No sé lo que va a pasar mañana.  A veces tengo una idea un poco general, pero no, yo lo voy improvisando, inventando de a una paginita.

 

CE: ¿Escribe a máquina?

 

CA: No.  Escribo en los cafés.  Con lapicera.  Después paso a la computadora, así las voy pasando.  Pero siempre muy poquito, una paginita.

 

PPT: ¿Hasta qué punto edita lo que escribe?

 

CA: Muy poco.  Siempre me propongo corregir, revisar.  Pero cuando lo termino, la guardo, la dejo varios meses guardada.  Cuando la saco, la leo, me parece que está bien.  Puedo tener poca autocrítica o, no sé, pocas ganas de trabajar.  Siempre me propongo revisarlas bien y ampliarlas sobre todo, pero cuando releo están bien así; después hay algún editor que la quiere publicar, y se la doy.

 

PPT: ¿Tiene un editor en particular con quien trabaja?

 

CA: No, no.  Jamás, jamás.  Mis libros van directamente de mí a la imprenta.  Nunca le he mostrado los manuscritos a nadie, cuando esté impresa, a uno de mis amigos o a mi familia les doy el libro ya hecho.

 

CE: ¿Cómo son las exigencias de las editoriales?  ¿La diferencia, por ejemplo, entre trabajar con Alfaguara y Eloísa Cartonera?

 

CA: No es trabajar.  Yo escribo mis novelitas y las guardo y cuando alguien me pide una, saco una, se la doy.  Algún editor de la editorial me hace alguna observación de que hay alguna cosa y la corregimos.  Pero nunca es más que una palabrita acá o allá.  No, acá no existe esa figura que los norteamericanos tienen, de editor que corrige y cambia.  Cuando traducía, muchas veces traducía estos libros de autores muy importantes, de mucha venta, los grandes bestsellers.  Se publicaban simultáneamente en Estados Unidos y acá, y entonces nos mandaban los manuscritos, o uncorrected proofs, y ahí muchas veces había correcciones manuscritas del editor.  Estaban muy bien hechas, nuestros editors profesionales lo hacen muy bien porque a veces sacan un párrafo de acá y lo ponen veinte páginas más allá y es perfecto.  Sí, pero eso sirve solamente para la novela comercial, para el bestseller porque el bestseller tiene que funcionar bien, como una máquina que tiene que funcionar bien.  Entonces, objetivamente se puede ver qué mecanismos hacen que funcione mejor.  Pero no, la literatura propiamente dicha, no.  Porque la literatura, la mía por lo menos, está basada en caprichos, la inspiración.

 

PPT: Entonces, generalmente, para publicar una obra en una editorial en particular, depende de que le pidan una obra de esa editorial. 

 

CA: Sí, sí.

 

PPT: Y usted ha publicado más que nada en Beatriz Viterbo, ¿no?

 

CA: Esos son, eran dos chicas, son dos chicas, o mujeres jóvenes.  Cuando ellas decidieron hacer la editorial hace, ¿cuánto, hace unos quince años ya?, vinieron a verme, me pidieron consejos, me pidieron un libro, me pidieron un librito, la editorial se inició conmigo.  Yo fui un poco el padrino de la editorial.  Nos hicimos grandes amigos.  Todos los años les doy una novelita o un ensayo.  Es mi editorial favorita.

 

PPT: ¿Hasta qué punto diría que su éxito como escritor o su libertad como escritor sean vinculados con su relación con esa editorial en particular?

 

CA: Con esa y con otras pequeñas editoriales argentinas, gente joven que hace pequeñas editoriales.  Hoy día con las computadoras, todo el mundo tiene su editorial.  Y todos vienen a pedirme una novelita a mí y yo se la doy.  Tengo una para cada una.  Eso me gusta mucho.  Hace unos años empecé a publicar, más bien firmé con Mondadori en España, y bueno, hemos hecho un acuerdo que se saca un libro por año, un año sacan una reedición de una de mis novelas publicadas acá, y el año siguiente una nueva.  Pero cuando les tengo que dar una nueva, si una editorial es demasiado grande, demasiado seria—y mis novelas se van haciendo cada vez más pequeñitas, y cada vez menos serias—así que no sé, no siento la misma libertad que quedando con un chico que fundaba una editorial acá.  Ahí puedo darle cualquier cosa.  Que es lo que me gusta escribir—cualquier cosa.

 

CE: En su propia obra, invoca una suerte de escritura automática y reivindica la noción de “procedimiento” por encima de la idea de la “obra”.  ¿Cómo se aproxima a un legado vanguardista, surrealista ya tradicional?

 

CA: Esas eran mis lecturas de adolescente, y les sigo fiel.  En la práctica no sigo tanto la teoría.  No tengo un procedimiento para que las novelas se hagan solas.  En todo caso, tengo un método de escribir, de improvisar, de ir día a día, de dejarme llevar por el capricho de cada día.  En lo que se diferencian mis novelas, me parece, de la escritura surrealista automática es en que el surrealismo propiamente dicho es una acumulación de hechos extraños o raros o que vienen incoherentes, y en mis novelas hay esa acumulación pero está encadenada, encadenada por lo verosímil de la novela de siglo XIX.  Entonces, yo como me desafío, porque yo estoy escribiendo, y de pronto, como aquí en el café, veo algo que pasa, algo raro, puede ser una mujer disfrazada de pato, y entonces aparece en la novela un personaje disfrazado de pato.  Pero no “porque sí”.  Ahí yo tengo que buscarle una causa para que pase eso, ¿no?  Y en general la encuentro.  Creo que en mis novelas se puede ver que no pasan cosas “porque sí”, no caen cosas del cielo, sino que todo va sucediendo por una causa que produce un efecto.

 

PPT: ¿Le influencian los sueños, el inconsciente?

 

CA: No, no.  Porque generalmente el sueño es una acumulación incoherente.  No, no.  Puede ser ese sistema que el sueño es la fábula, el mito, pero no, no.  A veces vienen cosas del sueño.  Muchas novelas mías se han empezado, no tanto del sueño propiamente dicho sino de ese entresueño cuando uno se está despertando en la mañana.  A veces viene una frase.  Sí, sí.  Me gusta empezar una novela con algo así.  Pero el clima onírico no me gusta mucho. Los relatos de los sueños suelen ser muy aburridos.  Cuando un amigo nos empieza a contar el sueño, derriba justamente porque en esa acumulación hace falta el encadenamiento causal.

 

PPT: Aparte de esos momentos en los que pasa algo en la calle que luego aparece en sus narrativas, ¿hay otros efectos del azar?

 

CA: No, no.  Eso sí, ir incorporando cada día cosas que veo en el televisor o que leo, quizás ir dejando entrar al azar, pero solamente la entrada es al azar.  Una vez que está en la novela, ahí lo encadeno, lo verosimilizo.  Pero en lo demás no.  No me gustan los juegos.  No hay nada más de azar.

 

CE: Sus escritos mencionan a menudo la música y las artes visuales.  ¿Cómo concibe la relación entre su obra y otros medios artísticos?

 

CA: Yo durante muchos años pensé que la gente de mi generación se convertía a la literatura por descarte, porque no podía hacer lo que verdaderamente habría querido hacer, que era cine, música, o artes visuales.  En los años ’60, cuando yo era adolescente, hubo una gran explosión por un lado del cine, el cine francés, la nouvelle vague, Godard, que era mi dios, o el rock, en esos momentos, el jazz, las artes plásticas, el Pop Art.  En esos momentos aparecía todo un mundo y todo eso era extremadamente atractivo para un joven, mientras que la literatura no.  La literatura era una cosa como anticuada, vieja.  Pero yo no podía hacer cine evidentemente porque era muy complicado, no tenía oído para la música, no tenía talento para la pintura, entonces tenía que escribir.  En la escritura, en mis novelas, traté de hacer cine, música, artes visuales, escultura, y hasta hace poco, hasta hace dos o tres años, seguí creyendo eso, un poco por inercia, que la literatura era un arte menor, un arte que adoptábamos los que no teníamos talento para hacer las grandes artes, y luego me di cuenta de que no, yo he estado completamente equivocado, la literatura es el arte supremo.

 

CE: ¿Qué le hizo darse cuenta?

 

CA: Lo leí, lo leí en un libro, un diario de Léautaud.  Léautaud es un escritor que yo amo mucho y en una página de su diario, él dijo “La literatura es la mayor de las artes”.  Yo soy muy influenciable, cuando leo algo… [risas]  Me lo creí, no sólo lo creí sino que me di cuenta que era lo que yo siempre había pensado.  Y no me había puesto a pensarlo con detenimiento.

 

PPT: ¿Y no le quedan todavía ganas de trabajar en otros medios?

 

CA: No.  Yo pinté algo, el año pasado hice una exposición.  Pero no, básicamente, a mi edad, yo me he jugado por la literatura.  Y estoy muy contento, porque en la literatura se puede hacer todo lo demás, lo que los demás no pueden hacer.  Un músico no puede hacer todo lo que yo puedo hacer.  Pero yo puedo hacer cosas que hace un músico.  Como las cosas que hizo John Cage, pero John Cage no podría hacer cosas, no sé, no podría incorporar elementos visuales, cinematográficos como yo sí puedo en mis novelas.

 

CE: ¿Le interesa el Internet como medio?

 

CA: No.  No, porque generacionalmente, llegué tarde, soy de otra época.  Lo veo un poco de afuera.  La red la uso solamente para mandar mails y comprar libros por Amazon.  No, porque yo ya estoy formado con los libros en papel, llegué un poco tarde para el email.

 

PPT: En el cuento “El espía” de la colección La trompeta de mimbre, el “César Aira” protagonista describe a su público como “Esos admiradores sueltos”, y continúa, “unos pocos lectores, siempre en las Universidades, escribiendo tesis sobre mí, y nada más.  Ellos parecen interesados, y hasta entusiasmados, pero no son un público.  El público me habría hecho rico, y no habría necesitado extraviarme en fantasías.”  ¿Cómo concibe Ud. a su propio público lector?

 

CA: [riendo]  No, no me hago mucho esa idea, por eso que, eso lo puse un poco como broma.  Es cierto que yo siempre fui un favorito de los estudiosos, de los académicos, de las universidades, porque mis novelas tienen como un costado meta-narrativo.  Hay elementos para que los profesores se luzcan, o encuentran cosas ahí.  En realidad, a todos los novelistas nos gustaría que nos leyera la gente común, la gente de la calle, que es un poco la fantasía.  Hace poco me encontré con un amigo al que no veía hace muchos años.  Y nos pusimos a charlar, y él me dijo, de pronto, “mi hermana es muy admiradora de tus libros, te lee mucho, te ha leído todos tus libros”.  Entonces, sentí como una alegría, porque pensé, la hermana de un amigo, será una señora, un ama de casa.  Y entonces él agregó, “es profesora de narratología”.  Me arruinó totalmente.

 

PPT: Cuando usted participa, por ejemplo, en eventos internacionales, ¿los que vienen a estos eventos afirman las expectativas que tiene usted sobre su público?

 

CA: No, es que no me hago muchas expectativas porque no pienso en eso, gran cosa.  Tengo un par de amigos, siempre, creo que todos los escritores tenemos un par, dos o tres, de amigos, o gente que conocemos que son como un público secreto que tenemos in the back of the head, espiando, vigilando, y que no necesitan estar vivos, ¿no?.  Puedo tener amigos muertos, uno los utiliza como testigos, pero de ahí no pasa.  Después ya se diluye la cantidad con la que uno puede jugar.  No me importa.

 

CE: Aparece en varias novelas suyas el concepto del continuo.  ¿Es esto equivalente a lo que decía antes de crear un encadenamiento, un verosímil en sus narraciones?

 

CA: No, no tanto, no.  Para mí es el paso de niveles, niveles distintos en un conjunto.  Entonces, leyendo a Deleuze—Gilles Deleuze es un filósofo francés que a mí me gustaba mucho, que me sigue gustando mucho—lo leí con mucho entusiasmo.  Me gustaba como en su libro sobre el cine, por ejemplo, empieza hablando de particularidades teóricas o narratológicas de una película, después habla de cuestiones técnicas del montaje de esa película, y después habla del divorcio de la actriz que protagonizó esa película.  Se logra entender, pero él los pone todos en el mismo lugar, y logra hacer un razonamiento, un continuo.  Y eso me atrajo muchísimo.  Y ese encadenamiento—hay algo, ahora que lo pienso—ese encadenamiento de causas y efectos que están en mis libros, también creo que él crea ahí, en el mismo plano, distintos niveles de realidad o de significación.

 

CE: En un ensayo sobre el arte de los sesenta, Oscar Masotta—citando a Roland Barthes—dice que la técnica de la vanguardia es ver lo discontinuo dentro del imaginario, o sea crear el discontinuo en la obra.  La contraparte de eso parece ser que en su obra el continuo se establece entre los distintos niveles—real e imaginario.

 

CA: Sí, también es cierto que ese continuo alude al discontinuo.  El gran ejemplo sería el relato “El fiord” de Lamborghini, donde él toma la realidad política del momento y la pasa a una alegoría, ¿no?  Es un parto en el que nace un niño, después es el sindicalismo, el sindicalismo argentino, que se va a rebelar contra Perón, y esos dos niveles, el alegórico y el real, funcionan en un continuo gracias a la violencia de la narración, ¿no?

 

PPT: Reinaldo Laddaga ha señalado que las escenas finales de sus libros parecen surgir de un imaginario generado por los efectos especiales de películas dirigidas por George Lucas en Hollywood. ¿Qué tipo de diálogo existe entre ese tipo de cine y su propia obra?

 

CA: Ese es un defecto.  A mí me han criticado mucho que mis finales son malos porque son demasiado abruptos y terminan las novelas demasiado pronto, y puede ser cierto porque llega un momento en que quiero terminar.  Se me ocurre otra novela, quiero empezar otra, quiero terminar ésta, los mato a todos, hago una gran hecatombe, una catástrofe para que se termine lo antes posible.  Ahí hay un defecto que tal vez me faltó corregirlo.  Una de las últimas novelas que publiqué, Las noches de Flores, me la criticaron muy seriamente por eso, y tenían razón.  La novela fracasa por ese final, en diez páginas finales traté de terminar todo para sacármela de encima.  Y he tratado a veces de ponerme serio, o de parar antes de llegar al final, dejar pasar unas semanas, y después recomenzar con más ánimo, pero no, no sé.

 

CE: Pensando en Las noches de Flores, ¿usted se considera un cronista de los cambios que han ocurrido en la Argentina en los últimos años?

 

CA: No mucho.  No, solamente en la medida en que mis novelas son un poco como diarios.  Las voy escribiendo día a día y van entrando cosas de la realidad, pero no lo hago deliberadamente.  Lo mío es más bien las fábulas, el temporal, y si entran cuestiones de actualidades es porque son atractivas y me sirven para los argumentos.  Pero no es deliberado.

 

PPT: Leyendo varias de sus obras más recientes, se ve que van en una dirección cada vez más absurda.  ¿Cómo ve usted esa progresión?

 

CA: Es algo natural, como yo nunca me pongo las intenciones por delante sino que dejo que vayan saliendo, bueno, lo mío se va haciendo, se va haciendo así.  También ahora que estuve en Barcelona, mi editor me pidió una novela, querían mandársela para el fin del año, una novela nueva, pero le advertí, “Va a estar muy absurda”.  Pero si ya no puedo evitarlo.  Es una evolución natural, ¿no?  Debería haber sido al revés—ahora que yo estoy maduro, y me acerco a la vejez, tendría que ponerme serio, pero no.  Hay gente que a mi edad entra en una segunda infancia, parecido a lo que me está pasando a mí.

 

 

ISABEL OBIOLS

Barcelona - 20 JUN 2005 - 19:00 ART

ENTREVISTA:CÉSAR AIRA | ESCRITOR

"Me dediqué a la literatura para encontrar un ámbito de libertad absoluta"

 

César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) es un escritor de producción pausada, pero de regularidad implacable. Autor de decenas de libros, su última novela publicada en España es Un episodio en la vida del pintor viajero(Mondadori), escrita a finales de los noventa y editada en Argentina en 2000. Es una historia breve -marca de la casa- protagonizada por el pintor alemán del siglo XIX Johann Moritz Rugendas, un artista discípulo de Humboldt que viajó por América retratando paisajes y tipos humanos: "Fue un adelantado, uno de los pocos pintores viajeros realmente buenos", afirma Aira. "En Occidente, la gran tradición pictórica era pintar en el taller, y los pintores viajeros eran más bien documentalistas y no llegaban al nivel del gran arte. Rugendas viajó de la lejana Alemania a sitios tan salvajes como México, Brasil, los Andes... Me gustó el contraste entre el artista que trabaja encerrado en su mente y su fantasía y el que sale a buscar la aventura".

En Un episodio..., Aira recrea el accidentado paso de Rugendas por Argentina: "Cuando la terminé, me di cuenta de que había hecho algo que me había prometido no hacer nunca, que es una novela histórica. No me gusta la modalidad de buscar temas en la historia, como si ésta fuera un gran supermercado. En su momento consideré el libro un fracaso, pero ahora me he reconciliado con él", continúa.

Aira explica que, de hecho, él no fue a buscar el tema, sino que se encontró con el libro hecho, como quien dice. "Estaba haciendo unos textos para un libro de fotografías de grandes estancias argentinas. Y en una de las fincas, en Mendoza, sobre los Andes, me contaron que Rugendas había presenciado desde allí un ataque de los indios. Me dieron una biografía alemana del personaje donde se recoge el episodio que cuento en el libro: que le alcanzó un rayo en la travesía de la Pampa y le quedó el rostro deformado y que durante un ataque de los indios, estando convaleciente, salió de noche a darles alcance donde estaban acampados para tomar apuntes del natural". Quedó atrapado: "Vi que la historia contenía los elementos que suelen tener mis novelas: el monstruo, las alucinaciones, ya que Rugendas tuvo que tomar morfina después del accidente, los indios, el contraste y el enfrentamiento de civilizaciones, y sobre todo el juego óptico que consiste en que quien es visto también ve. Porque el chiste final de la novela es que a Rugendas no se le ocurre que cuando él va a ver a los indios de cerca éstos le están viendo también a él".

Aira se ríe con esta última imagen de su libro, pero no quiere teorizar sobre si Un episodio... contiene una crítica irónica a cierta rama de la literatura latinoamericana que ha explotado el exotismo. "A los que explotan determinada imagen les he llamado mexicanos profesionales... O de la nacionalidad que sea. Salvo que quiera vender su propia nacionalidad, uno no nota lo que tiene ante los ojos todos los días y que se ha borrado por el hábito... Pero nunca he tenido una postura política en lo que escribo. Muchas veces he ido contra mis propias convicciones y he dicho lo contrario de lo que debería por provocación. Y he hecho novelas con indios con un exotismo deliberado, algo que a mí no me gusta leer, por el gusto de la libertad. Si me dediqué a la literatura fue por eso. Para encontrar un ámbito de libertad absoluta".

De hecho, después del accidente con el rayo, el pintor Rugendas piensa que es más efectivo el arte que cualquier discurso. "Es lo que creo. Sólo un artista puede transmitir los fantasmas de una época, el estilo, hacer palpable la atmósfera de un mundo que se perdió"... En Un episodio... Aira lo hace con un lenguaje plástico, concentrado en la luz y las texturas que percibe el personaje pintor: "Muchas veces me he pensado a mí mismo como un artista plástico frustrado", afirma el escritor. "Y mi modo de escribir tiene algo que ver con esto. Escribo con tintas de distintos colores, muy lento, una página por día, o media página... Lo hago tan despacio y con tanto cuidado que es como si estuviera dibujando...".

César Aira, ayer, en Barcelona.VICENS GIMÉNEZ

* Este artículo apareció en la edición impresa del 0020, 20 de junio de 2005.


 

Adriana Cortés Colofón
Entrevista con César Aira


Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de julio de 2006 Num: 594

 

El alquimista de historias

César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) ha publicado cuento, ensayo y múltiples novelas, entre otras, Los fantasmas (1990), Los misterios de Rosario (1994), Cómo me hice monja (1996), El congreso de literatura (1999). En esta entrevista habla acerca de la literatura, que considera el arte supremo.

¿Qué le han enseñado los cuentos de hadas?

–Para escribir mis libros echo mano de todo lo que veo, recuerdo y leo. Los cuentos de hadas también me sirven, pero no creo que ocupen un lugar privilegiado.

–Usted militaba hace una treintena de años en la izquierda, ¿cuándo dio un giro a su obra?

–Yo fui un escritor a tiempo completo desde los quince o dieciséis años. La militancia de la década del setenta fue un extravío juvenil, sin grandes consecuencias.

–¿Qué opina acerca del giro hacia la izquierda en Latinoamérica?

–Nunca opino de política ni de futbol.

–¿Relata usted la crisis de Argentina en sus libros?

–No. No sé qué sentido tendría hacerlo.

–¿Cómo asume el peso literario de Borges?

–Los grandes escritores son un estímulo, un buen ejemplo, un lujo. Nunca sentí que Borges me pesara; al contrario, he sentido más bien el peso de los escritores malos y mediocres.

–¿Se considera un alquimista de historias?

–"Alquimista de historias" es una metáfora, y yo siento una invencible desconfianza ante las metáforas. Evito usarlas todo lo posible.

–¡Debo confesarle que me entristeció el suicidio de la Patri, en Los fantasmas, cuando se avienta desde lo alto de un edificio acosada por los fantasmas!

–En Los fantasmas me propuse plantear un caso extremo de frivolidad. Si a uno lo invitan a una fiesta maravillosa, como no habrá otra, pero el requisito para entrar es estar muerto, ¿vale la pena? Si uno lo piensa bien, no es tan fácil responder.

–¿El cambio climático, en Los misterios de Rosario, provoca una situación apocalíptica?

–Al escribir esta novela no pensé en el cambio climático. Sólo quise crear una situación de fin del mundo, y no se me ocurrió otra cosa que una especie de glaciación súbita. Supongo que si hubiera querido hablar de cambio climático habría ido en la otra dirección del termómetro. Aunque no recuerdo si en la época en que escribí el libro ya se hablaba, o se hablaba tanto como ahora, del calentamiento global.

–En Los misterios de Rosario, la amenaza del fin del mundo lleva a los personajes a confrontarse con sus propias vidas...

–Creo que la idea fue la de plantear la siguiente pregunta: si el mundo se fuera a terminar esta noche, ¿los escritores pasarían el día tratando de publicar sus libros? Es un modelo extremo de crisis existencial, ¿no? Sobre todo, para gente que se ha pasado la vida ocupada en algo tan superfluo como la literatura. Todos estamos más o menos insatisfechos con nuestras vidas, y es un buen motivo para seguir viviendo.

–Alberto Giordano, el protagonista: ¿un personaje melancólico?

–La intención con este personaje fue hacerlo neurótico, no melancólico. Pero me da la impresión de que todo personaje de la literatura sale necesariamente melancólico.

–¿Cree que pueda hablarse de un género literario "apocalíptico"?

–No, no creo. Aunque, por supuesto, habría que definir la palabra "apocalíptico". Y habría que saber más de lo que yo sé sobre la novela actual.

–Comunicación y relato, ¿cómo se interrelacionan en su obra?

–Eso está en todas mis novelas y creo que es bastante realista, porque nos entendemos a fuerza de malentendidos. O, mejor dicho: si no hay fallas en la comunicación, la situación se estabiliza y el relato muere. Es el malentendido el que lo lleva a nuevas dimensiones.

–Según su punto de vista, ¿cuál es el papel de las humanidades para encontrar una solución a la crisis mundial que se vive en distintos aspectos?

–La literatura, las artes, no tienen ninguna función en la sociedad. O, dicho de otro modo: desmienten esa concepción orgánica de la sociedad, en la que cada parte cumpliría una función.

–Clonación, avances científicos y tecnológicos, ¿está usted a favor o en contra de ellos?

–En general, por mi carácter y por las pocas enseñanzas que he sacado de la experiencia, no estoy ni a favor ni en contra de nada. Prefiero la simple y humilde aceptación, y trato de entender.

–¿La literatura: ¿el arte supremo?

–Efectivamente. Después de muchos años de creer que me había dedicado a la literatura por falta de talento para la música o la pintura, o por falta de medios para el cine, hace poco estuve reflexionando y llegué a la conclusión de que, si no el arte más grande, sí el más difícil.

 

 

 

 


 

Revista Ficções. Ano IX. Número 16, marzo de 2007.

Entrevista César Aira.

 

Ficciones: Usted escribió alguna vez que el pasaje de una obra literaria para otro ambiente, diferente de aquel donde fue escrita, genera una especie de mal entendido. De este modo, para un argentino es tan difícil imaginar como un cubano puede leer a Borges como para un cubano imaginar como un argentino puede leer a Lezama Lima. ¿Qué malentendido Usted desearía para la publicación, simultanea acá en Brasil, de dos de sus libros?

 

Aira: El mal entendido enriquece, mientras que no se vea como mal el prefijo. Podría ser al caso de hablarse de “otro-entendido”, justamente eso es la literatura. El discurso funcional, cotidiano, es el que tiene que ser bien entendido. Pero tratando de literatura podemos dejarnos llevar por todas las fantasías de la interpretación. Aunque debemos confesar que con el tiempo, y las lecturas críticas, me desencante de la teoría. En verdad, nadie entiende nada, y nadie quiere entender nada. El predominio de la cultura de masas, que se basa en la redundancia, empobreció mucho la lectura.

 

F: La historia de la Noche de Flores sucede en el momento más critica de la crisis reciente de la Argentina. Ahí [Argentina], como aquí [Brasil] una de las consecuencias de la crisis fue el miedo a la violencia que hizo que mucha gente dejase de salir a la noche, caminar por la calles, una de las actividades “modernas” por excelencia. ¿Este libro es, a su manera de ver calle y la ciudad abandonada por los hombres?

 

Aira: Paso gran parte del día en la calle, casi diría que vivo en la calle: hago dos largas caminatas todos los días, una por la mañana y otra por la tarde. Escribo en los cafés, y salgo con cualquier pretexto. Y no diría que la calle ha sido abandonada, pero si que se purifico: nos libramos de aquel ciudadano que se queda dentro de la casa viendo televisión y criticando al gobierno por la inseguridad. Acá afuera quedaron las persona más interesantes. Esto también lo pude verificar en Brasil. Por ejemplo, en Niterói, que es mi lugar favorito en el mundo: Icaraí, San Francisco, Pendotiba. Esas calles son toda la felicidad a la que aspiro.

 

F: ¿Y quienes son esas personas interesantes?

 

Aira: Aquellas que no son totalmente normales, o todavía no fueron normalizadas totalmente. Hoy en día hay una grande presión social por imponer la salud física y mental. Esta muy mal visto tener secretos o ser un neurótico. ¿Qué será de nosotros? El mundo esta perdiendo los matices.

 

F: Una parte de la vida del pintor viajero fue clasificada por Usted como un ready-made. Raúl Antelo va más lejos y lo clasifico como un ready-made destinado a probar que el pintor Rugendas, muy conocido en nuestro Brasil, no fue un mero pintor de documentos, sino un anticipador del impresionismo. Eso me da ganas de preguntar, 40 años después de Foucault, ¿qué es ser autor?

 

Aira: Llamar a ese novela de ready-made fue una especie de metáfora, pero también es una pura verdad, porque encontré este episodio completo en una biografía de Rugendas, y lo encontré provisto de todos los elementos que utilizo habitualmente en mis novelas. Nunca había sucedido que unas cosas a mí, y da tedio, y nunca busco temas en la historia. Este libro es una excepción en mi trabajo (que por otro lado es todo hecho de excepciones), porque siempre me impuse como un deber inventar todo en mis novelas. Mi idea de autor, en el caso del novelista, es la de un inventor. No comparto con el pesimismo posmoderno que dice que todo ya fue inventado, y que sólo resta la combinación.

El proyecto moderno de buscar lo nuevo, y de sacrificar todo por lo nuevo, permanece de pie, por lo menos en mi caso. Si tuviese que sacrificar la seriedad, o hasta la cualidad, lo hago de buena voluntad.

 

F: Las escenas de indios en esta novela son bellísimas.

Considerando que el indio es una figura que no acostumbramos a conectar de inmediato con la idea que tenemos de la Argentina, me gustaría saber cuál es su interés por esos personajes indígenas.

 

Aira: Escribí varias novelas de indios. Pero siempre fueron indios fantásticos, salidos de mi imaginación. Ellos me permitieron escribir un escenario de ficción pura, como la África de Raymond Russel, o la Curitiba de Dalton Trevisan. Ahora ya perfeccione el método, y puedo crear ficción pura en el barrio donde vivo. Y al contrario del realismo, que termina siendo más realista que el realismo oficial. Para Rugendas los indios son figuras en un cuadro. Cuando al final de la novela, lo hago arriesgar su propia vida para obtener un primer plano, quise mostrar que cuan poco importa para el artista los peligros de la realidad

 

F: El otro día tuve que hacer un comentario público de este libro sobre Rugendas, y mientras me dirigía al lugar de la presentación me sorprendió una noticia, en la radio del auto, de un robo de varias obras de Rugendas en el acervo de la Biblioteca Mario de Andrade en San Pablo. Fue tal mi sorpresa que la coincidencia que imagine de inmediato era que estaba dentro de una novela de César Aira. Sólo faltaban aparecer tres editores piratas de Panamá proponiéndome una edición de mi presentación. ¿Usted se da cuenta de que su literatura es de esas que “coloniza” nuestro inconsciente?

 

Aira: Que halago con esa historia. Esta claro que no pretendo crear ninguna realidad paralela, que no sería muy cómoda, si tomamos en cuenta las cosas extrañas y atroces que suceden en mis libros. Pero me siento muy feliz (mucho mas de que con mis elogios o interpretaciones académicas) cuando consigo contaminar al lector.

 

F: En el ensayo “Nueva escritura” usted hace una especie de elogio de la vanguardia. ¿Cuál es la posibilidad de una vanguardia hoy?

Aira: Creo que continuara existiendo una “vanguardia” mientras haya escritores que no se subordinen obedientemente al gusto de los lectores, pero si inventan nuevas reglas de gusto. No soy un verdadero vanguardista, porque amo demasiado la literatura del pasado para olvidarme todo lo que leí. Soy un hibrido.

 

F: Desde los tiempos de boom latinoamericano no se comentaban tanto la literatura en lengua española, por lo menos en Europa. El chileno Roberto Bolaño, el colombiano Fernando Vallejo, y el español Enrique Vila-Matas y muchos otros vienen siendo reunidos por la prensa y por el mercado, que cada vez más los asimila bien. ¿Cuáles son los riesgos y cuales las ventajas de esa asimilación?

 

Aira: Las ventajas son puramente comerciales. Las desventajas son obvias: todo escritor se cree único, y se siente insultado cuando lo colocan en una lista con sus colegas.

 

F: ¿Pero usted lee sus contemporáneos, en cualquier idioma?

 

Aira: Al lector le basta ser contemporáneo de si mismo, la lectura actualiza todos los pasados. Cuando leo a Balzac, me hago mi contemporáneo. Debe ser por eso que no me preocupo mucho de estar super actualizado con lo que se publica. Además de eso, no comparto ese optimismo de los periodistas culturales que viven descubriendo un genio por semana. Alguien realmente bueno aparece cada cincuenta años (con suerte). Pero esta claro que alguna cosa leo. Ahora por ejemplo acabo de descubrir a Sérgio Sant´Anna, y me esta gustando mucho.

 

F: En Europa y en Brasil usted esta publicando con editoriales bien establecidas, pero en Argentina usted parece dar preferencia a pequeñas editoras. ¿Es una actitud política?

 

Aira: Soy un amante de la literatura, y un francotirador, de modo que mi lugar natural son las pequeñas editoriales marginales de las cuales no cobro derechos de autor. Es un modo de preservar mi libertad, y continuar haciendo lo que quiero. Pero como no desprecio el dinero, tengo un agente en Alemania que después vende esos libros para las grandes editoras de todo el mundo. El dinero también es útil para preservar la libertad.

 

F: Una última pregunta. ¿usted tiene algún ritual para escribir? Leí hace poco que la poeta Anne Sexton siempre escuchaba un disco de Vila Lobos cuando quería escribir…

 

Aira: Escribo en cafés, que en Buenos Aires son muchos y muy acogedores. Escribo muy poco, y muy despacio, nunca más de una página por día. Mi modo se parece mas con dibujar que con escribir. Tengo una gran colección de biromes de tinta, que son mi juguete favorito.

Entrevista concedida a Carlito Azevedo.


 En 2007, el autor mantuvo una charla pública con Juan José Becerra en el marco del “1° Congreso Internacional - Cuestiones Críticas”, organizado por el C.E.L.A. (Centro de Estudios en Literatura Argentina) de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Ahí contó por qué no sabe cuál es su primera novela, por qué la adaptación cinematográfica de novelas le parece "desagradable" y por qué cree que sus lectores son "de lujo". A continuación, la entrevista:

Me gustaría empezar por la emoción. Me ocurrió muchas veces leyendo tus libros sentir –y me gustaría dejar testimonio de la palabra sentir- que como lector me replegaba automáticamente hacia mi propio origen, como si yo fuese un niño al que le leen un cuento de Andersen. Siempre hay algo nuevo en tus libros, algo que no está en ningún lado, y que al hacerse presente produce un blanco de interpretación, una sorpresa, y una experiencia de novedad que nos lleva a lo que podríamos llamar “un estado de infancia”. ¿Te llegan noticias de este tipo de reacciones?

En primer lugar, los lectores son bastante discretos con los autores porque se acercan al autor y no expresan tanto como uno querría. Yo por mi parte siempre he pensado que la emoción, la emoción profunda, que era uno de los ítems de las frases que siempre repetía Osvaldo Lamborghini, la emoción profunda -él decía que eso provenía de Nietszche-, es algo que ha estado para mí cerrado. Siempre he sentido que lo mío se desliza por una superficie irónica, distanciada, superficial, frívola si se quiere; y no sé, tendría que entrar en aguas profundas psicológicas para ver por qué es así o por qué lo siento así. 

Como lector de tus libros, me he preguntado si es mejor ser un lector inocente, un lector que no haya leído nada, o ser un lector con más oficio, si se pudiera decir esto. 

No sé… En general, los lectores son siempre lectores eruditos, a su manera, con una erudición grande o chica, y los lectores que llegan a mis libros llegan por la vía de la literatura, de los estudios de la literatura, y eso es inevitable. En esa distinción entre lector y público, lo mío creo que siempre va a ser el lector. Tengo pocos lectores, algo abundantes hoy día, pero siempre lectores, nunca propugnan en público. Y yo por mi parte sí soy un escritor erudito, del lado de Borges, no del de Arlt. Pero creo que eso no tiene mayor importancia porque todo va a parar para lo mismo.  

Por un lado, tenemos el lector de tu obra y, por otro, también hay lectores incidentales, que se encuentran con tus libros por otras razones. Conozco al menos una persona que leyó La villa como una novela sobre la marginalidad. Esos también son lectores que, no digo que sean victimizados por el malentendido, pero están situados fuera de la lectura literaria. 

Sí, el malentendido es un elemento enriquecedor, ¿no?, y está bien. Eso lo he pensado muchas veces. Por ejemplo, con el caso del “éxito” de público que tuvo la novela El amante, de Margarite Duras. Ella, una escritora experimental que había hecho tantos experimentos, que llegó a hacer el experimento de escribir una novela comercial que le salió muy bien, ganó mucha plata. Es como dar toda la vuelta. Una vez iba caminando por mi barrio y me crucé con un señor, desconocido para mí. Me saludó. Me dijo: “Buenas tardes, Aira”. Y me quedé pensando, me quedé un poco sobresaltado, pensando si lo conocería de algún lado. Entonces, él, muy amablemente, con una sonrisa, me dijo: “Usted no me conoce. Yo soy un lector. Un humilde lector”. Y después me quedé pensando que, en realidad –esto puede parecer un poco soberbio, pero lo digo igual-, no era un humilde lector: un humilde lector es un lector de Isabel Allende o de Paulo Coelho. Un lector mío es un lector de lujo. Muchas veces me han preguntado por qué mis libros despiertan interés en los círculos académicos: en profesores, en la universidad. Y yo mismo me he preguntado si no habrá de mi parte un elemento de demagogia ahí, de servirles en bandeja de plata todas las teorías. Creo que eso puede deberse, entre otras cosas, a que yo trabajo en la ficción, en la creación novelística, en la creación del relato, con elementos de la cultura popular tomados de dibujos animados, de cómics, de películas o de la televisión berreta, y con eso hago estos mecanismos un poco meta-narrativos. Pero los hago con eso. En general, los que hacen mecanismos meta-narrativos eruditos, lo hacen con materia noble. Con la materia noble los profesores no encuentran los mecanismos tan fácil. Conmigo sí los encuentran. Creo que eso, no lo tengo muy claro, me parece la clave, el secreto de mi éxito, para decirlo de alguna manera.


En Ema, la cautiva (1981), tu primera novela publicada por Editorial de Belgrano, te presentaste en la contratapa. ¿Pensás que ese episodio tuvo algún tipo de influencia en el modo en el que apareció luego tu “yo” en tu obra?

Quizás sí, no recuerdo muy bien lo que escribí, pero era una imposición de la colección de escribir una autopresentación de la novela, y no recuerdo muy bien lo que escribí. Creo que hice algunas ironías, algunos chistes, porque esa novela estaba un poco basada… Era como una especie de pastiche de novela sentimental. De hecho había una novela que yo había traducido (porque yo trabajé durante treinta años como traductor de novelas malas), una horrible pero inolvidable novela llamada Sara Dein, con la que después se hizo una miniserie, creo. Sucedía en el siglo XIX. Los ingleses usaban a Australia como penal para ciertos delincuentes, y sobre todo para prostitutas. Las mandaban allí. Y esta novela era la historia de una mujer, que se llamaba Sara Dein, a la que mandaban por error, evidentemente, porque ella era buena, a Australia, en un barco, y yo capté esa novela pasándola a la pampa: el viaje en barco por el océano sería un viaje en carreta por la pampa. Ella allá se hacía rica criando canguros y yo escribí que acá se hacía rica criando faisanes. En fin, así pasó. En realidad, no fue mi primera novela. Yo no tengo primera novela por un salto en el tiempo, porque la primera novela mía que se imprimió fue Moreira, en el año ’75 o ‘76. Y mi editor, mi recordado y querido amigo Horacio Achával, no pudo terminar de ponerle la tapa, y la novela -ya impresa- quedó en un sótano hasta el año ‘82, después de haberse publicado Ema, la cautiva. En ese sótano, Achával le puso la tapa y la lanzó a la venta con el colofón y el “se terminó de imprimir en el año ‘76”. Es un mecanismo que yo usaba mucho en mis novelas, con esos saltos al revés del tiempo. Pero a mí me pasó en la realidad. Siempre que me dicen: “su primera novela”, o me preguntan cuál es mi primera novela, me quedo en la duda porque no sé cuál es.

Si desde tu primera novela hubieras estado pensado en literatura sin haberla escrito, ¿ese pensamiento hubiera “progresado” de la misma manera?

Empiezo por un poco antes. Cuando se publicó Ema, la cautiva, que fue mi primera novela que se publicó y que salió a la venta, la primera crítica la hizo María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista. Fue la primera y una de las mejores críticas que recibí. Yo siempre tuve buenas críticas, ¿no? Muy esporádicamente, una vez cada diez años, sale una reseña diciendo que una novela no vale la pena. Siempre me he preguntado por qué sería. En esa crítica, María Teresa Gramuglio hacía unas objeciones, unas críticas propiamente dichas que eran muy ciertas, y comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida, pero siempre tuve suerte con los críticos. Debe ser por esa demagogia de la que hablaba antes, que les doy todo cocinadito. Y en cuanto al progreso, al cambio, yo no hablaría de progreso. Nadie hablaría de progreso. En realidad todo lo que he escrito ha estado siempre muy cerca de lo que he vivido, de la experiencia. Con el tiempo uno va ganando en técnica. Es lo que decía Felisberto Hernández: “cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor”. Y nos va peor necesariamente porque vamos perdiendo la juventud, las energías, las ganas. Y ahora yo noto cómo puedo escribir bastante bien. Una página que antes me llevaba una hora, ahora me lleva media hora, y me sale creo que mejor todavía. Siempre hay, aunque de eso nunca se habla, un deseo de emulación, de hacer lo mejor de nosotros, de ganarles a los otros, y eso también se va perdiendo; se va perdiendo porque uno va adquiriendo a fuerza del tiempo, simplemente, la sabiduría de que eso era una tontería. No vale la pena molestarse por eso. También (esto no tiene mucho que ver pero tiene algo que ver), una cosa que yo he notado, que noto cada vez más, es la dificultad de escribir en serio. Ahora he sido, casualmente, jurado en dos premios de novela, y en los dos le hemos dado el premio a novelas humorísticas. Simplemente porque eran las mejores. Y yo hace mucho que vengo notando qué difícil se ha hecho escribir en serio. Escribir en serio sin caer en la solemnidad, en la tontería, en la predicación, en el lugar común. Como que hemos acumulado tanta ironía, tanto distanciamiento, hemos puesto tantas barreras, que hoy día escribir en serio se ha vuelto casi imposible. Y eso lo siento yo con mi literatura. Detesto el humor y, sin embargo, todo me sale chistoso. Como que hay una barrera ahí de cristal que es insuperable para llegar a decir en serio lo que quiero decir sin interponerle un chiste o una cita literaria, o hacer un jueguito. 

Hemos acumulado tanta ironía, tanto distanciamiento, hemos puesto tantas barreras, que hoy día escribir en serio se ha vuelto casi imposible

Acá tengo anotada la palabra “realismo”, que en algún momento iba a aparecer. Conocí Mérida (Venezuela), donde transcurre El congreso de literatura, y me pareció que, a pesar de lo que ocurre en la novela, con los gusanos gigantes y todo eso, era una novela realista. Ningún componente de delirio de tus libros afecta el realismo en el que se apoya. 

Quizás habría que decir… No hablar de realismo sino de realidad simplemente, ¿no?, una realidad topográfica. Siempre que vengo a Rosario rehago el camino que hacían mis personajes en Los misterios de Rosario, voy al camarín de la Virgen. En fin… Una vez una tesista extranjera fue a Flores e investigó varias de mis novelas, sobre todo El sueño. Conoció a todos los personajes, les hizo entrevistas, los fotografió, fotografió los lugares, y se maravillaba de la realidad, que no es exactamente realismo. El realismo es otra cosa, es algo más artificioso. Esto es casi realidad en bruto, mechada con un poco de delirio.

Ahora que hablaste de esta novela de Mérida, El congreso de literatura, se me ocurre un buen ejemplo. Porque ahora, contra lo que yo muchas veces le prediqué a Alberto Giordano sobre que no quiero dar ejemplos, lo hago todo con ejemplos, para contradecirme un poco. Se me ocurre un buen ejemplo con esa novela de lo que decía antes sobre darles las cosas servidas en bandeja a los profesores de literatura. En esta novela, el sabio loco, el protagonista, quiere clonar a Carlos Fuentes. Para eso necesita una célula de Carlos Fuentes. Entonces fabrica una abeja o mosca, no me acuerdo, una abeja mecánica, y la programa para que le vaya a robar, a extraer una célula a Carlos Fuentes, que está en ese congreso de Mérida. La abejita va y, como en la programación hay algo que no estuvo contemplado, le toma una célula, no del cuerpo, sino de la corbata. Como la corbata era de seda natural, cuando lo clona salen gusanos. Ahora, ese episodio es de un dibujo animado, de un cómic, es una cosa infantil. Tiene su lógica, ¿no?, pero es un dibujito animado. Ahora bien, un profesor toma eso y puede escribirse un artículo sobre los límites del cuerpo, dónde empieza y dónde termina un cuerpo, ¿no? Esos temas, que sirven para escribir artículos o dar clases, en este formato de cómic se ven mucho mejor que si yo los tomara en términos más serios, ¿no? Pero, ¿de qué estábamos hablando? Ah, del realismo. ¿Es esa la realidad? Esa novela me dio una gran satisfacción porque a mí me gusta mucho que el mecanismo de mis novelas esté bien acotado. Es un poco lo que hablaba de la perfección y la imperfección: que aún dentro del mayor delirio, las cosas funcionen, bien, mecánicamente bien. Mi hijo, cuando lee, cuando se decide a leer una novela mía, muy de vez en cuando, me busca los defectos. Él tiene la mentalidad preliteraria típica, ¿no? Y en esta novela, el sabio loco protagonista -el razonamiento es bastante complicado pero creo que se sostiene- decide dominar al mundo, como todos los sabios locos, pero ve que todos han fracasado, y él lo quiere hacer distinto, quiere hacer un ejército del que él sea el general pero que los soldados de su ejército sean superiores a él, que sean genios, ¿no? Por eso es que decide clonar a Carlos Fuentes, crear un ejército gigantesco de Carlos Fuentes para dominar al mundo. Hace eso, y lo hace mal por el asunto de la corbata. Pone la célula de la corbata en las montañas, pone el clonador y, bueno, se crean estos gusanos gigantes que bajan a la ciudad y atacan. Entonces, mi hijo, cuando lo leyó, me dijo: “Está todo muy bien, pero hay un defecto: los gusanos, ¿por qué son gigantes? Porque los gusanos de seda son chiquitos”. Entonces tuve la inmensa satisfacción de poder refutarle. Le dije: “No leíste bien, porque el clonador lo puso en modo genio”.

¿Qué pasa con tu memoria de escritor al escribir tanto? Por lo que decías recién, se ve que recordás detalles de tus libros.

Siempre me están hablando de eso, de lo prolífico que soy. Ahora inventé una buena fórmula para callarlos y es decir que el secreto para ser prolífico no es escribir mucho sino escribir bien. Simplemente una novela va saliendo después de otra y hay algo del placer de escribir, el placer de inventar; son dos cosas quizás un poco disociadas. Por un lado pensar la invención, la creación. Por otro lado, el trabajo artesanal de ir escribiendo. Yo escribo muy lento, muy despacio, muy poco. Y muchas veces he pensado que más que a escribir lo mío se parece a dibujar. No sólo porque escribo a mano, con una libreta, en un cuaderno, sin renglones, sino porque voy dibujando las ideas, lo visual del asunto. El otro día lo oí a Alan Pauls decir una cosa que me sorprendió mucho: que él nunca ve las escenas de lo que escribe, él trabaja solamente con el sonido de las palabras y de las frases. Nunca ve. No sé si él lo diría por provocación, o por decir algo distinto y original. Si es cierto, sería exactamente la contracara mía, porque yo veo todo y prácticamente todo mi esfuerzo de trabajo artesanal, de escribir, pensar las frases, es que se vean las cosas, que se vea exactamente lo que yo vi. Y a veces me voy un poco demasiado lejos en descripciones, descripciones de acciones, para que se vea exactamente y no se confundan en lo más mínimo. Que se vea exactamente lo que yo vi cuando lo inventé.

También hay que contar con la inercia de trabajo, cuando uno lo ha venido haciendo durante casi cuarenta años, es imposible dejar de hacerlo. Para mí escribir es parte de mi higiene cotidiana y creo que no hay secretos ahí, no hay nada extraño. Para mí es lo más normal del mundo escribir una novela, después escribir otra y otra y otra y seguir así. Como son cortas, me puedo dar el lujo de jugar, de apostar fuerte a ideas un poco inviables, muchas veces inviables. Muchas veces abandono una novela a las diez, veinte páginas porque veo que no podía ser. A veces las termino y se publican, porque ahí hago como un corte epistemológico de mis facultades críticas. Cierro los ojos y eso se publica indefectiblemente. Y a veces siento que salió mal, que salió demasiado mal y aun así la publico. No me importa nada.

Yo veo todo y prácticamente todo mi esfuerzo de trabajo artesanal, de escribir, pensar las frases, es que se vean las cosas, que se vea exactamente lo que yo vi.

Una de las razones por las que vale la pena leer tus libros es porque hay sorpresas y, por lo tanto, asombro. Pero a veces esas sorpresas presentan algunas decepciones. Son los momentos en que a mí me dan ganas de llamarte y decirte: “¿Por qué me hiciste esto?”. Pero, por otro lado, es una pregunta que está fuera de lugar porque el escritor no tiene que trabajar para la satisfacción del lector. Y no me parece mal estar un poco excluido. 

Sí, quizás contra lo que muchos pueden pensar, yo lo tengo muy presente al lector porque yo soy un lector y yo me pienso como lector, y en mis novelas siempre trato de ser claro, lo más claro posible. Trato de llevar al lector… Bueno, de seguir una lógica, de que cada causa tenga su efecto y cada efecto haya tenido su causa, no dejar hilos sueltos, y gratificar al lector con un relato que se sostenga del principio al fin. Muchas veces hago un sacrificio de eso, porque digo: “No, yo soy un escritor más sofisticado que eso”. Entonces, hago algún corte abrupto, algún salto, pero va contra mi espíritu infantil de contar las cosas bien contadas del principio al fin. Muy pocas veces he experimentado con saltos en el tiempo o juegos a la Faulkner. Siempre empiezo donde empieza la historia y termino donde termina la historia. Voy paso a paso. No, el lector no tiene en realidad por qué sentirse excluido. Quizás sí en el sentido de sentir que le estoy tomando el pelo, ¿no? Eso me lo han dicho muchas veces y a veces con razón, porque es inevitable que a uno se le vaya la mano siempre un poco si empieza por el camino de la ironía, del juego y hasta de esa cosa horrible que yo detesto, pero en la que caigo inevitablemente, que es la metaliteratura. Yo siempre he dicho que mi sueño, mi vocación, era escribir novelas convencionales, y si me salieron así fue porque no me salieron convencionales.

Tengo una pregunta más, que tiene que ver con el cine, ya que estamos en Rosario, donde se filmó una parte de la versión cinematográfica de La prueba, que es una de las pocas novelas tuyas con cierta docilidad para la adaptación. Para otras, habría que pensar en superproducciones, escenografías a la George Méliès, incluso, en el imposible de filmar ideas. ¿Pensás que la literatura debería distinguirse por negarse a la adaptación?

No, no lo he pensado nunca en esos términos. No. En general no me gusta, nunca voy al cine a ver la adaptación de una novela, porque me parece un juego sucio. Los cineastas tienen que hacer sus propias historias, ¿no? Eso de adaptar novelas me resulta totalmente desagradable. Si quieren adaptar novelas mías, sería bueno que me pagaran. Esa película que se hizo no tiene nada que ver con mi novela, salvo solamente por el cortometraje, que son los primeros minutos de la película. Hoy le estaba comentando, justamente, a una amiga cómo me decepcionó que de esa adaptación tomaran la parte en que las chicas, estas chicas punks que se conocen con esta otra niña, hasta que deciden darle una prueba de amor. Y la prueba de amor en mi novela es tomar un supermercado de Capital, incendiarlo, matar a todos los clientes, a las clientas… Incendiar. Y en la adaptación, la prueba de amor es robar un taxi. ¡Por Dios! Es una decepción infinita. Esa novela yo la pensé como una escena, como una gran escena de destrucción y de muerte, con un prólogo conversado. Y en general todo el mundo me dice: “Qué bueno es el final”, por la escena del supermercado. No: esa es la novela. Lo anterior es el prólogo. Lo mismo me pasó con la puesta en escena de esta obrita de teatro que escribí, Madre e hijo. Lamentablemente, pasó lo mismo. Es decir, la obrita es una conversación con mi madre, que sirve como prólogo a un combate con un pollo. Las dos veces que se puso en escena suprimieron la pelea con el pollo. Sí, es un poco difícil de hacer porque es un pollo asesino que los mata a los dos, pero bueno, ahí estaba la gracia de la puesta en escena.

Quizás por esta técnica mía de estar viendo siempre lo que estoy escribiendo, supongo que una traducción al cine me decepcionaría inevitablemente. Porque yo ya lo vi, ya vi la película cuando escribía. Además, creo, el cine es otro lenguaje, es otra cosa, y tiene que hacerse desde otro punto de partida, no de la literatura, no de la novela o cuento. Creo que eso es un error.

viernes, 25 de mayo de 2007

Asimetrías. Una entrevista con César Aira.

Por Benjamin S. Johnson

En 1972 David Ohle publicó Motorman, una deslumbrante novela cuyos procedimientos, en extremo radicales, le valieron una cuarentena que se prolongaría durante más de treinta años. Aunque ahora parezca incomprensible, hubo que esperar hasta 2004 para ver una reedición del libro. “Si Motorman no hubiera sido publicada”, conjeturaba Ben Marcus en el prólogo, “sino expuesta en una galería de arte (cada página pegada a los muros), entonces quizá su valor no se habría cuestionado y Ohle ahora sería considerado como un importante artista conceptual de los setenta”. Las protestas de Marcus podrían entenderse como una paráfrasis de la máxima según la cual lo fundamental es que la crítica, y no tanto la obra, sea de vanguardia.

Algo similar ocurre con César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949), autor de varias decenas de “novelitas” –como le gusta a él mismo denominar sus libros- en las que se rompen todas las convenciones a las que la crítica suele apelar para separar los libros buenos de los malos. Aunque los comentaristas de Aira, lejos de imitar el mutismo padecido por Ohle, no desaprovechan ninguna ocasión para celebrar la riqueza de su imaginería, lo cierto es que, en el mejor de los casos, esos elogios no suelen ir más allá de la glosa superficialmente erudita o de la vana constatación del asombro. Y es que no sería exagerado decir que Aira está alentando un cambio de paradigma: sus artefactos precisan nuevas herramientas críticas, nuevas formas de lectura. Nos enfrentamos a una práctica narrativa ante la cual, de momento, resultaría menos pretencioso balbucear poemas sonoros de Hugo Ball que articular un comentario sesudo.

En un ensayo ("La utilidad del arte") usted describe el arte como el único campo de la acción humana que aún hoy es capaz de dar pie a cierto uso de la inteligencia que se encuentra en vías de extinción, un uso, digamos, desmitificador de la proliferación de lo que usted llama "las cajas negras" (dispositivos que podemos usar aunque no sepamos cómo funcionan). ¿Podría ampliar esa descripción?

¿Cómo se aplicaría dicha descripción a la literatura?

Es así de simple como usted lo ha resumido. El teléfono o el horno de microondas (para no hablar del ordenador o el reproductor de DVD) todos sabemos usarlos, y lo hacemos, sin saber qué mecanismos los hacen funcionar. El arte es de las pocas cosas que quedan de las que es necesario conocer el mecanismo; más que conocerlo, hay que crearlo cada vez. Por supuesto, no me refiero al arte o la literatura populares. Un autor de novelas comerciales, de tipo Código Da Vinci, opera con la novela como lo hace con el teléfono, o con cualquier caja negra: mete algo por un lado, el “input”, una historia de conspiraciones, espionaje, sexo, o lo que sea, y espera que salga el resultado por la otra punta (los millones). No le importa lo que pasa en el medio: de eso se ocuparon los que inventaron la máquina, Cervantes, Balzac, Dostoievsky... El novelista artista en cambio vuelve a crear la máquina desde cero, y en esa “invención de la forma” está a mi juicio la definición y el beneficio del arte.

Lo anterior vale tanto para la literatura como para la música o el cine o la pintura o lo que sea. A la literatura la veo como un arte más (el más grande y difícil, diría yo, pero eso puede ser prejuicio personal de escritor). Es cierto que tenemos una tendencia a usar la lengua como una caja negra, tanto la usamos sin pensar en su funcionamiento; de hecho, no podríamos usarla si estuviéramos en permanente estado de reflexión. Pero para eso está la poesía, que es el corazón (o el motor, para usar otra metáfora igualmente inepta) de la literatura, desmontando cada pieza de la máquina lengua.

Esa descripción del arte como algo que se opone a la lógica de la hiperespecialización, esa supuesta exposición "hasta la última tuerca" del mecanismo de construcción de la obra, parece pasar por alto que el arte se ha convertido, al igual que todas las tecnologías, en un lenguaje especializado, tan críptico para el ciudadano común como el funcionamiento de los electrodomésticos. ¿No funciona el arte como una caja negra más?

No creo que haya que meter al “ciudadano común” en este tipo de discusiones, ni en ninguna otra. Me parece que “ciudadano común” es el recurso argumentativo del que se valen los “ciudadanos especiales” para reafirmarse en su diferencia. Pero todos nos consideramos especiales. Y no debería necesitarse ninguna especialidad. La obra de arte, cuando es genuina, tiene algo de primigenia, de “volver a empezar”. Justamente es por eso que dudo de lo mío: porque he leído demasiado, y siento que me falta ese saludable salvajismo del artista. Pero quizás, con un poco de optimismo, podría albergar la esperanza de recuperar ese salvajismo una vez que haya dado la vuelta completa y lo haya leído todo.

Esa incomprensión por parte del público también se traslada, sin ir más lejos, a su propia obra, en las diversas y hasta disparatadas lecturas que se hacen de su trabajo, aunque en su caso uno podría creer que intenta propiciar el malentendido, la lectura desplazada.

No me preocupa mucho la recepción. Me basta con que los libros se impriman. Es cierto que no tuve motivos para preocuparme, porque siempre fui un favorito de críticos y profesores, seguramente por alguna demagogia académica que se cuela en mis libros contra mi voluntad. A esta altura eso tampoco me preocupa; estoy resignado, aunque mi vocación era la de ser un provocador. Los desvaríos de los críticos tienen toda mi aprobación, porque creo que así es como funciona la literatura: cuando uno está escribiendo, es todo sobreentendido (uno se entiende demasiado bien); cuando lo leen, todo es malentendido, necesariamente. La literatura es un salto del sobreentendido al malentendido, sin detenerse nunca en el punto medio, el “entendido”. Si se lo entiende, no es literatura. Lo que se entiende es el discurso utilitario.

Borges dijo alguna vez que lo realmente extraño solo puede pasar en la realidad, que si algo es demasiado extraño, la literatura no lo admite—una opinión que usted ha citado en una entrevista-. Usted pareciera querer demostrar lo contrario. ¿Porqué esa búsqueda de lo extraño, de lo raro?

Si no recuerdo mal, Borges en algún articulo cuenta una extrañísima peripecia biográfica de un personaje histórico, y comenta en un paréntesis: “estas cosas pasan sólo en la realidad”, invirtiendo el dicho “eso sólo pasa en las novelas”. Me impresionó como algo muy cierto, porque en las novelas se protege el verosímil, que se vería seriamente amenazado por las cosas fantásticas y barrocamente delirantes que pasan en la realidad. Ahí se perfila una diferencia muy sugestiva entre “realismo” y “realidad”.

Usted ha dicho alguna vez que más que un modo de escribir, los surrealistas le enseñaron un modo de leer. ¿A qué se refería?

Me refería a algo bastante obvio, que no creo haber sido el primero en observar. El movimiento Surrealista dio pocos escritores de primera línea, pero fue una formidable empresa de recuperación de libros y autores, y de relecturas enriquecidas, desde la novela gótica a Raymond Roussel, pasando por los románticos alemanes, y por Lautréamont, que es en definitiva mi escritor favorito. El tesoro de lecturas que me propuso el surrealismo fue incomparable. Aunque debo decir que mi verdadero maestro de lectura fue Borges, que se espantaría de verse citado en el mismo párrafo junto al surrealismo.

En su ensayo "La innovación", ud. escribe que "Lo nuevo es la forma que adopta lo real para el artista vivo". ¿Cómo hacen las formas nuevas para acercarse más a la realidad que las formas convencionales?

No recuerdo bien aquel ensayo, ni la intención con que escribí esa frase. Me pasa con frecuencia, y no sólo con textos escritos hace mucho tiempo. A veces cedo a la tentación de escribir una frase que no quiere decir nada pero suena bien y parece misteriosa y profunda. Me he perdonado tantas cosas que también puedo perdonarme esa irresponsabilidad. Respondiendo a su pregunta, le diría que no creo en la diferencia entre la forma nueva y la forma convencional, en el campo artístico: la forma más convencional se hace nueva en manos del artista nuevo, como un ready-made.

Me parece que la noción de contexto es crucial en su trabajo. Usted pone complejas reflexiones sobre epistemología o metafísica en boca de personajes prácticamente analfabetos, saca esos discursos de su lugar "habitual"; asimismo, crea las condiciones para que surjan los anacronismos o los eventos más inusitados y estrafalarios en medio de situaciones aparentemente "normales" (y cuando digo "normal" me refiero a la "normalidad" representacional de la literatura). Creo percibir, al igual que en las obras de Duchamp y Macedonio, un intento por revelar, por exponer ciertas condiciones de posibilidad de la obra de arte, su contingencia, a partir de esa descontextualización.

Más que de “descontextualización”, que es una palabra un poco negativa, además de demasiado larga, yo hablaría de “asimetría”. A veces he pensado que todo mi trabajo podría definirse, en resumidas cuentas, como la busca de bellas asimetrías nuevas. También es una palabra negativa, ahora que lo pienso, pero yo la tomo en su sentido positivo, creativo. Al cierre de las simetrías le opongo las aberturas de los desequilibrios, las adiciones inesperadas. Quizás es un intento, con algo de pensamiento mágico, de seguir creando, de resistir al fin. La obra de arte terminada siempre establece una simetría; la asimetría la mantiene en proceso. Querría que fuera una “asimetría ampliada”, que opere con todos los planos en un continuo: forma, contenido, ficción, realidad. Seguramente no me estoy explicando bien: son intuiciones oscuras, pero que me bastan para escribir. Ahí también prefiero que se mantenga la asimetría, entre el pensamiento y la acción.

Usted ha declarado más de una vez que su proyecto tiene como finalidad el hallazgo constante de la novedad, un concepto que el arte contemporáneo ha desechado hace tiempo como un rezago moderno. ¿Porqué insiste en este punto?

Mi preferencia de la novedad por sobre la calidad responde a un razonamiento que me parece contundente: para que a algo se lo considere “bueno”, tiene que ajustarse a paradigmas preexistentes, y la función del arte es crear paradigmas nuevos. No crear objetos bellos, sino crear objetos a partir de los cuales se pueda medir una belleza que hasta entonces no existía.

Las fronteras entre la literatura y el arte parecen muy delimitadas desde hace muchos años. Son dos mundos que transcurren en esferas paralelas y da la impresión de que los encuentros visibles entre esas dos esferas son escasos. ¿Usted, que absorbió tanto de los pioneros de la vanguardia, donde precisamente se buscaba la supresión de esos límites, cómo ve esa relación?

Para mí esas fronteras siempre fueron muy porosas; ni siquiera las tuve en cuenta. La inspiración o el estímulo para escribir me vinieron indistintamente de escritores como de músicos, artistas plásticos, cineastas. Godard fue decisivo para mí, o Antonioni, Hitchcock, mil más. Si tuviera que mencionar una figura tutelar (además de Borges, por supuesto) diría: Duchamp. De los músicos, creo que de ninguno saqué lecciones tan valiosas como de Scarlatti: querría que cada una de mis novelitas fuera como una de sus maravillosas sonatas en miniatura (y querría escribir quinientas, como él).

Juan Sebastián Cárdenas 11:30

entrevistas


 

César Aira: "En mis libros hay un poco de Superman y un poco de Lautréamont". 2007

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"En mis libros hay un poco de Superman y un poco de Lautréamont", afirma en una entrevista con Efe César Aira, que a sus 58 años conserva un cierto aire de niño travieso, que se ríe hasta de su sombra. Como en su nueva novela: desternillante y con altas dosis de imaginación y fantasía.

Publicada por Mondadori, "Las aventuras de Barbaverde" son en realidad cuatro novelas cortas, porque la idea de Aira (Coronel Pringles, 1949); "era escribir una serie indefinidamente larga de novelas" en las que el Bien y el Mal estuvieran representados por "el superhéroe y su archienemigo", y en las que la vida real corriera a cargo de un joven periodista y de una joven artista plástica.

"Así pensaba seguir hasta el fin de mis días, pero me cansé", señala este escritor prolífico, que ha publicado más de cincuenta libros y cuya obra está traducida al alemán, inglés y francés, entre otras lenguas.

En la nueva novela de Aira cualquier cosa es posible: salmones gigantes que hacen peligrar la humanidad, rayos que transforman los juguetes en seres reales y éstos en juguetes (el autor se ríe al recordarlo);, pirámides de Egipto que se multiplican sin fin, la desaparición del Presente, números interminables que se ponen a la venta como si fueran acciones de empresas, modelos que mueren misteriosamente en plena "Fashion Week"...

Y en medio de esas situaciones descabelladas, y sin perder nunca el humor, el autor introduce reflexiones sobre el arte contemporáneo, el periodismo, la ciencia, la enseñanza universitaria y las becas que "con tanta facilidad se dan hoy día".

Una de esas becas la consiguen en la novela el Tapita y sus amigos, licenciados en Arqueología por una de esas universidades que regalan títulos con tal de conseguir alumnos. Los supuestos arqueólogos se van a Egipto a cumplir una misión auspiciada por la UNESCO, sin saber siquiera dónde está ese país que ellos pronuncian como "Egicto".

César Aira conoce en profundidad las reglas del "best seller" porque antes de poder vivir sólo de sus libros -"eso pasó hace cuatro o cinco años"- se ha dedicado a traducir "literatura mala, 'best seller' americano, porque son mucho más fáciles de traducir y las editoriales pagan lo mismo", decía hoy con sorna.

Por eso sabe que la literatura comercial "tiene que tener como condición ineludible una completa sinceridad, y si hay una gota de ironía, el lector lo huele de lejos y deja la novela", algo que en principio no parece favorecer a César Aira, porque en sus libros reina la ironía.

"Ésa es la razón de que mis libros fracasen totalmente, pero ya estoy resignado a eso", aseguraba hoy este escritor, que ha ambientado su nueva novela en Rosario, una ciudad que "tiene algo de mágico, de raro", hasta el punto de que hace unos años escribió una novela titulada "Los misterios de Rosario".

Hay mucho de autobiográfico en "Las aventuras de Barbaverde", aunque "más o menos disfrazado". "Con frecuencia he pensado que mis novelas son el diario íntimo de mi vida, mi dietario, porque las voy improvisando día a día, con las cosas que me suceden", comenta el autor de "Ema, la cautiva", "Cómo me hice monja", "La mendiga", "Canto castrato" y "Las curas milagrosas del Doctor Aira", entre otros muchos títulos.

Entre broma y broma, el escritor desliza también críticas sobre ese tipo de periodismo que deforma la realidad con tal de conseguir lectores o audiencia. Algo de eso le sucede a Sabor, el joven periodista de la novela, "un aliado del olvido, obrero de lo efímero", y que nunca había oído hablar "de una cosa llamada sintaxis".

"Vos escribís lo que escribís para reírte de todo el mundo, no te importa nada, sos un postmoderno", le dice a Sabor su compañero Sergio en un momento dado de la novela.

Y si se le pregunta a César Aira si escribe para reirse del mundo, asegura que no, que "no es la intención".

"No sé bien para qué escribo, pero sería más bien para una exploración de mí mismo, para entenderme y para entender mi vida", afirma.

 

 

 


 

Entrevista con César Aira

https://magis.iteso.mx/anteriores/023/023_indivisa_escritores.htm

diciembre 2007/enero 2008
Considerado por algunos críticos como uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina, César Aira (Coronel Pringles, 1949), narrador y ensayista, es un escritor excéntrico cuyo proyecto literario coquetea con algunos procedimientos del arte contemporáneo. Ha publicado más de 30 libros, breves todos ellos, entre los cuales figuran Cómo me hice monja (Era), El congreso de literatura (Tusquets) y Varamo (Anagrama).

¿Recuerda algún libro en especial vinculado a sus inicios como escritor? Cuéntenos algo de ese momento.
Mi lectura favorita de niño eran los cómics, las que llamábamos “revistas mexicanas”, de la editorial Novaro y de Sea. Mis favoritas eran las de Supermán y las de La Pequeña Lulú. Creo que fueron una buena influencia formativa, por la estricta lógica narrativa, a la que sigo adherido, y por la imagen, que sigo tratando de producir por escrito.

Háblenos un poco de sus hábitos como escritor, ¿a qué horas escribe?, ¿alguna rutina en particular?
Escribo muy poco, apenas una hora por día, y no todos los días. Casi siempre a media mañana. He tratado de escribir más, por ejemplo, volver a sentarme a la tarde, pero me es imposible. Debo esperar al día siguiente. Es como si una válvula se cerrara después de ésta página o media página diaria. No me siento demasiado culpable por pasarme el día sin hacer nada, porque aún así me hecho fama de trabajador incansabe.

¿Qué significa para usted el mito del escritor con una intensa vida interior, un poco sufrido y aislado?
Supongo que cada cual se sube al mito que le resulta más productivo. Al fin de cuentas, todos nos creamos un personaje, para sobrevivir y prosperar. Yo, aunque quisiera no podría hacerle creer a nadie que soy un angustiado, o un ensimismado misterioso. Soy un pequeñoburgués perfectamente adaptado, integrado, superficial y contento.

¿Y el de la musa inspiradora?
Quizás hay algo de cierto en eso. Quién sabe. A mí las ideas para escribir me vienen out of the blue sky, no sé de dónde ni por qué.

Usted es un autor prolífico de novelas cortas. ¿Qué me dice sobre el tiempo que le toma escribir cada novela?, ¿hay alguna relación entre brevedad y rapidez, dentro de su proyecto literario?
El secreto para ser prolífico no es escribir mucho sino escribir bien. Por otro lado, no soy rápido sino lento, y casi diría que lentísimo. Una de mis novelitas de sesenta páginas me lleva seis meses, y no tengo otra ocupación que escribir.

¿Qué le hace la vida llevadera?
La lectura. El amor a los libros fue mi don y mi felicidad. Si hubiera Dios, no necesitaría darme ningún premio por mis buenas acciones: yo tuve mi recompensa en vida, y fue la lectura. (Además, no necesité siquiera hacer buenas acciones.) Esto lo dijo
Virginia Woolf, y yo lo suscribo.

¿Hay algún pasatiempo que quiera mencionar?
La lectura. Todo lo demás es accesorio.

¿Se considera un ciudadano activo, participativo con su comunidad?
Me veo un poco al margen de la comunidad, ya que no tengo un interés muy marcado por la política ni el fútbol. Por suerte, la comunidad no muestra el menor interés por mí ni por mi actividad, lo que me da una agradable sensación de libertad.

¿Qué nos puede decir de su relación con los editores?, ¿ha sido, digamos, fluida?
Siempre ha sido amistosa. No sé si por complejo de inferioridad, o por mero realismo, siento que los editores que emplean su capital en publicarme lo hacen por generosidad, por cortesía, por compasión, y les estoy muy agradecido.

¿Y con los críticos? Tomando en cuenta su proyecto literario, supongo que la crítica hacia su trabajo está dividida en la Argentina...
Soy un favorito de la crítica académica, tesistas y profesores universitarios. Me alarma un poco, me hace pensar que hay algo demagógico o fácil en mis libros. Pero no me preocupa demasiado. En cuanto a las reseñas en diarios y revistas, como bien decía un compatriota mío, “lo único que importa es el tamaño de la foto”.

¿Qué sentido tiene para usted escribir ficción hoy en día?, ¿observa usted algún valor añadido a este género, dado el momento actual, que no tuviera en épocas pasadas?
Creo que escribir ficción tiene el mismo sentido que tuvo siempre: escaso, casi imperceptible. Pero si una actividad tan innecesaria ha persistido tanto tiempo, y con tan pocos cambios, por algo será.

Finalmente, algún libro que quiera recomendar, de los que ha leído en estos días
En general prefiero no recomendarle a la gente que lea. No tengo espíritu de predicador. En cuanto a los lectores, sé que son muy celosos de su libertad de elección, y desconfían de las recomendaciones.

Entrevista a César Aira en torno a «Las aventuras de Barbaverde», realizada por Amelia Pérez del Villar

Esta entrevista es del año 2008. César Aira anduvo por tierras españolas promocionando Las aventuras de Barbaverde y concedió bastantes entrevistas (en penúltiMa lo sabemos de buena tinta porque acudió al programa de radio que el director de esta patota tenía entonces como invitado). Amelia Pérez de Villar lo entrevistó para un portal web desaparecido, Notodo.com, así que nos ha parecido una idea idónea recuperar ese encuentro para nuestros lectores.

 

César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949), acaba de publicar su última obra: Las aventuras de Barbaverde, una historia que en realidad son cuatro, independientes entre sí, protagonizadas por un superhéroe al estilo del cómic clásico, que reparte equidad y justicia ayudado por una bella joven, “la chica” en su intento de salvar al mundo del ansia de poder de “el malo”, que se afana en dominarlo. Un homenaje a las tiras y series de animación que entretuvieron muchos ratos de su niñez, que Aira aprovecha para retratar un mundo tal vez no tan fantástico ni surrealista (aunque él sostiene que sólo le interesa la historia en sí, el divertimento) donde “la falta de inversión puso en marcha el círculo vicioso de la ruina” o, en los momentos previos al inminente Apocalipsis, “nacieron nuevas religiones, que trataban desesperadamente de hacerse cargo de lo que burlaba a la ciencia”. Además de todo esto, Aira nos cuenta en una entrevista celebrada durante su última visita a Madrid cómo aborda el ejercicio de la creación literaria.

 

 Pregunta.- Tiene acostumbrados a sus lectores a un ritmo de producción que da vértigo, en ocasiones publicando dos libros en un mismo año. Pero parece que esta vez se ha hecho esperar…

 

 Respuesta.- Sí, he tardado unos tres años en escribir las cuatro historias de Barbaverde…

 

P.- … que ¿continuarán?

 

R.- ¡No, no por Dios! Se acabó Barbaverde. Lo he dado vacaciones. Ya ha dicho todo lo que tenía que decir.

 

P.- Entonces, ¿considera cerrado este ciclo?

 

 R.- Definitivamente cerrado. Escribí las cuatro historias antes de publicar la primera, a mi editor le pareció bien componer un libro con todas ellas… y ahí está.

 

P.- Imaginamos que sabe que también aquí, en España, le persigue esa etiqueta de “escritor de culto”.

 

R.- Escritor de culto. Tiene gracia. Es una especie de premio de consolación. Los lectores tienden a imaginarnos como ermitaños encerrados, apartados del mundo, escribiendo, y en mi caso desde luego no es así. Empecé a trabajar como traductor, que es un trabajo poco rentable y mal pagado cuando se traduce literatura buena, pero sale a cuenta si uno tarda quince días en traducir una obra de mala literatura. Yo trabajé como traductor durante treinta años. Así crié a mis hijos. Y me especialicé en literatura mala, porque la mala literatura es más fácil de traducir… se tarda menos, y se gana más dinero. Además, esto me dio la oportunidad de diseccionar los textos: suelen tener una buena técnica novelística, de creación de la trama y de manejo de la intriga… y se ve la mano del editor, esa figura tan importante en el panorama anglosajón y que prácticamente no existe en el latino… El editor convierte el libro en un producto: prácticamente lo escribe a medias con el autor, a medida del mercado.

 

P.- Oyéndole hablar así, es difícil imaginar a un autor que trabaja de manera concienzuda y rigurosa, con un horario voluntariamente impuesto y con una mentalidad casi de “puntos por objetivos” donde los puntos serían el tiempo libre que le permite arañar al día su sistema de trabajo: un lujo merecido. No podemos creer que su literatura pretenda ser banal cuando cada pocos párrafos aparecen sesudas reflexiones…

 

 R.- Sí. Las reflexiones… a algunos autores les incomodan, como a algunos lectores. Pero yo amo el ensayo. Después de la traducción, el ensayo fue mi forma de vida y mi primer acercamiento a la escritura. Insertar reflexiones “serias” en novelas como Las aventuras de Barbaverde no deja de ser una conexión con la realidad, para mí mismo.

 

P.- Al leer Las Aventuras de Barbaverde uno tiene la impresión de estar entrando en una versión latina de Dick Tracy… 

 

R.- Dick Tracy, Superman, Batman… De chico era devorador de los cómics de Batman y Robin. ¿Recuerdan la serie de televisión? Fantástica. Yo defiendo siempre el derecho a crear utilizando el imaginario de cada uno. Y a fin de cuentas, todos empezamos a juntar nuestro bagaje con lo que vemos de niños, lo que nos influye es aquello que tenemos a nuestro alcance cada día, aquello a través de lo cual vemos la realidad. En mi caso fueron este tipo de historias. No podía resistirme a crear un superhéroe con un genio del mal, Frasca, cuyo deseo y ambición, naturalmente, es dominar el mundo.

 

P.- Nada que ver con su relato “Cecyl Taylor”…

 

R.- Sí… “Cecyl Taylor”… es un relato muy curioso, de otra época…

 

P.- … plagado de incumplimientos magistrales de la ley del relato breve, que sin embargo lo convierten en una pequeña joya narrativa, cuyo realismo parece alejarse diametralmente de la serie de Barbaverde.

 

R.- Me resulta curioso que alguien conozca tan bien ese relato.

 

P.- Sus personajes son memorables, perdedores dignos, héroes tozudos que tratan de vivir a su modo sin importarles su propia destrucción, tal vez un disco, aprovechando que el tema de Cecyl Taylor es la historia de un músico de jazz, del que la cara B son los personajes de Barbaverde, “marginales a su modo”… porque ¿qué me dice de Karina, la enamorada escultora de Aldo Sabor? No se puede decir que sea una heroína al uso. Es bella, pero su independencia es un tanto dudosa (la visita de los abuelos de ella es uno de los episodios más hilarantes de El gran salmón) aunque le ha dotado de una profesión glamorosa, y sin embargo intelectual…

 

 R.- Tengo una gran predilección por las artes plásticas. Mi opinión es que en estas últimas décadas han tenido un desarrollo vertiginoso, y he tratado de incorporarlas, de alguna forma, a un relato como el de las aventuras de Barbaverde. El personaje de Karina era perfecto. En El secreto del presente, aventura que se desarrolla en parte en Egipto pude incorporar además un guiño a una experiencia real que tuve hace algunos años. Unos amigos me invitaron a la Bienal de Lyon: allí hay un parque que se llama La Tête d’Or, con un trenecito que hace un recorrido alrededor de un lago. Estuvimos allí esperando que abrieran el museo para ver una de las exposiciones. Luego incorporé esto a la historia, de alguna manera, utilizando el nombre del parque que versioné como “Cabeza de Horus”.

 

P.- ¿Esto forma parte de su modus operandi habitual? ¿Cómo se plantea el ejercicio de la creación literaria, el día a día de su tarea de escritor?

 

R.- Siempre que puedo utilizo las vivencias para incorporarlas a las novelas, con alguna vuelta de tuerca como he explicado aquí. Escribo una página al día, una página y media a lo sumo, pero lo hago con mucha concentración, me dedico sólo a eso y lo hago sin ningún tipo de interferencia. Por eso, aunque se dice de mí que no reviso lo escrito, escribo con cierta velocidad: porque cada párrafo que hago lo medito y lo hago a conciencia, pensándolo mucho… y sí, suelo darlo por definitivo, no tengo costumbre de volver a atrás, cambiar la estructura, etc. Procuro que cuando me pongo a escribir, las cosas estén claras y una vez en el papel, sean definitivas. No obstante, no sigo una planificación rígida: trato de no ceñirme a un plan preconcebido y nunca rechazo la vaguedad de una idea. Para mí la improvisación en muy importante.

 

P.- Y ¿qué me dice del humor, ese ingrediente tan complicado de manejar, tan presente en su obra?

 

R.- El desvío hacia el humor es el atajo para llegar a algo nuevo: el absurdo de lo fantástico, lo nuevo visto desde otro prisma dentro de una estructura de novela clásica. Lo marginal es la libertad del creador.

 

P.- En algún lugar hemos leído que usted confesó, sobre sus novelas que “antes esperaba que le salieran cada vez mejor, después, que no fueran peores, y ahora se conforma con terminarlas de cualquier modo” … ¿diría que eso significa haber alcanzado la madurez como escritor? ¿o es el hastío?

 

 R.- ¿Eso dije? Esto es lo malo de las entrevistas… No, de ninguna manera… no es ninguna de las dos cosas.

 

 

 

César Aira: «Yo hago pura literatura, por eso no me dan premios»


 

JOSÉ ANDRÉS ROJO

Madrid - 05 MAR 2008 - 21:00

 

"Me dejo guiar por el capricho y la imaginación"



En los libros de César Aira (Coronel Pringles, 1949) puede ocurrir cualquier cosa. Por ejemplo, que un enorme salmón cósmico amenace destruir el mundo, justo enfrente de la ciudad argentina de Rosario. Se trata de una maniobra más del profesor Frasca, el maligno científico que quiere hacerse con el poder. La amenaza la cuenta Aira en la primera de las cuatro historias que ha reunido en Las aventuras de Barbaverde (Mondadori), su último libro.

Con su tremendo volumen (se lo puede ver desde cualquier parte del mundo), el salmón avanza imparable surcando el espacio y va a chocar en Rosario y producir una catástrofe. "Cuando escribo ficción puedo permitírmelo todo", dice el escritor argentino. "De hecho, cuando las cosas van saliendo previsibles doy un giro de inmediato". Esta vez las peripecias que ha inventado Aira tienen que ver con los cómics. "Hay un superhéroe y un loco malvado, y también, como en Superman, están un periodista y una chica bonita, para que surja entre ellos el punto romántico".

"He vuelto a los placeres infantiles, sólo que esta vez lo he hecho desde el otro lado", comenta refiriéndose a su niñez de provincias donde los cómics y el cine eran imprescindibles para vivir. "Escribo abierto a todas las posibilidades. Me dejo guiar por el capricho y la imaginación y la fantasía". ¿No tiene miedo de no resultar creíble? "No es algo que me preocupe mientras escribo, pero sí intento darle veracidad a lo que cuento. Quiero que todo funcione como en una novela tradicional, como en una pieza decimonónica de Balzac".

César Aira dice que esta vez quiso crear un marco y unos personajes sobre los que escribir indefinidamente ("hasta que llegara el último cuá", afirma), pero a la cuarta historia se cansó. Su obra es extensa ("hace años hicieron un estudio sobre mi literatura e incluyeron una minuciosa bibliografía: había publicado entonces 55 libros, a los que habrá que añadir ahora otros 15") y ha contado los argumentos más disparatados, descrito situaciones excesivas, sacado de quicio a personajes de los tipos más diversos. "Mi idea es la de ir probando y ver lo que sale", explica. "No me propongo hacer una obra seria, lo mío siempre ha sido una mezcla de cultura popular, plebeya, y alta cultura. Lo que me importa es que el lector pueda ver lo que estoy contando y escribir de la manera más transparente posible".

¿Y cómo se enfrenta Aira a los afanes rupturistas de algunos grandes maestros del siglo XX?

 "Estuvieron obsesionados por transformar el lenguaje y a mí no me interesan los juegos con las palabras, ni tampoco la opacidad".

 ¿Y qué entiende por alta cultura?

 "Seguramente el elemento que define a la verdadera literatura es el autor. Hay un momento en el que nos interesa Kafka, y no sólo sus obras por grandiosas que sean. Son figuras que consiguen abrirnos a nuevos mundos".

 ¿Y al ensayo, qué importancia le da en su obra?

 "Los escribí cuando empezaron a hacerme entrevistas. Me ayudaron a aclararme las ideas, pero cuando los escribo siempre siento que hay alguien detrás de mí leyendo y que está pendiente de que no se falte a la verdad".

Con la narración es diferente. Ahí ya no hay nadie detrás y Aira trabaja con extrema libertad. Le hubiera gustado pintar, pero era un oficio muy engorroso ("la pintura, los pínceles, tener que limpiarlo todo") y se dedicó a la literatura, para lo que sólo hace falta "papel y lapicero". "Nunca tuve tiempo para trabajar porque tenía que leer", comenta, y reconoce que conserva el mismo ardor y entusiasmo que tuvo de joven para precipitarse en un libro. Recuerda a Bioy Casares, que les decía a los escritores que empezaban que no se desanimaran, que en 40 años las cosas empiezan a mejorar, para confesar que no le ha ido mal ("sólo me ha costado treinta años y pico"). Al final, cuando hay que definir su literatura surge una palabra italiana que utilizó Castiglione: sprezzatura. Tener un desdén aristocrático por cuanto supone esfuerzo, moverse con ligereza. Hacer las cosas, en definitiva, como si no costara esfuerzo, como si salieran con mucha facilidad."Nunca tuve tiempo para trabajar porque tenía que leer"

El escritor argentino César Aira, en Madrid.ÁLVARO GARCÍA

* Este artículo apareció en la edición impresa del 0005, 05 de marzo de 2008.


 

«Un novelista es alguien que no tiene nada que decir y no sabe cómo decirlo»

El escritor argentino, que acaba de publicar 'Las aventuras de Barbaverde', asegura que no está interesado en dejar testimonio de su tiempo

CÉSAR COCADomingo, 9 marzo 2008, 03:49

PROVOCADOR. El escritor argentino César Aira, fotografiado en una pose relajada al final de la entrevista. / JOSÉ RAMÓN LADRA

«Siempre he pensado en la literatura como una actividad muy minoritaria y nunca me hice ilusiones de llegar a un gran público». Tumbado -más que sentado- en un sofá, como si fuera la consulta del psicoanalista, César Aira (Coronel Pringles, 1949) desgrana sus ideas y sus provocaciones desde la perplejidad que le causa haberse convertido en un autor de éxito. Habla con lentitud y en un tono muy bajo, casi un susurro, mientras observa a su interlocutor con una mirada socarrona y cansada. Enemigo confeso de los autores consagrados, capaz de recurrir a elementos de la cultura popular, como hace con el cómic en su última novela ('Las aventuras de Barbaverde', Ed. Mondadori), en su búsqueda de nuevos paradigmas de calidad para la literatura, el escritor argentino tiene la virtud de sorprender en cada libro y en cada respuesta a las preguntas de una entrevista. Como cuando, siendo autor de más de medio centenar de novelas, asegura que se enfrenta a cada una consciente de que no tiene nada que decir y no sabe cómo hacerlo.

-Alguna vez ha dicho que no son necesarios más libros porque con un diez por ciento de los que hay sería precisa una vida entera para leerlos. ¿Qué sentido tiene contribuir al exceso con uno más?

-Creo que no son necesarios más libros buenos; que lo que precisamos son libros nuevos que creen nuevos paradigmas de calidad. Ese ha sido siempre mi objetivo: huir de lo que está establecido como bueno para crear otros paradigmas de calidad.

-Pero los lectores tienen dificultades para apreciar algo que se sale de esos estándares de calidad conocidos...

-La dificultad es la gracia del juego. Si no se hace así, caemos en el conformismo. Yo siempre he trabajado a impulsos irracionales. Por eso, cuando me preguntan por qué he hecho algo en una novela, o no contesto o me invento la respuesta. El juego artístico es siempre un juego de intuiciones. Además, yo casi prefiero que sea así. Si algo puede explicarse, se anula en términos artísticos.

-Usted considera que el deber de un escritor es escribir siempre, aunque no tenga nada especial que decir. Sus colegas suelen decir que lo mejor que puede hacer un escritor cuando no tiene nada que decir es callarse...

-Es que yo siempre he pensado más bien lo contrario. Una vez oí algo que me interesó mucho y con lo que identifico plenamente: que un novelista es alguien que no tiene nada que decir y no sabe cómo decirlo. Quien tiene algo que decir no tiene que pensar nada, no tiene que crear: es periodista, filósofo, humanista... Quien sabe cómo decirlo no tiene ningún problema con la forma, no tiene que inventar nada, que es el problema básico del arte.

-En su última novela, la cultura popular, sobre todo el cómic, está muy presente. ¿Cómo se mezclan ingredientes populares para dar como resultado algo que aspira a ser alta cultura?

-Tampoco lo sé muy bien, no hay una estrategia clara. Yo me he alimentado siempre, desde niño, de la alta literatura. Por eso me resulta inevitable que con materiales plebeyos salga algo que está en el otro lado. Si yo, lector de Mallarmé, por ejemplo, hago un dibujo animado esquizoide saldrá una mezcla un tanto ambigua de cultural popular y literatura.

-Su relato parece un cómic pero no deja títere con cabeza: critica lo mismo las religiones que la Universidad, igual los medios de comunicación que la política... ¿Sólo se puede ir contra los pilares del orden establecido mediante la fantasía?

-No, de hecho hay gente que lo hace con toda seriedad, a pesar de que sabe que es inútil. En mi caso no hay intención alguna de moralizar ni de hacer crítica social. Pero sí es cierto que todos los personajes de esta novela actúan en contra de como deberían hacerlo en sus profesiones y en sus vidas, y de ahí el tono un poco grotesco de ineficacia generalizada. Se pueden decir cosas mucho más graves de las que yo digo.

Mirar hacia delante

-En treinta años, su país ha pasado por una dictadura, una crisis institucional grave y una crisis económica durísima. ¿Ha influido eso algo en su obra?

-Puede haber dejado una huella, sí, pero no me corresponde a mí decirlo. Lo que sí puedo decir es que el tono juguetón, un poco frívolo, de algunas de mis novelas es una reacción no tanto al medio sociopolítico como a una literatura que se daba en mis años de formación, los sesenta y los setenta, que se tomaba demasiado en serio a sí misma. También hay algo de provocación en lo que digo y cómo lo digo, claro. A menudo pienso que no podría ser un político, porque no resistiría la tentación de decir algo inconveniente en público.

-¿Novelas de ese tono son posibles en el mundo que nos ha tocado vivir después del 11-S, Guantánamo, las matanzas cotidianas y el terrorismo global?

-La palabra 'novela' cada uno la define a su modo. Adorno decía que después de Auschwitz no era posible la poesía, y lo que quería decir es que no era posible seguir con la poesía que se hacía hasta entonces; que era necesaria una poesía nueva. Lo mismo sucede con la novela. Hay que reinventarla, hay que crear una novela nueva para el tiempo nuevo.

-¿Y la memoria? En España está más viva que nunca la literatura sobre la Guerra Civil y el primer franquismo. ¿Viven en Argentina una situación de recuperación de la memoria semejante?

-Sí, es algo muy común, pero yo no participo de eso. Es más, he llegado a sentir antipatía por el concepto de memoria. Toda nuestra civilización mira demasiado al pasado. Hay un movimiento reaccionario generalizado, tras la caída de las ilusiones políticas, que mira al pasado, en un intento de conservarlo o de restaurarlo. Hasta la ecología es un intento de volver atrás, a una pureza que hace tiempo que se perdió. Es el fin del proyecto modernista, que miraba hacia delante.

-¿Es eso lo que usted pretende, no volver la vista atrás?

-En mi vida y en mi trabajo, he optado por no mirar atrás, por no volver sobre lo hecho. Quizá esté queriendo huir de algo, pero no me importa.

-Hablando de volver la vista, parece que, en España, tras el 'boom' y la resaca posterior, de nuevo interesa mucho la nueva literatura de América Latina. ¿Se ven ustedes como miembros de un colectivo, como los integrantes del 'boom'?

-Yo no. Siempre he sentido un gran rechazo a que me pongan en una lista. Es algo personal, y siento que al entrar en una lista es como si se insultara el trabajo de cada uno de los que están ahí.

-En cualquier caso, ¿los autores de esa generación son una referencia para ustedes en alguna medida?

-Yo no los veo como una generación compacta. Quizá sea porque nuestro gran maestro es Borges, y tomar como maestros a escritores que no son tan importantes es como rebajarse. Para mí, un escritor actual es Lautréamont, como lo es Baudelaire, o como lo es Kafka. No veo los progresos, las actualizaciones de la tradición que ven algunos en la literatura actual. Yo reclamaría para mí la palabra 'inactual' cuando me defino como lector. Soy un lector inactual. Y como escritor, tampoco hago nada por testimoniar mi tiempo, aunque quizá también lo haga.

Un juez a la espalda

-A usted siempre le han interesado más los escritores que sus obras. De ahí a meter la propia vida en su obra sólo hay un paso...

-Hacerlo deliberadamente no creo que dé resultado. Le dio resultado a Kafka, pero no creo que escribir las cartas a su papá o a Felice o a Milena fuera una estrategia para crear una obra literaria. A mí me interesa la vida-obra, todo junto, de un escritor; creo que eso es lo que realmente apreciamos. Separar un libro del conjunto de la obra de un escritor, de su vida, tiene algo de fragmentación, de mutilación. Y de gesto consumista, porque el libro se compra, mientras que a Kafka se le asimila...

-Desde hace un tiempo, escribe ensayos además de novelas. ¿Cómo reparte los temas, cómo decide esto va para un ensayo y esto para una novela?

-Todo mi proyecto fue siempre escribir novelas, relatos, pero en un momento me propuse como tarea aprender a escribir ensayos para poner en orden ideas que me iban surgiendo y que si uno no las pone por escrito no alcanzan un desarrollo. Yo tengo la necesidad real de articular esas ideas para ver si son coherentes, y también para poder desembarazar mis novelas de algunas reflexiones que las harían más farragosas. Lo sigo haciendo, aunque obligándome un poco.

-¿Por qué?

-Porque con el ensayo uno trata de decir alguna verdad, su propia verdad, y eso supone que hay como un juez vigilando, mirando por encima del hombro lo que uno escribe, y diciendo, 'no, eso está equivocado'. En la ficción no hay juez que mire. Escribo ensayos para apreciar luego mejor el contraste que supone la novela, la libertad que me da. En ella, nadie puede reclamarme que diga la verdad.

-Pero si cada vez hay más formas de conocimiento y entretenimiento que nunca, ¿se ha reducido el espacio del ensayo y la novela?

-No creo, pero tampoco me importaría si fuera así. Siempre he concebido la literatura como una actividad muy minoritaria, muy elitista, y no me hice ilusiones de llegar a un gran público. Es cosa de minorías, y esas minorías siguen hoy florecientes pese a todo eso que comentaba, pese a las nuevas formas de conocimiento y entretenimiento.

 

MARTA CABALLERO

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Prolífico escritor argentino (ha publicado más de 30 novelas), César Aira es el encargado de poner voz este jueves a la compleja amalgama de actividades que es La Noche de los Libros. Lo hará a través de una conferencia en torno a "lecturas perdonables", esto es, aquellas de segunda fila pero a las que el lector se entrega por el simple placer de leer. De él mismo dice haber perdonado mucho, aunque no a Marsé, ni a ninguno de sus contemporáneos españoles, porque, afirma, “se quedó en Góngora”.

PREGUNTA.- Su conferencia versará sobre su relación con los libros y la lectura. ¿Puede avanzar algo?

RESPUESTA.- Sí, he tomado este tema desde un ángulo especial para no hacerlo tan convencional. El título es Cuánto podemos perdonar, y con él me refiero a los libros que no son tan buenos pero a los que perdonamos por el mero placer de la lectura.

P.- ¿Ha perdonado a muchos?

R.- Yo fui un fanático de los cómics, de Superman a Batman pasando a
La pequeña Lulú. Luego pasé a los libros de piratas de Salgari e insensiblemente me fui dando a la lectura. Antes leía por la aventura, por lo que estaba pasando.

P.- Y llegaría el hito. En su formación, ¿Cuál fue?

R.- Creo que la lectura formadora fue la de Borges, a los 14 años. Con él descubrí verdaderamente lo literario de la literatura.

P.- ¿El libro necesita verdaderamente estos actos que lo socorran o aún se vale por sí solo?

R.- Para los lectores formados el libro seguirá siendo lo que fue siempre, un elemento esencial. En mi vida lo es. En lo venidero, aunque creo que es peligroso hacer futurología, puede que lo necesite más. En cualquier caso, para la industria puede haber cierta alarma, pero se irá adaptando de algún modo.

P.- Conocerá al dedillo el programa de la Noche de los libros, ¿Qué actividad le resulta más interesante?

R.- Lo más interesante que pueden hacer los lectores este miércoles es mirar libros en una librería y salir con uno de ellos bajo el brazo. Es una práctica que yo tengo por norma en mis viajes, no salir de una sin comprar un libro. Ese pequeño objeto es una alegría, una promesa, con frecuencia un rato de felicidad.

P.- ¿Qué autores le dan últimamente esos ratos amables?

R.- Acabo de comprar para mi hijo El vampiro, de Polidori, que leí anoche con disfrute, aunque es una novela baratita, pero de esas perdonables.

P.- Ahora que nombra a su hijo, ¿Cree que se equivocan los que dicen que los jóvenes leen poco o nada?

R.- Mi hijo mayor es gran lector y dibujante de cómics. Una de sus lecturas favoritas es El paraíso perdido, de Milton. Mis hijos han nacido en una casa llena de libros, porque su madre también es escritora, y les habría tocado rebelarse contra ellos, pero no fue el caso. En la mía no los hubo y yo leí por rebeldía.

P.- A Marsé le entregan este jueves el Premio Cervantes. ¿Ha tenido la oportunidad de leerlo?

R.- No, no sé nada de literatura actual española. Sinceramente, me quedé en Góngora.

P.- ¿Y su presencia en los actos del Cervantes no le ha animado a hacerlo?

R.- Hasta la fecha no, aunque tal vez llegue un día de lluvia en que me ponga a ello.

P.- ¿Le parece que el hecho de que un Gobierno Autonómico celebre más 200 actividades en un día para festejar el libro es materia novelable, todo este furor oficial en torno a la práctica lectora?

R.- No lo había pensado, pero me está dando una idea. De todas formas, cuando alguien me da una idea que puede utilizarse para una novela no la cojo. Yo sé cuáles son las ideas que sí me sirven.

P.- ¿Y Las ideas que ha elegido para su conferencia, les servirán a quienes las escuchen?

R.- Solo espero no aburrirles demasiado y que ellos también me perdonen.


 

Literatura | César Aira. "Trato de escribir buenas novelas, pero me salen cosas raras"

En esta entrevista, concedida en Lima y realizada originalmente en video para el sitio web Porta9, el escritor argentino reflexiona sobre las características singulares de su prolífica producción literaria

7 de Marzo de 2009

Fui a buscar a César Aira pensando que iba a enfrentarme a un tipo malhumorado, que contestaría aburrido o que me haría notar a cada momento que no estaba cómodo con la entrevista. Pero al verlo a lo lejos, la postura relajada, sentado ante una piscina, conversando animadamente con un cigarro en la mano, pensé que era la imagen perfecta de un hombre que sabe disfrutar del momento que le toca.

Me presenté y le dije que si quería podíamos fumar durante la entrevista. Aira descartó la propuesta con un gesto y siguió sonriendo. Intenté hablar de fútbol y me dijo que no simpatizaba con ningún equipo. Aira cerraba de inmediato los temas de conversación con los que quise romper el hielo, pero lo hacía con una especie de ternura infantil, como un niño juguetón y carismático al que nadie quiere castigar, sino palmearle la espalda y decirle que la próxima se porte bien.

Durante la entrevista, mantiene la mirada firme y descreída, los ojitos siempre atentos comprobando que él controla la situación o que la situación no se salga del margen que él puede controlar. Parecía que se burlaba de algo, no precisamente de mí, lo que hubiese roto el encanto, sino quizá de la serie de coincidencias que lo han puesto en la difícil tarea de hablar de su oficio de escritor. Como si todo fuera un malentendido contra el que no pudiera hacer nada.

Mi entrevistado aceptará todas las críticas y hará una mueca como diciendo "Soy simplemente Aira, qué le voy a hacer". Ha perfilado un discurso de la modestia y se aplica a él casi con fanatismo. Nunca se sabe cuándo habla en serio, aunque sus palabras se esmeren en demostrar que está diciendo la verdad. Como en sus libros, las salidas ingeniosas a veces le resultan y a veces no. ¿Ha entendido que lo importante está en sus libros y todo lo que pueda decir fuera de ellos es prescindible? ¿O está realmente hablando en serio y le gusta disfrazar sus declaraciones de ambigüedad para despistar al enemigo?

Aira dice que no da entrevistas en la Argentina porque si se la concede a un medio, se vería obligado a hacer lo mismo con todos los demás, y que a estas alturas eso le haría perder demasiado tiempo. Suena razonable.

-¿Has pensado alguna vez que es muy complicado seguirte? Debe de ser muy difícil que te encuentres con alguien que haya leído tu obra completa, ¿no?

-Hay algunos que han tomado esa actitud un poco de coleccionista. Yo he editado en muchísimas editoriales. En la Argentina han proliferado estos últimos años pequeñas editoriales independientes que son mi terreno de juegos, mi playground favorito. Prefiero publicar con estos pequeños editores que suelen ser gente joven; algunas editoriales son unipersonales. Hoy en día los medios técnicos permiten hacer un libro con cierta facilidad, y toda editorial nueva que aparece en Buenos Aires o alrededores se inaugura con un libro mío, porque yo siempre estoy disponible. Me encanta porque me da una gran libertad. En general, a estos jóvenes les gusta lo que hago, y si yo estornudara, publicarían un estornudo mío. Sé que puedo darles cualquier cosa, puedo "subir la apuesta", digamos.

-Tienes una imagen de escritor hermético, no sé si difícil. Dicen que no te gustan las entrevistas.

-En la Argentina no doy entrevistas. Por supuesto, cuando empecé a publicar daba entrevistas a todos los que me la pedían, pero llegó un momento en que hubo demasiadas, y me di cuenta de que me absorbía mucho. Era algo que competía con mi trabajo propiamente dicho. En nuestro pequeño mundo todos se conocen y si le doy una entrevista a uno, va a venir otro a decirme "¿Por qué a él sí y a mí no?"

-Estuve leyendo una conversación que mantuviste por chat con lectores españoles y uno te decía que nunca había leído un libro tuyo y que le recomendaras uno. Tú le contestaste que te parecía muy sensato de su parte que no hubiera leído ningún libro tuyo porque hay muchos escritores buenos a los cuales leer y tú estás en segundo plano. ¿Es una modestia sincera?

-Eso lo digo con bastante seriedad. Yo mismo, si tengo que elegir entre un clásico y un joven novelista, elijo el clásico. Como no me siento obligado, no quiero que nadie se sienta obligado a leerme a mí, de ninguna manera. La respuesta que di en ese chat fue una especie de cita inconsciente, o consciente, de una salida de Borges. Cuando una señora vino a decirle que ella leía todos sus libros, Borges, muy sorprendido, le dijo: "Pero cómo, ¿ya terminó con los buenos?".

-La crítica te ha puesto el mote de escritor "raro"?

-¿Qué escritor no es raro?

-Desde el momento que escribe, ya es raro; pero tú serías un raro al cuadrado, un raro entre los raros. ¿Cómo te sientes frente a eso?

-Me gustaría merecerlo, porque ¿qué más raro que César Vallejo?, que es el más grande de todos.

-¿Lo raro sería, más que una definición, una jerarquía? ¿Una cuestión de calidad?

-Lo que pasa es que el lenguaje que usamos habitualmente pertenece al plano comunicativo. Ahora, si le metemos una rareza, eso empieza a ser literario. Si todo es rareza, es literatura en estado puro.

-¿La rareza consiste en ser innovador, en buscar cosas nuevas?

-Rareza, raro son palabras que cada cual va a definir como quiera. Pero sí, para mí lo nuevo tiene su importancia. ...se es uno de los pocos consejos que puedo dar a mis jóvenes colegas: que no se esfuercen por ser buenos, por escribir bien, porque buenos escritores ya hay demasiados. No alcanzaría toda una vida para leer los buenos libros. Lo que queremos es algo nuevo, distinto. Por lo menos le va a dar al mundo algo que no tenía antes.

-Y siendo un escritor raro, ¿te parece muy sorprendente haber tenido éxito, incluso de crítica?

-He tenido éxito sobre todo en la academia, en las universidades. Ahí me he vuelto un favorito de profesores, alumnos, tesistas. Pero creo que hay algunas explicaciones para eso, sería largo explicarlas pero las he pensado. Como todo lo que yo hago tiene un sustrato de cultura popular, de cómic, de película "bizarra", y esa materia está tratada con instrumentos de alta cultura, crea el artefacto perfecto para un profesor que quiera aplicar las teorías de Deleuze o Derrida a una obra literaria. Conmigo lo tiene todo servido en bandeja de plata.

-Pero la crítica periodística también te ha tratado bien...

-Lo que pasa es que la crítica periodística, en la Argentina por lo menos, la ejercen universitarios, que completan su magro presupuesto de profesores haciendo reseñas. Así que todo eso está conectado.

-Una de las pocas objeciones que les hacen a tus novelas es que arrancan muy bien, van muy bien y hay un momento en el cual caen. ¿Esa caída es una parte estructural de tu obra?

-No, no. Como voy improvisando las novelas y las escribo un poco siguiendo mi capricho, mi posición anímica, hay un momento en que me aburro, me canso, quiero empezar otra nueva. Yo mismo reconozco que los finales son un poco abruptos, un poco inventados. Solamente para terminar, matarlos a todos o hacer cualquier cosa con tal de que se termine esa novela y pueda empezar otra. Porque, como en tantas cosas de la vida, lo más divertido es el comienzo, lanzarse a algo. Como me lanzo a la aventura cuando escribo, porque nunca planifico por anticipado, ese momento es muy rico.

-Te interesa sobre todo el proceso más que el resultado.

-Creo que todo novelista, todo narrador piensa en el lector ingenuo, en el lector no universitario, no académico, no profesional, el verdadero lector. Pero no sé si existe. El otro día les contaba a mis amigos una cosa que me pasó. Caminando por mi barrio, por el Bajo de Flores, en una calle solitaria, venía un señor y cuando me cruza, me dice: "Adiós, Aira". Entonces yo lo miré y le dije: "¿De dónde lo conozco?" Y él, muy amablemente, me dice: "No, usted no me conoce. Soy un lector, un humilde lector". Entonces le dije: "Muchas gracias". Pero después me quedé pensando: "humilde" lector. Si es un lector mío no es humilde, es un lector de lujo. Humilde lector es el lector de Paulo Coelho, de Isabel Allende, pero si ha llegado a mí es porque ha hecho un camino por la literatura. No porque yo sea bueno, o nada especial, sino porque lo mío ya es una cosa artificiosamente literaria.

-Has tenido siempre una vida muy vinculada a los libros. Has dedicado mucho tiempo a traducir. Creo que en una época traducías hasta diez libros al año.

-Sí, fue mi modus vivendi durante treinta años.

-Y ahora escribes dos al año. Tus personajes tienen un poco eso. Están fuera de la realidad, están ahí más como espectadores que como partícipes.

-No, no creo. En realidad, trato de escribir novelas como todas las buenas novelas. Pero me salen estas cosas raras y no puedo evitarlo [se ríe].

-¿Te gustaría romper con esto de escribir novelas raras?

-Me gustaría escribir como Balzac, sí. Pero bueno me sale como Aira. A esta altura, me he resignado a que va a salir una cosa un poco rara, no va a salir tan balzaciano. Pero siempre conservo esa esperanza de que me salga una buena novela.

-¿Cuántas buenas novelas crees que te han salido?

-A veces me preguntan cuál de mis novelas prefiero. Yo respondo esas frases hechas, de los padres que quieren a todos sus hijos por igual [risas], alguna tontería por el estilo. Pero reconozco que algunas novelas me han salido especialmente bien. Quizá por casualidad, o seguramente por casualidad, salió algo que me gustó.

-¿Tiene que ver un poco con el azar o con que se trata de experiencias más cercanas a ti?

-No. Creo que se da un conjunto de circunstancias, no se puede hablar de azar. Pero sí de una buena idea, de un momento especialmente bueno en mi vida que me permita seguir con el mismo impulso hasta el final. Que no es mucho, porque esas cien paginitas que suelen tener mis novelas son tres o cuatro meses de trabajo. Pero si lo logro mantener y si la idea inicial fue fecunda y todo funcionó, sale y quedo muy contento.

-Te gusta trabajar con estereotipos. Los personajes parecen un mal necesario. ¿No te gusta darles a los personajes un poco más de profundidad psicológica y de contrastes?

-Es lo que E. M. Forster llamaba "los personajes a los que se puede rodear"? No, porque eso me obligaría a un trabajo de realismo convencional, a extenderme en detalles psicológicos, conversaciones Prefiero una narración que fluya rápido. Pongo el peso en la historia, no en los personajes. Los personajes son como muñequitos que están ahí para representar esa historia.

-¿Cuándo decidiste que tu camino no era el tradicional, que no te interesaba hacer una novela de tipo decimonónica?

-Creo que nunca. Al día de hoy, sigo pensando que podría ser un buen escritor si me lo propusiera en serio. Fue saliendo esa rareza y dándose un poco naturalmente. Quizá hay un gusto por la provocación, por hacerlo distinto de los demás.

-¿Qué es lo que encuentras en el barrio de Flores para estar viviendo ahí tantos años y además ser un escritor tan identificado con esa zona?

-Azares de la vida. Me fui a vivir ahí de muy joven, a los diecinueve años, mis padres me compraron un departamento allí porque vivía una tía mía, para que me tuviera vigilado. Y me quedé, me encariñé con el barrio, que es muy cómodo para vivir, porque está cerca del Centro, pero no demasiado cerca.

-¿No crees que tiene características especiales?

-No, para nada. Muchas veces viene gente del exterior, amigos o editores o críticos, y me dicen: "Quiero ir a Flores". Y yo les digo que no vale la pena porque es un barrio muy común. Un barrio que tiene una zona comercial, una zona más residencial, pero todo clase media, muy gris. ...se es justamente el motivo... A veces he pensado que si viviera en una de esas bellísimas ciudades como París o Praga, no me serviría para la invención. Al contrario, en este barrio que no tiene nada de bonito ni de especial sí puedo inventarlo todo, puedo crear una mitología, que en París ya está creada.

-¿Tú crees que esta corriente en la cual te inscribes de la literatura distinta va a empezar a tomar características más o menos reconocibles? ¿Se puede convertir en un movimiento fuerte?

-No, en ese caso perdería su esencia. Y además no lo veo en los hechos. Me parece que la novela hoy en día, en la Argentina por lo menos, se está haciendo cada vez más estereotipada, más convencional, de un realismo más chato. Es una corriente de una especie de sencillismo o de facilismo, que es lo dominante ahora.

-Ese esquema tradicional de la novela que viene desde el siglo XIX, ¿tú crees que se va a mantener para rato, no hay nada que pueda amenazarlo por ahora?

-La gran novela del siglo XIX se mantiene viva en lo que los norteamericanos llaman la commercial fiction, el best seller, que está hecho sobre los modelos de la novela del siglo XIX, y sigue muy viva y muy preferida por los lectores, o al menos por los compradores de libros. Un editor amigo mío decía: "De cada diez libros que se piensan, uno se escribe. De cada diez libros que se escriben, uno se publica. De cada diez libros que se publican, uno se vende. Y de cada diez libros que se venden, uno se lee".

El autor de esta entrevista nació en Lima en 1977 y publicó la novela La línea en medio del cielo.

Por Francisco Ángeles


 

El misterioso señor Aira

No da entrevistas en la Argentina. No circula en ambientes literarios. Publica un libro cada seis meses. Y para la crítica internacional es uno de los escritores más prestigiosos de nuestro país. Habla aquí de sus invenciones y secretos

28 de Noviembre de 2009

Narrador infatigable, César Aira (1949) nació en Coronel Pringles, un pueblo del interior de la Argentina. Avecindado desde su juventud en Buenos Aires, ha hilado una de las obras narrativas más copiosas de la literatura hispanoamericana contemporánea. Además de sus novelas -muchas de ellas publicadas en México-, entre las que se cuentan La liebre, Cómo me hice monja, Los fantasmas, El congreso de literatura, Las aventuras de Barbaverde y Los dos payasos, ha escrito ensayos críticos sobre Copi y Alejandra Pizarnik

Aira ha perfilado un estilo personalísimo, lleno de retruécanos imaginativos y dislates sucesivos que lo marcan como un escritor, si no marginal, por lo menos raro. Esa rareza, y el frenesí con que publica sus novelas siempre breves, han provocado que se lo encasille como un autor para verdaderos devotos. Él parece preferir tener "lectores" a tener "público". Esta conversación tuvo lugar durante una breve estancia suya en la ciudad de México.

-¿Ser una figura pública es un agobio? ¿Un mal necesario?

-Lo es solamente en los viajes. En la Argentina he bajado la cortina y nunca hay entrevistas, muy de vez en cuando participo en algún congreso, en un panel, una o dos veces al año. Y no hago ningún tipo de vida pública. Cuando viajo sí, porque a veces es el precio que hay que pagar para que lo lleven a uno a algún lugar lindo del mundo, y lo hago con gusto. Hablar de uno mismo siempre reconforta el ego, sobre todo ver que hay algún interés por uno.

-Más bien es usted una figura retraída, doméstica...

-Sí, sí. No porque sea una estrategia mía, es lo natural en mí. Me sigue gustando escribir, cosa que es bastante rara entre escritores. Quiero seguir escribiendo. Tomarme tiempo, tener disposición mental para escribir. No necesito exposición pública.

-Es un fenómeno común el de los escritores que, conforme avanza el tiempo y la obra se consolida, comienzan a privilegiar su participación en congresos...

-Lo que pasa es que hay muchas personas que, cuando dicen en su juventud "yo quiero ser escritor", en realidad lo que quieren es funcionar socialmente como escritores, eso es lo que les gusta. Tener el carné como para poder opinar, ir a congresos, tener una figura social profesional. Y encuentran que el problema que plantea eso es que tienen que escribir, cosa que no les gusta. Entonces escriben un libro cada diez años, con un gran esfuerzo, o recopilan artículos de manera que mantienen en vigencia su carné de escritor. Por eso muchas veces he dicho, cuando me preguntan por esto, que no me gustan los escritores que no escriben. Porque veo que hay escritores que funcionan como escritores y que en realidad no son escritores de vocación. Y en mi caso, que he publicado tantos libros, pequeñitos pero tantos, hay como un rechazo contra mí por ser muy prolífico. Un amigo me decía, cuando le dije que venía a México a participar en cosas públicas: "Llevá un revólver, y cuando empieces a hablar, ponelo sobre la mesa y decí: la primera vez que se pronuncie la palabra ‘prolífico’, me pego un tiro. Así los vas a tener controlados". Porque prolífico ahora se ha vuelto un término despectivo. Si es prolífico, no puede ser bueno. Pero eso viene justamente de todos esos escritores que no escriben y que se defienden así. ¿Qué otra cosa puede hacer un escritor que escribir? Es decir, si lo que escribe se publica, es porque hay algún interés en publicarlo, algún editor interesado, algún lector interesado en leerlo. Así que no veo el motivo para despreciar lo prolífico.

-Es como si hubiera la intención de "dosificar el genio".

-Exacto, y viceversa: está la idea de que si alguien escribe un libro cada veinte años es porque tiene que ser buenísimo. No hay ninguna garantía.

-Está también la idea de que el escritor tiene que opinar sobre todo, volverse una especie de oráculo...

-Hay muchos a los que les gusta eso. El hecho de haber escrito unos libros es la excusa para hacer esto que quieren: opinar sobre el ser nacional, como se dice en la Argentina, sobre los problemas sociales del mundo, de la vida, de la ética. Quizá no está tan mal eso, porque después de todo un escritor es un profesional de la palabra. Sabe, ha aprendido, si ha hecho bien su aprendizaje, a hacer oraciones que suenen bien...

-Sin embargo, y es a lo que quería llegar, esas opiniones, esa capacidad para interactuar con el mundo, están en su caso en sus novelas, más que en la prensa.

-Lo mío siempre va un poco para el lado de la fantasía, de la invención, hasta del disparate, el delirio, así que no me atrevería a ponerme a opinar sobre el mundo.

-Pero ¿no le parece que ésa es una manera oblicua o sesgada de dar su visión del mundo?

-En general, los escritores que se vuelven opinadores se vuelven opinadores desde el lado del sentido común, desde una ética biempensante. Nunca hay nadie que salga a decir una barbaridad, que sería tan bonito.

-Me gustaría que me contara un poco sobre su proceso de escritura. Ha hablado de que escribe sólo una carilla diaria...

-Mis novelas parten de una idea, de algún tipo de juego intelectual, de algo que me parezca prometedor y desafiante. A ver si se puede hacer, no sé, qué sé yo, un hombre que se transforme en ardilla poco a poco. De ahí me lanzo a la aventura, a ir improvisando cada día.

-¿Dónde escribe? ¿En su casa, en su estudio?

-No, no. Cuando mis hijos eran chicos, vivíamos en un departamento muy pequeño, y me acostumbré a ir a un café, sentarme y escribir ahí. Buenos Aires es una ciudad, bendita sea, que tiene muchos cafés muy acogedores donde uno puede quedarse tranquilamente. En mi caso, nunca mucho. Media hora, una hora, en que me siento, a mitad de la mañana. Mis hijos crecieron, se fueron a vivir solos, pero la costumbre mía quedó. Así que todas las mañanas, a media mañana, me voy a un café y hago mi sesión del día: escribir una paginita, porque voy escribiendo muy despacito. A veces he pensado si lo mío no se parece más al dibujo que a la escritura, en el sentido de que soy muy fetichista de lapiceras, tintas, papeles buenos, cuadernos muy exquisitos, y escribo tan despacito y pensándolo tanto. Todo lo mío tiene un componente visual muy grande. Siempre estoy pensando que se vea bien lo que estoy escribiendo, al final de cuentas me parece que estoy haciendo un dibujo cada día.

-Claro, en sus novelas hay algo muy visual...

-Sí, a veces me doy cuenta de que me excedo en eso. Como quiero que el lector vea exactamente, entonces me paso de rosca con los adjetivos, poniendo de qué color es y de qué forma. A veces tengo que tachar porque me doy cuenta de que el lector no necesita tanta fijación. Y si no ve exactamente lo que vi yo, bueno, ¿qué importancia tiene?

-A pesar de esa fijación con mostrar, el lenguaje de sus novelas es bastante claro, diáfano.

-Eso lo he hecho por intuición, pero me doy cuenta de que, como la invención mía es tan barroca, no podría agregarle un barroquismo del lenguaje porque sería una superfetación. Para servir a esa imaginación un poco desbocada que tengo, se necesita una prosa lo más llana y simple posible.

-Podría ser visto casi como un gesto de cortesía...

-Eso lo he notado cuando viajo a cualquier lado por la aparición de un libro mío. Yo corro con ventaja porque muchas veces llega un autor a presentar un libro y en la redacción te dicen que tenés que leerlo para mañana. Y resulta ser un libro así de gordo, pesado, aburrido, lleno de reflexiones metafísicas. Bueno, ese entrevistador va a ir con una mala leche... En cambio, en mi caso, es un librito así, de setenta páginas, que se lee en un rato, más o menos divertido. Entonces ya vienen con una sonrisa y me tratan bien.

-¿Así que la brevedad es algo muy pensado?

-Cuando empecé a escribir y a publicar, traté de ir a extensiones normales y publiqué varias novelas de doscientas páginas; en una creo que llegué a trescientas. Pero haciendo un esfuerzo. Y después, a medida que los editores me iban aceptando más como soy, fui yendo a lo natural en mí. Creo que ese formato de unas cien páginas, a veces poco más, es lo natural en mí. Digamos que es el formato ideal para el tipo de imaginación, de historias que yo invento.

-Va escribiendo, y de pronto siente que ya dio de sí la historia...

-Sí, ésas son intuiciones que uno va adquiriendo con el oficio: me doy cuenta cuando viene el buen final. Mis finales no son tan buenos, muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra historia, y termino de cualquier manera. A veces me obligo a poner un poco más de atención y hacer un buen final.

-Me da la impresión de que sus novelas son siempre una suma de digresiones.

-Sí, hay algo de eso, por el modo de escribir, improvisando día a día. A mí me gusta esa línea un poco sinuosa. Me gusta estéticamente, y creo que aun así mantengo cierta unidad, una coherencia.

-Hablando de esa línea de digresiones y de sus hábitos como escritor, ¿es usted un escritor que pasea mucho? Lo pregunto por la asociación de la digresión con el paseo.

-Sí, soy un gran caminador. Por la mañana, los días que no voy al gimnasio, hago lo que yo llamo mi caminata deportiva, una caminata larga que me doy al amanecer, porque soy muy diurno, me despierto siempre cuando sale el sol. Después, durante el día, también camino mucho -como no tengo auto, nunca lo tuve-, camino por el barrio. Y a la noche, antes de la cena, hago mi segunda caminata larga.

-¿Y están relacionadas con el trabajo?

-A veces salgo de mi casa y empiezo a pensar fantasías completamente inútiles, no es que piense argumentos del libro. Una hora después, estoy abriendo la puerta de mi casa y todo lo que pasó en medio se fue. No vi nada, estuve moviendo las piernas mecánicamente. En general yo no escribo si no estoy escribiendo, si no tengo la lapicera en la mano.

-En cuanto al proceso de escritura, usted ha estado muy cercano a las vanguardias literarias. Me interesa preguntarle sobre la idea de poner más peso en el proceso de creación que en el resultado final.

-Sí, ésa es una de las características, inclusive del arte contemporáneo. Tampoco hay que exagerar demasiado ahí porque este process art termina siendo ombliguista, mirarse a sí mismo. En esto yo, como en tantas otras cosas, como en el pago de los impuestos, soy normal y voy al término medio. Sí, me interesa el proceso, dejar desnudo el proceso de la escritura, que se vea, pero también tener cierto respeto por el resultado. Que quede algo ahí. Creo que estoy en un término medio.

-A usted, sin embargo, lo ubican como un marginal, como un outsider, un escritor para fieles pero no para mayorías.

-Eso le estaba diciendo ayer a mi editor acá, que yo soy uno de esos escritores que nunca van a tener público, pero siempre van a tener lectores, lectores sueltos. Nunca van a coagular en público, que es lo que hace al negocio. En mi caso no va a ser así.

-¿Y cómo ha sido su relación con los editores?

-Siempre ha sido buena. Quizá por mi inseguridad, mi timidez, siempre pensé que ellos estaban haciéndome un favor, estaban perdiendo plata conmigo; cosa que ha sido real, además. Pero, bueno, los editores, aun el más comercial, tienen siempre un nicho para algo que les guste aunque no les dé plata, que es mi caso.

-Quisiera ahora hablar de su papel como un muy buen traductor. Quizás ahí uno se acerca a una seriedad y un rigor...

-A una corrección sobre todo. Yo siempre a la traducción la tomé como un oficio del que viví. Ahí sí lo vi con todo pragmatismo, hasta tal punto que me especialicé en literatura mala. Porque los editores pagan lo mismo por la mala que por la buena, y la buena es mucho más difícil de traducir. Entonces terminé especializándome, bah, más bien tomando esos best sellers norteamericanos, que son facilísimos de traducir porque están escritos en una prosa estereotipada.

-Pero también ha traducido...

-También he traducido cosas buenas, un poco por desafío, por ver si podía hacerlo. Y ahora que dejé de traducir profesionalmente, lo hago de vez en cuando por amistad, con algún escritor o con algún amigo. Hasta a Shakespeare me atreví. A Shakespeare lo leo desde chico, y había dicho: "Esto nunca lo voy a traducir; si me ofrecen traducir a Shakespeare, nunca lo voy a aceptar, porque Shakespeare es riqueza pura, es una riqueza concentrada". En cada verso de Shakespeare hay poesía, metáforas, hay un avance de la acción, una caracterización del personaje, todo junto, en cada verso. Pero una vez un amigo estaba preparando, para editorial Norma de Colombia, una colección de Shakespeare traducido por escritores hispanoamericanos, me habló y me dio a elegir y, para hacer algo distinto, elegí Cimbelino, una de las obras últimas y favoritas mías. Y lo traduje. Me dio un trabajo infernal, ahí sí me juré "nunca más Shakespeare". Y aun así recaí. Recaí por el motivo más curioso, y es que años después, me llamaron de una editorial para decirme que querían traducir, no sé bien por qué motivo, creo que porque Harold Bloom lo había mencionado, Trabajos de amor perdidos. Entonces les dije que ésa era la idea más ridícula que se les podía haber ocurrido porque esa obra no tiene argumento, es una cadena de juegos de palabras, de chistes lingüísticos. ¿Cómo traducir eso? Por ese mismo motivo, dije: "Bueno, lo voy a hacer". Me la elogiaron mucho. Aunque ahí no es cuestión de traducir, es cuestión de... no sé qué verbo habría que emplear, de recrear cada chiste, cada juego de palabras. Lo tomé como un juego, como un desafío, a ver qué salía. Pero nunca más, ahora sí. Aunque esos "nunca más" siempre tienen una excepción.

-¿Y la de Cimbelino?

-Tomé una decisión, que fue traducirlo en prosa y en prosa explicada. Ante cada metáfora, yo no la traducía sino que explicaba, a veces a lo largo de cinco renglones, lo que Shakespeare había dicho en dos palabras. Cada chiste, cada obscenidad, que abundan, yo la explicaba en extenso. Cuando se la di al editor me dijo: "Parece una novela de Ivy Compton-Burnett". En realidad, quien quiera leer a Shakespeare tiene que hacer un pequeño esfuerzo, aprender algo de inglés y leerlo, porque no hay otra. Las traducciones pueden servir, ya sea como guía para alguien que está aprendiendo el idioma o ya como experimento para ver qué pasa, qué se transmite de una lengua a otra. Tampoco nunca me interesó mucho toda la cuestión teórica de la traducción.

-¿Y nunca lo vivió como un proceso para su narrativa? ¿Cómo un trasvase?

-No, no. Lo que sí creo que intervino en mi trabajo de escritor fue acostumbrarme a la corrección de la prosa. A que cada frase tenga su estructura sintáctica bien hecha, porque eso es lo que le pide el editor al traductor, una buena prosa. Buena en el sentido de correcta, legible. Alguna vez pensé que eso había estropeado mi prosa, que me había acostumbrado a una corrección excesiva. Y hasta traté de "salvajizarme" un poco, hacer esas cosas que hacen mis colegas jóvenes, sobre todo hacer frases que no tienen verbo, donde está todo al revés, pero no, no creo que sea ningún problema.

-Hablando de los colegas jóvenes, no recuerdo quién decía que a sus contemporáneos y a sus menores uno en realidad no los leía, sino que los vigilaba. ¿Usted qué relación tiene con sus contemporáneos, con los menores? ¿Los lee?

-Sí, los leo. Leo bastantes dos primeras páginas. Es raro que siga. Creo que la narrativa, en la Argentina por lo menos, ha caído en un realismo un poco chato, casi costumbrista, costumbrista tecno, pero costumbrista al fin. Hay una chatura tal (y me sucede con muchos jóvenes que se reclaman de mi influencia, de mí como modelo) que, cuando leo lo que escriben, me sorprendo. Ha quedado muy relegada la invención. Hay como más voluntad de testimonio, de estas vidas maravillosas que estamos llevando. Creo que la historia les ha jugado una mala pasada a los novelistas, y es que les ha solucionado muchos problemas. Y una novela sin conflicto... Estos jóvenes de clase media, que son los que escriben, los que van a la Facultad de Letras, hoy día ya no tienen ningún problema, la historia se encargó de solucionarles todo. El problema sexual, por ejemplo: hoy los jóvenes no tienen los problemas que teníamos nosotros. Entonces se inventan. O recurren a la neurosis. A la hipocondría. Y toda esa miseria psicológica a mí me cansa. Yo quedé como enganchado a las novelas de piratas: salgamos al mar a hacer algo, a tener aventuras. Este realismo de barrio elegante, Palermo Soho, no me convence.

-Por ahí decía usted que la realidad la hacían los otros, y que usted estaba ahí mirándola como espectador. Me parece que eso tiene que ver con su apuesta y su fidelidad por la fábula y por la invención, algo que es por lo menos poco practicado.

-Exacto. Lo que pasa es que una fábula, un cuento de hadas, es poco serio. Entonces, para darle seriedad, hay que hacerlo bien. Y ahí me temo que estos jóvenes desconfían un poco de sí mismos. No me voy a largar a meter a un enanito volador en mi novela porque eso lo tendría que hacer muy bien para que funcione, entonces se refieren a la rave, que ya lo tienen más controlado.

-Curiosamente la aventura inventiva se asocia con un espíritu de riesgo.

-Por eso me sorprende que estas novelas de los jóvenes, por lo menos de los jóvenes argentinos, parezcan novelas de senectud. Sin impulso de creación.

-¿Y usted cómo ha sentido el paso del tiempo?

-Me han preguntado, yo mismo me lo he preguntado, si ha habido una evolución. No sé. Creo que se está acentuando la melancolía. Porque para ser sinceros, como decía Felisberto Hernández, noto que cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor. Uno va mejorando su técnica, pero inevitablemente, si uno es sincero consigo mismo, sabe que se terminó la juventud y hay una melancolía que va creciendo. Creo que la tengo a raya justamente con el juego, con la invención, pero va aflorando. No sé, lo veo desde afuera. Tal vez termine siendo uno de esos viejitos payasos.

-¿Mantener a raya la melancolía es una preocupación?

-No es algo que se presente como una batalla. Es algo que noto. También hay algo de cansancio. Pero estoy seguro de que voy a seguir escribiendo.

-Algo que me llamó mucho la atención fue su pequeña introducción al Diario de la hepatitis. Esa pequeña página..

-Ah, sí, es una página de "nunca más voy a escribir". Creo que era mi etapa Rimbaud. Estaba coqueteando mucho con eso, con el abandono. Dejar de escribir para ver qué pasa. Pero fue un coqueteo, un juego teórico que no llevó a nada. Ahora estoy convencido de que no voy a abandonar nunca. Incluso hasta tengo cierta expectativa: si empiezo a decaer, como es normal que a un hombre entrando en la vejez empiecen a fallarle las cuestiones mentales, ¿qué va a pasar con lo que escribo? Es una curiosidad que estoy sintiendo y que querría experimentar.

-Para hablar de poesía, usted ha tenido relación con grandes poetas, ha escrito sobre Pizarnik.

-Me formé en medio de poetas, y de ahí creo que viene este amor mío por los libros pequeñitos, que a mí me parecen joyas. Y los libros gruesos me parecen un poco groseros, para seguir con la etimología. Como nunca escribí poesía, en cambio escribí novelitas que parecen libros de poesía. La poesía me parece que es el laboratorio de la literatura. Ahí se prueban las innovaciones, los juegos más extremados. En la narración esos juegos pueden servir como modelos para estructuras distintas...

-¿De la poesía qué más le interesa?

-La buena poesía. Uno de los primeros libros que leí en mi adolescencia y que me hizo descubrir algo importante fue Trilce, de César Vallejo. Ese libro me hizo descubrir que la literatura también podía ser enigma. Cuando lo leí por primera vez, a los catorce o quince años, no entendí nada, ni una sola palabra. Y eso me deslumbró. De hecho, pienso que lo que se llama literatura infantil ahora tiene el defecto de que simplifica mucho el vocabulario. Porque a los niños les encanta, los hechiza la palabra que no entienden. Bueno, a mí me pasó con Trilce, que sigue siendo un libro favorito mío y que me mostró cómo la literatura podía ser enigma, misterio. Lo releo por lo menos una vez al año, le doy una relectura a Trilce para refrescar esa maravilla.

-Quisiera volver al escritor como figura pública, al escritor que opina. Hay una ligereza en usted que puede ser bastante sana. Una ligereza que se corresponde en su escritura...

-Eso es lo que siento naturalmente. Creo que la literatura no tiene una función importante en la sociedad. Por otro lado, pienso que la literatura siempre ha sido, es y va a seguir siendo minoritaria, para unos pocos, y que tiene que ser opcional. Hay muchos colegas míos que casi están predicando la obligatoriedad de la literatura. Hacer leer a los jóvenes. Eso no me gusta. En nuestra sociedad todo se va volviendo paulatinamente obligatorio, así que dejemos la literatura como actividad optativa. Que lea el que quiera. El que quiera leer va a tener mucha felicidad en su vida, pero si no quiere leer, también puede ser muy feliz. No soy un evangelista de la lectura. Ahora se ha puesto de moda eso, promover la lectura. Hay hasta fundaciones que se dedican a eso. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo; no leen nunca. Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer.

-¿Qué opinión le merecen los escritores serios, los intelectuales?

-No saben lo que se pierden. No saben cuánta libertad están perdiendo. Yo pienso, y lo he dicho varias veces, que es cada vez más difícil escribir literatura seria hoy. Ha habido todo un proceso, en los últimos cien años, de ironía, de distanciamiento. Hoy, escribir en serio o hablar en serio es ponerse en el borde, en la cornisa de la solemnidad, de la tontería, del lugar común, del patetismo, de la mentira biempensante. Y quizás es un poco triste eso: estamos obligados al chiste.

-De cualquier modo, el escritor, por tener un espacio público, por tener público, tiene una responsabilidad...

-Pero ahí vos lo dijiste bien: por tener público. Porque si quisieran tener lectores, harían un chiste. Y dirían alguna locura.

-¿Usted piensa en sus lectores?

-Sí, creo que todos los escritores tenemos algún lector, alguien que conocemos o hemos conocido. O a veces hasta alguien que nos imaginamos, con quien estamos dialogando. A veces a favor, a veces en contra. He terminado sintiendo mucho cariño sobre todo por los lectores que vienen a contarme una escena de una novela mía, o sobre un personaje de una novela mía. Eso es muy lindo porque siento que algo de lo que yo he escrito ha encarnado. En Francia una estudiante se me acercó a hablarme de esta novela chiquita que publiqué en Era, La Princesa Primavera, que se tradujo al francés. Me decía: "Mi personaje favorito es Arbolito de Navidad, me gusta cuando sale a caminar y se pone tan nervioso". Y lo imitaba. Ahí sentí como que algo se hacía realidad. Esas cosas provocan una gran satisfacción, más que tener el elogio académico, que generalmente está mediado por Derrida, por Foucault...

-Pero su obra es muy solicitada por los departamentos universitarios.

-No, yo me he vuelto un favorito de la academia. Lo he pensado mucho: ¿por qué se escriben tantas tesis sobre mí cuando no se escriben tantas sobre escritores mucho mejores que yo? Yo sé por qué pasa. Yo les estoy sirviendo en bandeja de plata lo que necesitan. Te doy un ejemplo, que lo di el otro día a unos estudiantes en la universidad: en esta novela mía, El congreso de literatura, yo quiero clonar a Carlos Fuentes, necesito una célula de Carlos Fuentes e invento una avispa mecánica con un chip e instrucciones de que vaya y tome la célula. La avispita cumple exactamente y me trae la célula, yo la meto en el clonador y es un desastre. Porque la avispa tomó una célula de la corbata de seda natural de Carlos Fuentes. Ese episodio lo toma un profesor de narratología y ahí lo tiene todo servido en bandeja, dónde empieza y dónde termina un cuerpo, ¿la persona social es parte de la persona biológica? Lo tiene todo servido en bandeja por esa estructura de dibujo animado, de cómic, en la que yo se lo estoy dando. Es decir, para aplicar los conceptos de Deleuze a Kafka hay que ser Deleuze; para aplicar los conceptos de Deleuze a mí es facilísimo. Creo que ahí está la clave: utilizar esos mecanismos sugerentes pero en términos de cultura plebeya. Seguro, lo tengo bien estudiado.

-¿Se puede afirmar que usted no es ajeno a la teoría?

-Leí mucha, porque en mi juventud, en los años sesenta, setenta, estaba muy de moda. Había una gran explosión del estructuralismo, del posestructuralismo, la lectura de Barthes, Lévi-Strauss, todo ese mundo. La revista Tel Quel era mi Biblia, después me fui alejando naturalmente de eso. Pero sigo leyendo mucho de psicoanálisis. Freud sigue siendo una de mis lecturas favoritas. Y mucha filosofía también. Aunque la filosofía la tomo a lo Borges, como una rama de la literatura fantástica.

-Le quería preguntar por el centralismo de la cultura argentina.

-Me fui a Buenos Aires a los dieciocho años con la excusa de estudiar abogacía, qué mal mentiroso fui. La Argentina es un país muy centralizado, todo pasa en Buenos Aires y muy poco en el interior. Lamentablemente. Con la excepción de la ciudad de Rosario, que tiene una vida cultural muy rica, pero no es Buenos Aires; además está muy cerca.

-¿A usted le preocupa esa centralización?

-No, no. De cualquier manera yo vivo en Buenos Aires, así que estoy aprovechando las ventajas del centro. Vuelvo dos o tres veces por año a Pringles, a mi pueblo. Lo que noto en los pueblos del interior, en Pringles como en otros, es la queja de la gente que tiene alguna inquietud cultural de que no pasa nada, de que no hay nada y es que todas las iniciativas culturales que se hacen ahí terminan fallando, terminan disgregándose en algo muy pedestre, muy primitivo, que no dan ganas de seguir. Hay algo que nunca hacen y que los llevaría de un solo salto a lo más alto que puede tener la cultura, que es leer. Eso me parece. Organizan teatro, música, clubes, hasta de literatura, y comentan novelas de Rosa Montero. ¿Por qué no agarran buenos libros?

-Otra vez el asunto de la obligatoriedad de la cultura...

-Totalmente. Es que yo creo que la palabra cultura tiene varias acepciones: la institucional, la antropológica, y la acepción que corresponde a cuando uno dice que fulano es un hombre culto, y se remite a una sola cosa, a leer libros. Todo lo demás, la televisión, el cine, el teatro, con todo lo bueno que tienen, no suplen el libro. Y el libro sí suple todo lo demás. Un hombre culto es un hombre que lee libros y no hay otra. Si no lee libros, no es culto, por más que sea ministro de Cultura.

-En cuanto a la relación del escritor y el poder, aquí en México hay programas gubernamentales que becan a los creadores nacionales...

-En la Argentina por suerte nunca pasó. Desde que existe la Argentina, los escritores han vivido de su trabajo. Eso no sólo les da una independencia respecto del poder, sino que les da también un sentido de la realidad, les da garra. Me parece que un escritor subsidiado es un escritor lavado. No por sumisión al poder, que también los hay, sino que se pierde el sentido de la realidad. En la Argentina muchos de mis colegas están poniendo a México como el ejemplo que se debería seguir, pero a mí no me parece tan bueno. No que tenga nada contra México y la riquísima literatura mexicana, pero eso me parece peligroso.

-¿Y qué escritores mexicanos cuenta entre sus influencias, entre sus lecturas tempranas?

-Lecturas tempranas no tanto, quizá Payno, Azuela. Los de abajo fue una lectura de adolescencia que me gustó; ahí sí hay garra, hay fuerza, hay un sentido de la realidad. Mis novelas de la revolución favoritas pasaron a ser otras, más del tipo dibujo animado: Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, o Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia. Y después, estudiándola más, porque soy un lector ordenado, orgánico, descubrí a mis escritores mexicanos favoritos a la fecha, sobre todo Gerardo Deniz, al que leo y releo. Es un poeta enigma. Quizás hasta más que Trilce de Vallejo. Y Elena Garro, que la adoro. Me parece que como escritora es genial, una de esas que aparecen una vez cada cien años. Creo que es la más grande novelista del siglo XX.

-¿Por su propensión a la fantasía?

-Sí, y por otros motivos, por su biografía. Su vida estuvo un poco demasiado cerca de la obra y eso es peligroso, pero en el caso de ella, por una alquimia especial, ese odio, ese resentimiento, resultó en obras maestras como Inés o Mi hermanita Magdalena o Reencuentro de personajes o Y Matarazo no llamó. Joyas, novelas maravillosas. Qué lástima que se murió y dejaron de aparecer libros de Elena Garro. Estoy esperando una buena biografía. Me decía un amigo, Marcelo Uribe, y me lo han dicho otros también, que lamentablemente México no tiene una gran tradición de biografías de escritores. La Argentina tampoco, en eso estamos iguales, y es lamentable. Porque una biografía le sirve mucho al lector. Ordena las lecturas, pone en perspectiva. Los países que tienen gran tradición de lectura, como Inglaterra, tienen también una gran tradición de biografías. Es una pena y es bastante sorprendente que, habiendo tanta gente becada en las universidades, no hagan ese tipo de investigaciones. Aunque sea de vez en cuando, uno de cada cien que escriba una biografía. No puede ser que grandes escritores no tengan su biografía.

© LETRAS LIBRES, noviembre de 2009

Por Pablo Duarte <br/> México D. F., 2009


 

Entrevista a César Aira

Publicado por Gabriel Muro el mayo 10, 2009

Publicado en: Uncategorized. Deja un comentario

Por Damia Gallardo

 

Pese a que la editorial Mondadori viene ofreciendo volúmenes en los que se reúnen tres o más obras que aparecieron originalmente separadas, la mayor parte de sus libros circula dispersa entre varias editoriales, muchas de ellas de difícil acceso. ¿No le preocupa la dificultad que esta dispersión supone para sus lectores?

—No, no me preocupa. Al contrario: me preocuparía aparecer ante mis eventuales lectores como un producto, como algo que se ofrece y se publicita y se le acerca al consumidor. Algo de eso pasa, es inevitable, porque los editores tienen que hacer su negocio. Pero compenso con las pequeñas editoriales independientes, gracias a las cuales consigo mantener oculta una parte de mi obra. Un poco de misterio no le hace mal a la literatura. Como lo sabe bien cualquier lector, un componente importante del placer de la lectura es encontrar al fin el libro, es decir haber salido a buscarlo, por iniciativa propia del deseo o el capricho. Si te lo traen a tu casa, es como si valiera menos. Además, me gusta esa cortesía del libro, de saber esperar a su lector, si es necesario durante muchos años.

—Da la sensación que la dispersión editorial se relaciona con el gusto por los personajes viajeros; incluso en las novelas con pocos escenarios, hay un movimiento constante: en “Las conversaciones” (2007), por ejemplo, el protagonista insomne recrea desde el lecho una conversación que le lleva de Hollywood a Ucrania, entre suposiciones y escenas de película.

—No lo había notado, pero sí, hay una cierta inestabilidad en mis personajes, no sólo por su movilidad tempoespacial sino también por la reconfiguración que van sufriendo a lo largo de la novela. Supongo que se debe a que no construyo psicológicamente a los personajes; los hago apenas instrumentos de la historia, y como las historias de mis novelas las voy inventando a medida que las escribo, y cambian de rumbo todo el tiempo, es inevitable que los personajes se transformen todo el tiempo (y estoy convencido de que en la vida real pasa lo mismo).

—Varios protagonistas de sus novelas se llaman César Aira: un niño que se refiere a sí mismo en femenino en “Cómo me hice monja” (1993), un médico paranormal en “Las curas milagrosas del doctor Aira” (1998), un sabio loco escritor en “El congreso de literatura” (1997), un escritor de libros de autoayuda en “La serpiente” (1998), etc. ¿Estas mutaciones de la ficción tienen algo que ver con el movimiento y la dispersión de que hablábamos antes?

—Hay muchas cosas en mis libros (casi todas, o todas) que no puedo explicar. Me temo que a los escritores más que el sentido nos importa el sonido, o en todo caso el sonido del sentido. A veces invento una explicación a posteriori. Por ejemplo, en Las curas milagrosas del doctor Aira, que el protagonista tenga mi nombre indicaría que hay algo así como una alegoría mutua entre escritores y curanderos. (Pero esa novela la escribí muy en serio, como un exorcismo, para un amigo que estaba enfermo y murió poco después.) A veces se me ocurre una explicación en medio de la escritura, y entonces me dedico a sabotearla desde adentro y por anticipado.

—A menudo sus novelas acaban con unos finales tan espectaculares como desconcertantes. ¿Podrían considerarse también como un sabotaje de todas las páginas precedentes?

—Siempre creí que los finales precipitados y poco elaborados de mis novelas se debían a la pereza, al aburrimiento, a las ganas de terminar de una vez para empezar otra. Algo de eso debe de haber, porque para mí todo el placer de escribir una novela está en empezarla, en partir a la aventura, lleno de esperanzas. Lo ideal sería dejarlas inconclusas. Pero hay un modo de darles un buen fin: detenerme antes del último capítulo o el último episodio, y planearlo como una pequeña novelita completa en sí. Lo probé en Parménides, y salió bastante bien. Aun así, no volví a usarlo y reincidí en mis finales malos. Es que un buen final contribuye a hacer de la novela un producto, un resultado de un trabajo bien hecho. Y yo quiero mantener abierto el proceso. Salvo que esto sea una excusa para justificar la pereza y el desgano. Pero soy bastante sincero cuando digo que no me gusta que el lector termine el libro poniéndose en juez y me absuelva, o en profesor y me ponga una buena nota. Prefiero que me juzguen por mí, por el escritor que soy, y no por los libros que escribo.

—Perinola, el protagonista de “Parménides” (2006), se enfrenta a un proyecto, que se detiene durante años en los preliminares, hasta que halla un procedimiento y escribe. ¿En qué consistiría la oposición entre proyecto y procedimiento? ¿Tiene relación con esta preferencia por el proceso antes que por el resultado?

—Durante una época, hace unos veinte años, yo no abría la boca si no era para hablar del Procedimiento: decía que la función del artista no era crear obras sino crear el procedimiento para que las obras se hicieran solas, que “la poesía debe ser hecha por todos, no por uno”, y muchas cosas más por el estilo, que sonaban bien pero no tenían mucho sentido. Supongo que lo decía para hacerme el interesante. Por supuesto, nunca puse en práctica nada de eso. Seguía escribiendo mis novelas, como las sigo escribiendo, sin procedimiento alguno y sin esperanzas de que algún día lleguen a escribirse solas. No me siento culpable de fraude, porque la culpa no es del todo mía. A los escritores nos están pidiendo teorías todo el tiempo, y cedemos a la tentación de darles el gusto, por cortesía, por juego, o para que no nos tengan por unos brutos. En mi caso al menos, inventar una teoría es un acto tan imaginativo, y tan irresponsable, como inventar el argumento de una novela. No creo que le haga daño a nadie, y hasta podría acertar con alguna verdad útil. Tampoco estoy tan seguro de la superioridad del proceso sobre el resultado. Teóricamente suena bien, pero en la práctica me da la impresión de que ese arte “process oriented” que ahora está de moda corre el peligro del ombliguismo o narcisismo o de terminar girando sobre sí mismo en una estúpida infatuación. Creo que yo no siempre he escapado de ese peligro.

—Da la sensación de que el “Diario de la hepatitis” (1993) refleja una crisis deliberada sobre el sentido de su escritura, ¿se trataría, de ser así, de un experimento para huir del peligro que significaría seguir un proyecto?

—Yo diría que la crisis, el desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres componentes del estado normal de un escritor. Lo que dijo Horacio es cierto e inescapable: como la literatura no tiene ninguna utilidad, su única razón de ser es que sea buenísima. Y aun si nos convencemos de que estamos agregando otro autor buenísimo a la lista, ¿quién lo necesita? Ya hay demasiados. Por suerte, hay una cierta edad en la vida en la que eso deja de preocupar.

—En “Los dos payasos” (1995), los protagonistas escenifican en el circo un chiste harto conocido que, sin embargo, provoca la risa del público. Las explicaciones y digresiones del narrador logran, además, que el lector no padezca los inconvenientes de la repetición. Al contrario. ¿Es un ajuste de cuentas con quienes le acusan de repetitivo, de transitar por motivos similares –finales catastróficos, sabios locos, miniaturas, la sonrisa seria, anacronismos, pastiches, indolencia, etc.– aunque muten de un libro a otro? ¿Tiene algo que ver, además, con su crítica a la búsqueda del efecto en la literatura?

—No me molestaría repetirme, quizá me tomarían más en serio. He notado que la limitación a unos pocos temas y procedimientos funciona como una garantía de seriedad e importancia. Tener un solo tema y escribir siempre lo mismo lo pone a uno en el camino al Premio Nobel. Esta novelita de Los dos payasos creo que tuvo algo de desafío técnico, de apuesta: hacer de un solo chiste (viejo y malo, además) todo un libro. Aunque el libro que salió resultó muy breve, casi un chiste de libro. Y también fue un homenaje, muy en clave, a un amigo muerto. Ahora que lo pienso, la mayoría de mis libros tienen algo de apuesta y algo de homenaje, apuesta en la forma, homenaje en el contenido. (¿O será el revés?)

—En “El secreto del presente”, una de las cuatro novelas que componen el volumen “Las aventuras de Barbaverde” (2008), encontramos un Egipto sorprendente. Como escenario, parece más bien un elaborado pastiche en el que se acumulan tópicos y anacronismos de muy diversa procedencia. “La princesa primavera” (2000) o “Yo era una niña de siete años” formarían también parte de un grupo de novelas en las que el pastiche predomina a la hora de amalgamar la acción. ¿De dónde viene esa necesidad de trabajar con tópicos y encajarlos en situaciones aparentemente disparatadas?

—Usar los clichés de la cultura popular más plebeya (cómics, teleteatro, cine malo) es una medida de economía; con pocos recursos queda planteada una situación, reconocible porque ya está en el inconsciente colectivo. Al librarse del trabajo de construcción de los antecedentes del relato, uno puede dedicarse a cosas más interesantes, como la modulación de los sentidos, la multiplicación de los detalles, la creación de atmósferas.

—En “Los juguetes”, incluido también en “Las aventuras de Barbaverde”, el sabio loco de turno intenta sustituir la realidad por un simulacro para dominar el mundo. Tal vez, la novela en la que plantea esta sustitución de la realidad por un simulacro de manera más radical sea “La prueba” (1992), en la que unas adolescentes causan una matanza en un supermercado en nombre del amor. ¿Considera que este tema recurrente en su obra alude al síntoma de alguna enfermedad social? ¿O se trata, simplemente, de un mecanismo literario?

—No, no creo que haya enfermedades sociales. Eso sería una metáfora, y bastante peligrosa. Una profesora que escribió sobre mí dijo que lo único que encontraba en común en todas mis novelas era la problematización de la realidad, o del concepto de realidad. No sé si será cierto, pero me gusta cómo suena. De hecho, es bastante obvio: para alguien que se decide a escribir literatura, la realidad tiene que haber sido un problema. Si no, se dedicaría a otra cosa.

—Precisamente, el uso de clichés procedentes de la cultura popular no parece destinado a celebrarla sino, como bien dice la profesora, a “problematizar la realidad”. ¿Tendría que ver esta actitud suya con la buena acogida de sus obras en el ámbito académico?

—En efecto, creo que mis experimentos narratológicos, al estar construidos con una materia vil, quedan expuestos con toda claridad, servidos “en bandeja de plata” para profesores y tesistas. Los conceptos de Deleuze, por ejemplo, se necesita ser Deleuze para aplicarlos a Kafka o a Proust, pero cualquier principiante puede aplicarlos a mis novelas.

—¿Es por esta razón que se recrea en ocasiones parodiando un cierto lenguaje post-estructuralista?

—Si hay parodia, es involuntaria. No me gusta la parodia, está muy gastada como recurso literario, y si quisiera hacerla no me saldría: para parodiar un discurso se necesita estar bien parado en el discurso propio, y tener una seguridad en uno mismo que a mí me falta (nada me falta tanto).

—“Canto castrato” (1984) se desenvuelve en un ámbito que actualmente se considera alta cultura: la ópera barroca. Sin embargo, usted trata ese entorno operístico como un medio en el que impera el gusto por el simulacro, un artificio de apariencia sofisticada que se sostendría gracias a la improvisación y a que, en realidad, no interesaba realmente al público que asistía a las representaciones. ¿No hay en esta novela una crítica implícita a la situación alta cultura entonces y hoy en día?

—En esa época yo hacía informes para una editorial, por lo que leía muchísima “comercial fiction” norteamericana. Estaban de moda, en la estela que había dejado el éxito de El nombre de la rosa, los “best sellers de calidad”: la “calidad” la ponían los temas, que casi siempre eran de tipo “cultural”, tomados del catálogo de la alta cultura. El tratamiento era de “baja cultura”, con filtro californiano. Cometí el error de pensar que yo también podía hacerlo. Esas cosas no se pueden hacer desde afuera. Se necesita mucha sinceridad, mucha convicción, para escribir mal. Además, ahí me demostré lo poco que me conocía a mí mismo y a mis posibilidades, porque lo mío es exactamente lo contrario: es el tratamiento de alta cultura de un material de la cultura popular. Esto me ha traído recuerdos. Aquella editorial para la que yo hacía informes (“lecturas”, se llamaban), era la más grande de la Argentina, y había hecho millones con Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith y cosas así. Yo era amigo del dueño, que sabía perfectamente que cualquier cosa que estuviera por debajo del nivel de Henry James a mí me parecería malo, y aun así leía con el mayor interés mis informes, escandalizadamente negativos, sobre Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith. Supongo que los leería “al revés”, y quizá toda la relación de alta y baja cultura se resume en esta inversión, y toda la teoría está de más.

—Volviendo a “El secreto del presente”, Luxor, el pueblo egipcio invadido por expediciones arqueológicas en el que transcurre la acción, acoge una Bienal de Arte Contemporáneo. Karina, el personaje que la visita, “empezó a encontrar ridículo todo, a irritarse contra esas ‘obras’ que eran un montón de piedras o unas feas fotos ampliadas al tamaño de paredes, o un video borroso de una fiesta, o una pila de cajas de cartón”. ¿Podemos identificar esta opinión con la suya propia?

—Mis novelas, como se lo he contado muchas veces a muchos entrevistadores, las voy inventando a medida que las escribo, y las cosas que pasan en ellas me las dictan las cosas que me pasan a mí. Cuando estaba escribiendo esta novelita, la segunda de las aventuras de Barbaverde, fui a Francia, y una amiga me llevó a ver la Bienal de Arte Contemporáneo de Lyon. Llegamos temprano a la mañana, y el museo en el que se exponía parte de la Bienal todavía estaba cerrado, así que fuimos a hacer tiempo al parque que había frente al museo, que se llamaba parque de “La Tête d’Or”, quién sabe por qué (es un barrio muy chic de Lyon). Paseamos por el parque, lo recorrimos en el trencito, y cuando abrió el Museo, a las diez, entramos. Mi amiga, vehemente enemiga del arte contemporáneo, protestó todo el tiempo, tanto que me juré no ir nunca más a ver una exposición con ella. Después fuimos a almorzar, y en la mesa junto a la nuestra había unos tipos sospechosos, hablando de organizar una “soirée pédé”… En fin, todo lo que está en la novela pasó en la realidad, con algunos pequeños cambios. La “Tête d’Or” se volvió “la Cabeza de Horus”, Lyon se volvió Luxor, y algunas cosas quedaron sin cambios, como mi convicción de que Olafur Eliasson es un fraude, y Dieter Roth fue un gran artista.

—La escena más interesante de “La cena” (2006) tal vez sea el espectáculo de la miniatura con el que el anfitrión obsequia a los invitados: una abigarrada acumulación de verdaderos milagros de la mecánica, más maravilloso incluso que el ataque zombi que padece la ciudad de Coronel Pringles, unas páginas más adelante. ¿Alude ese mecanismo tan complejo como imposible a la manera de componer sus novelas?

—No lo recordaba, pero sí, es una buena observación. Esa escena del hombre gordo que entra todas las tardes al cuarto de su anciana madre ciega y le canta un tango, y de abajo de la cama salen aves blancas arrastrándose, la había pensado como punto de partida de una novela. Pero esa clase de cosas tengo que verosimilizarlas una por una (por qué se había quedado ciega la vieja, por qué el hijo le cantaba tangos, por qué había aves debajo de la cama, por qué salían arrastrándose al oírlo). Me dio pereza, o pensé que no valía la pena, y la usé como miniatura mecánica, sin verosímil (pero queda latente). Quizá todas mis novelas estuvieron en esa alternativa, de ser novelas o ser miniaturas mecánicas.

—En “Fragmentos de un diario en los Alpes” (2002) muestra con gran detalle una cierta atracción por determinados objetos: “muñecos, juguetes, miniaturas, enseres figurativos (una percha hombre, una lámpara planta), útiles vanos y decoraciones eficaces, todo en perspectivas de historia y capricho”. ¿Se trata de alguna deuda o reconocimiento hacia las vanguardias artísticas?

—En ese libro, que no es una novela sino la transcripción parcial de un diario que llevé durante una estada en casa de amigos, no me propuse otra cosa que la celebración de una semana de felicidad y amistad. Es cierto que la casa (y sus dueños) parecían salidos de una novela mía, pero creo que siempre es así, y que ahí está la clave del realismo: la realidad sobre la que escribimos es la que más se parece a nuestra imaginación. “Vanguardia” (“esa metáfora militar”, dijo Baudelaire) es una palabra, y cada cual va a definirla a su gusto. Para mí no es otra cosa que la creación de valores y paradigmas nuevos. (Siempre digo lo mismo, y ya debo de estar cansando.) Por ejemplo, para volver a una pregunta anterior, mis finales son “vanguardistas”, porque no se ajustan al paradigma establecido de “buen final”.

—Aún a riesgo de cansarle yo también, ¿en qué consistiría ser vanguardista hoy en día? ¿Comparte las tesis defendidas por Damián Tabarovsky en “Literatura de izquierda”?

—Hoy igual que ayer, y siempre, ser vanguardista (según mi definición personal, que no pretendo imponerle a nadie) es no aceptar que lo bueno es bueno y lo malo es malo, e inventarse una nueva definición de lo bueno y lo malo, y no pretender imponérsela a nadie.

—Tanto en las obras más experimentales como en las más reflexivas, usted es fiel a una prosa sencilla, a menudo puramente informativa. ¿No le atrae la experimentación lingüística?

—Quiero que el lector vea lo que yo vi en mi imaginación, y que lo vea exactamente como yo lo vi. Para eso se necesita claridad y precisión, y no juegos de palabras. Sin embargo, hace poco me pasó algo curioso. Leí una novela de un joven escritor que me imitaba, deliberada y confesadamente, a modo de homenaje. Estaban todos mis temas y procedimientos y personajes, y me resultó muy halagador y gratificante. Pero al terminarla dije: “Es una novela mía, escrita en prosa”. Es decir, sentí que faltaba algo, que hasta entonces no había sospechado que estaba en mis novelas.

—Pese a ser un autor muy apreciado y discutido en los círculos literarios, da la sensación de no haber creado escuela. ¿Le tranquiliza la idea de no tener discípulos?

—Mis libros nunca se vendieron ni siquiera moderadamente bien, y supongo que ésa debe de ser la mejor disuasión a la hora de elegir maestro.

—¿Cómo surgió la idea de la liebre legibreriana?

—Lo de “liebre legibreriana” me vino en un sueño. Eran solamente esas dos palabras, sin imágenes, pero rindieron mucho, porque me dieron material para tres novelas. A los novelistas siempre nos preguntan de dónde nos vienen los asuntos, y casi siempre tenemos que inventar una respuesta, porque casi nunca la sabemos. Es bastante misterioso, qué cosas nos inspiran o estimulan. Lo único que puedo asegurar es que nunca, jamás, va a servirme una de esas historias que todos los días viene alguien a contarme diciendo “esto es para una novela tuya”.

—¿Se inspiró en su propia experiencia para componer el trío de editores pirata panameños que aparece, por ejemplo, en “Varamo” (2002) y “El mago” (2002)?

—Eso salió de algo que leí en una biografía de Simenon: se había enterado de que en Panamá estaban haciendo ediciones piratas de sus libros, fue allá, y a punta de pistola se hizo pagar cincuenta mil dólares por el editor. Esa anécdota también fue muy rendidora, porque a partir de ella escribí tres novelas ambientadas en Panamá, que en una época fue realmente un paraíso de la piratería editorial. Supongo que mi fascinación por los editores piratas (y quizá también la simpatía que siento por los editores en general) echa raíces en algún lugar de mi inconsciente donde también están los fabricantes de dinero, de billetes, falsos o no.

—En “La vida nueva” (2007) aparece otro editor bastante peculiar: ante las promesas respecto a la inmediata aparición del libro, el protagonista responde con una calculada indiferencia. Esta indiferencia, que en ocasiones se une un tedio o un cansancio similares, recorre muchas de sus páginas. ¿Se trata de una actitud vital?

—Aunque le parezca raro, eso pasó tal como lo cuento, descontada la natural exageración. Achával, mi primer editor y después querido amigo, me daba fechas cada vez más próximas de la aparición de mi libro, y yo tardaba cada vez más en llamarlo. Yo lo hacía por cortesía, por no parecer ansioso, y, sí, por una cierta indiferencia, que me parece que es un rasgo de mi carácter. Pero no es una indiferencia de tedio o cansancio vital, sino más bien de no tomar nada muy en serio, dejar pasar, perdonar, sobre todo perdonarme. Recuerdo el epitafio que se escribió un escritor argentino: “Que Dios le perdone todo lo que él se perdonó a sí mismo”.

—¿Cuáles son los últimos escritores que le han llamado la atención?

—Tengo la bendición de seguir siendo, a mis sesenta años, un lector tan entusiasta y omnívoro como a los quince. Eso me garantiza toda la felicidad que necesito. Leo de todo, todos los días, la mayor parte del día. Y todo es descubrimiento, hasta las relecturas, o sobre todo las relecturas. No podría hacer una lista, porque sería interminable, pero empezaría con Proust, Borges, Lautréamont, Marianne Moore

—¿Y entre los jóvenes –me refiero, siguiendo las convenciones literarias habituales, a los menores de cincuenta años– hay alguno que le guste?

—Los jóvenes son demasiado convencionales para mi gusto. Prefiero a los viejos excéntricos, como John Ashbery.

—“Copi” (1991), y “Pizarnik” (1998) son dos ensayos sobre escritores que, además, fueron amigos suyos. ¿Tiene previsto escribir algún libro sobre Osvaldo Lamborghini?

—Lo he pensado. Pero no sé qué clase de libro resultaría, tan íntima y formadora fue mi amistad con él.

—La figura de Osvaldo Lamborghini ha recibido recientemente una importante difusión: con pocos meses de diferencia han sido publicados “Teatro proletario de cámara”, la biografía de Strafacce y los ensayos editados por Juan Pablo Dabove y Natalia Brizuela en la editorial Interzona. ¿Cómo ha vivido este resurgimiento?

—Lamborghini fue uno de esos talentos que por su mera presencia elevan el nivel de exigencia, ponen más alta la marca, y lo cambian todo. Creo que apenas estamos empezando a hacernos cargo, como antes hubo que hacerse cargo de Borges.

—El protagonista de “Canto Castrato” mantiene una actitud de indiferencia con el canto: su voz, sin embargo, es asombrosa. El protagonista de “Las aventuras de Barbaverde” malinterpreta y mezcla las informaciones que utiliza para escribir unas crónicas que resultan ser todo un éxito. El protagonista de “Varamo” sigue los consejos de los tres editores pirata de Panamá e improvisa el mejor poema vanguardista hispanoamericano. Podría mencionar muchos más personajes que se mueven entre la indiferencia, el desgano, la improvisación, etc. pero que consiguen crear algo insólito, casi maravilloso. ¿Son diferentes asedios a un mismo ideal de escritura?

—No, los ideales no son tan precarios ni tan escépticos. Una vez terminé una novela con la frase: “Las cosas salen bien sólo por casualidad”, y es lo que pienso, de verdad.


 

Entrevista con César Aira

1 AGOSTO, 2009

Teresa García Díaz ( )

Teresa García Díaz. Investigadora del Instituto de Investigaciones Lingüístico Literarias de la Universidad Veracruzana. Ha publicado capítulos de libro y varios artículos sobre César Aira, además de coordinar el libro César Aira en miniatura: un acercamiento crítico.

 Innovación, rareza, intensidad, conocimiento, desmesura, experimento, apertura, riesgo, singularidad, divertimento y un gran ejercicio de la libertad creativa, son sólo algunos de los tantos y tantos calificativos que se pueden aplicar a la narrativa del escritor argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949). Crea nuevas formas de realismo y desafía los códigos de verosimilitud: con la interrupción o cambio de tema, las consecuencias de yuxtaponer tramas distintas, los inusitados y radicales cambios de identidad, el deslizar a los personajes por diferentes mundos y la aceleración de algunos finales, entre muchos recursos.

El deseo de leer y poseer todos sus libros puede volverse una obsesión. Sus primeras y extensas novelas son casi inconseguibles. Las más, son breves, y algunas mínimas; muchas pueden verse como libro-objeto. Haikus y Dante y Reina tienen 45 y 73 páginas respectivamente, son cuadradas y miden 12 centímetros. La pastilla de hormona, con 15 páginas numeradas a mano en la edición de Belleza y felicidad, además de venir inserta en una bolsa plástica transparente, lleva al extremo su originalidad al ir acompañada de un pequeño dije metálico, con una palomita dentro de un círculo. Destacan Mil gotas o El todo que surca la nada, en las geniales ediciones de Eloísa Cartonera, con sus pastas o tapas de cartón reciclado, con imágenes únicas dibujadas a mano con pincel. Es igualmente notoria la diversidad de editoriales que acunan sus obras, no tengo referencias de otro autor de nuestra literatura que pueda darse ese gusto: Achaval, Ada Korn, Anagrama, Beatriz Viterbo, Bajo la luna, Emecé, Era, Fundarte, Interzona, Javier Vergara, Joaquín Mortiz, Mansalva, Mondadori, Omega, Random House, Simurg, por nombrar algunas. Así, sus fieles seguidores, además de lectores-aventureros, nos convertimos en una suerte de lectores-coleccionistas a la búsqueda de sus libros.

En medio del absurdo y de esa aparente inconsistencia, se confirma que lo único constante en Aira es la transformación, pues nada es definitivo, ni en el procedimiento ni en el resultado. Cuando lo leemos confirmamos que en su proceso heurístico no sólo se traduce a sí mismo y a su erudición, sino también a la inserción de cómics, cultura popular, películas bizarras, con instrumentos de alta cultura; a la novela, el cuento, el ensayo como géneros; creando así una inusitada forma de escritura que se anunciaba ya desde Moreira(1975), Ema, la cautiva (1981), La luz argentina (1983); tuvo algunas transformaciones en El volante (1992), La fuente (1995), La abeja (1996), El tilo (2003), El bautizo (2004); y ha alcanzado otros matices en sus libros más recientes como La cena (2006), Las conversaciones (2007), Las aventuras de Barbaverde (2008). Por muchos años ha sido traductor, y ha escrito, además de ensayos, vidas literarias como las de Alejandra Pizarnik, Edward Lear y el tan citado Diccionario de autores latinoamericanos. Aira, rompe moldes y cánones para que, en una suerte de epifanía, veamos el mundo con mayor libertad Quizá si somos capaces de penetrar sus textos, si nos entregamos a la lectura y a la vida sin atender a los límites como él lo hace en la escritura, quizá entonces, como enunciaba Alejandra Pizarnik, “alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera”.

De la misma manera en que para Aira las mujeres de los cuadros de Picasso “se entregan a una danza frenética para salir de la tela”, sus personajes se sumergen en una imperiosa “huida hacia adelante”, empujados por esa apremiante necesidad de salir de su papel para trasladarse a otro, al igual que nosotros nos dejamos ir en nuestro vertiginoso caos vital. Y esa “huida” con matices sumamente distintos puede verse como un punto de unión con Osvaldo Lamborghini y Copi, dos autores que de diferente manera están vinculados con sus recorridos vitales y literarios. Cabe destacar que, actualmente, él es editor de la obra de Osvaldo Lamborghini en editorial Sudamericana.

En el año 2003 tuve la fortuna de descubrir a César Aira y desde entonces he deambulado por sus mundos placenteramente. Me dejé atrapar por su continuo, por nombrar de alguna manera a ese inconmensurable texto airano que inicia en su primera obra, se transforma y rejuvenece en cada uno de sus libros, y seguirá en los muchos que están por venir. Su singular propuesta estética trasciende incluso el proceso editorial con 66 obras publicadas.

Me encontré por primera vez con César en Rosario, en 2007; ciudad en la que conocí a algunos de sus personajes y donde me guió por los lugares de Los misterios de Rosario. Entonces iniciamos una larga conversación que aún continúa —con Aira no podía ser de otra manera— sobre la vida, su obra, sus lecturas y sus afinidades electivas, entre muchos temas. Experiencia que me ha resultado enriquecedora y formativa, además de gozosa. Aquí les comparto una pequeña parte de ese propositivo e interesante diálogo que tuvimos recientemente en Buenos Aires.

Para mí “la libertad” es el valor supremo y por eso, entre muchas otras razones, respeto tanto tu escritura. Tener un personaje como arbolito de Navidad, otros como las gotas, los cambios de identidad o de tus tramas, escribir un relato sobre los diferentes precios y la compra de un libro de Duchamp en México, son rasgos originales. ¿Cómo decides permitirte escribir lo que se te va ocurriendo, sin detenerte por lo establecido?

Creo que siempre fui muy sumiso, en mi vida familiar, profesional, social. De ahí que haya podido o querido percibir —como quizás no la perciban tan fácilmente personas más arriesgadas, independientes, rebeldes— la diferencia que hay entre el comportamiento que uno tiene en la realidad y lo que puede permitirse cuando escribe. Me da la impresión de que muchos escritores alucinan que lo que pasa en sus novelas está pasando en realidad, y por lo tanto tiene que someterse a las leyes de ésta. Por mi parte, creo más bien que la realidad es para el novelista sólo una referencia, algo así como una piedra de toque que sirve para graduar los niveles de invención. O una sinopsis de la imaginación.

En cuanto a mi carácter sumiso (evitar discusiones, darle la razón a todo el mundo, dejar que las cosas pasen, no aplicar paradigmas morales a lo que pasa, reducir al mínimo las reacciones) es una política de ahorro de energía vital. ¿Pero por qué ahorrar energía por ese lado? Por la poca importancia que le doy a la realidad; mejor dicho, por darle una importancia sólo estética o lúdica. Porque no me interesa la intervención humana en la realidad. De algún modo, así se cierra el círculo.

Después de oírte una maravillosa conferencia en Rosario en octubre de 2007, pocas horas después de haberte conocido, me quebraba la cabeza buscando las palabras pertinentes para pedirte me regalaras tu manuscrito. Sorpresivamente lo tiraste a un basurero e impediste mi deseo de tratar de rescatarlo. ¿Esa sensación te la ocasionan tus textos terminados? ¿Te urge deshacerte de ellos y entregarlos a alguna editorial? Quizá ésa podría ser una explicación práctica, aunque no sé si lógica, de la inmensidad de obras publicadas que tienes en tu haber.

Recuerdo un cómic que leí de chico, y me dejó una marca, una historia de Mandrake el Mago —sobre la que ya he escrito—: la bella y rica Desirée tiene contratado, con cama adentro, al Mejor Escritor del Mundo, que escribe para ella una tragedia en verso; se la lee, ella hace alguna objeción, y él, temperamental como todo genio, arroja el manuscrito al fuego de la chimenea y sale dando un portazo; Mandrake, mirando las llamas, lamenta que se pierda una obra maestra pero Desirée le dice: “No se preocupe, él hace seis copias de todo lo que escribe”.

Y aunque no haya seis copias, ni tres ni dos, estoy de acuerdo con Bulgakov cuando dice que un manuscrito nunca se pierde. Es más: una obra de arte nunca se pierde, nunca se destruye, y creo que de todo lo que hace el hombre es lo único que puede aspirar a la eternidad. Hay una pequeña historia, que me iluminó para siempre cuando la leí, a los veinte años. La cuenta un célebre arquitecto japonés: su primer trabajo, al empezar su carrera, fue construir una casa en un suburbio alejado de la ciudad donde vivía. Por ser su primera obra, se propuso supervisarla paso a paso. De modo que iba todos los días a la construcción, para lo cual tenía que salir antes del amanecer, viajar durante horas, caminar kilómetros en el barro, pasar el día al aire libre, en un invierno muy frío y lluvioso, volver de noche, sin haber comido… Se preguntó si valía la pena tanto sacrificio, pensando que al fin de cuentas esa casa, como todas las casas, envejecería, se abandonaría, la tirarían abajo, por más sólida que la hubiera construido. Y llegó a la conclusión de que lo único que hacía valer la pena tanto esfuerzo era hacer una obra de arte, porque el arte es eterno, aunque esté hecho con los materiales más frágiles y aunque se lo lleve el viento a la primera tormenta.

Los mundos airanos son extremadamente lúdicos. ¿Cómo vinculas la infancia, el juego, la aventura y la creación literaria? ¿En ocasiones la escritura te resulta un juego?

El juego es una aceptable —y vetusta— metáfora de la literatura, en tanto es la propuesta de una realidad segunda, con sus propias leyes, que se ponen en paralelo a las leyes de la realidad primera y pueden cambiarse de un juego a otro… Pero siempre hay que desconfiar de las metáforas, sobre todo porque en este caso no es una metáfora pura, sino que está mezclada con la descripción de hechos. En efecto, el juego infantil evoluciona en los adultos por dos vías; una es la de los deportes y juegos de azar, la otra es la del arte. La primera sigue siendo más infantil que la segunda, porque en el arte el “jugador” —el artista— ha tomado conciencia de la arbitrariedad convencional de las leyes que rigen su juego. Esa conciencia hace que la realidad quede planteada como problema. (Justamente el otro día leí un artículo de una joven crítica argentina que decía haber leído todas mis novelas y no les había encontrado otro rasgo común a todas que la problematización de la realidad.)

Cuando te leo no puedo sustraerme a la idea de que hay un aura de juventud que cubre toda tu obra, porque siempre me parece nueva, distinta, vital. ¿Qué piensas al respecto? ¿Ese rasgo de tu poética te acerca de alguna manera a Gombrowicz.

¿Qué puedo decir? Muchas gracias. Para seguir citando lecturas recientes y gratificantes: leía hace poco la biografía de Osvaldo Lamborghini, y en cierto momento —año 1982— el autor, que está haciendo el recuento de los dramas y enfermedades y depresiones de Osvaldo, y sus problemas conmigo, menciona la publicación de mi novela Ema, la cautiva, y dice algo así: “la novela de Aira era demasiado luminosa y feliz como para que Lamborghini… etcétera”. Me pareció un buen elogio. Habría querido  merecerlo más.
He notado que los diarios íntimos suelen ser tristes y sombríos, aun los de gente que ha sido bastante feliz. Creo que se debe a que el diario íntimo se usa para descargar penas y dificultades, como un desahogo. Si el autor tuvo un día de amor y diversión, no abre el diario para anotar nada esa noche, porque no lo necesita. Lo hace si tuvo un día de traiciones y decepciones. Nadie es tan obsesivo como para escribirlo todo; se escribe sólo lo que se necesita escribir. Pues bien, con la novela esa necesidad se disipa. La novela repara la omisión de la felicidad.

La sutilísima escena de Canto castrato donde la amante satisfecha despierta entre los vapores del encuentro amoroso y se enfrenta a la visión del cantante vestido con sus propios ropajes, encarnando la representación de la belleza femenina, rompiendo del todo la imagen nocturna de virilidad, es muy lograda en cuanto a los matices de la ambigüedad sexual. La perversión del comportamiento del castrato es sumamente seductora para el lector. Esa ambigüedad o variabilidad sexual se vuelve una constante en tu escritura. ¿Cómo se origina? ¿Cómo trasciende tus universos?

Ésa es una pregunta comprometedora. “Trasciende”, como vos decís, lo literario, y entra en el terreno de mi intimidad. Una vez escribí un ensayo sobre ese tema, la intimidad, y llegaba a la conclusión de que las dos figuras que mejor la representan son la de los amantes abrazados en el lecho y la del cura que no cree en Dios. No recuerdo bien cómo justificaba esta conclusión; cuando escribo ensayos me dejo llevar por los mismos juegos de pensamiento con los que escribo mis novelas. Pero todos los juegos del pensamiento confluyen en una salida a la realidad, “donde mueren las palabras”, que es el abrazo de los amantes, o en lo inconfesable de la última verdad que uno puede decirse a sí mismo: el cura que no cree en Dios.

Esa ambigüedad con sus abismales diferencias me remite a los jóvenes subversivos que eran “aleccionados” bestialmente en un barco con el propósito de que bajen como “señoritas” para entregarlas a un marido en los mundos de Lamborghini. ¿Hay algún vínculo con ese rasgo en tu escritura?

En ese pasaje de Tadeys encuentro un buen modelo de lo inconfesable social, algo así como la intimidad del cuerpo social. La intención, leyendo objetivamente, es la de solucionar el problema de la delincuencia juvenil transformando a los jóvenes maleantes en “señoritas” modosas e inofensivas. El método es brutal, necesariamente, pero no mucho más brutal que el que se precisaría para convertirlos en obreros laboriosos, ni más brutal que los crímenes que cometerían esos jóvenes si se los dejara seguir libremente su carrera. Casi podemos preguntarnos cómo no se le ocurrió a alguien antes. ¿O sí se le ocurrió, y es lo que ha venido pasando a lo largo de toda la historia? No hay más que pensar en las mujeres como mutantes socialmente aceptables que provienen de una especie inmadura y peligrosa…

Uno tiende a medir la inteligencia con el patrón de su propia inteligencia, que es el “tope” desde el que se juzga. No hay otro modo de hacerlo —salvo que se lo haga de la boca para afuera, sin ninguna convicción: “X es más inteligente que yo”, lo que quiere decir “X se cree más inteligente que yo, pobre infeliz”—. Cuando conocí a Osvaldo tuve la paradójica impresión de estar contemplando una inteligencia superior, al tiempo que sabía que esa contemplación era imposible sin salir de mí mismo. En ese sentido él fue para mí una influencia formadora, y lo sigue siendo.
Pero es evidente que en nuestras obras no hay nada en común. No podría haberlo, por lo que dije antes.

En Los fantasmas dices que la virilidad de los fantasmas “es el reverso de la obscenidad, como una inocencia”. Así se percibe en la lectura, incluso en las escenas donde las manecillas del reloj los colocan en posiciones sumamente explícitas. Sin embargo, el erotismo es sutil y elusivo y más aún en contraste con la fuerte escena de Un sueño realizado. ¿Cómo alcanzas tantos matices?

Yo diría que no es mérito mío: en la sexualidad hay muchos matices, y basta entrar en el tema para que los matices se pinten solos. Ahora bien, ese “entrar en el tema” no es algo que se dé por sí; ahí media una decisión, y un aprendizaje. Yo he notado, como lector, que los personajes de novela que no tienen vida sexual quedan sin peso, sin centro de gravedad, y le transmiten a toda la novela un aire de artificialidad, más de cuento que de novela (en tanto el cuento vale como artificio literario, más mecanismo que materia). No es que esta ingravidez no tenga su mérito, o más bien, su encanto. Es el encanto de Las aventuras de Tintin, o de Verne o Salgari. Creo que fue ese encanto el que marcó originalmente mi vocación, y creo que aun después de hacer el aprendizaje novelístico del sexo sigo cultivando esa ingravidez. Quizás esa coexistencia le da un “matiz” especial a lo mío.

En El bautismo hay una intensidad que resalta dentro de tus libros. El  niño-monstruo tiene una fuerte carga dramática. La belleza física y la monstruosidad son elementos recurrentes en tu obra. ¿Cuál es el sentido de ese recurso? Si, como dices, necesitas visualizar para poder escribir, ¿cómo logras visualizar imágenes tan contrastantes?


No hay otro modo de visualizar que mediante contrastes. Pero en casos extremos como el que mencionas creo que hay una asimetría: la belleza la visualizo, la evoco en la visión interior, mientras que a la monstruosidad la construyo lingüísticamente. A la belleza basta mencionarla, o ni siquiera eso, basta mencionar el efecto que causa. El monstruo, en cambio, es trabajo de escritura, “máquina soltera”.

¿Podrías describirme cuál ha sido tu relación con Copi? ¿Hay vínculos entre tu propuesta estética y la de Copi? ¿En qué consisten?

A Copi lo conocí por Lamborghini. Al Copi escritor; yo lo admiraba como dibujante. Me habló del Baile de las locas y me contó una escena, en la que el protagonista le abría el ombligo a su amante, metía la mano y la hundía hasta alcanzar el corazón, que apretaba y arrancaba. Para Osvaldo ésa era “una verdadera escena de amor”. Leí esa novela, y todas las demás, y el teatro, y fue una revelación y una gran influencia, quizás la mayor de todas. Fue una lección de velocidad, de liviandad, de esa maravillosa continuidad que se volvió una exigencia para mí. Creo que fue de esas cosas que llegan en el momento justo, no cuando yo empezaba a escribir (en ese estadio creo que la influencia de Copi puede ser nefasta) sino cuando estaba lo bastante maduro para tomar ese rumbo.

¿Crees que existan límites precisos y visibles entre la locura, la razón y la realidad, en la vida y en la literatura? ¿Cómo delimitas los sueños, los delirios, la cordura, la realidad y la irrealidad en tus mundos ficticios?

No me hago mucho problema por esas clasificaciones. Trato de ponerlo todo en el continuo de una historia, tal como se me va ocurriendo, y contarla del modo más simple y claro que sea posible.


 

César Aira: "Ser previsible es lo peor que le puede pasar a un escritor". 2010

 

César Aira ansía la libertad de los artistas contemporáneos que pueden cambiar de formato con facilidad y por ello se decanta por una escritura "imprevisible" que se ha convertido en el sello de identidad del autor argentino, como una vez más pone de relieve en su nueva novela, El error.

Y así convencido de que "ser previsible es lo peor que le puede pasar a un escritor", Aira, uno de los escritores argentinos más prolíficos, avanza en su carrera literaria sin volver la mirada atrás y presenta en España su última obra.

Al buscar la génesis de esta novela, el escritor explica en una entrevista con Efe que El error, al que el narrador se asoma desde la puerta de un ataúd que adorna la portada del libro, tiene que ver con su "técnica de escribir".

"Si cometo un error, si una página me sale mal, nada de cambiarla sigo adelante y no la corrijo. A veces siguiendo adelante los errores se capitalizan y dejan de ser errores", indica Aira (Coronel Pringles, 1949).

Y esta técnica, justifica el autor de más de una treintena de novelas, además de un buen número de traducciones, ensayos y cuentos, es lo que le da ese aire "un poco inesperado y sinuoso a lo que escribo".

El error (Mondadori), basada en una experiencia real del autor, comienza con la visita de una pareja, con disputas cotidianas, a un jardín de un país exótico en el que se ubica un pabellón de esculturas.

A partir de este escenario las historias se encadenan hasta darse la mano un bandolero -protagonista de una saga literaria que causa furor entre las mujeres de una prisión- con una mujer que huye tras creer haber asesinado a su marido y que a punto ha estado de librarse de la cadena perpetua.

Sin olvidar, el rol protagonista de la azarosa vida de un escultor que lo perdió todo.

Y es que el arte es para César Aira una gran fuente de "sugerencias e inspiración", sobre todo las nuevas corrientes de arte contemporáneo, pese a que se confiesa un devoto de Velázquez y de "Las Meninas" por lo "extraño y "enigmático" del cuadro.

"Vistas desde una mirada hostil estas corrientes (contemporáneas) pueden parecer extravagantes y provocativas, pero también tienen esa libertad de creación que a veces no falta a los escritores", asegura César Aira.

Cita entre sus artistas favoritos a los suizos Peter Fischli y David Weiss, y a todos aquellos que, explica, "migran de medio a medio, de formato a formato, que un día hacen un vídeo otro una instalación, un dibujo o un libro".

"Yo me siento un poco así", asegura el escritor, que invita al lector a descubrir a través de la literatura una obra "mejor, peor o bastante mediocre, como las mías, pero con intenciones artísticas" y no a rehuir del entretenimiento y placer a través de "lo previsible".

Se decanta por la novela corta, por ser el género que le ofrece más libertad y por su "laxitud", porque, explica, a diferencia del poema o el cuento "no tiene una exigencia de calidad tan alta".

El propio autor se inscribe en la corriente surrealista que aún se mantenía viva en Argentina en los años sesenta y pese a que Córtazar fue "un gran amor de juventud" considera sus maestros a Borges, Machado de Assis o César Vallejo.

César Aira, que ya prepara un nuevo trabajo sobre los indios de Argentina, aprovecha su visita a España para participar en el seminario que sobre arte contemporáneo y literatura se inaugurará mañana en la Casa Encendida de Madrid, donde intervendrá en su jornada de apertura.

En cualquier caso, su pasión por el arte se queda sólo en "afición y en divertimiento", al considerar que tanto en la literatura como en la plástica o la escultura hay que "jugarse todo", de lo contrario "no cala", concluye.


 

Lo cortés y lo irónico

14 de mayo de 2010 · Escribe Diego RecobaJosé Gabriel Lagos en Cultura

César Aira y su visión de la literatura rioplatense.

No sólo es creador de una obra extensa, original y apreciada por la crítica, sino que también cultiva su imagen con cuidado, por ejemplo, retaceando sus entrevistas en Argentina o dándoles su nombre a personajes de sus propias ficciones. César Aira (Coronel Pringles, 1949) es una figura central de la literatura argentina contemporánea y la cabeza visible de una línea que se remonta a una gran tradición rioplatense.

Aira visita Montevideo con frecuencia, sin llamar la atención: le gusta nadar en la piscina del Radisson, dice. Su llegada la semana pasada fue un poco diferente, porque vino a presentar la edición de su relato Mil gotas por parte de La Propia Cartonera, en el bar Clase A, de Nuevo París. La conversación comenzó en torno a un ejemplar del recientemente editado (por Alfaguara) Arlt fundamental.

-Me llamaron de la editorial para pedirme autorización para reproducir una frase mía en la contratapa, de un viejo ensayo donde digo: “Lo que en la cultura europea se hizo a lo largo de 500 años y miles de escritores, en la literatura argentina lo hizo Arlt, solo, en cinco años”. Arlt creó la novela en la Argentina. Aunque había habido intentos, por el fin de siglo, el 900, Cambaceres, naturalistas imitadores de Zola, la verdadera novela la inventó Arlt. Fue un adolescente genial, porque dejó de escribir novelas antes de los 30 años. Siempre lo ponemos en contraposición a Borges: Borges, el escritor erudito, el hombre de biblioteca; Arlt, el escritor de la calle, de la vida, con apenas unas pocas lecturas de pésimas traducciones de novelitas rusas. Toda la militancia arltiana ahora como que pasó. Pero sigue siendo un clásico. El único gran hijo que tuvo fue Onetti. Tomó la densidad arltiana, un poco psicológica, un poco patológica, y dio un paso más.

-¿Sigue funcionando esa dicotomía Arlt-Borges? ¿Dónde te pararías vos?

-Yo soy un borgiano, por más esfuerzos que he hecho por no serlo... Lo que pasa es que Borges es un universo en expansión: desde que se murió sigue creciendo, cada vez hay más interpretaciones de su obra. Ahora empiezan a aparecer sus manuscritos, que son extraordinarios, por los dibujos, sobre todo: revelan una faceta que no conocíamos de Borges. Sigo redescubriendo su obra, sigo encontrando inspiración.

-A propósito de Borges: la primera vez que leí una novela tuya pensé en su amigo Bioy. ¿Hay una conexión?

-Sí, pero no... Las primeras novelas de Bioy, que están muy en la línea de Borges, de la teoría que ellos hicieron de la buena trama, de la trama perfecta, de llevar los procedimientos de la novela policial a la novela fantástica, siento que están cerca de mí, pero en la medida en que están cerca de Borges. El resto de la obra nunca me gustó mucho porque tiene un tono un poco paternalista, de señor de la clase alta. Esa cosa de aristócrata que se pone a escribir novela sobre la clase media baja, los barrios humildes... si no sabía nada de eso. Ahí no le confío, pero póstumamente le perdono todo, por su maravilloso libro que es el Borges. Creo que es el libro más hermoso de la literatura argentina.

-Lo que decís respecto de la diferencia entre Bioy y sus personajes...

-... tiene una distancia irónica un poco fría.

-¿Pero vos no tenés también un poco de distancia, o de burla, en algunas novelas, respecto de tus personajes?

-En general trato de poner la burla, el sarcasmo, dirigido a mí mismo. Para que no me reprochen.

-Sí, el personaje Aira aparece en muchas de tus novelas, con características distintas.

-Es un tarado. Pero yo creo que la ironía es una forma de la cortesía. No tomarse muy en serio a uno mismo ni a nada. Tiene un costado malo o peligroso, en el sentido de que toda la literatura del siglo XX ha sido una literatura de ironías, de distancias, a tal punto que hoy día se ha vuelto muy difícil escribir en serio. Hemos llegado a un punto en que la inteligencia y la buena educación se identifican con la ironía, con la sonrisa.

-Tal vez el quiebre de esa actitud viene por el lado de la literatura chiquita, confesional, en primera persona. Mucha gente joven escribe así.

-¡Qué epidemia! Estoy en contra de eso porque para mí la literatura es básicamente invención, creación. Contar la vida, en cambio... Y además, ¿quién escribe novelas? No las escribe la gente que tiene una vida interesante, inmigrantes, o lo que sea. No, las escribe gente de clase media que va a las facultades de letras y tiene una vida totalmente estereotipada. Les pasa a todos lo mismo, hay un empobrecimiento de la experiencia: es la vida urbana, de la clase media. ¿Por qué van a estar contando su vida y sus opiniones? Escriben sobre Tom Waits, Lou Reed, sus diferencias con Leonard Cohen: son todos iguales. Hay un libro muy bueno, de un amigo mío de Rosario, Alberto Giordano, El giro autobiográfico en la literatura argentina actual. Lo hace en positivo -a él le gusta este tipo de literatura-, pero es una muy buena descripción de diez autores. Uno se da cuenta de que todos estos escritores están absolutamente contentos y satisfechos con sus vidas. Y tienen motivos, si no tienen ningún problema: viven en los cafés, no tienen problemas económicos porque vienen de familias más o menos bien, y hoy en día hay tanta beca, tanto subsidio... Quieren escribir sobre sí mismos, sobre esa vida de la que están tan satisfechos, pero cuando empiezan se dan cuenta de que para hacer una novela se precisa un conflicto. Entonces inventan el conflicto, que es lo único que no deberían inventar. Hice una especie de estudio: recurren a tres conflictos estereotipados básicos. Son: murió mi viejo, me dejó mi novia o me salió un grano. O sea, se terminó mi adolescencia, voy a tener que hacerme cargo de mí mismo, soy un adulto; el problema sentimental, sexo; o la hipocondría, la neurosis, el psicoanalista.

-El nuevo cine argentino también va por ahí.

-No me hablen del nuevo cine argentino.

-¿Y Washington Cucurto? Él va por otro lado, y ha dicho que es lector tuyo.

-Cucurto me parece un gran poeta. La asimilación que tienen nuestras sociedades a las cosas de ruptura o marginales, como fue hacer una editorial de cartoneras, termina en gente sofisticada que expone en su living los libros cartoneros. Las universidades norteamericanas son los mejores clientes que tienen los cartoneros. Es difícil hoy día ser un disidente, porque en seguida vienen las multinacionales, que han adoptado como moda esa disidencia, digerida perfectamente.

-Pero esta visita tuya incluye la presentación de un libro cartonero.

-Bueno, justamente hubo críticas al asunto de los cartoneros. Yo estuve en el comienzo mismo de la aventura: surgió en una galería de arte muy sofisticada, muy vanguardista. Todos los escritores que colaboramos en la primera tanda fuimos criticados: decían que éramos unos esnobs que íbamos a buscar un souvenir de la miseria. El que escribió eso estuvo bien. Cuando a uno le hacen una crítica que tiene un punto de ingenio, hay que reconocerlo. También está el hecho de que, si uno se pone a hilar fino en la cuestión ideológica, termina no haciendo nada: siempre va a haber un argumento.

-Bueno, vos has editado en todo tipo de editoriales. ¿Es porque sos muy prolífico?

-No, no es eso. Bah, escribo mucho, pero libros muy pequeñitos. Escribo muy poco. Tomé un agente, cosa que parece muy esnob y sofisticada, pero en realidad tuve que hacerlo porque empezaron a traducirme en otros idiomas y me mandaban contratos que yo firmaba sin leer, y se empezó a hacer un lío muy enorme, así que fue necesario llamar a alguien que se encargara de poner en claro las cosas. Terminaba vendiéndoles el mismo libro a dos editoriales... un desastre. Hice un acuerdo con el agente, un alemán, que aclara que él se ocupa del mundo y yo no me meto en eso; yo me ocupo de la Argentina, y ahí no se mete él. Entonces, en la Argentina es todo gratis: yo no cobro derechos de autor y regalo los libros a estas pequeñas editoriales independientes, en general de amigos o de gente que me simpatiza.

-Pero publicaste por Sudamericana.

-No, yo publiqué por Mondadori, lo hizo el alemán allá en España. Después lo reeditó Mondadori Argentina. Antes sí había publicado seis o siete novelas en Emecé, una editorial con la que tuve una larga relación, porque trabajé casi treinta años como traductor para ellos. Cuando la compró Planeta, se terminó. Pero está esa idea de que si uno escribe poco va a ser bueno y si escribe mucho va a ser malo, descuidado. Además, he descubierto que para ser prolífico no es necesario escribir mucho: basta con escribir bien. Escribir mucho en cantidad, cualquiera puede hacerlo. Ahora, que eso se pueda publicar es otra cosa. No precisás escribir mucho. Escribiendo una paginita por día, como escribo yo, ya tengo tres de mis novelitas al año.

-¿Y por qué novela breve?

-Fue una cosa que se fue dando. Empecé escribiendo novelas de tamaño normal, de doscientas, trescientas páginas. Pero está bien lo de ir encontrando el formato que a uno le conviene. Ochenta, cien páginas son justo lo que le conviene al tipo de historia que se me ocurre a mí.

-Para Saer era la forma perfecta porque tenía la posibilidad de explayarse de la novela y la unidad del cuento.

-Las últimas veces que lo vi tenía la ilusión, muy común en los novelistas, de escribir una novela larguísima [llamada La grande, justamente], tipo La guerra y la paz. Se largó a escribirla, no la terminó. Me parece un poco peligroso lanzarse a la gran novela. Por supuesto que las novelas largas se venden mejor que las novelas cortas. Eso lo sabe todo editor: cuanto más lomo tenga un libro, más se va a vender. Eso simplemente por el hecho de que cuanto más gordo es un libro, menos literatura tiene.

-No tengo noticias de que hayas tenido un bestseller.

-Jamás.

-Pero ocupás un lugar central en la novela argentina contemporánea.

-Siempre digo que yo no tengo público, tengo lectores. Lectores individuales, que se encaprichan conmigo por algún motivo y siguen leyéndome a mí, y por ahí consiguen algún otro adepto. Pero eso nunca va a coagular en público. El público es una cosa distinta de los lectores. La lectura misma es un acto individual tan personal, tan íntimo... El buen lector siempre sigue caprichos personales que están muy ligado a su personalidad, su vida. El público masivo es otra cosa.

-¿Pero te parece que hay algo en lo que escribís que presenta una dificultad?

-Lo que he notado es que la poca querida gente que me lee lo hace porque quiere, porque va a buscarme, porque encontró a Aira un día y a partir de entonces va a buscarlo. Ahora, cuando vas a llevarle el libro a su casa, como en esas colecciones que venden en los kioscos y la gente los compra mecánicamente... me ha pasado dos veces: me llamaron por teléfono para decirme: “¿Por qué escribe esas cosas que no se entienden, que son disparates?”.

-Sin embargo, no son novelas herméticas, comunican.

-Creo que son bastante divertidas, fáciles de leer. Tal vez haya algo como demasiado personal. No sé.

-¿Te llevó mucho tiempo escribir La liebre?

-No. Ése fue mi récord, porque había un concurso. Nunca gané, pero de joven mandaba a todos los concursos. Me enteré de éste y decidí hacer una novela con todos los fuegos artificiales tratando de seducir al jurado. Y la escribí en dos días, a toda velocidad, desde el momento en que empecé a pensar el argumento hasta el final. Me acuerdo de que se acercaba la fecha y en la novela se armaba una guerra de indios; eso me iba a llevar mucho trabajo, entonces dije: “¿Qué hago?”, y se me ocurrió hacer que los indios de un bando pasaban por un túnel y salían por el otro lado, y se terminaba la guerra. Arreglé en media página lo que me habría llevado cincuenta páginas de trabajo.

-¿Entre esos trucos para atrapar al jurado estaban las referencias a teorías lingüísticas?

-Bueno, creo que sigue habiendo todavía en mis novelas mucho de ensayístico. Cosas de teoría, filosofía. Entra eso. Nunca me gustó mucho. Me dejo ir cuando escribo y pongo lo que me va saliendo, pero después de que lo veo... Preferiría una narración sin esa carga de ensayística. Y de hecho, empecé a escribir ensayos ya avanzada mi edad, para eso, para descargar de mis novelas todas esas ideas que se me ocurren, de novela filosófica. Pero no sirvió de mucho porque escribir ensayos nunca terminó de gustarme, así que en las novelas sigo mezclando esas ideas. Se hace lo que se puede.

-Otra cosa que tiene esa novela es el entronque con lo histórico: hay una biografía paródica de Rosas. En una entrevista dijiste que sos “un esteta del olvido” y estás muy lejos de lo que se llama novela histórica.

-De hecho le tengo una gran antipatía a la novela histórica, y sobre todo a las biografías noveladas. Ahí ya me pongo frenético. Los uruguayos son especialistas en hacer eso. Toman un tema interesante, como África Las Heras, por ejemplo, o la muerte de Rodó, hacen una investigación bien investigada, tienen material para escribir... y hacen una novela. Con eso echan a perder todo. ¿Por qué hacen eso los uruguayos?

-Porque se vende.

-Yo creo que novela es novela e historia, historia. Ha habido historiadores que también fueron grandes escritores, pero lo hicieron aparte. La novela histórica es una aberración. Yo he hecho un par de novelas histórica y una vez que las hice... mmh.

-Sobre las divagaciones filosóficas, en Embalse...

-No me acuerdo de esa novela.

-Es una en la que también aparece la liebre.

-Eso fue todo un sueño que tuve. Soñé que un escritor amigo, Fogwill, que es muy de teorías conspirativas, me decía que se estaba por lograr, mediante ingeniería genética, un animal nuevo, la liebre legibreriana, que está adaptado al nicho ecológico de Siberia y la Patagonia; en el momento en que naciera ese animal, la Argentina pasaría a ser parte de la Unión Soviética. Entonces escribí La liebre con la liebre legibreriana, que va haciendo distintas cosas, un diamante, un mito. Luego escribí La guerra de los gimnasios, donde la liebre entra en los genes: la madre del protagonista sufre de lebrosis, la señora se va transformando en liebre poco a poco. La tercera fue Embalse, donde la liebre nace y es el fin de la Argentina, y el personaje se sacrifica por la Argentina y por el presidente Alfonsín [ríe].

-¿Qué te pareció la película de Diego Lerman sobre La guerra de los gimnasios?

-No me gustó. No se lo digan a Lerman. En general no creo mucho en las adaptaciones cinematográficas de obras literarias. Un buen director de cine tiene que hacer su propia historia. Acá además está el hecho de que la prueba de amor que le ofrece el protagonista a la jovencita es tomar un supermercado, matar a todos los clientes, a las cajeras, incendiarlo: es una buena prueba. Él lo transformó en... robar un taxi. Es un anticlímax.

-¿Hay un modo de escribir Aira y escritores que lo imitan?

-No. Es justamente lo que decíamos hoy de la literatura del yo. Terminan haciendo una especie de costumbrismo urbano. Lo mío siempre intentó ser invención, una salida a lo imaginario. De eso no veo casi nada.

-Dani Umpi te pone como referencia, y su última novela, Sólo te quiero como amigo, tiene un “pasaje Aira”, con insectos en medio de una trama fantástica.

-Es un divino Dani Umpi.

-Lo de los insectos recuerda a tus novelas La abeja y Congreso de escritores.

-Sí, donde la abeja tiene que extraer los genes de Carlos Fuentes pero pica su corbata. Hace poco decía que sé por qué mi éxito está en la academia. Sobre escritores realmente buenos, como Levrero, se han escrito dos o tres tesis. Sobre mí se han escrito como mil. Es completamente absurdo, pero el secreto de mi éxito está ahí, justamente, en que yo con estas invenciones de dibujo animado cómico, bizarro, les doy el material que necesitan para exponer las teorías. Porque en las universidades todo se tiene que ver a través de algún filósofo, de alguna teoría de moda, siempre mediado. Al darles yo estas cosas, como lo de la corbata de Fuentes, se desata todo el tema de dónde empieza y dónde termina el cuerpo, si la corbata es parte de la persona. Con eso se pueden escribir cientos de páginas, meter a Deleuze...

-Te has manifestado en contra del realismo, pero también de la elaboración de personajes profundos.

-Nunca me interesó la psicología de los personajes. Tampoco en la vida real me interesa ahondar en la psicología de la gente. En mis novelas los personajes son solamente funcionales a la trama. Si sirven para que la historia avance, están bien. No trato de darles densidad psicológica, una redondez, algo para que crean que existe esa gente en el mundo, cuando son como figuritas, títeres que yo manejo a mi modo.

-¿Así que al personaje César Aira lo manejás vos también?

-A ése lo manejo fácil.

-Tu novela Parménides es una gran burla a la filosofía presocrática, ¿no?

-Tengo la sensación de que nadie la tomó en serio. Yo hice durante muchos años el trabajo de ghost writer, de escribir para gente rica, importante, y vi cómo funcionaba eso. En una época estudié mucho filosofía griega y me di cuenta de que el poema de Parménides, tan central a la cultura occidental, no lo puede escribir nadie, sólo un ghost writer, alguien que tiene total impunidad. Al escribir algo para otro, y que ese otro nunca va a poder confesar que fuiste vos, podés decir muchas cosas. Con esa novela quise hacer un experimento, porque siempre me están reprochando los finales abruptos, los malos finales. Entonces en Parménides, cuando Perinola, el ghost writer, terminaba de escribir el mamarracho que escribe, yo había escrito que punto, se comía un huevo podrido y se moría. Pero luego me pareció demasiado abrupto. Entonces escribí un último capítulo, que es casi una novelita en sí mismo. Se me ocurrió que podía seguir haciéndolo: al estar terminando, paro y escribo una pequeña novelita que sirva de final. Pero lo hice esa sola vez y luego seguí con los finales abruptos.

-¿Por qué? ¿Te cansás de las historias?

-Sí. Si esto es todo un juego. Si empiezo a tomármelo en serio... Para mí todo el placer está en empezar. Después ya se va gastando el juguete y hay que buscar otro. Además también sé que los lectores aprecian mucho los finales y eso sería chuparles las medias. ¿Quieren un buen final? No, vayan a leer a Sábato.


 

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sábado, 27 de febrero de 2010

sábado, 27 de febrero de 2010

Una entrevista inédita con César Aira

“Dejemos que la literatura se haga sola”, dice el novelista en una charla imperdible.

Planteemos un problema teórico acerca de tu interés por el tema del procedimiento más que por la obra acabada. ¿Qué criterios de validación pueden aplicarse a los procedimientos? 
—Yo, como teórico, soy un estudiante de abogacía, simulo hacer teorías. Muchas veces me preguntan por alguna teoría que escribí en algún artículo o libro y me doy cuenta de que en realidad la escribí porque sonaba bien. En general los escritores tenemos una relación un poco irresponsable con el lenguaje: si algo suena bien, está bien. El otro día en Brasil me preguntaban por una frase que escribí en algún lugar. “El mundo debe transformarse en mundo”. Qué profundo, me decían. Y yo no tengo la menor idea de lo que eso pueda significar pero… suena tan bien. Creo que en un punto la función de la literatura es hacer sugerencias que abran caminos, un poco misteriosos, al pensamiento. Pero, yendo a esto del procedimiento, fue una vieja idea mía de que obras buenas ya hay muchas; hay demasiadas, ¿para qué queremos más novelas, más poemas? Si ya con lo que hay hace falta una vida para leer la décima parte. Quizá lo que necesitemos sea eso que viene de mi juventud utópica, encarnado en esa frase de Lautrémont: la poesía debe ser hecha por todos, no por uno. Intentar los modos para que la literatura se haga sola, sin intervención de una psicología personal ni sentimental. Pero como toda teoría uno la hace para no obedecerla, para burlarse, así que nunca me lo he tomado muy en serio, después hago todo lo contrario. En cierta forma reivindico esa irresponsabilidad, porque es una forma, libertad. Mientras se ejerza en el plano del arte. Y qué procedimiento sirve, y cuál no para hacer una obra buena, no lo sé, simplemente hay que leerla y ver cómo salió.

—Y en el caso particular de tu producción, en que justamente hay una gran diversidad, ¿cómo es el proceso de escritura? 
—Sí, hay mucha diversidad. Las novelas que he escrito son el desliz más profundo a cualquier teoría porque en cada una cambio de estilo, y cambio de ideas. Siempre creí que en la vida real hay tan poca libertad que hay que inventarse un lugar donde se la pueda ejercer plenamente. Cuando he escrito crítica, ensayos o artículos me obligué a hacerlo a partir de cierto momento porque pensé que si seguía escribiendo ficción solamente iba a perder todas esas reflexiones que yo estaba haciendo todo el tiempo al escribir; no quería que se pierda el testimonio de esa experiencia. Entonces me obligué a aprender a escribir ensayos. Y todavía no he perdido esa sensación tan desagradable de que cuando estoy escribiendo uno hay alguien mirando por encima de mi hombro diciendo “esto sí, esto no”. Porque ahí sí hay como una necesidad de decir algo coherente. Mientras que en la novela el profesor desaparece y puedo decir cualquier cosa, y a veces me excedo. 

—¿Vas planificando esa diversidad? ¿Tenés una conciencia general de todo lo que vas produciendo? 
—No. Me canso. Cuando termino una novela trato de olvidarla, cosa que logro muchas veces. Creo que a veces he repetido escenas de una novela a otra simplemente porque me había olvidado de que ya la había escrito. El sistema de una página por día es en un punto como escribir un diario; cada día lo voy improvisando, no hay idea previa del argumento. Voy poniendo lo que me va pasando, y así va saliendo. 

—¿Y cómo es tu valoración al respecto? Dijiste que por ahí terminabas una novela y te parecía que era malísima. 
—Sí, me pasó, una novela que me salió un poco larga, y estaba tan mal que el mismo día que la terminé me puse a escribir un ensayo que se llama La novela imperfecta, para ver si teorizaba y justificaba lo mal que me había salido esa novela. Pero también me di cuenta de que uno no puede juzgar su propia obra. Porque el juicio que uno le da va mezclado con otras circunstancias. Por ahí te pasan cosas desagradables en tu vida y quedan marcadas en la novela, por esa cosa de ir escribiendo día a día. Y se transforman para mí en malos recuerdos. Y otras no, son recuerdos felices. Pero eso es algo totalmente subjetivo y el lector no tiene nada que ver con eso. 

-Qué libros te interesan como lector? 
—Para mí leer es una cosa muy horizontal, por ahí por ese sistema de escribir todos los días, y de seguir escribiendo siempre. Para mí un verdadero escritor tiene que seguir escribiendo hasta cuando deja de poder escribir bien. Por eso siento tanto rechazo por escritores como (Juan) Rulfo, por ejemplo. Escriben un par de novelitas, pocas, y después viven del prestigio. El verdadero escritor tiene que tener la generosidad de seguir escribiendo cuando la mente empieza a fallar, como ahora la mía, y ahí es cuando su responsabilidad ante los lectores crece, cuando empieza a escribir mal. Con eso yo no tengo problema porque empecé a hacerlo hace mucho. 

—¿Qué pasa con lo residual, las impurezas, no sólo de la literatura sino de las otras artes? ¿Cómo trabajás con eso en tu literatura? 
—Soy un defensor a ultranza de la alta cultura y un enemigo de la cultura popular. Porque la alta cultura es el último bastión que va quedando de lo no obligatorio. En nuestra civilización todo tiende a hacerse obligatorio. La alta cultura va quedado como un refugio de lo deliberado, de lo que uno busca. Si uno quiere escuchar a Bach, por ejemplo, tiene que ir a buscarlo. Pero a Ricky Martin no, es obligatorio porque suena en el supermercado, en la sala de espera del dentista. Todo lo popular viene obligado. Ahora, por un cuestión casi paradojal, a pesar de esta postura mía, desconfío muchísimo de los escritores que no saben nada de la cultura popular. Y yo me alimento mucho de esa cultura. Más que de Bach, o de Proust. También está el hecho de que nunca me interesaron los libros sino los autores que los escribieron. No comparto esa mirada que va a los libros impregnada de consumismo. Para mí lo que vale es el autor, no El castillo o El proceso sino Kafka como obra, como “vida-obra”. Esa es mi forma de tomar las impurezas: no tomar al libro como tal. Saer era un caso extremo de esos cortes. Decía que le gustaba, por ejemplo, El castillo, y tal otro libro no; a mí eso me hace sentir una especie de mutilación. No me gustaría que hicieran eso conmigo, que tomen tal libro y que dijeran: “los primeros siete capitulos sí, los restantes no”. Preferiría que me tomen en bloque, con las impurezas. 
—¿Cómo trabajaste entonces, al escribir el libro dedicado a la vida, la muerte y la obra de Alejandra Pizarnik? 
—Justamente hay un mito, una leyenda que pesa de manera compleja alrededor de su vida, su muerte y su obra; todo junto. Con ella pasa lo que con tantos escritores, un altibajo de una parte de su obra a otra parte, pero justamente a un autor hay que juzgarlo por lo mejor que escribió. Me parece mezquino juzgarla por sus libros malos. Fue una escritora que conocimos cuando fuimos a Buenos Aires y ella encarnaba el mito del escritor maldito, del que se quema en su propio fuego. Lo encarnaba deliberadamente quizás, y casi paródicamente, pero fue un triste destino el que tuvo. Y tuve la suerte de vivir la última época de los escritores, no sé cómo llamarlos. Los escritores que no iban a la televisión. Hoy día los escritores se han vuelto prosaicos, van a la TV a hablar de política. Al verlos me pregunto cómo puede ser que sigan naciendo vocaciones literarias. Porque en la década del 60 todavía la vida del escritor era un poco misteriosa, y se cultivaba ese misterio. También es cierto que Pizarnik, como otros, tampoco tenían demanda; nadie los llamaba para hacerles reportajes. El año pasado cuando murió mi querido amigo
Héctor Libertella, el último que quedaba de esa rama de los que prefieren morirse antes de entregarse al sistema, vivir en la miseria antes que ir a trabajar. Hoy día todos los escritores, hasta los que posan de poetas malditos, tienen casa, auto, pagan los impuestos, mandan a sus hijos a colegios privados. Y Libertella, lo mismo que Pizarnik u Osvaldo Lamborghini, decidieron morir, si era necesario, a ir a trabajar a una oficina. Pero es un cambio histórico social. Yo mismo soy un pequeño burgués. Siempre pago los impuestos, siempre trabajé. Soy un caso extremo para el otro lado. 

—En una entrevista hablaste de tu afán de oponerte a “los vacas sagradas” de la literatura. ¿Cuál es el peligro de convertir un autor en eso? 
—La vaca sagrada es una metáfora de esos artistas o escritores de los que no se puede hablar mal porque no se puede. Es el caso de Rulfo en México: si decís algo malo de él te expulsan o te asesinan. Este tipo de figuras son un poco nefastas, porque el campo de elección de los autores que uno lee debe ser algo personal y libre. ¿Cómo va a haber esa imposición sobre lo bueno y lo malo? A diferencia de otros países que dieron figuras intocables, en la Argentina todo se ha discutido o se ha vilipendiado, hasta Borges que fue realmente grande. Pero por momentos no entiendo del todo que haya escritores que mediante la extorsión y el chantaje quieren impedir que se digan cosas como ocurrió ahora con el aniversario de la muerte de Osvaldo Soriano. Sus amigos sacaban estos artículos encendidos, casi violentos, apuntando que a quien no le gusta Soriano es una mala persona, un derechista, un menemista, un genocida. Me parece que esa extorsión al gusto de un escritor es algo impropio. También se lo intentó hacer con Cortázar. Su obra se fue deshilachando con el tiempo, y también su figura, su activismo político y su oportunismo lo opacaron mucho y ya no se insiste tanto en eso. 
No me explico la necesidad de tener una figura, una vaca sagrada, por qué ese deseo de tener un indiscutible, si es mucho mejor tener discutibles, poder opinar. Por ejemplo creo que Rodolfo Walsh es un escritor insignificante. O no tanto, pero lo digo por la rabia que me da este tema.

 


 

 

MARTES, 13 DE SEPTIEMBRE DE 2011

Cesar Aira en El Bar de Gómez Parte I: Introducción

César Aira acaba de editar El Mármol, una novela breve en donde cuenta la retorcida historia de alguien que a partir de una compra en un supermercado chino de Buenos Aires se ve envuelto en una serie de aventuras sin precedentes con el pulso al que el autor nos tiene acostumbrados en una flamante edición independiente de tan solo mil quinientos ejemplares. A tres portadas diferentes, quinientos de cada una. Ni uno más. Es cada vez más común que el autor Pringlense opte por una de estos modos de editar. Otro de esos libritos cortos que el escribe a razón de una hojita por día, no mas.

Se sabe que entrevistar a Aira no es cosa fácil. Hace tiempo que no es asiduo a entrevistas pero sé, hizo una excepción y se vino al bar a tomar un vermú.

Soy de Pringles también y logré conseguir el contacto por medio de su madre y le escribí a su correo personal descaradamente.

-Sr. Aira: (…) Me gustaría realizarle una breve entrevista.

Al minuto tenía mi respuesta: “Che, ¿vos sos sobrino de Horacio De Medio? Iba conmigo al colegio…Llamame en Pringles a lo de mi madre” Devolvía informalmente Aira. Ya era mío.

Casualmente, el autor de Ema, la cautiva, viajaba a Pringles ese mismo día y se quedaba una semana. A los pocos días ya estaba yo allí en su búsqueda.

Al llegar me enteré del motivo de su viaje: Lo iban a nombrar ciudadano ilustre, nada menos.

Lo llamé a eso de las cuatro de la tarde a lo de su madre. Me atendió ella en persona:

_¿Hola?

_Señora, buenas tardes, mi nombre es Santiago De Medio y había quedado en llamar al Sr. César Aira a su casa a esta hora, espero…

_A ver…Esperá. ¡César Aira!

_!Ahi voy! (Contestó una voz distante y poco familiar)

_(Suena agitado y tarda en atender) Hola

_Buenas tardes, ¿Señor Aira?

El mismo, como te va Santiago (Sigue agitado)

_¿Bien y usted? Espero no llamar en mal momento

_No, no, para nada. Lo que pasa es que tuve que subir por la escalera porque no andan los ascensores y estoy en el cuarto piso…

(risas al unísono, era inevitable)

_Me enteré que va a estar ocupado este fin de semana, le agradezco que me pueda hacer un espacio…

_Tranquilo. Son las…cuatro y cuarto, venite a las cinco.

Ni siquiera me dijo dónde vivía. Debió suponer, acertadamente, que, de saber quien era su madre y demás, sabría donde vivía al venir a Pringles –viene solo dos veces al año por una semana y se instala en lo de su madre, en un discreto edificio en la zona céntrica-.

Compré unos vinos –uno nunca sabe-, me acomodé, alisté la grabadora, un anotador y su último libro.

Sólo en Pringles – Pensé: Ya al salir de mi casa se podía ver el edificio en cuestión a tan solo dos cuadras- Ese de esa ventana tranquilamente podría ser él.

 

Toqué timbre y esperé. A los dos minutos baja un tipo de mirada despreocupada y arreglado casualmente.

Nos damos la mano y no me invita a entrar, cierra la puerta y me indica con un movimiento de la cabeza que prefiere caminar, me descoloca, pero es aún mejor caminar por Pringles, nuestro Pringles.

La gente que pasa lo mira. No estoy seguro de que muchos lo conozcan o reconozcan, no es por su cara que es famoso o reconocido, y menos por estos pagos. Pero de todas formas lo miran raro. Algo presienten, algo notan de esta figura. Tal vez, sea una cara ajena al trajín diario, tal vez si tenga algún tipo de aura especial a lo Walter Benjamin. El caso es que lo miran. ¿Él? Ni noticias de ello, no parece importarle.

Caminamos hacia la plaza del pueblo claramente. Un recorrido Art decó que es un ambiente mas que propicio para la entrevista mientras vamos sacando cuentas de quienes son mis padres, con quien fue él al colegio, y demás yerbas típicas de un pueblo del interior.

Ya en la plaza ubica un banco y nos dirigimos hacia allí. A esta altura, el grabador apagado ya había omitido grandiosas frases que el autor escupía con una terrible naturalidad. Al sentarnos no perdí mas el tiempo e introduje mi grabadora a la escena.

Yo voy a apretar el botón rojo, de ahí a que salga…

¿Esa escritura y esa forma de encarar la forma de escribir es de alguna manera atemporal?

No. No. Estoy muy apegado a mí realidad cotidiana. Pero no a la realidad social.

La del diario…

Puede ser sí…Cuando doy una entrevista siempre pasa que digo una cosa y de golpe podría decir lo contrario exactamente igual.

¿Quizás esas cosas sean imposibles de evitar a la hora de escribir, aunque uno trate de no hacerlo?

Totalmente. Sobre todo en mí sistema que consiste en ir improvisando día a día. Nunca pienso un argumento antes de empezar entonces necesariamente va entrando la realidad de todos los días en lo que estoy escribiendo.

¿Usted se sienta a escribir sin saber que va a suceder?

Tengo siempre una idea general al comienzo. Una idea de partida: Algo sugerente que me parece que va a funcionar y me largo a la aventura de que algo pase. Y a veces pasa y a veces no pasa y lo abandono a las cinco o diez páginas.

Pero a veces sí.

¿Cuáles son esos elementos sugerentes que dan el puntapié inicial a la escritura?

Generalmente una idea de tipo intelectual. ¿Qué pasaría si…bueno, algo?

Por eso tiene algo de experimento: ¿Qué pasaría si mezclo esto con eso, flota o explota?

Y tiene de ahí a diez páginas para ver si funciona…

Exactamente. También suele pasar que abandone esa idea inicial y comience por otros lados. Es por eso que mi método de empezar sin nada. Una de las novelas sobre Pringles por ejemplo, La costurera y el viento, la empecé con el título nada más. Tenía esas dos cosas: La costurera y el viento. Y empecé a escribir eso justamente. Estaba viviendo en París, vivía cerca de una plaza y me sentaba en un café a escribir y se van dando la Patagonia y el viento que se enamora… Una de las novelas que escribí con mi amigo Omar Berruet [Amigo Pringlense de Aira desde la infancia], secretario de la intendencia, es el que manda acá.

Es el mando real…

El que manda porque los intendentes van pasando pero él queda.

Y habrá caminado esta plaza también con usted…

Con Omar vivíamos allá en la calle Alvear, fuimos vecinos por mucho tiempo en la infancia. Allí jugábamos un juego que llamamos El infinito, del que escribí un cuento corto: uno pensaba un número y lo decía y el otro tenía que decir un número más alto y así. Hasta que uno se aburría y decía: Bueno, Infinito.

¿Y el que lo decía primero ganaba?

No, porque entonces el otro salía con Dos infinitosOcho mil cuatrocientos infinitosOcho mil cuatrocientos infinitos coma cinco. Y entonces llegábamos a Infinito de infinitos.

¡Y uno tenía que ganar por knock-out únicamente!

(risas)

No imagino un final para el cuento corto.

Bueno como imaginarás, yo me voy para otros lados…

Ese cuento fue traducido a otros idiomas, y adonde voy siempre alguien me cuenta que jugaba a algo parecido…

(risas)

En Lituania, en Arabia, en España…Alguien estaba jugando cuando era chico a algo parecido.

Sin pedir permiso.

Siempre con alguna variación. Por lo visto los chicos de antes teníamos esos berretines matemáticos…

¿Le gustó encontrarse con ese juego por el mundo o es celoso de sus invenciones?

No. Además no era una invención mía, era una invención compartida con Omar Berruet.

¿Lo vio en esta oportunidad?

No, no, no. Pero mañana seguramente.

¿Esta es su primera visita este año?

No. Ya vine hará tres o cuatro meses. Es que ahora tengo sobrinitos nietos que son una debilidad, así que voy todos los días a jugar con ellos. Son el mayor atractivo para venir aquí.

¿Ellas seguro estimulen su frecuencia de viajes?

Si. Porque no puedo dejar pasar mucho tiempo porque sino crecen y me las voy a perder.

Usted, me imagino, debe ser el pariente divertido…

Yo me pongo enseguida en onda infantil y me tiro al suelo a jugar…

Siempre me preguntan ¿Qué sería si no fuera escritor? Y siempre contesto: Maestro de jardín de infantes.

No cobraría, ¡lo haría por el placer de hacerlo!

(risas)

Y ni hablar de cuando sus nietos tengan cierta edad y usted les pueda enseñar el juego del infinito.

…Ahora están con la Play Station…

A menos que lo patente y arregle con Sony para largarlo a modo de juego de Play Station

Podría ser…no creo.

¿Sigue siempre con su método de escribir una página por día?

Trato de hacerlo, sí. Acá en Pringles me es difícil porque estoy tan acostumbrado a escribir en los cafés… ¡y acá no hay! En Dixit [confitería céntrica] ponen una música tan fuerte. ¡Estoy completamente solo y ponen esa música como si a mi me gustara!

Pero sí, trato de todos los días hacer un poquito.

¿Se va a llevar algo de este viaje a Pringles? ¿Alguna hojita quizás?

Si. Aunque últimamente me está costando. No se si será la edad, el cansancio o será una etapa floja en la que nada sale bien.

Usted me dijo que descarta ideas flojas. ¿En qué medida descarta mucho y publica poco o viceversa?

Cuando termino algo, lo termino y se lo doy a algún editor, de hecho tengo algunas deudas. Yo tengo un acuerdo con mi agente que es alemán y vive en Alemania y el se ocupa de todo el mundo: hace contratos, cobra… Pero de Argentina me ocupo yo. Yo no me meto en el mundo, el no se mete en Argentina. En Argentina es todo gratis, sin contratos y para mis amigos. Hay varios editores independientes ansiosos por una novelita mía que ilustre sus catálogos.

¿Termina una obra y ya sabe a donde la va a destinar?

A veces pienso “esto sería para fulano…”

¿Que tiempos tiene entre una publicación y la publicación siguiente?

Varía mucho depende de lo que tenga terminado. Por ejemplo este año, tenía una novelita, El Mármol, una historia con extraterrestres, que se la había prometido a un amigo de una editorial, pero al final se la dí a otro que era también un gran amigo que había tenido muchos dramas en su vida y me la pidió desconsoladamente. Después saque una novela con el BAFICI. Yo había sido jurado el año pasado y mientras lo era me inspiré para una novelita de ambiente cinéfilo que llamé Festival y como el BAFICI saca siempre algunas publicaciones mayormente con artículos sobre cine y demás, nunca habían sacado ningún relato o novela y estaban muy entusiasmados al respecto así que se la dí a ellos. Una edición que se vendía solamente en el BAFICI en una edición bastante limitada que ahora va a sacar este otro amigo al que le debía una publicación.

Después unos chicos que hacen unos libritos muy chiquitos, folletos casi, que se llaman Espid and Yeti, me habían pedido algo y tenía un cuentito de veinte páginas y se los dí. Salió ahora y todavía no lo vi, justo hoy me escribieron contándome que había salido.

Y en España va a salir el mes que viene otra cosita muy chiquita que es un relato que escribí acá en Pringles el año pasado haciendo memoria de mi amigo recientemente fallecido Miguel López. Esto va a salir en una edición artesanal.

Y este mismo año también va a salir otra edición más, también chiquita: una edición exquisita para bibliófilos de treinta y cinco ejemplares numerados.

¿Suele guardarse copia de sus libros?

Una copia de cada uno sí. Ahora imaginate que ya no me entran en casa con todas estas pequeñas ediciones constantes.

Debe tener una biblioteca más que generosa sólo para sus libros.

No es para tanto pero sí, tengo muchos libros.

Ahora me regalaron un e-reader. Lo cargué con cuarenta libros y lo traje para Pringles.

Es todo un desafío abrirse a las cosas nuevas.

Sobre todo para usted venir hasta acá con un bolso con cuarenta libros.

Me alcanza y me sobra para la semana en la que estoy pero es lindo tener y elegir leer uno u otro. Me lo regalaron en Eudeba, la editorial de la universidad, que hacen e-readers.

Yo compro varios libros en Eudeba también para la facultad.

Y ahora todo el archivo de Eudeba lo van a digitalizar para los estudiantes y por medio de un precio especial comprarán los aparatitos estos para leer mas fácil, mas barato y mejor. Estaban muy entusiasmados

Parece una buena opción para combatir las fotocopias.

Si y para evitar la acumulación excesiva de papel: toda la cosa jurídica. Habrá edificios al borde del derrumbe de archivos y ahora, tenerlos en una cosita así [junta las manos e ilustra un espacio muy pequeño]…imaginate.

¿No piensa que puede provocar que pierdan un poco de valor? ¿O cierto tipo de valor?

No, porque no van a competir con el libro. El libro pasará a ser un objeto de arte y de lujo. El fetichismo de la gente como yo que siempre ha estado con los libros seguirá existiendo. Tiene mucha facilidad para ir al archivo y a las notas. Además tienen wi-fi y para pedirlos es mas que sencillo, lo pedís y al minuto lo tenés descargado.

No lo imaginaba amigo de ese formato.

Yo tampoco. Fui a Eudeba porque habían sacado una vieja novela mía en una serie del Bicentenario y me eligieron a la par de Sarmiento y Echeverria.

Con Ema, la cautiva.

Exactamente. Fui y me dijeron del e-readerQué lindo, como me gustaría tener uno…comenté y me lo tuvieron que dar. No lo pongas a esto.

Hablando de la facultad, debo tocar un punto que, si usted no desea, podemos pasar por alto. Tengo entendido se fue a Buenos Aires a estudiar derecho…

Si, medio como excusa porque no había carrera de derecho en Bahía Blanca. Si yo hubiera elegido otra carrera me mandaban a la chacra esa. Por eso elegí derecho y simulé estudiarlo por dos años hasta que me inscribí en la carrera de Letras.

¿Usted se fue a Buenos Aires ya queriendo dedicarse a la escritura?

Si. Ya desde chico tuve esa inclinación por los libros y cuando tenía doce o quince años entramos en una gran Cofradía espiritual con Arturo Carrera [Escritor Pringlense también mundialmente reconocido] con quien compartía el sueño de querer ser escritor.

Eso marcó definitivamente la vocación. De hecho nos fuimos juntos a la Capital, vivimos un año en una residencia de estudiantes junto con Alejandro Carrafanq y seguimos siendo amigos.

¿Siempre frecuenta a Arturo?

Nos vemos seguido. Sobretodo en el verano porque él lo pasa todo acá y cuando vengo nos encontramos.

¿Se leen mutuamente?

Si. Porque además a Arturito lo he utilizado como personaje de muchas de mis novelas. Asi que me lee para ver ¡que le he hecho esta vez!

Quizás usted lo haga para que el sienta la obligación de leerlo.

Arturo me inspira, su vida e historias.

¿Se compras los libros o se los envían?

Nos los regalamos. Como nos movemos en el mismo circuito, compartimos muchos editores y hacemos circular nuestros libros.

Imagino que con un apoyo como el de Carrera, dos personas con el mismo interés, de un lugar tan pequeño y que ambos hayan triunfado…

Si. Es una cosa rara y un privilegio. Soy conciente que a pocos les ha pasado. Justamente le contaba a este muchacho del diario El Diario [diario Pringlense] que hace unos años estuve en Cuba en una reunión y un jóven cubano me dijo que acá los escritores argentinos que más se leían eran Carrera y yo. ¡Los dos chicos de Pringles!

¡Ni pagando podría haber sido mejor! ¿Debe darle mucho gusto no? Mas que justo los dos tengan ciertas similitudes en cuanto a las críticas y sean bienvenidos por igual en lugares como Cuba…

Nosotros hicimos un pacto de chicos de no interferir en nuestros campos: el la poesía, yo el relato. Siempre respetamos nuestros respectivos cotos de caza.

¿Piensa en que él lo va a leer o que alguien puntual va a leer su nuevo libro antes de entregarlo?

Si. Uno siempre piensa que dirá tal o cual pero por lo general es con gente muerta.

Ahora con esto de los e-books y esas cosas que usted mencionó quizás hasta lo estén leyendo en el más allá también.

(risas)

¿Podría establecer un perfil de quien es su lector? ¿Lo conoce o no necesariamente?

No sé. Tal vez me sorprende. Te voy a contar una anécdota que ya he contado que es poco modesta: Una vez yo iba caminando por la calle y me cruza un hombre que me grita “¡Adiós Aira!”. Lo miré pero no pude reconocerlo: Usted no me conoce- me dijo. Yo soy un lector. Un humilde lector.

Entonces me quedé pensando: Humilde lector. Y no es un humilde lector, si me lee a mí es un lector de lujo. No porque yo sea tan bueno, sino porque lo mío es literatura literaria y para llegar a mí hay que hacer todo un camino. No es como leer a Isabel Allende o a Majul, que eso sí que es un humilde lector ya que cualquiera podría entrar a los libros por ahí. En ese sentido lo digo, no porque yo sea mejor.

Me imagino que para su propio ego que alguien lo pare por la calle, considerando que su obra no está tan ligada a su rostro como la de otros escritores que lo reconozcan por la calle implica todo un trabajo y un googleo previo.

(risas)

Te cuento esto porque me vino a la mente ahora que nombramos a Majul y porque vos estás estudiando algo similar:

Una vez me dijo un periodista que ahora está en la revista Barcelona que lo peor que había hecho en su vida de periodista fue salvarle la vida a Majul.

(risas)

¿Cómo era posible? Le pregunté y me contó que hace unos años lo mandaron a hacerle una entrevista. Majul acababa de divorciarse y vivía en un departamentito de un ambiente y lo recibió por la mañana temprano. Cuando entró, Majul salía de ducharse y se notar que había ido con un fotógrafo dijo que antes de sacarse fotos se iba a afeitar. Entonces entró al baño, dejó la puerta semi abierta y este muchacho ve que Majul descalzo, parado en un charco de agua, saca la Philips shave y la va a enchufar. Entonces lo paró.

Y eso que hubiera tenido la nota de su vida…

No termina de arrepentirse, no sólo porque habría liberado al mundo de semejante alimaña, ¡sino porque tenía la primicia! ¡Imaginate la foto cuando se le pararan todos los pelos!

(risas)

Imagino entonces que clase de programas no ve…

Mirá, a esta hora, cuando me sirvo mi whiskycito veo todos esos programas de chimentos de artistas y políticos, que son mas o menos los mismos, ¡toda esa farándula divertida de payasos!

¿El cine le gusta?

Me encanta. Veo muchísimo cine. De hecho librito que escribí en homenaje a un amigo, Miguel López, es sobre películas que veíamos porque éramos fanáticos del cine y aquí se veía muchísimo. Dos cines y de doble programación. Íbamos de película en película a razón de cinco o seis películas por semana. Esa cinefilia me duró muchos años, cuando me fui a Buenos Aires me fui para ver más cine todavía. Las veía todas. Después, pasé muchísimos años sin ir al cine demasiado y ahora ha vuelto el gusto por las salas, en parte por haber sido jurado del BAFICI, y el descubrimiento del DVD que, para mí es el modo perfecto de ver cine. He vuelto a ver todos los clásicos y una o dos películas por día me veo.

¿Le gusta comprar películas?

Tengo una videoteca de un muchacho que está cerca de mi barrio de un muchacho que tiene todo, todos los clásicos, películas rarísimas… asíque me llevo de a diez, de a veinte. Tengo para entretenerme.

¿Le gusta Woody Allen?

Me encanta. Ahora vi una que me gustó mucho: Scoop.

Donde aparece un periodista muerto. Muy divertida. ¿Qué le pareció?

Está bien. Pero mejor, mejor, es otra que se estrenó este año… ¿Cómo es la del viejo…?

Whatever Works, ¡No tiene desperdicio!

Es muy buena. Tiene una escena hermosísima cuando ella vuelve de salir con un muchacho y empieza a decir todo lo que había aprendido del viejo ¡y acaba con lo de la teoría de las cuerdas!

¡Qué aburrido, le gusta todo!- Decía.

A mi me gusta mucho la forma que tiene para interactuar con el espectador. Cuando el personaje le habla a la cámara es incómodamente increíble.

También me gustó Conocerás al hombre de su sueños. Muy buena, ¡todos los personajes son malos! Tarde o temprano todos terminan siéndolo.

Al igual que los Hermanos Cohen que han hecho películas dónde todos los personajes son basura.

Nos ponemos de pié y emprendemos el rumbo de vuelta al edificio de Aira.

¿Sabía que hay un supermercado chino acá en Pringles? ¿Quiere ir?

No, gracias, Ya he tenido demasiado con ellos.

La soleada tarde que nos había regalado El Coronel se había transformado en el cruel y frío Pringles que se había presentado al caer la tarde-noche. Debido al frío y al viento insostenible nos pusimos de pié para emprender… ¿El regreso? No lo sabía.

A los diez metros se acabó el cassette. No había más chances pero ya tenía mi hora con César Aira. Como Pocos.

Que se acabara la cinta me permitió aprovechar para conversar sobre algunas cosas mas desarticuladas, como retomar la cuestión de Pringles, intercambiar opiniones sobre películas de Woody Allen o Wes Anderson, reflexionar acerca de la actualidad del pueblo, entre otras cosas.

Al llegar a la puerta de su casa y luego de darme la mano, recibió agradecido aunque sorprendido, la bolsa que había cargado desde el principio con los vinos que se llevó de souvenir.

Aira no da entrevistas. No me invitó a pasar. Cerró la puerta y se dispuso a subir esos cuatro pisos por la escalera rogando no sucumbir en el intento.

Este trabajo no podría haberse llevado a cabo sin la colaboración de mi amigo Guille, su grabador y su familia, y por supuesto sin la amabilidad y la predisposición del Sr. César Aira.


Entrevista a César Aira

 27 abril, 2011  Jesús Villaverde Sánchez  

Por Recaredo Veredas.

 

 

Hablar de César Aira es hablar de uno de los narradores fundamentales de los últimos treinta años. No solo de su Argentina natal sino de toda la literatura escrita en español. Discutido y discutible, nadie puede negar su valor, su originalidad y la calidad de su prosa. Su extensa trayectoria dificulta la elección de una de sus obras. Tal vez Cómo me hice monja sea su novela más célebre y Una novela china o Cumpleaños las entradas más asequibles a su peculiar mundo. Aira, además, es un señor encantador, que ha tenido la gentileza de responder a mis preguntas:

 

 

¿Cómo se siente al ser considerado, pese al transcurso de los años, incluso de las décadas, uno de los representantes de la vanguardia?

Según la entiendo yo, la vanguardia no es algo cronológico sino un proyecto o una actitud: la de no aceptar los paradigmas de calidad ya consolidados, y crear otros nuevos. A eso lamo “vanguardia” y también “arte”. Lo demás es artesanía: hacer las cosas “bien”, para poder venderlas.

En ese programa, es cierto que me he quedado bastante solo, dado el actual reflujo hacia una literatura costumbrista, psicológica, o de intención política bienpensante. De ahí que me califiquen de “raro”, lo que es muy revelador sobre el resto, ¿no? Si los escritores no son raros, ¿qué son? ¿Normales? ¿Convencionales? ¿Previsibles?

 

 

¿Qué opina de la joven narrativa argentina, que tanto éxito logra fuera de sus fronteras? ¿Destaca algún nombre?

Los escritores que me gustan no suelen tener éxito en el exterior. De hecho, no tienen éxito nunca, ni en el exterior ni en el interior. En todo caso, a duras penas empiezan a ser conocidos cuando ya no son jóvenes. También habría que definir el éxito en nuestro campo. Yo diría que éxito para nosotros es llegar a tener un centenar de lectores, dos o tres críticos que vean o entrevean lo que estamos haciendo, y un editor que nos siga publicando.

 

 

Los personajes de sus novelas mantienen discursos coherentes, incluso complejos, en espacios muy distintos de los reales.  No parece preocupado por la verosimilitud de los hechos, pero sí, y mucho, por la de los sentimientos. ¿Cómo encaja el apego por los personajes con su aparente desdén por la causalidad, por la habitual sucesión de hechos vinculados por relaciones de causa-efecto?

Me sorprende su lectura, y me gusta, porque me confirma que los lectores nunca se dejarán llevar por las intenciones del autor. A mí los personajes no me importan (o hasta hoy creía que no me importaban), son sólo funcionales a la trama, y precisamente para que funcionen mejor pongo en escena personajes clichés, el Marido Sometido, el Sabio Loco, el Niño Insoportable, cosas así, tomadas de la cultura popular.

 

 

Las tramas, por ejemplo, en el error, se bifurcan sin descanso. Sin embargo, evita el peligro de la confusión, de la desfocalización. ¿Tal dominio de la estructura narrativa es en usted congénito o proviene de un largo proceso de aprendizaje?

Gracias por el elogio. Si hay tal dominio, debe de ser innato. Pero debe de ser innato en todo el mundo (salvo en algunos escritores) porque el gusto de contar historias, y el placer de contarlas bien, es parte esencial de lo que nos hace humanos. En mi caso no hubo aprendizaje propiamente dicho, aunque puede haber hecho de aprendizaje la lectura de las buenas novelas del siglo XIX. Y también la traducción de las malas novelas del siglo XX : esos best-sellers norteamericanos que traduje como modo de vida durante treinta años, a falta de méritos literarios tienen una notable ingeniería narrativa.

 

 

¿Qué opina de la necesidad de documentación y de conocer aquello sobre lo que se escribe? ¿Precisó documentación, por ejemplo, para escribir Una novela china o le bastó con su imaginación?

Nunca me documento, y desconfío de los novelistas que lo hacen. No me gustan las novelas “sobre” esto o aquello. Si me dicen que hay una novela buenísima “sobre” la situación de los inmigrantes turcos en Berlín, no puedo evitar pensar que no debe de ser buenísima ni mucho menos, y que el autor debería haber escrito un ensayo o un reportaje en lugar de una novela. Pero es una opinión personal, y seguramente la comparten muy pocos.

 

 

 

 

 

¿Sigue creyendo que no puede recomendar sus propios libros? ¿Por qué, a estas alturas?

Me remito a la pregunta de Borges, cuando alguien le dijo que lo estaba leyendo: “¿Entonces ya leyó a todos los buenos?” Además, me da la impresión de que un escritor que recomienda sus propios libros se está saboteando. Un escritor de verdad no puede carecer de una estrategia tan fundamental como es la falsa modestia.

 

 

Usted declaró  en una entrevista, realizada en 1998, A veces chocan dos propósitos, hacer algo nuevo y hacer algo bueno. Si tengo que elegir entre las dos cosas prefiero que sea nuevo a que sea bueno. ¿Le sigue resultando fácil mantener esa búsqueda infinita? ¿Considera cumplido su deseo de ofrecer permanentemente algo nuevo?

Darle al mundo algo nuevo y distinto es una aspiración, quizás desmedida. Lo nuevo es realmente nuevo cuando enriquece, cuando abre caminos y multiplica las alternativas para ser feliz. No se trata de ser original por vanidad o competencia, sino de una ascesis que dura toda la vida.

 

 

¿Qué función debe tener la crítica literaria en estos tiempos salvajes? ¿Qué opina de la recepción crítica de su obra?

La crítica literaria en la Argentina (y por lo que veo, en otros países también) va por dos canales: por un lado las reseñas de ocasión en diarios y revistas, por otro los artículos y tesis del mundo académico. Unas tienen poca elaboración y reflexión, por falta de tiempo e interés, las otras tienen demasiada elaboración y reflexión, por exceso de tiempo e interés. El defecto común a estos dos tipos de crítica es una cierta falta de atención, en un caso por el apuro con que se hace todo en el periodismo, en el otro porque toda la atención está puesta no en el libro sino en la teoría que ese libro debe ilustrar.

Conmigo las dos críticas han sido siempre complacientes. Yo habría podido ser mucho más severo con mis libros.

 

 

¿No hay desesperanza en su mirada, en su apego por una estructura de muñecas rusas tras la que solo habita el vacío?

Todo lo que he escrito, en efecto, está al borde del puro juego de ideas, que se agota en sí mismo. Pero no estoy tan seguro de que atrás no haya nada. Estoy yo. Y si bien la ironía, la cortesía, la escuela de Borges, me han hecho evitar todo patetismo, mi vida fue real, y no puedo creer que algo no se haya filtrado en la obra.

 

 

¿Su brillantez formal le ha jugado malas pasadas? ¿Cómo evita que la palabra le arrastre hacia donde no quiere ir?

En realidad, no me propongo ir a ninguna parte. El camino lo va haciendo la escritura misma. Y he aprendido a aceptar lo que me depara el azar, al margen o en contra de mis intenciones. Suele ser lo mejor.


 

 

 

*Entrevista publicada originalmente por el Centro Alemán de

Información en julio de 2013

 

Carlos Jesús González octubre 13, 2014  COLABORADORES EUROKULTURAEUROCULTURA

“¿Acaso alguien se ha transformado en insecto alguna vez?”, Carlos J. González entrevista a César Aira en Berlín*

César Aira. Foto: Carlos González

Un 3 de julio de hace 130 años nacería Franz Kafka, narrador en alemán de historias tan emblemáticas como « La condena », « El fogonero » o « La metamorfosis ». En 2006 se publicó en nuestro idioma (ediciones ERA) una nueva traducción sobre la transformación de Gregor Samsa en insecto, realizada por el escritor argentino Cesar Aira. Entrelazamos ambos sucesos para recuperar una entrevista con Aira tras su paso por Berlín, gracias a una beca del DAAD. 

  César Aira. Foto: Carlos González

El escritor argentino, César Aira (Coronel Pringles, 1949), llega al punto de encuentro risueño y pide una pequeña cerveza pilsener que bebe con gozo, dando pequeños sorbitos. Tiene razones para mostrarse contento: apenas ha pasado un mes en Berlín y ya puede presumir que conoce el barrio al que se le destinó al derecho y al revés, lo que va desde cafeterías que fácilmente pasarían por desapercibido hasta edificios de considerable peso histórico.

 A ello agreguémosle la reciente aparición de uno de sus libros traducido al alemán –el quinto o, el sexto, según se lo vea- y, por supuesto, el origen de un nuevo escrito que, de pasar su propia censura, se unirá en un futuro próximo a las más de sesenta obras que ha publicado hasta el momento.

Pero queda aún otro mes, tiempo durante el cual César Aira, a quien el conocido autor chileno, Roberto Bolaño, consideró “uno de los tres o cuatro mejores escritores que escriben en español actualmente”, podrá continuar escribiendo su novela berlinesa, la otra, la que se escribe con los sentidos, las conversaciones, las experiencias que se llevará de vuelta a la Argentina.

Y tal vez uno de los recuerdos que decida incluir en su velís sea esta charla nocturna que aceptó dar al CAI y en la que, más que sobre su literatura o la manera en que funciona su inagotable imaginación, da cuenta de las diversas maneras en las que artistas y pensadores alemanes han influido en su vida y en su obra, obra a la que hay que acercársele sin perder más tiempo y sin importar que se halle impresa en chino, en inglés o en alemán. Y además hay que gozarla. A pequeños sorbitos.

Aquí algunos vestigios de esa velada:

CAI: ¿Qué lo trajo a Alemania en esta ocasión?

Aira: Podría decir, para empezar, que me trajo mi agente, Michael Gaeb. Sucede que el año pasado había salido en Alemania esta novela mía, Los Fantasmas, y tuvo bastante repercusión entre la crítica. Asimismo, los editores querían que viniera para la aparición de otro libro (El Congreso de Literatura), y además la DAAD (Deutscher Akademischer Austauschdienst: Servicio Alemán de Intercambio Académico) me había invitado ya en años anteriores a atender el programa de residencia para escritores que tienen para un año. Pero, bueno, digamos que un año es demasiado tiempo para mí, así que accedieron a darme una beca corta, de dos meses. Así pues, todos estos factores coincidieron y por eso estoy por acá.

CAI: ¿Había además algún motivo personal?

Aira: Sin duda. Tenía ganas de volver a Berlín. Yo ya había estado en esta ciudad en una ocasión anterior, pero solamente por unos días. Y bueno, Berlín es una ciudad “cool”, ahora viene todo el mundo y quería conocerla. Me interesa por los museos y la actividad artística clásica más que la cuestión literaria, pues no domino el alemán y en eso estoy un poco ajeno. Así que estoy aquí y con mucho gusto.

CAI: ¿Cuándo tuvo lugar ese primer viaje a Berlín?

Aira: Hace unos siete u ocho años y he de decir que encontré a una Berlín muy cambiada. Y eso que estamos hablando de un plazo tan corto. En aquel entonces estuve en una residencia de escritores en Wannsee. Recuerdo que me quedé en la zona de Charlottenburg y solía caminar por el Ku’damm. Ahora también lo hice y es otro Ku’damm: han construido mucho y ahora esa famosa iglesia rota (Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche) ha sido metida en una caja. ¡Qué curioso que a una ruina la tengan que restaurar! (risas). Deberían de dejar que se siga arruinando.

CAI: ¿Y le ha sido difícil fabricarse una especie de rutina?

Aira: Creo que no. Me parece que desde el primer día aprendí a manejarme, por ejemplo, en la U-Bahn y S-Bahn y descubrí que es muy fácil, que el tránsito no es pesado, que se puede caminar por esas avenidas tan anchas ¡Con lo único que hay que tener cuidado es con las bicicletas! Y del idioma alemán he aprendido lo básico. Por lo menos puedo pedir una baguette y un café sin problemas, y siempre he visto buena voluntad entre los alemanes con los que me he cruzado.

CAI: ¿Cree que aprovechará esta estancia para escribir una novela? 

Aira: Empecé algo pero lo interrumpí al acto. Cuarenta páginas que decidí interrumpir. Me entraron dudas y mejor la dejé. Es muy común para mí empezar algo y darme cuenta al poco tiempo de que no funciona. Aunque a veces, después de meses o años, retomo lo que había escrito, le doy la vuelta y me doy cuenta de que sí puede funcionar. En cualquier caso, y retomando tu pregunta, empecé otra cosa. La idea me llegó a la cabeza al pasear por este barrio, Wilmersdorf, pues fue aquí donde Kafka vivió sus últimos meses de vida. Fue así que empecé a escribir algo que se va a llamar no La Carta al Padre (libro de Kafka) sino La Carta del Padre… una vez Roland Barthes, hablando de (Marcel) Proust, dijo que éste se pasó la vida escribiendo una sola obra, En Busca del Tiempo Perdido, misma que fue preparando durante toda su existencia. Acerca de ella, Barthes comenta que en cuanto Proust tuvo los nombres de sus personajes entonces finalmente tuvo la novela escrita, ¡y yo de repente descubrí que también tengo todos los nombres de mis personajes! ¡Los tomé de las calles o los lugares con los que me cruzo asiduamente desde que llegué a Berlín!: Savo, el esclavo, el cual es el nombre de una cafetería a la que voy continuamente; Helmsted, que proviene del nombre de la calle en donde vivo y, bueno, hasta hay un príncipe regente, porque la avenida paralela a la mía se llama Prinzregentenstraße…

CAI: Es sabido que en su natal Argentina usted suele escribir en cafeterías, ¿ha encontrado algunas aquí que le inspiren a continuar dicha costumbre?

Aira: Sí, cerca de donde vivo, en la Prager Platz, hay una cafetería muy linda. Me gusta porque es self service y allí voy cuando las mañanas están bonitas. También escribo bastante en mi departamento. Tiene un precioso escritorio frente a la ventana y desde allí se ven los árboles. He descubierto que tengo que mirar hacia fuera para escribir. No puedo escribir en un lugar absolutamente cerrado. Sin embargo, para leer necesito un sitio cerrado. Yo no puedo leer en una playa o en la terraza de un bar.

CAI: ¿Habrá algo de lo que, desde ahora, está seguro que echará de menos de Berlín?

Aira: Sé que lo recordaré bien, con cariño, pero sé que en Argentina pronto me instalaré en la rutina de siempre… aunque hay una cosa que usualmente yo no hago allá: ir al supermercado (risas). Acompaño a mi mujer pero no hago las compras solo. Acá me he visto atacado por lo que yo llamo “el síndrome del náufrago”, sobre todo los primeros días, en los que compraba demasiado. No podía cerrar la heladera de lo llena que estaba.

CAI: ¿Qué piensa del hecho de que Berlín se encuentre de moda, no solamente entre los turistas, sino también entre una nueva generación de artistas de todo el mundo?

Bueno, no estoy tan al tanto de lo que sucede actualmente en muchos rubros, aunque es cierto que en los artistas plásticos alemanes han sido, en las últimas décadas, dignos de ser tomados en cuenta. Mencionaría a Gerhard Richter, Georg Baselitz, Daniel Richter

CAI: Neo Rauch…

Aira: ¡Neo Rauch es mi favorito!, ¡es una maravilla! Yo he comprado todos los catálogos suyos que he podido a través de Michael (Gaeb). Cada vez que sale uno nuevo me lo manda. Para mí Neo Rauch ha sido una fuente de inspiración, de renovación. Esos cuadros suyos que son narrativos, pero narrativos en planos espacio temporales distintos, son exactamente lo que a mí me gustaría hacer en mis novelas: una narración que no se entienda bien, que tenga que descifrarse en tiempo y espacio. Tengo un catálogo pequeño suyo, que preparó él mismo y que contiene dibujos. ¡Es extraordinario!

CAI: Además de artistas plásticos, supongo que hay otros alemanes pertenecientes a diversas ramas artísticas que lo han influenciado o, al menos, que han sido merecedores de su admiración, ¿podría citar algunos de ellos?

Aira: Por supuesto. En la música, por ejemplo, tengo un gran aprecio por el llamado Krautrock de los setenta y los grupos pertenecientes a ese género, como lo fue Neu!; aunque los que más me han gustado, y de hecho tengo todos sus discos, son Kraftwerk: esa música mecánica, casi impersonal… Ahora vi en una disquería todos sus discos remasterizados, una edición nueva… pero bueno, hay que resistirse un poco al consumo (risas). Poseo las dos versiones que hay, una en alemán y otra en inglés, de su disco Trans Europa Express, y me parece que es muy notable la superioridad del primero, no por el idioma sino por la sonoridad, tal vez porque se grabaron en distintos estudios. Curiosamente, una diferencia tan sutil en la acústica puede cambiarlo todo.

CAI: ¿Y qué me dice del cine?

Aira: No sé. Traté de ver algo de Alexander Kluge y la verdad no me gustó mucho. Heineke, que es austríaco, tampoco me convence. Definitivamente me quedo con lo anterior, con el expresionismo alemán. Creo que si tuviera que mencionar mis cinco películas favoritas una de ellas sería Amanecer, de (F.W.) Murnau. ¡Los expresionistas estaban realmente locos! Si uno ve, por ejemplo, El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, no puede pensar otra cosa. Crearon un género realmente fascinante. (Rainer Werner) Fassbinder también me gusta, aunque no he visto toda su extensísima obra. Entre otros artistas plásticos que no he mencionado y que admiro mucho se encuentran Martin Kippenberger y Joseph Beuys, con todo y que este último tenga ese contorno de charlatán o predicador: el mero hecho de que haya creado una intriga me parece más que válido para un artista.

CAI: ¿Y en cuánto a literatura, filosofía?

Aira: Nietzsche, por supuesto. La suya es siempre una lectura a la que vuelvo, pero me he decepcionado de la filosofía en general. De hecho, lamento haber perdido tanto tiempo de mi juventud y de toda mi vida leyendo filosofía. Es puro discurso… creo que la literatura es más honesta que la filosofía. La filosofía son palabras pero con el presupuesto de que detrás de ellas hay una cosa y no es cierto: son solamente palabras. Por su parte, la literatura son también sólo palabras pero no nos engaña: nosotros sabemos que detrás de ellas no hay nada. Por eso es más honesta.

CAI: Como escritor, ¿qué siente al ver sus libros traducidos al alemán?

Aira: Pues no sé. En general mi política es olvidarme de los libros una vez que los he publicado. Por fortuna, de eso se ocupa Michael (Gaeb). Creo que nunca habría soñado en tener un agente literario, que me parece de lo más snob, pero sinceramente lo necesité, y con urgencia, una vez que mis libros empezaron a traducirse. Al principio traté de hacerlo solo pero se creó un lío tremendo. Él llegó a poner las cosas en orden justo cuando más lo necesitaba, cayó casi providencialmente. Y además terminamos entablando una bella amistad.

CAI: ¿Sabe cuántos libros suyos hay traducidos al alemán?

Aira: Cinco… seis, me parece, porque hace mucho, y por mero entusiasmo, unos estudiantes austríacos tradujeron una de mis novelas y después la ofrecieron a una editorial que finalmente aceptó publicarla.

CAI: ¿Qué piensa sobre el hecho de que, en general, y Alemania no es la excepción, la mayor parte de sus lectores sean gente joven?

Aira: Buenísimo. Ahora la mayor parte de mis amigos son jóvenes. Se ha dado una renovación de amistades que me ha sentado bien, que me alienta.

 

 

 

 

 


 

César Aira: “Estoy buscando formas literarias ajenas a la novela”

Por

 Jaime Cabrera Junco

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Autor de más de 80 libros, la mayoría novelas entre ellas su célebre obra Cómo me hice monja. Ha transitado también por el ensayo y la crítica con un diccionario de autores latinoamericanos. Volvió al Perú después de cinco años para participar en el coloquio La autoficción en América Latina, organizado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. En esta charla César Aira reflexiona sobre su obra, su estilo y cuestiona, entre otras cosas, que un escritor decida dejar de escribir.

  Hay en la realidad situaciones descabelladas, absurdas e irónicas que le quitan a esta rigidez y solemnidad. Sin embargo el escritor argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949) explora y explota sin límites estos matices. Sus personajes, meros instrumentos de la trama, escapan de lo cotidiano y viven experiencias fantásticas. Cómo explicar sino al científico-escritor que descubre la fórmula para clonar humanos y tiene en la mira al narrador mexicano Carlos Fuentes, o aquel sujeto a quien se le aparece un genio salido de una botella de leche y le ofrece convertirse en Pablo Picasso. Esta constante en su obra, esta permanente exploración casi infantil –por lo desbordante- distingue la obra del autor de Cómo me hice monjaEl congreso de literaturaCumpleaños, entre otras, y con quien conversamos durante su corta visita a Lima.

Definir su obra es un reto mayúsculo teniendo en cuenta no solo la cantidad de libros que ha publicado sino también la manera distinta que tiene usted de abordar cada nueva obra. «Todos mis libros son experimentos», afirma. ¿Cómo ve su obra en retrospectiva?
Muchas veces me preguntan por el conjunto de mi obra, y la gente que trabaja en una tesis me dice que no puede realizar una visión total porque siempre he estado probando cosas nuevas, distintas, quizás porque no sentía que me salieran tan bien. Quizás los escritores que tienen una autoestima más alta encuentran que han dado lo mejor de sí, que lo han hecho bien o lo siguen haciendo igual. En mi caso siempre he quedado insatisfecho y siempre he querido probar otras cosas, a ver si me salen mejor.

¿Y a pesar de esta variedad encuentra algún elemento que distingan su obra, algo propiamente airiano digamos?
(sonríe y mira sorprendido por el adjetivo «airiano») No, yo no, seguramente otros sí encuentran algo. Lo veo sobre todo cuando critican a algún joven escritor diciendo que es «airiano» (vuelve a sonreír)…y digo ¿qué será lo airiano? No sé…yo no puedo verlo y eso es algo que está en todos los folclores del mundo y ese famoso cuento danés del granjero que una noche de nevada siente ruidos en el patio de su granja y a la mañana siguiente se despierta y ve que ha sido una cigüeña que ha estado caminando y ha dibujado con sus huellas la silueta de una cigüeña y dice que quizás nosotros, con todos los actos incoherentes que hacemos a lo largo de nuestra vida, estamos también formando una figura que se verá después (alza las cejas y hace una pausa) de “esa cosa distinguida”, como decía Henry James de la muerte.

Si buscásemos rastrear el origen de ‘cómo se hizo escritor’, para parafrasear el título de una de sus novelas más populares, ¿a qué momento de su vida tendríamos que remontarnos?
Y…creo que casi todos los escritores nos hacemos escritores por haber sido lectores, por el gusto de leer que es algo que se despierta en la infancia o en la adolescencia y después ya no nos podemos desenganchar más. Muchos escritores, y no solo Borges, decimos que somos básicamente lectores. Escribimos para que nos dejen seguir leyendo tranquilos, porque leer es una actividad -sobre todo leer novelas y leer por placer- socialmente inútil y se la permiten los niños, los adolescentes, pero ya un adulto tiene que tener un justificativo para pasarse toda una tarde tirado en un sillón leyendo una novela. En cambio siendo escritor, uno dice «es mi oficio» y podemos leer tranquilos.

Hay dos autores que lo marcaron: Lautreamont y Borges. Sobre el poeta francés dijo que es el escritor de su vida, y que con Borges empezó a ver la literatura como arte. ¿La lectura de estos autores lo impulsó a escribir, a descubrir la escritura?
Empecé leyendo como todos los chicos libros de aventuras. Los de Salgari eran mis favoritos con Las aventuras de Sandokán y los tigres de la Malasia, pero esas lecturas iban directamente, como toda lectura de chico, al contenido, a identificarse con los piratas con los cowboys o con lo que sea. Con Borges, a quien leí a los 14 o 15 años ahí descubrí que había otro nivel, una cosa formal, algo más allá del mero contenido de la aventura, de la historia. En realidad otro autor que tuvo mucha importancia en mi adolescencia es un escritor que no podría ser más distinto de Borges: César Vallejo, de quien leí Trilce cuando tenía también 14 o 15 años, fue una revelación para mí de algo muy infantil, a los niños les gusta mucho las palabras que no entienden, las palabras difíciles. En Trilce, empezando por el título, todo ese libro es un enigma y allí descubrí y vi con apasionamiento cómo la literatura podía ser enigma, algo misterioso, algo en lo que costaba entrar. Borges es todo lo contrario, es cristalino, es un juego de la inteligencia; César Vallejo es pasión plástica del lenguaje.

Es curioso, ahora que menciona a Vallejo, un poeta de vanguardia, difícil de entender mientras que su estilo, su prosa, para ser más precisos, es transparente, como afirma usted
Sí, formalmente la lección de Borges fue esa claridad, esa elegancia formal tan británica. En mi caso también hay una necesidad, mi imaginación es bastante exuberante y si yo hiciera una escritura barroca, el barroquismo de la imaginación y el barroquismo de la escritura harían una suerte de masa incomprensible totalmente, así que necesito una prosa lo más clara, lo más limpia posible para poder dejar volar mi imaginación.

Cuando dice que con Borges empezó a ver la literatura como un arte, ¿quiere decir que esto lo llevó a decidirse a explorar la escritura?
Sí, al ver que no solo era contar una cosa sino que ese cuento debería tener ese juego de ideas, un juego intelectual que en Borges está tan bien hecho…muchas veces me preguntan cuando viajo al exterior “¿qué pasa con los escritores argentinos frente a la figura de Borges tan grande, no los aplastan?”. Para mí es todo lo contrario, es un estímulo y además tener una gran figura en un país es bueno en el sentido de que marca un nivel, un nivel alto, pone una línea a la que hay que responderle. Yo digo, «soy argentino como Borges y no puedo hacer el papelón de escribir tan mal, tengo que ponerme a su altura aunque nunca llegaré». Es muy bueno para una nación tener un escritor así.

¿Recuerda qué fue lo primero que escribió? ¿Fue un cuento o acaso un poema?
Sí, creo que empecé escribiendo poemas. Yo tuve una gran suerte de que en mi infancia y adolescencia, cuando empecé a querer definitivamente escribir, encontré en mi pueblo a un chico de mi edad que también quería ser escritor. Entonces nos apoyamos porque un escritor en un medio indiferente a la cultura, como era mi pueblo (Coronel Pringles), puede sentirse un poco aislado y puede entrar en un tono un tanto patológico lo suyo, pero al tener un gran amigo y los dos queríamos escribir, él siempre recuerda cuando le hacen una entrevista que yo le decía «tenés que leer a César Vallejo» (ríe y mira hacia el techo). Y los dos llegamos a ser escritores, él es Arturo Carrera, que es el poeta más conocido e influyente de la Argentina. Eso fue una gran suerte, un gran premio del destino tener un amigo allí.

¿Y en qué momento surge ese afán suyo por experimentar por crear algo distinto?
Creo que desde siempre. Antes yo decía que lo mío era experimental hasta que oí una frase de William Burroughs: «experimental es un experimento que salió mal». Es muy cierto porque si uno experimenta con algo si sale bien es un clásico, si sigue siendo experimental es que no funcionó. Así que ya no digo que lo que hago es experimental, y en realidad lo que queremos todos los escritores es escribir bien.

Inicialmente escribía historias de 200 páginas con mucho esfuerzo, aunque Moreira, su primer libro publicado en 1975 tiene 81 páginas. ¿Cómo fue encontrando este estilo de contar solo lo necesario o «traduciendo lo necesario» como dice el narrador de su novela El congreso de literatura?
Creo que se fue dando naturalmente. Si uno es honesto consigo mismo va encontrando la forma que más le conviene a la larga, e intenté escribir libros que parecieran novelas, pero por un lado fui encontrando que con 100 páginas podía contar el tipo de historias que se me ocurren a mí, que siempre son historias que tienen una vuelta ilógica y que entran perfectamente en estas páginas y también estuvo el hecho de que a medida que me fui haciendo más conocido los editores empezaron a aceptar mis caprichos.

Tanto así que llegó a publicar un «libro» de 9 páginas
Sí, porque tengo muchos contactos con pequeñas editoriales, que como hay en todas partes, y algunas incluso son unipersonales (sonríe levantando el dedo índice). Como me formé entre poetas, mis amigos de juventud eran poetas, me casé con una poeta, los poetas tienen esos libros delgaditos tan elegantes, siempre me pareció que esos libros gordos son un poco groseros…y sí, he llegado a batir récords con este libro de 9 páginas.

¿Y esta confluencia entre lo surrealista con lo hiperrealista presente en su obra cómo la encontró? ¿fue un juego de procedimiento?
Oh, sí…bueno, lo que pasa es que se me ocurren historias muy fantasiosas y justamente cuanto más fantasiosa la idea con más detalle hay que describirla. Cuando uno está escribiendo literatura realista dice «me subí a un ómnibus…», todo el mundo sabe lo que es un ómnibus y no hay necesidad de describirlo a diferencia de que «me subí a una cigüeña de platino», bueno a la cigüeña de platino hay que describirla con todo detalle y de allí viene ese hiperrealismo que ya está en los surrealistas. Pensemos en Dalí, por ejemplo, y sus objetos tan extraños como los elefantes con patas de mosquito o los relojes blandos, bueno con qué detalles los pinta ¿no?

Pero en este proceso usted siempre parte de un hecho real, cotidiano, incluso de algo que le ha pasado en su vida y luego viene lo sobrenatural y lo fantástico
Sí, lo sobrenatural y lo fantástico lo manejo con el mayor cuidado posible, como se suele decir, con pinzas porque me parece que la imaginación del lector puede llegar a saturarse muy pronto si uno sigue poniendo cosas extrañas y locas, hay que poner apenas esa gota de locura en medio de un panorama lo más reconocible posible para que haga efecto.

Y hay otro elemento presente en su obra que es el humor, o acaso mejor, la ironía. Lo paradójico es que usted afirma que el humor es peligroso en la literatura
Sí, porque el humor busca el efecto, creo que la literatura no tiene que buscar tan directamente el efecto. Tiene que dejar que en el lector haya efectos un tanto más indefinidos. El humor busca la risa y es peligroso en el sentido de que hay gente que no se ríe de un chiste y eso es tristísimo ¿no? (ríe).

 

 

***

Aira tiene una manera particular de hablar. Su voz ligeramente nasal por momentos tiene una tonada que parece delatar un cansancio, pero no…ese es su estilo. Viste de manera sencilla: con una casa de buzo azul, una camiseta negra, un bluejean y zapatillas deportivas. A lo largo de la entrevista sonríe muchas veces sobre todo cuando comienza a detectar que hay algo de solemnidad en lo que está diciendo. Alguna vez dijo que no se propone hacer una obra seria, que lo suyo ha sido siempre una mezcla de cultura plebeya y alta cultura.

La crítica es muy positiva hacia su obra…
Un poco demasiado, digamos.

Y usted comentaba que quería encontrar críticas negativas o adversas…
No…no sé si estaba haciendo una coquetería. No, una crítica adversa puede doler, sobre todo si dicen la verdad, si dicen algo que uno ha estado sospechando. Pero, sí, me he vuelto una especie de favorito de la academia. Hay escritores mucho mejores que yo sobre los que no se escriben tesis, conmigo se escribe una tesis por semana creo. Pero es porque lo mío, esa mezcla de dibujo animado, juego, juego intelectual, juego con ideas filosóficas, da mucho material para que un estudiante, un profesor, escriba algo, otros escritores les pueden dar más trabajo.

Hay una crítica, sin embargo, que se le hace a su obra. En Revista de Libros, de España, por ejemplo afirman: «sus novelas tienen un principio prometedor, un ecuador desfalleciente, como si al propio autor, a la mitad, se desinteresara de su ejecución y su cierre general precipitado que poco tiene que ver con el planteamiento inicial». ¿Qué tan consciente es de esto?
(Aira sonríe mientras escucha la crítica) Sí, eso me lo han señalado muchas veces y he dicho que, efectivamente, se me ocurren otras ideas, quiero escribir pronto esto que estoy escribiendo y me apuro y lo termino de cualquier manera. No es del todo cierto, a veces sí lo he hecho y después me he arrepentido, a veces no. Una sola vez probé sistemáticamente hacer un buen final porque había escrito toda una novela y el final eran tres líneas: al protagonista le pisaba la cabeza un caballo y se moría. Punto. Fin. Entonces dije «esta vez lo voy a hacer bien, le voy hacer caso a mis críticos» y tomé esas tres líneas y escribí una pequeñita novelita sobre el caballo y el hombre y la puse de último capítulo, y todos me dijeron «por una vez lo hiciste bien» (ríe).

¿Y esta digresión o «desinterés» a la mitad de la historia es intencional?
No, a veces sí, aunque depende del simple hecho de que este juego de ideas que se me ha ocurrido se agota pronto, entonces tengo que alargar para darle un poco más de sustancia y luego incluyo otros episodios. He notado que los lectores en general no se molestan tanto de que haya un capítulo que no tenga nada que ver con el resto del libro, al contrario, a mí como me lector me gusta salir un poco de la trama, irme por las ramas y luego volver, no tiene nada de malo, sobre todo si ese irse por las ramas tiene algún interés en sí mismo.

«El personaje es un mal necesario para la clase de novelista que soy», dice usted. ¿Y qué clase de novelista es?
Bueno, no sé qué clase soy, pero lo que me importa es la historia, la fábula, y no la psicología de los personajes. Detesto la psicología, lo que llamo la miseria psicológica. Basta de psicología, suficiente con nosotros mismos.

Usted sostiene que el mérito de un artista debe ser crear nuevos paradigmas y, en ese proceso, afirma, que no siempre se escribe algo bueno. ¿Podría mencionar alguna novela que hay creado un paradigma nuevo y que no sea estrictamente buena?
Bueno, todas las grandes novelas…cuando Kafka escribe sus libros, sus relatos, crea algo nuevo. Cuando Proust, cuando Baudelaire descubre la modernidad, la poesía, todos los grandes, eso es lo verdaderamente difícil y lo que hace grande a un escritor: crear un nuevo paradigma de calidad. Es lo que la pasó con los Beatles porque son insuperables, no porque sean buenos -que lo son evidentemente- sino porque crearon algo, un paradigma de calidad con el que se midió y se sigue midiendo toda la música pop. Pasó con Shakespeare también.

Cumpleaños, este libro que escribió al cumplir los 50 años, ¿es su obra más autorreferencial, donde resume toda su arte poética?
Sí, no es una novela, es simplemente un libro de reflexiones sobre mi vida…porque para los hombres -aunque supongo que también a las mujeres- cumplir 50 años marca algo y yo descubrí a los 50 años que ignoraba cosas que sabían los niños de la escuela primaria, y entonces me preguntaba cuántas cosas ignoraré y tuve que replantearme lo que creía saber, lo que creía ser y lo pasé al plano de la literatura: ironías y juegos.

Entonces, como menciona en este libro «dejar de escribir es quedarse sin nada, como si echara abajo un puente por el que todavía no he cruzado»
¿Digo eso? Sí, yo no podría dejar de escribir… justamente ahora vi en los diarios que esta mujer a la que le dieron el Premio Nobel,
Alice Munro, ha decidido dejar de escribir y creo que Philip Roth también dejó de escribir. Esa es una cosa muy occidental. Los pintores chinos seguían pintando no solo hasta muerte sino que decían que «a los 50 años empecé a saber manejar el pincel, a los 60 empecé a hacer buenos trazos y a los 100 calculo que voy a empezar a pintar realmente bien». Entonces, ¿cómo dejar de escribir? Creo que eso se debe a lo pesado que son los géneros literarios occidentales. Lo pesado que es escribir una novela, como esas novelas comerciales, la cantidad de energía que llevan, indudablemente hay que estar joven, con plena salud, pero me parece que eso es un defecto, deberíamos encontrar géneros más livianos donde pudiéramos llegar a la perfección a los 100 años.

Aunque la vitalidad se va con los años
Y eso es inevitable, por eso justamente que estoy buscando formas literarias totalmente ajenas a la novela que me parece totalmente oprimida, pesada, difícil…formas que se adapten al cansancio, a la falta de energía, que se pueda escribir una obra maestra haciendo una rayita en el papel. Pero es difícil.

 

***

Hay otra faceta suya que aunque aparece en segundo plano es acaso tan importante como su obra de ficción. El Aira lector, el Aira crítico ha escrito un ensayo sobre la poeta Alejandra Pizarnik, de quien fue amigo cercano y a través de su texto –dijo- quiso quitar ese mito de la escritora angustiada y de “pequeña náufraga”. Es en su Diccionario de Autores Latinoamericanos Aira realiza una lectura crítica de la narrativa de la región y no se reserva ninguna crítica. Por ejemplo de Vargas Llosa afirma que su narrativa es “estrictamente realista”. Y de García Márquez, que no es de su gusto, sostiene que La hojarasca es un “ejercicio faulkneriano algo endeble”; y Cien años de soledad, un “colosal éxito de crítica y ventas”.

Usted afirma que «el mejor Cortázar es un mal Borges», que es un escritor de iniciación y que sus cuentos son buenas artesanías. ¿En Rayuela no reconoce un afán experimental al ofrecer posibilidades de lectura?
Me parece que ha envejecido mal esa novela que la leí apasionadamente, como todos los jóvenes de ese entonces cuando salió publicada. Me parece que hoy ha quedado como una especie de trasto de un esqueleto de dinosaurio en un museo, pero no quiero hablar mal de Cortázar porque hay tanta gente que lo quiere, hay tantos jóvenes que lo leen con gusto. Tenemos que aceptar los gustos distintos…

A usted le gustaba también de joven Cortázar, sobre todo sus cuentos.
Ah sí, sí…ahora escribí un pequeño ensayo sobre eso porque había un par de cuentos de Cortázar que leí cuando salieron en el 63 y 65. Uno era El perseguidor, basado en la vida de Charlie Parker, y el otro Reunión, un cuento que…(suspira y mira al techo) que expone la reunión en la Sierra Maestra del Che Guevara y Fidel Castro en plena guerrilla. Esos dos cuentos cuando los leí me parecieron la cumbre de la literatura, algo sublime, algo insuperable, casi como para desalentar la vocación de un joven porque ya estaba todo escrito. Bueno, los volví a leer 30 años después y los encontré tan increíblemente malos, tan ridículos, no podrían haber llegado a la imprenta porque son para reírse de lo malo que son. Entonces me preguntaba ¿tan estúpido era cuando chico? Creo que no, eso es lo que razono en este ensayo, puesto que Cortázar es el autor de iniciación ¿por qué encontraba tan buenos esos cuentos?, porque era lo que estaba en condiciones de escribir. Entonces veía plasmado, hecho, lo que quería escribir en ese momento. Ese es el secreto de la fascinación de los jóvenes con Cortázar.

Sobre Sabato ha dicho «ese señor perfectamente racional que juega al maldito». ¿No reconoce méritos en alguna de sus novelas?
No, no. Escribió una novela corta, en fin, de receta existencialista: El túnel, que sigue siendo legible y la siguen leyendo los chicos en los programas de literatura de los colegios, pero en realidad nosotros nunca lo tomamos en serio a Sabato. Hay todo un folclore de anécdotas cómicas de Sabato, por ejemplo como la de su contestador telefónico con un mensaje que decía: «esta es la casa de Ernesto Sabato en este momento no puedo atenderlo porque estoy muy angustiado…» (ríe) «deje su número y lo volveré a llamar cuando esté menos deprimido». Ciertas o no todas esas anécdotas que nos han hecho reír durante tantos años, para eso sirvió Sabato para darle un poco de alegría a la gente.

En su artículo La nueva escritura habla usted sobre el rendimiento decreciente o del supuesto agotamiento de la novela de tramas y personajes. Guillermo Martínez le responde y pregunta ¿cómo entonces explica lo que hicieron escritores como DH Lawrence, Nabokov, Henry Miller, Kafka y Camus, que sin salirse de la forma convencional crearon mundos novedosos?
Bueno, Kafka se salió de la forma convencional y de toda esa lista es el único escritor realmente bueno. No sé, no puedo polemizar porque siempre tiendo a darle la razón a los que piensan distinto que yo. Sí, puede ser, me reconozco muchas fallas intelectuales y en realidad hace mucho que no leo novelas convencionales, estoy muy alejado de ese mundo.

Sostiene que la literatura no tiene una función importante en la sociedad, ¿y el escritor?
No tiene ninguna.

¿Y entonces para qué publica libros?
Bueno, yo escribo porque me gusta y todos los que escribimos lo hacemos porque nos gusta o porque queremos ganar plata. En mi caso la plata no ha tenido importancia en el plano literario porque siempre viví de mi trabajo que no es escribir, pero uno escribe porque le gusta, ¿por qué se hacen cosas? ¿por qué se fuma marihuana o se anda en bicicleta? Son cosas que no tiene un peso realmente importante en la sociedad, por eso cuando se anima tanto a los jóvenes a que lean literatura yo me pregunto ¿estarán haciendo bien? ¿Los jóvenes no tendrían que ponerse a estudiar comercio, agricultura, cosas útiles? ¿Por qué poner a los chicos a leer novelas si es un vicio?


 

César Aira se rebela contra industria literaria del dolor

[El Universal, Venezuela, octubre 2013] "A veces me planteo dificultades especiales para ver si puedo y con el tiempo la apuesta va subiendo", pero "lo único que he evitado deliberadamente hacer es escribir sobre Eva Perón, la tragedia histórica argentina o los desparecidos, que ha sido toda una industria en la Argentina", planteó el autor, de 64 años.

Oaxaca.- Se considera un escritor rebelde que va contra los moldes impuestos por la literatura y dice que jamás escribiría sobre el dolor causado en su país por la dictadura militar (1976-1983), un tema que ha generado grandes ganancias a la industria editorial.

Desde México, donde participa en la Feria Internacional del Libro de Oaxaca, el argentino César Aira, autor de 80 libros, como "Cumpleaños" y "El pequeño monje budista", dijo en entrevista con Dpa que, aunque le gusta plantearse retos, le parece antiético abordar ciertos temas.

"A veces me planteo dificultades especiales para ver si puedo y con el tiempo la apuesta va subiendo", pero "lo único que he evitado deliberadamente hacer es escribir sobre Eva Perón, la tragedia histórica argentina o los desparecidos, que ha sido toda una industria en la Argentina", planteó el autor, de 64 años.

Escribir de ese tema, prosiguió, le parece "totalmente deshonesto". "La literatura, por más que sea la literatura minoritaria que hago yo, termina siempre en plata. Aunque yo no gane mucha plata con los libros, algo recibo materialmente, y ganar plata con el dolor es otra cosa".

Para él, cualquier momento o circunstancia puede ser una fuente de inspiración.

El domingo, mientras visitaba un museo arqueológico en Oaxaca, en el sur de México, encontró el título de su siguiente obra: "El mundo de la representación, porque el ser humano tiene una necesidad ancestral de representar objetos, cosas".

Luego del título, a Aira le vino a la mente la primera frase del libro: "Yo entré en ese mundo, pero tuve que pagar un precio muy alto".



No sabe aún a que se referirá esa línea, "pero justamente esa sugerencia de algo sin sentido, sin forma, es lo que me impulsa a escribir", afirmó el creador de decenas de novelas cortas que no rebasan las cien páginas.

Él las clasifica como relatos: "Yo las llamo 'novelitas' para que no esperen una novela propiamente dicha. Son más relajadas porque no apuntan tanto a un cierre, a una perfección".

Aira fue un "niño miope, tímido, retraído" que se refugió en los libros en su hogar de Coronel Pringels. Sin embargo, fue la pluma de Jorge Luis Borges, a quien llama "el maestro perfecto", la que le hizo entender en su adolescencia lo que era el arte de la literatura.

"A veces, cuando voy a otros países, me preguntan cómo se las arreglan (en Argentina) por tener una figura como Borges. Al menos, en mi caso, es un estímulo porque marca un nivel y entonces hay que esforzarse", declaró.

Su juventud la pasó rodeado de un grupo de poetas natos conformado por Alejandra Pizarnik, Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini. A él la poesía no se le dio.

Su camino fue escribir textos breves, profundos, aunque variopintos en género, temas y lectores. También en sorpresas, ya que uno de los sellos de su estilo es lo irreverente, lo excéntrico e inesperado.

Luego de fumar un cigarrillo y beber un poco de agua, justificó su vocación diciendo: "Para mí escribir en un placer. Además, es lo único que sé hacer. Yo voy a seguir escribiendo hasta el último suspiro. Puede haber una decadencia de las funciones con la edad, pero quizás lo que salga de allí tenga su encanto propio".

Incluso si las cosas no le salen bien, a Aira le da igual.

"Si hay un camino recto es hacia la libertad, hacia ir liberándose de convenciones, de trabas que uno se autoimpone. La última será liberarse de la calidad. ¿Por qué hacerlo bien? ¿Por qué darles ese gusto a los lectores y a los críticos? ¿Y qué si lo quiero hacer mal?", cuestionó.

El Universal, Venezuela

 


RAQUEL GARZÓN

27 JUL 2015 - 12:45 ART

“Quise escribir algo erótico”

El autor argentino siente que, después de 40 años publicando, “las cosas pueden empezar a mejorar”, y habla de persistencia

 

"Se ve que no soy del todo famoso; a los escritores famosos les preguntan qué desayunan y a mí siguen haciéndome preguntas difíciles", ironiza César Aira(Coronel Pringles, 1949), ante una de mesa de un ruidoso pizza-café del barrio de Caballito en Buenos Aires, que él mismo ha elegido para este encuentro. Aira habla bajo y las entrevistas no le gustan. No las concede desde hace años a medios argentinos, a pesar de que su obra, que ya roza el centenar de títulos, su influencia en generaciones posteriores de autores y su prestigio han crecido exponencialmente desde los 90. La velocidad narrativa, el realismo delirante de sus historias, su uso de la propia vida para hacer ficción y su amor por la paradoja, entre otras señas, son esenciales para explicar mucha de la joven literatura argentina.

Nominado recientemente al Man Booker Internacional, quizás el premio más prestigioso para escritores que publican en inglés, y galardonado en noviembre de 2014 con el Roger Caillois, que se concede a escritores latinoamericanos por el conjunto de su obra, el autor de Cómo me hice monja ha dejado de ser "el secreto mejor guardado de la literatura argentina", rótulo que acompañó la aparición de sus primeros libros en España. ¿Qué cambió? "Quizás la persistencia. Bioy Casares les recomendaba a los jóvenes no desalentarse y seguir publicando durante 40 años", reflexiona. "Bueno, yo llevo 40 años publicando, así que las cosas quizás empiezan a mejorar. De cualquier manera es muy secundario, para mí el placer de escribir lo es todo". Como fuera, no está de más recordar que Carlos Fuentes le vaticinó el Nobel.

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Su nueva novela, El santo (Literatura Random House), inaugura en ese sello la Biblioteca César Aira, que recuperará algunas de sus mejores obras. Desopilante relato ambientado en la Edad Media y protagonizado por un monje que se ha pasado décadas haciendo milagros en un pueblo de la costa catalana, la historia se acelera cuando ya anciano decide volver a morir a su Italia natal. La región ve peligrar su mayor fuente de ingresos y contratan a un mercenario para matarlo. El plan fracasa, el monje huye y vive aventuras increíbles, que lo llevan a África.

Nunca quise escribir novelas realistas. Si lo dije alguna vez fue para hacerme el vivo

CÉSAR AIRA

"El origen es una historia real", cuenta Aira. "Borges decía que no hay idea tan absurda que no se le haya ocurrido alguna vez a un filósofo y yo agrego que si hay una idea tan absurda que ni siquiera un filósofo se le ha ocurrido, se le ocurrió seguro a un teólogo. Lo encontré en un libro: un personaje con fama de santo en la región de Cataluña, de origen italiano, tal como lo relato al comienzo. A él lo mataron. Yo me apiadé. En parte para que la novela no terminara demasiado pronto."

De milagrero a ser vendido como esclavo, al protagonista le pasa de todo. "Lo de los esclavos lo tomé de Gracias, una novela de Pablo Katchadjian. Es genial, Pablito; hago bien en copiarme de él. No creo que me acuse de plagio", bromea Aira, quien ha apoyado públicamente al joven autor argentino, procesado en una querella penal presentada por María Kodama, viuda y heredera de Borges, por su reescritura ampliada de El Aleph. "Ya lo sobreseyeron dos veces; confío en que lo harán de nuevo. No hay dos sin tres". Aira mismo reescribió tempranamente a Borges en Las ovejas ("él se hubiera reído, pero además, en ese momento Borges estaba casado con Elsa Astete, que era más inofensiva").

El aprendizaje del mundo que mueve El santo, casi una Bildungsroman de la tercera edad ("es bueno eso y hay un pequeño chiste allí porque le di al personaje mi edad al escribirla: 64 años. Aunque es cierto que hoy la juventud ha avanzado hasta niveles octogenarios como lo demuestra Vargas Llosa"), se concentra en una frenética semana de peripecias con un ingrediente novedoso: un mayor detenimiento en las emociones del protagonista, que vive, incluso, una historia de amor. "Quería hacer algo un poco erótico", explica Aira. "Hace poco estaba en una librería; había dos muchachos conocidos míos hablando de mí y uno le decía al otro 'lo que pasa es que en las novelas de Aira no hay sexo'. Ahora van a ver, me dije. Y me propuse hacer algo distinto."

Inagotable máquina de imaginar ("pronto saldrá La invención del tren fanstasma, tres poemas en prosa sobre la macroeconomía"), desde la publicación de Moreira (1975), Aira ha publicado casi una centena de títulos entre novelas, relatos y ensayos ("me siento más cómodo en la ficción; empecé a escribir ensayo para aclarar un poco las ideas y organizar el discurso, pero siempre obligado, como un desafío"). Odia, sin embargo, que lo cataloguen de escritor prolífico: "Parece que les molestara que escriba y en realidad, mi obra completa entraría en dos novelas de Joyce. No es tanto para escribir durante 50 años."

 

Lee un libro por día y traduce cada tanto, "para ocupar el tiempo". "Soy de esos rarísimos escritores a los que les gusta escribir. Escribir, dijo Stendhal, es un placer denso y profundo. Él lo contrastaba con la lectura, que es un placer más superficial, no por eso menor. Me siento muy identificado con eso. Todos los días escribo una paginita a mano. Antes terminaba algo hacía alguna corrección o nada y se iba a la imprenta. Ahora hay una exigencia mayor. Es la cosa narcisista, quiero mantener mi prestigio."

Pregunta. De todas las peripecias que corre su protagonista, enamorarse es la más intensa. ¿Ha sido el amor también la aventura más profunda de su vida?

Respuesta. Sí, puede ser. No quiero ponerme sentimental. Hay cosas que no entran en mis libros. Por ejemplo, mi amor por los niños; ahora voy a tener un nieto. Y para mí son lo máximo de la humanidad. La decadencia del ser humano empieza a los 6 años porque se pierde esa elegancia maravillosa que tienen los niños, la creatividad. Uno ve un chico de 4 años y es todo gracia, inteligencia, atención. Pasan 10 años y se transforma en un adolescente estúpido, distraído, maleducado. Es como una crisálida al revés: no sale una mariposa sino una oruga. Eso nunca ha entrado en mis libros.

P. ¿Y la Argentina? ¿Cuánto de lo desopilante que la crítica encuentra en sus historias es simple destilación de la realidad? El programa "Poligamia para Todos" de los Sultanes de Garabaña, suena a medidas del kirchnerismo que socializó desde el fútbol hasta los electrodomésticos.

R. Tomé el eslogan. Pero los argumentos con los que se puede justificar la "Poligamia para Todos" provienen de un libro de antropología y se desarrollan en la novela. Me gustan esas ideas un poco raras que hay que justificar con algún argumento matemático o lógico. Siempre necesito esas dos cosas: por un lado, lógicas ligeramente irracionales, juegos de ingenio, y por otro lado, algo que tenga que ver conmigo, aunque no sea autobiográfico. Sin ese juego de inteligencia caería en el sentimentalismo, en el patetismo, en la confesión, tonos que no me van.

P. ¿Qué es lo suyo en este libro?

R. Tiene mucho de roman á clef. Las conversaciones en lo de Abdul Malik, el comerciante que compra al santo como esclavo, son las que tenemos en La internacional argentina, la librería de Francisco Garamona, con todos sus personajes y sus tertulias. La librería es un refugio al que voy siempre, como antes a Belleza y Felicidad, que cerró. La vida va tomando su curso, los amigos de la vieja época se ven menos y con los jóvenes hay algo de vampirismo: buscar sangre joven, gusto, energía. Han sido muy importantes para mí; para todo solitario la amistad es muy importante.

P. Uno sale de sus novelas con la sensación de que cualquier cosa extraordinaria puede suceder a la vuelta de la esquina.

R. A mí no me pasa. Soy un escéptico que va caminando al nihilismo. Pero puede que yo busque en la literatura un contraste. Tengo una vida familiar tan apagada, tan pequeño burguesa que vuelo por el lado de la imaginación. Además, creo que la literatura hay que hacerla divertida. Nunca entendí a los escritores profesionalmente pesimistas a lo Thomas Bernhard. ¿Para qué? Un poeta, hace muchos años, me dijo que lo importante en la literatura es el "tragicismo", pero eso te lo dan en bandeja todos los días. Por supuesto, hay casos y casos. Puig es un escritor trágico, pero hay algo "miliunanochesco" en él que le da un brillo a eso. O Kafka que es para mí el más grande de todos.

P. ¿Por qué?

R. Kafka es maravilloso, es completo, es el más grande. No sé cómo explicarlo, sería un mal crítico literario. Hay cosas que le envidio a Kafka... la perfección.

P. ¿Percibe diferencias entre cómo se lee su obra en Europa y Estados Unidos y en la Argentina?

R. No, me comentan más o menos lo mismo. La crítica escrita es bastante decepcionante porque nunca va a la fábula, al gusto por el cuento, por la historia, sino a los elementos más ideológicos. Hace poco se publicó en la Argentina, una novela que había aparecido en México, La princesa Primavera. Y las reseñas hablaban de por qué hay una primera parte en que la princesa se gana la vida traduciendo best-sellers. Yo celebro otro tipo de comentarios: una estudiante en Francia, hace años, me contaba cuánto le había gustado el arbolito de Navidad, lugarteniente del General Invierno, que viene a atacar a su sobrina La Princesa Primavera. El personaje es un verdadero arbolito de Navidad con los globitos que camina sobre una plataforma. Y la chica lo imitaba al andar. Ese tipo de crítica me gusta: cuando algún joven, un chico, mis hijos, leen y me comentan eso, la parte de fábula no el elemento más ensayista.

P. Patti Smith celebró su obra en The New York Times; sus libros se reimprimen y arman bibliotecas personales, ¿cómo es ser un vanguardista canónico?

R. La única explicación es que soy un vanguardista bueno, pero no estoy tan seguro. Por ahí terminó siendo una nota al pie en la historia de la literatura argentina como un friki que hizo cosas raras. En mi largo contacto con escritura he conocido a figuras muy centrales que desaparecieron completamente. Hay tantos ejemplos. Marta Mercader , que era best seller, por ejemplo. Pregúntale a un joven escritor quién es, no lo sabe y era una figura muy central, sus libros se vendían en grandes cantidades. Es un poco triste. Tiene una cierta crueldad la literatura.

P. ¿Cómo le gustaría ser recordado a usted?

R. Trato de no pensar en eso.

P. Estamos jugando.

R. No sé, como se recuerda a los surrealistas. Pero lo mío va a ser cosa de cenáculo, de lectores entusiastas; lo agradezco mucho, pero nunca va a aglutinar público. Hay una cierta densidad en lo que trato de hacer, por eso es breve: no daría para 200 páginas, no se aguantaría. Saer me habló alguna vez de la nostalgia de escribir una novela larga; él lo intentó, creo que se murió sin terminarla. Pero bueno ya lo hizo Proust. Cuando uno piensa en todo lo que se ha hecho y tan bien: Cervantes, Kafka, Proust, Borges, hay como una cierta fascinación paralizante en los buenos lectores. Uno casi siente cierta nostalgia de la ignorancia. Mi estrategia fue ir a lo menor. Inclusive eso de buscar pequeñas editoriales, es mi juego personal: no me tomen mucho en serio, lo hago porque me gusta. Es un peligro volverse importante.

P. ¿Vanidoso?

R. No, importante. Que te reconozcan como importante. Cuando murió García Márquez, por ejemplo, se llenaron diarios, suplementos con fotos de García Márquez con Bill Clinton, con el Dalai Lama, con Fidel Castro, con Lula. Y pensé ¿este hombre quería ser escritor o quería ser importante? ¿Se puede ser las dos cosas a la vez?

P. Se puede ser un buen escritor y manifestarse a favor de ciertas causas, ¿o no?

R. Sí, pero García Márquez terminó siendo más importante que escritor. No sé si el escritor pueda soportar los dos adjetivos: bueno e importante.

P. ¿Qué queda en usted del joven de izquierdas que quería escribir novelas realistas?

R. Nunca quise escribir novelas realistas. Si lo dije alguna vez fue para hacerme el vivo. Puede haber sido una fantasía de tanto leer a Balzac, pero no. No podría y no quiero. Me he resignado al cuento de hadas. No me he resignado, lo acepto con gusto.

P. ¿Cómo una forma de comprensión o de evasión?

R. Más bien de evasión. Una vez hice en un congreso el elogio de la evasión a partir de la literatura de Stevenson. ¿Qué tiene de malo evadirse? Ahora tiene mala prensa, ¿no?

P. ¿Qué lee usted?

R. Yo soy un lector muy tradicionalista, muy clásico. A mí dame Shakespeare y esas cosas. Leo muy poca literatura contemporánea. Me gustan el cine, las artes plásticas, los viajes, la música. El otro día le decía a un amigo pintor que uno de mis artistas favoritos de los últimos años es Neo Rauch, un pintor alemán, porque sus cuadros son completamente surrealistas: un hombre grande acá, chiquitito allá, o de otra época, interactuando en distintos planos de realidad, una casa, un volcán en erupción adentro de un cobertizo. Y este amigo me dijo: "Así son tus novelas". Distintos planos, en los que el delirio se mezcla con algo muy cotidiano. Puede ser, uno siempre busca afinidades.


 

Al autor argentino no le gustan las definiciones y por eso, quizás, practica una literatura única e inclasificable. También en «El santo», su nueva novela. «Predico la escritura manuscrita: va más lento, y así se escribe menos, y mejor», dice

INÉS MARTÍN RODRIGOActualizado:27/07/2015 13:44h

César Aira (Coronel Pringles, 1949) escribe porque «es lo único» que sabe hacer «más o menos bien». No persigue, según confiesa, «ninguna finalidad ulterior» y, sin embargo, logra el deleite de cuantos lectores se acercan a su obra. Una paradoja que trasciende el pequeño universo del argentino, que pasa los días de libro en libro. El último de ellos, «El santo» (es el número 80 de su nómina oficial de ficción), con el que Literatura Random House inaugura su «biblioteca de autor» en España.

- ¿Qué recuerda de su primer contacto con la literatura?

- El primer placer sostenido que me dieron los libros fue el de los veinte gruesos tomos de la saga de Sandokán, de Salgari, que leí antes de los 12 años. No fue mucho después, a los 14 o 15, cuando ya estaba leyendo a Borges y descubría el otro nivel, el que hace literaria a la literatura. Por lealtad a la infancia, seguí mezclando los dos niveles.

- ¿Qué piensa ahora de los primeros libros que publicó?

- No releo, ni juzgo, tampoco reniego. Los primeros que publiqué no son los primeros que escribí. Cuando apareció «Ema la cautiva», en 1981, yo llevaba más de diez años de escribir pequeñas novelas, una tras otra. «Ema» debe de ser la número veinte, así que, aun siendo la primera, no es obra de principiante.

- Hay quien le ha definido como un escritor posmoderno. ¿Cómo se definiría usted?

- Esas clasificaciones no son de fiar, y menos cuando empiezan a agregar «posts» y «neos». Sobre todo, porque dependen de complicadas definiciones, en las que nadie se pone de acuerdo. Yo inventaría para mí algún marbete intrigante, que dejara pensando a los críticos, por ejemplo «preneodadaísta».

- ¿Qué tipo de literatura le atrae? ¿Y qué persigue al escribir?

- Como lector, pruebo todos los platos del menú. Todo sirve. Lo bueno para disfrutar, lo malo para aprender. Escribiendo, hago lo que puedo, que a veces, casi por casualidad, coincide con lo que quiero.

- ¿Es la escritura un ejercicio de disciplina? ¿Cree en la inspiración, en la visita de las musas?

- Creo que en nuestro oficio hay dos estadios: la invención, que es juego, y la redacción, que es trabajo (o se parece más al trabajo, aunque con vastos recreos). Escribir es cosa mental, redactar es una artesanía, que yo veo cercana a la escultura, porque de lo que se trata es de dar volumen y forma, esa tridimensionalidad que tiene la buena escritura.

- Hablando de inspiración, ¿cómo la encuentra usted?

- Básicamente en los libros que leo, que a su vez vienen de otros libros.

- La ironía es constante en su narrativa. ¿Por qué ese uso tan habitual?

- Puede ser un rasgo de carácter, simplemente. La ironía es una forma de la cortesía, su raíz está en no tomarse en serio a uno mismo. Pero la ironía es consustancial a la literatura, porque es un distanciamiento. La lengua pegada a su sentido es puramente comunicacional, no artística.

- ¿Cuáles son las herramientas más frecuentes en su obra?

- Creo que es mejor no clarificar mucho los mecanismos con los que trabajamos, para que el trabajo no se vuelva, precisamente, mecánico. Es mejor preservar un elemento de misterio ahí.

- En febrero cumplió 66 años y publicó su primera obra a los 26. En ese tiempo, ¿cómo ha cambiado el mundo editorial?

- Publicar se ha vuelto mucho más fácil. Escribir también, a juzgar por la cantidad de gente que escribe y publica. Por eso predico la escritura manuscrita: va más lento, y así se escribe menos, y mejor; da más tiempo para pensar, permite el placer de tachar. Y en lo posible escribir en cafés, donde uno puede levantar la vista, distraerse, darle aire al pensamiento. El que se encierra en un cuarto frente al ordenador puede despachar 20 páginas en media hora, con lo que no hará más que contribuir al anegamiento literario que nos está desalentando tanto.

- ¿Qué opina de la línea que separa la ficción y la no ficción?

- Mis «novelas» (pongámosle comillas porque, en realidad, nunca escribí novelas de verdad) están llenas de teorías, científicas, sociológicas, económicas, que pienso en serio, pero las expongo en marcos narrativos surrealistas para desalentar a los que quieran refutarlas con argumentos serios. Yo diría que son ensayos que disfrazo de novelas para que no me tomen por loco.

- Sus novelas suelen ser cortas. ¿Cómo las afronta?

- Siempre empiezo con la intención de llegar a las cien páginas, como para que el libro tengo un mínimo de lomo. Es raro que llegue, rarísimo que me pase. La clase de historias que se me ocurren, la densidad poética que busco, van en contra de la extensión. Y no tengo la suficiente confianza en mí como para creer que un lector me aguantaría por un número grande de páginas.

- Al leer «El santo» no pude evitar preguntarme si el personaje existió realmente.

- Este santo mío existió de verdad. Saqué su historia de un libro (¿no le decía que me inspiro leyendo?). Pero en la realidad los catalanes se salieron con la suya y lo mataron. Yo lo salvé. O quizás creyendo salvarlo le di el tiro de gracia.

- En «Continuación de ideas diversas» escribe:«Los únicos que leen buenos libros son los que leen desde siempre».

- La lectura es la escuela natural de la escritura. No hay otra.

- En ese mismo libro dice: «El recurso a lo sobrenatural es un atentado contra la poesía del mundo». ¿A qué se refería?

- No recuerdo contra quién apuntaba. Probablemente contra ese género execrable, el llamado fantasy. Inventar esos reinos fabulosos es un fraude. Se salta el trabajo literario y pretende llegar directamente al resultado. Los grandes realistas muestran cómo había que hacerlo. Dickens, por ejemplo: describía el Londres donde vivía, y su arte lo transformaba en un reino fabuloso con dragones y brujos y flores que hablan.

- ¿Cree que los escritores son desdichados? ¿Siempre hay que dejar algo en el camino?

- ¿Quién dijo que los escritores son desdichados? Coincido con Stendhal en que escribir es un placer «denso y profundo», y no hay muchos así. Para el que lo ha probado, todos los demás placeres palidecen.

- ¿Se puede aprender a escribir o es una decisión de vida?

- Se puede aprender a escribir bien, por ejemplo, en los talleres literarios o con un buen tutor. Pero escribir a secas, como decisión vital o vocación o como quiera llamarlo, es algo que está más allá del bien y del mal.

- ¿Qué me dice de los «best sellers», qué opinión le merecen?

- La literatura comercial tiene su utilidad. Además de informar y entretener y darle de comer, a veces con magnificencia, a sus autores, sirven para que los editores tengan superávit y puedan publicar esos libros raros como los míos con los que pierden plata.

Santos y lecturas

César Aira se inspiró en la historia de San Romualdo, que Pedro Damián cuenta en «Vita Beati Romualdi», para «El santo». Aunque, según advierte, «también podría haberlo inventado». Y todo porque, de niño, leyó la saga de Sandokán.


 

 

 

 

El escritor argentino, de visita en España para recibir un homenaje, conversa con ABC en mitad de la muestra de Wifredo Lam en el Museo Reina Sofía

https://lalectoraprovisoria.wordpress.com/2016/10/05/cesar-aira-trotskista/

César Aira, trotskista

Último (y único) informe para las academias

por Yupi

Estoy cansado, aburrido, harto. Sé que el motivo no le importa a nadie, pero lo diré igual, perdido por perdido: la posibilidad de que el jurado del Nobel le entregue el premio de literatura a alguien que retrató las tiranías o noveló lo novelado alcanza para treparme por las paredes aullando como un tenor tirolés. El premio es de literatura, ¿se entiende? No periodismo, no crónica, no psicología, no sociología, no romance. Literatura. Es decir, nada. Algo como el goce de ensamblar una mesa a la perfección, y al mismo tiempo no hacer nada. El que ensambla la nada merece el premio. Entonces me pregunto qué esperan para dárselo a César Aira. ¿Qué quieren? ¿Una prueba de que se opuso a las dictaduras? Bien, se las daré. Es el último esfuerzo que hago. Y ojo que yo hablo en serio.

Hace un par de meses estuve en el acto central de homenajes a Aira en Madrid. Fue terrible. Mientras el orador de turno peroraba sobre cómo Aira había llegado a las más altas cumbres de la literatura en castellano, yo pensaba con el personaje de Los misterios de Rosario: “¿Ah sí? Y vos cómo llegaste acá, ¿viniste esquiando?”. No me pregunten cuánto duró aquello. Un segundo más, y moría ahí mismo sentado en la butaca, lo que debe de ser incómodo, sin contar el engorro del traslado del cuerpo y los trámites en la embajada. Por suerte recordé que el homenajeado se había criado en el campo. El discurso final a su cargo (8 minutos 12 segundos) restituyó buena parte del sentido, pero un remanente de inutilidad quedó flotando en mi cerebro. Así que otra vez tuve que parar a Aira en la calle y preguntarle. Este fue el diálogo que tuvimos mientras fumábamos en una cortada.

P. En algún lado leí que durante el gobierno militar de Lanusse estuviste preso. ¿Es cierto?

CA. Es cierto.

P. ¿Por qué?

CA. Por un acto en la universidad.

P. ¿De qué partido?

CA. De una agrupación trotskista.

P. ¿Cuál?

CA. Había tantos grupos que no recuerdo el nombre. Una vez Fogwill intentó hacérmelo recordar, y enseguida me hizo un croquis con cada una de las agrupaciones y subagrupaciones estudiantiles de entonces, pero fue en vano.

P. En esos años la universidad era el único partido político.

CA. Recuerdo que a veces Perlongher entraba en el aula mientras estábamos en clase para dar alguna arenga. Verlo ya era impresionante: el pelo largo, esos collares que usaba… El profesor le decía que se fuera inmediatamente, y Perlongher le contestaba, señalándonos: “Me voy a ir cuando me lo pidan ellos”. Una disyuntiva incómoda.

P. ¿Cuánto tiempo estuviste preso?

CA. Estuve un mes “a disposición del Poder Ejecutivo”, como se decía entonces. Yo usaba el pelo largo, y lo primero que hicieron fue raparnos. Como pasaban los días y no salía, mi padre contrató a Risieri Frondizi, que era el abogado especialista en esos casos. La libertad le costó a mi padre 10 mil dólares, el precio de un departamento de aquella época. Su único comentario fue: “El corte de pelo más caro de la historia”.

P. No te hacía preso y menos tanto tiempo. Un recuerdo.

CA. Había un asesino bastante peligroso, el Pibe Rodríguez. Le habían dado una pena que era más que reclusión perpetua, porque no podía salir de la cárcel de por vida bajo ningún atenuante. Lo curioso es que no mostraba ningún remordimiento por sus muertes y aun pensaba en las futuras. Decía sobre alguien con el que tenía una diferencia: “Si salgo, lo mato hoy”. Yo le dije que pensaba lo contrario, que si me soltaran intentaría no cometer otro delito. Entonces uno de los policías me dijo: “Pibe, tratá de no pensar acá adentro”.

P. Decime algo de Fogwill.

CA. El querido Quique se nos fue “redepente”, como decía Catita. Qué puedo decir.

P. No sé.

CA. Me pareció excesivo lo que ocurrió con su muerte. De pronto todo el mundo era su íntimo amigo. El que no había estado en la terapia intensiva había desayunado con él esa mañana, o cenado la noche anterior, o le daba a leer sus manuscritos, o viajaba con él. Parecía una carrera a ver quién tenía más intimidad. En cierto modo él se lo buscó.

P. No puedo creer que no esté.

CA. Hace un tiempo le mostré a una amiga escritora norteamericana, Rivka Galchen, las fotos en la biografía de Osvaldo. Me oía repetirle mientras pasaba las fotos: “Gran amigo, muerto”, “Gran amigo, muerto”. Supongo que al llegar a cierta edad, a todos les pasa.

P. Fogwill te recomendó para la publicación de Ema la cautiva.

CA. Fogwill tenía entusiasmos instantáneos, que lo absorbían completamente. Una vez yo estaba en su casa y llegó Renata, su mujer, y le preguntó quién era yo. Fogwill le dijo: “¿Cómo no lo conocés? ¡Este le enseñó a escribir a Borges!”. La mujer me miraba sin entender nada, porque en ese momento yo no había publicado ningún libro.

P. Osvaldo Lamborghini también te trataba como gran escritor antes de que te hubieran publicado un libro.

CA. Justamente a Fogwill lo conocí por Osvaldo. Las ovejas fue el único texto mío que Osvaldo rechazó. A él le gustaba desmesuradamente todo lo que yo escribía, pero hasta ahí llegó. Dijo que “la caída del Padre” al final era una lápida que lo aplastaba todo.

P. ¿La parodia a Borges del final?

CA. Sí. En realidad es una copia, no hice más que transcribir el final de su ensayo Nueva refutación del tiempo cambiando los nombres de Schopenhauer, Berkeley, etc, por Betty, Moussy y demás.

P. ¿Osvaldo se parecía a su leyenda?

CA. Conmigo, me temo que no. Nunca lo vi borracho, ni drogado, ni violento.

P. Por escrito más bien parece un gaucho borgeano.

CA. Mis dos primeras lecturas importantes de chico fueron Borges y Vallejo. ¿Qué daría la mezcla, si fueran sustancias químicas? ¿Osvaldo?

P. El Fiord es una especie de Aleph.

CA. Ricardo Strafacce tiene una teoría convincente sobre ese paralelo. Dice que El Aleph está escrito de un modo muy pulcro salvo una escena, cuando el protagonista ve en el sótano “las cartas obscenas, increíbles” de Beatriz. Mientras que El Fiord es todo sexo y suciedad salvo una escena, la última, pulcra.

P. Rápido, sin pensar: Alejandra Pizarnik.

CA. La adoraba. Trataba de imitarla en todo, incluso la letra. Todavía hoy escribo con la letra de Alejandra. Yo tenía una lapicera Sheffer, y se la cambié a ella por uno de esos rotuladores baratos que se compran en la calle. Me acuerdo que Arturo estaba indignado, decía que me había dejado estafar.

P. ¿Se veía venir su suicidio?

CA. No estoy seguro. Creo que fue un intento de suicidio que salió mal.

P. ¿Lo decís porque hubo varios intentos?

CA. Sí. Nadie se intenta matar si se quiere matar.

P. Saer. ¿Cómo se tomó aquel artículo que escribiste sobre él en los 80?

CA. A Saer lo conocí después de haber publicado ese artículo en El Porteño. Él había ido a Buenos Aires, inmediatamente después de ganar el premio Nadal. Nos encontramos en una fiesta en la embajada de Francia, y me dijo que había leído el artículo y que le parecía de lo mejor que se había escrito sobre él, “sobre todo cuando me pegás”. A partir de ahí fuimos buenos amigos, fui varias veces a su casa en París. Después él se distanció, y hasta enérgicamente, me calificó de “neotilinguismo”, y creo saber por qué lo hizo. Hace poco estuve en Santa Fe y me chocó ver el culto a Saer, a “Juani”, esa atmósfera en la que sentís en la piel que no podés hablar mal de alguien… Ojalá nunca me pase.

P. No hace mucho en una encuesta argentina sobre la primera década del siglo XXI te votaron como el escritor más influyente y el de peor influencia.

CA. Salí primero por los dos lados. Qué importa. Sí me pareció un disparate que no fuera elegido mejor libro de la década el Borges de Bioy Casares. ¿Qué otro libro podía votarse?

P. Varios cambiaron su opinión sobre Bioy después de leer ese libro.

CA. Un amigo dice que el Borges de Bioy le sirve para juzgar a su interlocutor. Si desaprueba el libro, inmediatamente lo descarta.

P. Un muchacho me dijo después de leerlo: “A este viejo, ¿se le ocurría una buena frase por minuto?”.

CA. ¿Conocés la de por qué los peronistas son peronistas, según Borges?

P. No.

CA. Porque les pagan.

P. Irrefutable.

CA. Lo interesante es el mecanismo. No es una frase que Borges inventó. Cuando le preguntaron por qué decía eso, contestó que le había preguntado a un grupo de peronistas en la calle por qué eran peronistas, y que le habían contestado: “Porque nos pagan”.

P. Algunos misterios al vuelo. El primero dice que a los 17 años ganaste un concurso literario en Buenos Aires.

CA. Sí, fue un concurso de la revista Testigo. Todavía vivía en Pringles, estaba en el secundario. Arturo ganó el concurso de poesía y yo el de narrativa.

P. ¿Por qué nunca escribiste poesía?

CA. No creas, de chico escribí bastante. No seguí porque me di cuenta de que no era poeta y que con suerte haría un buen simulacro.

P. ¿Te diste cuenta? ¿Cómo?

CA. Por contraste con Arturo y por una prueba que inventé. Un día le pasé a Arturo unos poemas míos para que me dijera qué le parecían, pero intercalé como propio uno de Raúl Gustavo Aguirre, que yo sabía que él no había leído. Arturo me dijo que mis poemas le habían gustado mucho, sobre todo uno, buenísimo: el de Aguirre.

P. En tus novelas siempre hay una luz poética.

CA. Una vez un crítico dijo que soy un poeta en prosa. Espero que haya acertado.

P. Más leyendas. ¿Es cierto que cuando tenías 20 años la editorial Galerna quiso publicarte una novela y les pediste a lo Kafka que te devolvieran el manuscrito?

CA. Fue menos heroico. Yo conocía a Abelardo Arias, que recomendó a Galerna una novela mía, y Alberto Manguel, el editor de Galerna en ese momento, aceptó publicarla. Ya estaba lista para la imprenta, pero un día yo iba caminando con una chica cerca de la editorial y por hacerme el vivo, seguramente para deslumbrarla, le dije que me acompañara a la editorial y les pedí que me devolvieran la novela.

P. Linda situación para Abelardo Arias.

CA. Una estupidez de chico. De todos modos no se perdieron gran cosa.

P. ¿Cuántas novelas escribiste antes de Ema la cautiva?

CA. No sé, habrán sido alrededor de treinta.

P. ¿Están en algún lado o las tiraste?

CA. Algunas creo que están, tendría que fijarme. Tengo una caja que nunca más abrí con muchos textos de esa época. Ahí debe de haber alguna.

P. Un libro que va haciendo su caminito es el Diccionario de Autores Latinoamericanos, que me sugiere una sola pregunta: ¿leíste todos los libros citados?

CA. Leí bastante, y en retrospectiva hasta me asombro de la energía que tenía entonces. Antes leía más orgánicamente, tomaba notas, escribía fichas. Quedé conforme con el libro. Creo que logra modestamente presentar a la literatura latinoamericana tal como era antes del Boom. Antes de García Márquez, Vargas Llosa y demás, la literatura latinoamericana era la Amalia de Mármol, La Vorágine de Rivera, muchos autores que fueron borrados por el Boom. A lo mejor también lo hice inconscientemente para contrarrestar el predominio actual de la teoría. Cuando yo iba a la Facultad no había tanta teoría literaria, se enseñaba más historia de la literatura, algo que me parece importante.

P. Primera vez que decís estar conforme con un libro tuyo.

CA. Varias veces me ofrecieron ampliarlo, actualizarlo, pero dije que no. Quiero que quede como está, casi como una de mis novelas.

P. Suena a balance.

CA. Hace un tiempo un buen amigo platense, Esteban López Brusa, me dijo: “Me da la sensación de que ya estás hecho”. Sí, sí, le dije, pero en realidad: no, no. No diré que todavía no empecé, pero vivo con la preocupación de no llegar a escribir lo que quiero.

P. Creo que te están buscando, mejor terminamos. ¿Lo pasaste bien?

CA. Muy bien, fueron todos muy amables, sólo estoy un poco cansado. Con todos estos congresos a los que me invitan, la prensa, los tesistas que me mandan cuestionarios, se multiplican las ocasiones de hablar de mí mismo, y de pensar en lo que hice y por qué lo hice… Empiezo a sentir un exceso de reflexión. Quizás es bueno, porque hace contraste y me hace sentir más la libertad anti-reflexiva de las novelas.

P. No te gustan los congresos pero aceptás asistir a muchos.

CA. Los acepto por los viajes, para salir de la rutina de Buenos Aires. Pero si mirás los programas de los congresos… todo termina siendo lo mismo. Si eso no te desalienta, no te desalienta nada.

P. ¿Por qué es tan espantosa la “literatura del yo”?

CA. Por falta de invención y de conflicto. En los textos de la “literatura del yo” el espacio queda obstruido por la falta de invención y al autor sólo le queda el tiempo, la más deprimente de las categorías mentales. No pueden contar más que lo que les pasa, en tiempo presente, y como por lo general no les pasa nada el resultado es nulo.

P. Más raro es el silencio alrededor de Laiseca.

CA. Con Laiseca se comete una gran injusticia. Es imperdonable que se escriban tesis sobre Bolaño y nunca se haya escrito una sobre él, ni esté en ningún programa de ninguna universidad. De hecho creo que él y Osvaldo son los únicos genios auténticos que han aparecido “después de Borges”, como dice la vieja canción.

P. Pregunta final, que debió ser la primera. ¿Estuviste en Pringles?

CA. Estuve este verano. Paré en la casa de Arturo, la vieja casa de siempre. Allí tuvo lugar la cena de La Cena.

P. No me digas que la madre de la novela es tu madre.

CA. Sí, la primera parte de la novela ocurrió como la cuento.

P. Cada vez que aparece en una novela esa madre depresiva y combativa te sale bordada.

CA. Ahora me hacés acordar de una anécdota. Hace años estábamos con Fogwill acá en Madrid y él andaba como loco con el cambio de divisas, hacía cálculos, maldecía, decía que nos habían estafado, hasta que le dije que parara de quejarse porque ya parecía mi mamá. Replicó inmediatamente: “No. Yo soy tu mamá”.


Los artefactos de Aira. 

Por Diego Zúñiga // Fotos: Marcelo Segura Noviembre 25, 2016

Escribe novelas, pero sus libros funcionan más bien como pequeñas y explosivas obras de arte contemporáneo. El argentino César Aira acaba de recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas por esos libros inclasificables que lo han convertido en uno de los narradores latinoamericanos más importantes del último tiempo.

El hombre dibuja con neoprén letra por letra el abecedario. Está vestido impecablemente de negro, lleva unos tacos aguja y avanza por la pasarela de una comuna periférica de Santiago, al lado de una carretera, al lado de un cementerio. El hombre dibuja las letras y después, una a una, les dispara con un encendedor y les prende fuego. El abecedario completo incendiándose en una pasarela de Santiago, el abecedario ardiendo frente a ese hombre, que es Pedro Lemebel realizando, en el invierno de 2014, su última performance.

Una performance que se tituló Abecedario y que quedó registrada en un video de más de 10 minutos que ahora mira atentamente el escritor argentino César Aira (1949), en una de las salas del Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos, pocas horas antes de recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en La Moneda, de manos de la presidenta Michelle Bachelet.

Observa, en silencio, la última performance de Lemebel y luego sigue recorriendo la exposición Una imagen llamada palabra, donde se ha reunido a una buena parte de los mejores artistas contemporáneos chilenos: Lotty Rosenfeld, Eugenio Dittborn, Paz Errázuriz, Iván Navarro, Juan Downey, Juan Pablo Langlois, el CADA y una serie de poetas que han experimentado con las artes visuales, como Vicente Huidobro, Raúl Zurita, Diego Maquieira, Claudio Bertoni y Juan Luis Martínez, poetas que Aira ha leído y de los que ha hablado en más de una ocasión. Escritores que se han dejado influenciar por las artes visuales, tal como le ha ocurrido a él, que este año publicó un ensayo extraordinario titulado Sobre el arte contemporáneo (Literatura Random House), donde cuenta cómo para él escribir siempre ha sido una forma más cercana a la pintura que a cualquier otra expresión.

Escribir como dibujar. Mirar por primera vez una obra de Marcel Duchamp en un libro y entender que eso es lo que quería hacer él, pero con la literatura, con su escritura: “Creo que lo que se me reveló, a través de aquel desplegable transparente en el que estaba fotografiado ‘El Gran Vidrio’, fue la inutilidad de escribir libros, aun amándolos como yo los amaba, o precisamente porque los amaba. Había llegado la hora de hacer otra cosa. Esa otra cosa (que por lo demás ya estaba hecha y la había hecho Duchamp) fue lo que hice en definitiva, usando el disfraz de escritor para no tener que explicarme: escribir las notas al pie, las instrucciones imaginarias o burlonas, pero coherentes y sistemáticas, para ciertos mecanismos inventados por mí, que hicieran funcionar a la realidad a mi favor”, escribió Aira en ese ensayo.

Y por esos mecanismos que son sus novelas, cuentos y ensayos, Aira fue premiado con el Manuel Rojas —dotado de 60 mil dólares— y es considerado uno de los escritores latinoamericanos imprescindibles de la actualidad, ya no sólo en nuestro idioma, sino también en las más de 20 lenguas a las que ha sido traducido.

Novelas, cuentos, ensayos que tienen una característica en común: ser pequeños artefactos impredecibles, bombas que explotan en las manos de un lector, novelas que no parecen novelas, ensayos que no parecen ensayos, libros que funcionan como si fueran, efectivamente, una obra de arte contemporáneo.

Si tuviéramos que hacer una lista completa de los libros que ha publicado César Aira, sería prácticamente imposible. Dicen que son más de 80, más de 90: novelas, cuentos, ensayos que ha publicado en editoriales transnacionales —tanto en Planeta como en Penguin Random House existe una “Biblioteca César Aira”—, en ediciones privadas, en muchas y diversas editoriales independientes desperdigadas por Latinoamérica. Porque Aira fue, quizá, el primero de los escritores que entendieron que la mejor forma de que sus libros circularan realmente por los distintos países de este continente era a través de esos proyectos más pequeños que hoy se han tomado el panorama. Editoriales en México (Era), Perú (Estruendomudo), Chile (Ediciones UDP, Cuneta y Hueders) y Argentina, donde sus últimos libros se consiguen en Mansalva y Blatt & Ríos, pero también en Beatriz Viterbo, donde ha publicado más de 20 títulos.

—Todo eso ha sido un poco casual —cuenta Aira, sentado en una de las salas del Centro Nacional de Arte Contemporáneo de Cerrillos—. Me he hecho amigo de todos mis editores, quizá por un sentimiento de culpa que tengo, porque sé que conmigo pierden plata y me publican de buenos que son. Y me encariño con ellos, y algunos han terminado siendo mis mejores amigos.

Aira dice que el primer libro que publicó fue Ema, la cautiva —indiscutiblemente, una de sus mejores novelas—, en 1981, y lo hizo gracias a Fogwill, quien tomó el manuscrito y se lo llevó a un editor. A esa altura, sin embargo, ya había escrito muchas, muchísimas novelas —dice que aún guarda manuscritos de unas 20 o 30 inéditas—, y en algunos lugares aparece Moreira, en realidad, como su primer libro, publicado en 1975. Lo que importa, en todo caso, es que ya a partir de los 80, Aira empezó a escribir y publicar con mucha frecuencia, y de esa época son algunos de sus mejores libros, como la mítica La luz argentina, novela inencontrable sobre una ciudad en la que se corta la luz y aquella oscuridad hace caer en trance a la mujer del protagonista, que está embarazada. En ese momento, Aira ya está instalado en Buenos Aires, aunque su formación lectora comenzó en Coronel Pringles, donde nació.

—En esa época leíamos al Boom, yo fui contemporáneo. Compré la primera edición de Cien años de soledad en el 67. Todavía estaba en el colegio. Debería haberla conservado, porque se vende a alto precio, ¿no? —dice Aira y sonríe—. Estábamos entusiasmados con esos escritores, pero con el tiempo se fue desinflando todo. Los autores empezaron a escribir cada vez peor, y esos libros que tanto nos entusiasmaron perdieron su gracia. Muchos años después traté de leer Cien años de soledad y se me caía de las manos.

 "Estábamos entusiasmados con los escritores del Boom, pero con el tiempo se fue desinflando todo. Los autores empezaron a escribir cada vez peor, y esos libros que tanto nos entusiasmaron perdieron su gracia. Muchos años después traté de leer ‘Cien años de soledad’ y se me caía de las manos".

Ese desencanto que le produjo el Boom provocó, de alguna u otra forma, dos cosas concretas: primero, que su escritura justamente transitara por un camino opuesto, mucho más disparatada, con una imaginación excéntrica, lejos de los grandes relatos del Boom. Y segundo, el deseo de hablar de la otra literatura latinoamericana, que estaba quedando oculta bajo la sombra de García Márquez, Vargas Llosa y compañía.

—En los 80, todo el gran tesoro de la literatura latinoamericana anterior se había olvidado. De ahí surgió la idea de hacer un diccionario que recuperara esa literatura, que la comentara.

Así nació la idea del Diccionario de literatura latinoamericana, libro donde Aira repasa la literatura del continente y les dedica entradas a autores como Borges, Joaquín Edwards Bello y Manuel Rojas, de quien escribe uno de los textos más largos del libro, que Tajamar Editores reeditará en Chile en los próximos meses.

—Estuve más de un año preparando el libro. Una editora me propuso hacerlo y llegamos al arreglo de que me pagara un sueldo durante todo un año para que yo no tuviera que hacer mi trabajo habitual, las traducciones. Así que empecé un primero de enero con la idea de terminarlo el 31 de diciembre. Son muy ordenado con esas cosas. Pero no lo conseguí. Tuve que trabajar tres meses más, todo el verano, y entregué el 31 de marzo. Esos últimos tres meses fueron sin sueldo, claro —dice y se ríe mientras recuerda esos años en que una buena parte del tiempo la gastaba haciendo traducciones.

—¿Cuál de todas las traducciones que hiciste recuerdas con más cariño?

—No muchas, porque yo me especialicé en literatura mala, best sellers, que son mucho más fáciles de traducir. Y de vez en cuando traducía algo bueno. Lo hice durante 35 años. Pero recuerdo algunas cosas: Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki; Vacación hindú: un diario de la India, de J. R. Ackerley, y hace poco traduje Hebdómeros, de Giorgio de Chirico.

—Yo recuerdo haber leído una traducción tuya de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, que es un libro impresionante.

—Sí, esa la hice… El director de Sudamericana, Enrique Pezzoni, me llamó y me dijo que necesitaba esa traducción con urgencia, en 15 días, porque iban a estrenar la película. La novela estaba traducida en España, pero necesitaban una traducción nueva para publicar el libro con una foto de la película en la tapa. Le dije que yo nunca había traducido del italiano, pero Pezzoni me dijo que era muy fácil. “Sólo ten cuidado con una cosa: la palabra camino parece decir camino, pero significa chimenea”, me explicó. Me pasó la traducción que había hecho Alianza para consultar detalles. Y no me fijé casi en nada porque efectivamente me resultó fácil traducirla. Pero casi al final de la novela, el protagonista dice: “¿Qué me queda a mí? Estar sentado todo el día frente al camino...". Y como estaba advertido, puse chimenea. Pero me dije que en la traducción del español decía: "Estar sentado todo el día frente al camino"...—dice Aira y se ríe, recordando el error—. Era una novela muy triste, me acuerdo.

Aira tradujo novelas durante 35 años, pero es un oficio que ya casi ha abandonado. Pudo dejar de hacerlo cuando no necesitó el dinero de esas traducciones, cuando sus libros comenzaron a circular con mayor fuerza en el extranjero y los anticipos fueron más generosos. Hoy, de hecho, su obra está empezando a ser leída en Estados Unidos y en Inglaterra. El año pasado estuvo nominado al prestigioso Man Boocker International, y Patti Smith escribió una elogiosa crítica sobre su obra en The New York Times.

César Airea mira los collages de Juan Luis Martínez y Diego Maquieira, se detiene ante los poemas pintados de Vicente Huidobro, se pierde en una instalación de Gonzalo Díaz, mira con una lupa una de las diapositivas de Rodrigo Gómez Rovira y entra en un cuadro verde que intervino Rainer Krause, donde se escuchan distintos textos en lengua kawésqar. Lo recorre y se deja envolver por esa lengua indescifrable.

Cada vez que viaje, trata de ir a museos. Hace poco, uno de sus artistas favoritos, el muy cotizado pinto alemán Neo Rauch, a través de su galerista, le propuso hacer un proyecto en conjunto. Le dijo que había leído sus novelas, que le gustaban, pero Aira, muy honrado, le dijo que no era bueno para las colaboraciones. Ahora, de hecho, después de publicar su ensayo Sobre el arte contemporáneo, ya no quiere escribir más del tema.

—No voy a escribir más sobre arte contemporáneo ni opinar, porque me da la impresión de que muchos de mis colegas están yendo hacia esa dirección, por un motivo bastante claro: en el arte contemporáneo está la plata grande. Veo que muchos escriben catálogos, que gozan de críticos de arte. Muy lindo que te inviten a las bienales y eso, pero creo que por elegancia me voy a restar.

— ¿Y te gusta escribir ensayos? 

—Mmm...me los han elogiado. Pero cuando los escribo me dan mucho trabajo, porque con el ensayo, el artículo, todo lo que no sea ficción, hay como una exigencia de hacerlo bien, de ser racional, así que,, en fin, lo hago cuando tengo que hacerlo o cuando me obligo a hacerlo, pero no es lo que me gusta. De hecho, a veces he pensado que si escribo ensayos, es para sentir el contraste: cuando vuelvo a lo mío, a la ficción, siento la libertad total de decir disparates y no hay nadie mirándome por encima del hombro para juzgarme.

—Una de las mayores cualidades que se destacan de tu obra es la libertad que irradian. Son novelas delirantes, donde todo puede ocurrir. ¿De dónde viene toda esa libertad? 

—No sabría decirte. Creo que es algo natural en mí, quizá compensatorio, porque en mi vida extraliteraria soy lo más normal del mundo, un pater familias, pequeño burgués, ordenado, pago mis cuentas, no bebo, no me drogo, no tengo amantes; entonces, supongo que compenso con esta cosa onírica, fantástica. También nace del amor a la literatura, del amor de un lector a la literatura: ¿por qué no probar hacer algo parecido a lo que leo, pero a mi modo?

—Hace poco dijiste que no publicarías en un buen tiempo. ¿Ha cambiado esa decisión?

—Sigo en huelga de publicación. He pensado en publicar en otros países y comprometer a mis editores a que no distribuyan esos libros en Argentina —dice y se ríe—. Así que ahora mismo voy a hablar con algunos acá en Chile. Vamos a ver qué resulta.


INÉS MARTÍN RODRIGOMADRID Actualizado:01/06/2016 01:10hGUARDAR

Pasar un rato, una mañana larga, con César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) es como sumergirte en una de sus novelas. El tiempo parece detenerse y hasta te baja la presión arterial. Todo transcurre en otra dimensión, paralela, mientras la gente corre acelerada, temerosa de perder el autobús, y los coches berrean en el asfalto. Pero tú estás a salvo. Estás con César Aira, y su conversación se convierte en tu refugio. Como la literatura, o el arte. Ambas disciplinas marcan, precisamente, el ritmo de nuestro encuentro. A la hora acordada, sin móvil pero con reloj, el argentino acude a la cafetería del hotel en el que se aloja. Se ha pasado la noche leyendo a Lee Child (Coventry, 1954) y su rostro conserva el rastro del desvelo. Tímido, parece querer esconderse tras unas gafas de gruesos cristales que, sin embargo, no ocultan la emoción que le provoca nuestro destino: la muestra de Wifredo Lam (1902-1982) en el Reina Sofía. Amante del arte y gran experto, al llegar a la pinacoteca Aira cuenta que a veces se pregunta por qué va a los museos, si en los libros están las reproducciones. «Una mezcla de fetichismo y de no quedar mal socialmente», reflexiona. Es la primera confesión de las muchas que, entre cuadros, hará el autor, desprovisto de la pose de entrevistado.

- ¿El arte, los movimientos artísticos, surgen por modas?

- Sí, por lo que los alemanes llaman «zeitgeist», el espíritu del momento, lo que está en la atmósfera.

¿Y pasa igual en la literatura?

- Seguramente, quizás más todavía porque tiene menos filtro. Es directamente la expresión lingüística de la cosa, mientras que la pintura pasa por la imaginación visual del artista.

- ¿Por eso le atrae tanto el arte?

- No, no sé. Tampoco habría que decir que me atrae el arte.

- ¿Y cómo lo diría, entonces?

- Estoy adentro.

- ¿Está adentro?

- Sí, porque atraer sería como que está allá y yo voy, atraído. Yo estoy adentro del arte (ríe).

- Pero es difícil encontrar un escritor al que le guste tanto el arte y que, además, sepa tanto de arte.

- Sí, quizás sí y quizás no. Bueno, es curioso eso. Hay grandes escritores totalmente negados para otras formas artísticas; el caso de Borges, por ejemplo. La pintura se lo perdonamos, porque tuvo mala vista desde siempre, pero no sabía absolutamente nada de música. El único músico al que menciona es a Brahms. Le preguntaron: «¿Por qué Brahms?». Y dijo: «Porque en la casa de Bioy su mujer - Silvina Ocampo- ponía discos de Brahms que a ella le gustaban mucho y era lo que menos me molestaba» (ríe).

- Bueno, también era aficionado al tango.

- No al tango, porque él decía que con Gardel se echó a perder todo. A él gustaba la milonga antigua, que era más viril. Porque él tenía esa cosa de admiración al coraje, a la virilidad del matón.

- Del machito.

- Sí, totalmente.

- Y cómo es eso de que cuando murió Borges se apagó la luz.

- Sí, el día de la muerte de Borges sentimos que se apagó una luz. El mismo Bioy lo dijo; era su gran amigo y recordó a Byron. Cuando murió Byron, una mujer dijo que se había apagado una luz en Europa, y eso fue lo que sentimos nosotros cuando murió Borges, porque estaba tan presente… Pero sigue estando presente. Eso lo comentábamos ayer con unos amigos argentinos, que prácticamente no pasa un día para nosotros que no mencionemos a Borges, por sus anécdotas, por sus bromas. Ayer, justamente, recordaba una yo que mis amigos no conocían: la definición de los peronistas.

- ¿Y cómo los definía?

- Los peronistas son gente que dicen ser peronistas porque les pagan (reímos ambos).

- ¿Cree que esa luz que se apagó se ha recuperado algo?

- Bueno, un escritor de la talla de Borges vamos a tener que esperar... ¿Cuánto? ¿Cincuenta años?

- Como poco.

- O quizás no. Es impredecible eso. ¿Cuándo aparece un Kafka? ¿Cuándo aparece un Borges?

- En muy contadas ocasiones. Ese es el enigma de los genios. ¿Cree que esas grandes mentes, tan privilegiadas, terminan siendo un poco víctimas de su propia genialidad?

- No, no, no, no. Eso es más en los artistas de antes, lo que se llamaban los artistas malditos, los que se quemaban en su propio fuego. Pero de esos ya me parece que no existen.

- Ha cambiado mucho el concepto de artista, igual que ha cambiado el concepto de escritor.

- Exactamente. Tanto ha cambiado que yo no me explico cómo hoy día puede haber jóvenes que sientan la vocación, viendo a estos señores tan aburguesados, tan banales, en la televisión, hablando, dando sus opiniones sobre política… Se perdió la figura romántica, dramática del escritor, del artista.

- Sí, ahora es esa figura del escritor como el oráculo que todo lo sabe. ¿A usted que le parece?

- Sí, deben estar ahogándose muchas vocaciones viendo a estos señores.

- ¿Y la música? ¿Qué relación tiene con ella?

- Desde afuera, porque no tengo buen oído.

- Pero sí es aficionado.

- Sí, sí.

- ¿Y qué suele escuchar?

- Clásicos y, bueno, tengo algunos favoritos… No me gustan los géneros, no me gusta esa gente que dice: «A mí me gusta el jazz». Pero algunos músicos encasillados en el jazz son mis favoritos, como Cecil Taylor.

- Sobre el que, además, ha escrito.

- Sí, lo conocí. Eso fue un momento estelar en mi vida. Ahí le dije a alguien: «Bueno, ahora ya no me quedan más ídolos que conocer, porque Duchamp se murió» (ríe). Lo adoro… Y Thelonius Monk, otro… Con Thelonius Monk yo siento como una afinidad, el modo de improvisar, de tocar de él. No sé, es una cosa intuitiva, que yo siento. Lo mismo en la pintura con Neo Rauch. ¿Lo conoce?

- Sí, es un pintor alemán maravilloso.

- Bueno, yo algunos cuadros de Neo Rauch los veo como novelas mías.

- ¿Por qué?

- Distintos planos de realidad que se entrecruzan… Es casi lo que yo querría hacer.

- Pero en un libro hacer eso es mucho más difícil.

- No tanto. Yo me las arreglo, sí, sí...

- ¿Y eso que dicen de que es un escritor prolífico?

- Me ha llegado a molestar tanto eso que decidí no publicar nada durante unos años. Sí, ya llevo casi seis meses o más.

- ¿Y hasta cuándo vamos a estar sin leerle?

- Dos añitos. Así se dejan de decir que soy prolífico. ¡Estoy harto! Porque de mis libros nunca se dice que son buenos; lo único que se dice es que son muchos. Y yo quiero que digan otras cosas. La literatura es una actividad cualitativa, no cuantitativa. Malditos sean… ¡estoy harto, harto!

- Bueno, su obra es la prueba de que hay novelas de 80 páginas bastante mejores que otras de 600.

- Pero no lo van a dejar de decir. Hasta pensé una cosa maldita, que es darle mis libros, cuando vuelva a publicar, a editoriales chilenas, peruanas, mexicanas… con la condición de que no distribuyan en la Argentina.

- ¿Por qué?

- Esa va a ser mi venganza. La venganza es un plato que se come frío (ríe). Ahí van a aprender.

- Pero, ¿durante el tiempo que va a estar sin publicar, también va a estar sin escribir?

- No, al contrario. Desde que tomé esta decisión, empecé a escribir de otro modo. Yo nunca tuve una presión para publicar, publicaba cuando quería, pero siempre había como un barrunto de presión, en el sentido de terminar algo, adecentarlo lo suficiente como para llevarlo a un editor. Y ahora no, veo que puedo dejar una cosa en borrador, o a medio hacer, y pasar a otra… Me está dando resultados.

- ¿Ahora es más feliz escribiendo?

- Sí, sí, sí. Y además con la satisfacción de lo malo que soy (ríe). Fueron malos conmigo, tanto decir que soy prolífico, ¡malditos sean!

- ¿Qué piensa de la literatura que se hace ahora? ¿Lee a sus contemporáneos, a la gente más joven?

- Leo muchas dos primeras páginas.

- ¿Y no pasa de ahí?

- Algunas veces sí. Rara vez. Porque tengo el paladar ya muy hecho a la buena literatura y no me gusta perder el tiempo.

- Hay quien dice que la novela está muerta.

- La novela ha pasado a ser un género totalmente anacrónico. Se escriben novelas como se escribían en el siglo XIX. Después del XIX, de los grandes novelistas que hicieron el canon de la novela, como Balzac, Dostoievski, vino la postnovela, con Proust, Kafka, con Joyce. Y, para el gran público, la novela comercial sigue siendo la vieja novela decimonónica. Luego hay esa pequeña minoría de los que queremos innovar, y una pequeñísima minoría de lectores a los que les puede atraer eso.

- ¿Se considera un innovador?

- Sí, sí, a mi modo. Mirándolo con retrospectiva veo que aporté algo distinto. Pero nunca me lo propuse como un deber.

- ¿Sigue pensando que la lectura es la mejor escuela de la escritura?

- Sí. Uno se hace escritor por haber sido lector, salvo alguna rarísima excepción de alguien que escriba por dar un testimonio de su vida y no haya sido lector. Pero el verdadero escritor, el que hace la carrera de escritor, que vive como escritor, ha sido un lector y sigue siéndolo.

- ¿Uno nace escritor o se hace escritor?

- No, los que nacen son los poetas.

- ¿Ah, sí?

- Sí.

- ¿Qué relación tiene usted con la poesía?

- Yo me hice escritor junto con un amigo, con Arturito (Arturo Carrera), mi gran amigo, y ahí yo vi, con los poemas que escribíamos a los 15 o 16 años, cómo él había sido poeta y yo no. Así que nos separamos los campos: yo me quedé con la prosa y él con la poesía. Y yo siento, ahora, que toda mi vida de escritor ha sido dar un largo rodeo para llegar a la poesía; creo que estoy llegando.

- ¿Está escribiendo poesía?

- No, no voy a escribirla nunca.

- Entonces, ¿a qué se refiere?

- Es que esa narrativa mía es una forma de poesía. Un joven escritor argentino, muy admirador, escribió una novela que se llama «La última de Aira», que es una novela imitadora de las mías; se publicó, y tuvo muy buenas críticas. Y es, exactamente, todo con mis trucos, mis procedimientos. La leí hasta la mitad y me salió un juicio espontáneo y natural: esta es una novela mía, pero escrita en prosa. Sentí que faltaba algo que yo no sabía que había en mis libros. Ahí me di cuenta de que estaba llegando.

- ¿Y qué piensa de las críticas?

- Las críticas o las reseñas son muy superficiales, es un trabajo mal pagado. Y después está la crítica académica, o las tesis, y eso tampoco es satisfactorio, porque siempre está visto con un filtro teórico. En las críticas siento que no ha habido el placer de la lectura, ha habido como una resistencia a entregarse a la fábula, a la historia.

- Eso que decía Picasso de que a él las musas siempre le pillaban trabajando... ¿A usted le pasa igual?

- Sí, sí, soy muy rutinario. Todas las mañanas, más o menos a la misma hora, estoy abriendo mi cuaderno y desenroscando el capuchón de la lapicera.

- ¿Escribe a mano?

- Sí.

- ¿No usa ordenador?

- Solamente para pasarlo una vez que lo tengo. Lo paso e inmediatamente imprimo.

- ¿Sigue escribiendo en cafés?

- Sí, siempre.

- Al principio fue porque sus niños eran pequeños y había mucho ruido en casa.

- Sí, sí, pero después lo encontré necesario, casi. Y ahora no podría escribir en un lugar cerrado.

- ¿Y cómo logra concentrarse en un café?

- No, es que yo no me concentro, yo me desconcentro para escribir.

- ¿Cómo es eso?

- Levanto la cabeza, miro, entre frase y frase, dejo que se ventile el cerebro… No, no podría concentrarme porque, no sé, me pondría nervioso, no se me ocurriría nada… Necesito ir y volver. Por la calle siempre llevo mi lapicerito y mi libreta, pero solamente escribo cuando estoy escribiendo.

- Me gustaría preguntarle por Cuba.

- No, no me haga hablar ni de política, ni de fútbol, de esas dos cosas tan parecidas. Son pasiones bajas. Además, un escritor puede decir el mayor de los disparates, lo contrario de lo que piensa, pero si suena bien, está bien, o sea que… La literatura, entendida como arte de la palabra, a mucha gente hoy día no le basta, no le alcanza, necesitan algo más, necesitan ideología, derechos humanos, sensibilidad social. Cuando hay pura literatura, como en mi caso, somos los escritores a los que no les dan premios.

- Bueno, usted estuvo nominado al Booker.

- Nominado sí, porque me meten como decoración en la lista de finalistas.


 

Elogio de una literatura relajada, entrevista a César Aira inédita en castellano realizada por Guillaume Contré

Esta entrevista es el resultado de dos encuentros con César Aira que tuvieron lugar en febrero y marzo del 2016 en el bar Pizza Pizza, ubicado en la avenida Rivadavia de Buenos Aires, frente al parque del mismo nombre. Fue publicada un par de meses después en la revista francesa Le Matricule des anges e integraba un dosier sobre su obra del que Guillaume Contré se había encargado, a raíz de la publicación en Francia por la editorial Christian Bourgois de su novela El congreso de literatura.

La oportunidad de conocer a Aira en persona durante mi estadía porteña me fue dada por el escritor Ricardo Strafacce, que tuvo la gentileza de presentármelo en el bar Varela Varelita, famoso boliche de la bohemia literaria de la ciudad. Aira, que conocía Le Matricule des anges, aceptó de buena gana la entrevista. Por unas razones estúpidas (me robaron una computadora hace un par de años), perdí la grabación original en castellano de la entrevista (y también el archivo Word con la desgrabación). Por lo que solo quedó la versión traducida al francés tal como se publicó en la revista. Lo que se leerá entonces a continuación es la traducción al castellano de una charla traducida al francés, o sea una vuelta al punto de partida. Cabe agregar, por un lado, que procuré mantener el tono de charla informal llena de digresiones y de frases truncas, y por el otro que la entrevista fue obviamente pensada para un publico francés, un país en el que Aira, pese a ser publicado por editoriales prestigiosas y tener buena critica, sigue siendo un escritor escasamente conocido (solo leído por lo que él llamaría “lectores de lujo”).

 

Un amigo de infancia, el poeta Arturo Carrera, cita en su libro Ensayos murmurados una carta que usted le había mandado, en la que ya está anunciado todo su programa estético: escribir mucho, con una imaginación desbordante. “El secreto es no releer nada”, afirmaba usted en esta carta…

Arturo y yo éramos inseparables en Pringles. Él se fue a Buenos Aires en 1966 y yo el año siguiente. Mientras yo aún permanecía en Pringles, nos escribíamos. Dos veces por semana, algo así. Y lo entusiasmante, más allá del contacto entre amigos, era de practicar el estilo, ¿no? Escribir y tener un lector. Y así nos escribíamos cartas interminables. Me acuerdo de que Arturo, a veces, me mandaba algunas cartas cosidas con hilos de colores y que yo no hacía otra cosa que escribir, en un estilo exuberante, de una exuberancia juvenil, todo lo que me pasaba por la cabeza. Y de vez en cuando, para mi vergüenza, Arturo las saca… Durante este primer año, él conoció a Alejandra Pizarnik, que yo conocí después y que fue uno de mis modelos, junto con Osvaldo Lamborghini. Modelos en el estilo antiguo, no como ahora que los modelos ya no tienen mucho sentido, la exposición es demasiado fuerte, el misterio se perdió un poco. Alejandra le abrió a Arturo las puertas del mundo literario. Y Arturo publicó también su primer libro, a los 18 años. Ella le hizo cambiar el titulo.

 

Usted esperó más tiempo para publicar. Su bibliografía oficial empieza en 1975, con Moreira, pero en los hechos su primer libro fue Ema la cautiva, en 1981.

Lo que pasa es que Moreira se publicó mucho después de haber sido impreso. Después del golpe del 76, el editor se fue, en la casa de su hija o en Uruguay, y solo volvió en el 81. Entretanto, Ema se había publicado. Los ejemplares de Moreira se encontraban en un sótano, solo faltaba la tapa. Cuando volvió, el editor, Achával, la hizo imprimir y pegar y el libro pudo salir. Así que se trata de mi primer libro sin serlo.

 

Leyéndolo, uno se da cuenta de que es el primero. El texto dispara por todos lados, pasamos de los gauchos a citas de Lacan en francés… Ema es mucho más acabado…

Sí, es un texto demasiado juvenil (risas). Yo escribía mucho desde mis 18 años, una novela detrás de la otra. Las daba a mis amigos, o a veces a nadie, y seguía escribiendo. Fue un poco por iniciativa de otro escritor, Fogwill, que vino la oportunidad, cuando una universidad privada lanzó su editorial. Un poeta se encargaba de ella, tenía la libertad de hacer lo que quería sin preocuparse por el aspecto comercial, puesto que no faltaba el dinero. Publicaba todo lo que le gustaba. Fogwill le trajo dos novelas mías, incluyendo Ema, y quiso publicar las dos. Entretanto, una amiga que se encargaba de una colección de jóvenes autores me pidió algo y le di la otra novela, La luz argentina. Con lo que en poco más de un año publiqué tres libros. Así empecé y a partir de este momento se formó un grupo de lectores, de admiradores. Me sentí como idealizado, no necesitaba más exito, este grupo de amigos me bastaba. Perdí toda ambición por este lado. Me contenté con seguir escribiendo. Creo que fue positivo de pasar así diez años sin publicar. Me permitió aprender, mejorarme.

 

¿Lo que escribía no le parecía lo suficientemente bueno para publicar?

Acaso hubiera podido publicar más temprano. Cuando me fui a Buenos Aires, a los 18, había escrito el año anterior una novela que traje a un escritor importante de la época, Abelardo Arias. Cuando aún estábamos en Pringles, una revista de la capital había lanzado un concurso de poesías y cuentos. Arturo y yo mandamos algo y ganamos el primer puesto en cada categoría. Y Arias estaba en el jurado. Más tarde, él me mandó uno de sus libros, con una dedicatoria: “Para el joven César Aira –yo tenía 17 años– quien, si persiste en su vocación, se volverá un escritor reconocido” (risas). Así que yo le traje mi novela, que le pareció publicable. Pero, no sé porqué, no hice nada. Mi vida hubiera podido ser muy diferente, ¿quién sabe? Al final, solo publiqué a los 32 años. Ya era maduro.

 

Justamente, en uno de sus libros, La vida nueva, usted cuenta las peripecias editoriales de su primer libro, un libro “fantasma”, digamos, que se vuelve la metáfora de una “vida nueva”, la de escritor, que acaso podría no tener lugar nunca.

Achával había decidido que no lo iba a publicar en la editorial en la que trabajaba, que lo iba a hacer él mismo. Yo quedaba sin noticias suyas por mucho tiempo y después él me llamaba, diciéndome “llámame la semana que viene, ya tendré la pruebas”, y yo dejaba pasar tres meses… La amiga que nos había puesto en contacto se enojaba, “están realmente hechos el uno por el otro…” (risas). En La vida nueva, decidí exagerarlo todo hasta el infinito, el libro nunca llega a publicarse.

 

Usted habla de una falta de ambición. Pero en 1983 usted escribió Canto castrato, su novela más larga, y también la más “tradicional”, si cabe, que tiene lugar en la Italia de los castrati…

Yo estaba en relación con unos editores de best-sellers que solo publicaban libros del tipo novela histórica. Hice algunas traducciones para ellos y en este momento publicaron una novela de Estela Canto, la novia de Borges, en el estilo de los best-sellers norteamericanos, firmada con un seudónimo, Evelyn no sé qué. Y como yo traducía este tipo de cosas y veía como funcionaban, decidí ponerme a escribir uno, para probar, que pensaba firmar con un seudónimo. Tenía en mente el nombre de una supuesta dama californiana… Le gustó al editor, que me convenció de publicarlo con mi verdadero nombre. Pero al final no es un verdadero best-seller, estos se escriben en serio, hay que estar en contacto con este tipo de público. Yo puse mucha ironía, así que bueno… No obstante, el libro fue traducido, leído y comentado.

 

José Bianco, de la famosa revista Sur de Victoria Ocampo, un amigo de Borges y Bioy Casares, hizo la presentación de la novela…

Los editores habían decidido hacer un gran lanzamiento, me obligaron a asistir a cenas con libreros, críticos y periodistas, y después hubo una presentación en un gran teatro. Bianco, muy viejo, era amigo del editor. Escribió un texto muy lindo. Yo, para la presentación, había pensado en mi amigo Enrique Pezzoni, de Sudamericana, un editor importante para quien yo hacía traducciones. Pero rechazó la oferta, diciendo: “tiene que ser Bianco, será como si el viejo maestro le daría el relevo al joven maestro” (risas).

 

¿Cómo empezó su carrera de traductor?

Fue muy joven, a los 20 años. Empecé muy temprano porque leía bien el inglés, el francés… Era la época –fin de los 60, principio de los 70– en la que la sociología, la política estaban de moda. Había un editor muy importante, Paidós, que publicaba muchas cosas de este tipo, colecciones de psicoanálisis, antropología… Se publicitaban diciendo que publicaban un libro por día, 30 libros por mes. Necesitaban constantemente traductores. Yo respondí a un anuncio. Me hicieron pasar una prueba. Tenía que sentarme en un despacho con una de estas viejas maquinas de escribir y traducir dos paginas. Un libro de un psicólogo norteamericano, creo, Carl Rogers. Me dijeron: “tómese su tiempo, dos horas, tres, o más. Aquí tiene un diccionario”. Yo me senté y en diez minutos había terminado. Así fue como descubrí que tenía un don para eso. Era fácil, yo sabía redactar, me salía bien. Volví el día siguiente y me dijeron que era “demasiado” bien, por el estilo, porque bueno, lo mío no era Carl Rogers, sino Lautréamont… (risas). Me pasaron un libro, de estos que se traducen en seis meses y yo lo hice en quince días. Así que, de una traducción a la otra, empecé a ganarme la vida. Yo vivía solo, gastaba poco. Con lo que deje la facultad ya que podía vivir de las traducciones. Yo como las hacía rápido, tenía el resto del día para mí, para leer, escribir, ir al cine. Trabajé para todos los editores argentinos durante treinta años hasta que, alrededor de los cincuenta y pico, mis propios libros me dieron dinero.

 

Pero usted sigue haciéndolo, de vez en cuando.

Sí, cosas que voy eligiendo, Potocki, Ackerley, Stevenson, últimamente De Chirico. A veces, libros no muy buenos, como esta biografía de Lennon que una amiga me pidió que tradujera para una editorial grande de España.

 

¿David Foenkinos?

Sí, es muy malo. La editora me dijo: “¡Lograste el milagro de que pareciera bien escrito!” (risas).

 

Usted tiene la reputación de traducir sin diccionarios

Lo que pasa es que era un trabajo alimentario y yo solo hacía best-sellers. Así que, cuando había algo que no entendía, inventaba.

 

¿Hay una influencia de las traducciones sobre su escritura?

No. O puede ser que sí. Porque el editor pide que sea bien escrito, en el sentido de correctamente escrito, que no se necesite a un corrector. Este tipo de prosa acabó por convertirse en algo normal para mí. Siempre escribo con una prosa lisa, llana, correcta. Pero conviene a lo que yo hago. Hace poco, en Brasil, me lo preguntaron: porqué yo no trabajo con los juegos de palabra, los retruécanos, las cosas barrocas a lo Lezama Lima… Y no. Lo que hago tiene que ser llano, porque el tipo de invención y de imaginario que practico es muy complejo, extraño, por lo que tengo que explicarlo bien. La comparación que se me ocurrió es con Dalí. Le venían a la cabeza cosas muy extrañas, como sus elefantes con patas de mosquitos, sus relojes blandos… Para hacer este tipo de cosas –sorprendentes–, se necesita una técnica completamente académica. Si uno empieza con la brocha gorda, todo se mezcla, los planos de la invención y de la ejecución se confunden. Entonces, ya que lo mío es hacer algo extraño, que tiende a lo irracional, me debo a la claridad. Pienso también en otro aspecto, ya que leí tantos de estos norteamericanos. Ocurre que allá los manuscritos pasan entre muchas manos, ellos tienen “editors” con mucho oficio desde el punto de vista del relato, saben como una escena… Por ejemplo, un best-seller de un autor entonces muy leído, un tal Sanders, una novela, estaban tan apurados por hacerla publicar que mandaban directamente el manuscrito, y a veces había las correcciones del editor. Y yo veía que un párrafo de la pagina 14 había sido desplazado a la pagina 74 y que funcionaba mucho mejor. Una verdadera lección de técnica narrativa. No sé si me sirvió, puede ser que sí, es el tipo de cosas que uno asimila. En la Argentina, es diferente, no hay editores, los manuscritos se publican tal cual están. No se me cambia ni una coma. Lo que yo hago, es usar el relato convencional para hacer algo no convencional.

 

Usted trabaja con capas narrativas…

Sí, en mi novela La mendiga, los personajes están a la vez en la realidad y en una telenovela. O en otra, Las conversaciones, con un cabrero ucraniano. Es una película; en un momento, se ve que lleva una Rolex, y el narrador, que está mirando la película ve en esto un anacronismo, un error, pero no, después yo encuentro cómo explicarlo… (risas). Voy armando mis libros así, pongo las cosas al revés y después al revés del revés.

 

Pero ¿usted no se pierde en el camino?

No, porque todo queda bajo control. Acaso porque, contrariamente a lo que piensa la mayoría de la gente, dado el numero de libros que voy publicando, avanzo lentamente, muy lentamente, nunca más de una pagina por día, y esta página la pienso una frase después de la otra. Ahora, me di cuenta de algo, y debe tratarse de una frustración muy común entre los escritores respeto de la crítica y de los lectores, incluso los fervientes, y es que no entienden, o que… Porque a fuerza de escribir así, tan lentamente, pensando en cada detalle, pongo algo en cada una de mis frases, una pequeña broma, una cosa que se me ocurrió, algo que la pone al revés. Y después me doy cuenta de que la lectura se hace de manera global, el libro se lee como un conjunto, y entonces me dicen “está muy bien”. Pero no, lo que está bien es eso, ese detalle (risas). Claro que no puedo exigir que se me diga esta frase está muy bien, esta línea, esta otra y esta otra… Soy injusto con mis lectores. Sería como pedirles a todos de solo leer una frase por día, lentamente.

 

El tiempo es justamente un tema importante en su obra, cómo hacer para ocuparlo.

Sí, tengo demasiado tiempo a disposición. ¿Qué hacer con el tiempo? Es un verdadero problema para mí, no saber qué hacer con el, no se puede pasar el día leyendo. Leo varias horas por día, pero llega un momento en el que…Además de este mecanismo que consiste en empezar con una idea rara, una pequeña locura irracional, siempre necesito algo que tenga alguna relación conmigo, con mis problemas. No necesariamente problemas, pero algo personal… Es por eso por lo que en mis libros aparece el tema del uso del tiempo, L’emploi du temps, como el título de la novela de Michel Butor.

 

El traductor francés de Ema la cautiva, en una pequeña nota para introducir la novela, habla justamente de la influencia del aburrimiento, propicio al fantaseo, en una infancia pasada en una pequeña ciudad de provincia como lo es Pringles, donde usted creció.

Sí, es una cosa siempre presente en mí, el hecho de tener tiempo a disposición.

 

Pero nunca le faltó proyectos para ocuparlo, ese tiempo, como por ejemplo un enorme diccionario de escritores latinoamericanos de más de 600 paginas.

Fue cosa de un año entero. Lo propuse a una editora que había inaugurado su casa editorial con un libro mío, El vestido rosa, en 1984. Ella quería proyectos. Hacía un tiempo que yo tenía en mente la idea de una recopilación de mis lecturas de autores latinoamericanos, pero la idea de ella era aún más ambiciosa, los escritores del mundo entero. Pero tuve que decirle que no… Así que fue la literatura latinoamericana desde los orígenes, el siglo XVI, el XVII, hasta los autores nacidos antes de 1940. Era algo que yo podía hacer, ya había leído mucho. Ella lo aceptó. Tenía un adelanto de 6000 dólares, o sea unos 500 por mes, lo que en esa época bastaba para vivir, durante un año. Empecé el primero de enero y ahora sí que trabajaba 10 horas por día. Leía y leía, tomaba notas, visitaba bibliotecas. Un año muy feliz, haciendo un trabajo que hubiera podido hacer en la universidad, hubiera podido ser un buen investigador… No logré terminar el 31 de diciembre como me lo había propuesto, me faltaba un poco, así que me tomé tres meses más, sin sueldo, hasta el 31 de marzo del año siguiente.

 

Es un diccionario muy subjetivo.

Sí, acaso yo no hubiera sido un buen investigador en este sentido. Investigar, acumular datos, eso me gusta. Algo que hoy perdió mucho sabor con las computadoras, ya no es necesario ir a buscar los libros. Me propusieron actualizar el diccionario, pero para qué, Google dará muchas más informaciones que todas las que yo podría proporcionar. Va a reeditarse en Chile, pero tal como es, como un monumento traído del pasado, lo importante son las lecturas que tuvo.

 

Hablando de autores, en su ensayo Nouvelles impressions du Petit Maroc, usted no es muy generoso con Julien Gracq, un escritor intocable en Francia.

Era mi “bête noire”. De él, solo leí su famoso Rivage des Syrtes. Es esta cosa a la que siempre trate de escapar, la elegancia. Nunca pensé caer en eso, ponerme a escribir con elegancia. Pero bueno, no creo que el pobre tenga mucho que ver conmigo. No tiene la culpa, me ensañé con él. Me acuerdo de que la cosa, de una manera u otra, circuló y que una vez, charlando por teléfono con Severo Sarduy, que era mi editor en Gallimard, le pedí noticias de la traducción de uno de mis libros y me respondió “sí, la traducción está muy buena, ya leí algunos capítulos, se parece a Gracq” (risas).

 

Esas escrituras en las que el estilo se impone como un objeto sagrado…

El mejor estilo es no tener estilo. Si uno se pone a buscarlo, va a sonar falso, tiene que salir naturalmente. Es casi póstumo, no es algo que uno puede ver, debe de ser tan natural como caminar o hablar.

 

Es un poco lo que decía Paul Léautaud, uno de los escritores que usted comenta en su ensayo Las tres fechas, a quien le gustaba más Stendhal que Flaubert.

Claro, Stendhal era el maestro. Los italianos tienen una linda palabra para eso, la sprezzatura, la espontaneidad, la elegante despreocupación.

 

Festejan su obra en EE. UU., Patti Smith lo está elogiando, le dieron el premio Roger Callois en Francia, ¿le importa todo eso?

A riesgo de pasar por un mercenario o un fenicio, lo que me importa de todo eso es el dinero. Porque para mí, el placer de escribir, lo que Stendhal llamaba “el denso y profundo placer de escribir”, se basta a sí mismo ¿no? Yo considero que teniendo eso, ya lo tengo todo. No necesito lectores o premios. Ahora, si hay dinero… Ayer, recibí un giro desde China. Allá, tengo un grupo de admiradores que me está publicando y pagan muy bien.

 

Justamente, usted habló varias veces de su extrañamiento ante el hecho de que extranjeros lo lean.

Una vez, para hacerme el listo, dije que era el reino del malentendido. Se entenderá otra cosa, tan lejos del contexto argentino. Escribo para conocedores, para lectores que son mis amigos. Los conozco, sé lo que van a leer y entender. Lo que leen los extranjeros cambia. Pero el malentendido siempre es enriquecedor ¿no? Es por eso por lo que dije que la lectura va del sobreentendido –el escritor sabe más de lo que dice, sabe demasiado– al malentendido, sin pasar por el entendido. El entendido vendría a ser el habla común, comunicativo, informativo, periodístico. Entender algo. En cambio, si hay malentendido, sobreentendido, se pasa por encima de la comunicación normal ¿no? La literatura es eso.

 

Será acaso por eso por lo que algunos pasajes estrictamente informativos de sus libros, como el principio de Un episodio en la vida del pintor viajero, están escritos en un estilo neutro, casi de enciclopedia.

Sí, puede ser.

 

¿Usted sigue la elección de sus libros en el extranjero? De un país al otro, no son los mismos, lo que modifica la percepción de su obra en conjunto.

Le doy entera libertad a mi agente alemán. En Estados Unidos y ahora en China, hay editores que leyeron todos mis libros y eligen. Me di cuenta de que lo que se traduce al inglés lo está después en otro lugar, en Dinamarca… En Francia, en la editorial André Dimanche, fue Michel Laffon, el traductor, quien se encargaba de elegir, en una línea estética a lo “Tintín”, que tanto le gustaba. Estoy justamente escribiendo algo, unos bocetos, y me di cuenta de que no había mujeres, como en Tintín –salvo La Castafiore. Así que me dije, “bueno, voy a escribir algo sin mujeres, a ver qué tal”. En La vida nueva, durante una de mis charlas telefónicas con Achával, este me dice “un escritor debe publicar, no hay otra”. Yo le cito entonces como contraejemplo a Emily Dickinson y él me responde “ah, pero si nos ponemos a hablar de mujeres, ya es otra cosa…” (risas).

 

Lo que nos lleva a hablar de la influencia de la historieta en su trabajo, sobre todo los comics norteamericanos.

Me quedó algo de mi pasión infantil, adolescente, por Superman, el viejo Superman, o por la Pequeña Lulú. Después, mi interés estuvo renovado gracias a Michel, que me hizo conocer a Tintín durante una de sus visitas a Buenos Aires. Se fue directo a una librería apenas supo que yo no lo había leído nunca y me regaló tres álbumes elegidos con cuidado. Esta misma noche, me llamó para saber qué me habían parecido. “Genial”, le respondí. La elegancia narrativa de Hergé no tiene parangón. Una maravilla. Y la línea clara, como la línea clara de mi prosa. Me di cuenta de que Tintín es como una especie de burbuja vacía que permite que las cosas tengan lugar. De hecho, la palabra “tintin”, en francés, “c’est tintin”, quiere decir no hacer nada.

 

Algunos de sus personajes no son muy diferentes… En sus libros recientes, usted da la impresión de haber dejado de lado los finales abruptos o apocalípticos que caracterizaban novelas suyas como El congreso de literatura o Embalse.

Creo que tengo más conciencia profesional. Antes, era un poco una provocación ¿no? “Hago lo que quiero y qué me importa el resto”. Ahora, tengo ganas de hacer las cosas bien, incluso reescribo el final. Busco una conclusión anticlímax, como si ni pasara nada. Mi primera novela, Ema, se termina de una manera en la que todo parece disolverse. Creo que estoy volviendo a este tipo de cosas. Uno de mis últimos libros, El santo, se termina con una conversación.

 

Hay una evolución en su escritura, el lado cómico, veloz, de historieta, como en El volante, está menos presente, es casi proustiano a veces…

Una vez, ya tenía más de sesenta años, le dije a un amigo: “Con la edad que tengo, lo mejor al que uno puede aspirar en la literatura, es llegar a una elegante melancolía”. Más tarde, después de haber leído una de mis novelas recientes, me dijo: “lo lograste”. Ya no hay esa suerte de euforia que viene con la invención, es un poco más apagado, lo que no impide que se pueda aun así lograr algo bueno. Es más tranquilo.

 

Su literatura, aunque no lo parece, es de alguna manera autobiográfica…

Lo necesito, es como un ancla ¿no? Para darle un sentido. Porque si no, podría tener la sensación de estar haciendo, no sé, palabras cruzadas, un ejercicio. Siempre hay algo de mí, no necesariamente autobiográfico, pero algo, un amigo, una referencia… Haciendo inversiones, a veces. Por ejemplo, mi hija acaba de tener un hijo y el parto se hizo en las condiciones de hoy, con todo esterilizado, en una clínica muy moderna. Así que tuve la tentación de escribir sobre una mujer que va a tener un hijo, pero en la miseria, le arrancan el bebe en condiciones atroces, ella termina por arrastrase en un rincón, vaciada de sangre (risas)

 

La critica argentina le reprochó algunas veces su falta de compromiso político. Me acuerdo de un articulo sobre La villa, una novela que habla del mundo de los cartoneros de Buenos Aires, se le reprochaba a usted el hecho de tomar las cosas demasiado a la ligera…

Sí, el personaje se llama Maxi. Es alguien que conocí en un gimnasio al que yo iba, un ser querible, inmenso, que tenía la edad mental de un chico de 8 años. Lo que me molesta, es cuando la critica va hacia el aparato ideológico. Como si el critico se negará a sí mismo el derecho de disfrutar de la fabula, del cuento, del placer del relato y de la invención. Me acuerdo, por ejemplo, de una critica muy larga, de dos paginas, en una revista política, sobre una de mis novelas, Festival, que tiene lugar en un festival de cine. En la critica, se hablaba de la estética del cine moderno, de cómo este tomaba como modelo a la sociedad… Y eso que mi libro solo cuenta la historia de un hombre acompañado por su engorrosa madre, de las películas de ciencia ficción que dirige… Algunas de mis novelas no permiten eso. La princesa primavera, por ejemplo, por más que uno busque… Me acuerdo de que, en Lyon, en un encuentro con estudiantes –el libro acababa de ser traducido– una joven me dijo que lo que más le había gustado era la manera de andar que tenía un personaje, Arbolito de navidad. Como hace uno para andar cuando solo tiene un tronco. Esta lectura me encantó, se había tomado las cosas de una manera tan infantil como yo.

 

Esta atmosfera de cuento de hadas está muy presente en su obra.

Creo que es una reivindicación de la creatividad infantil. Tuve durante diez años una sobrina, hasta que creció, y fueron diez años de felicidad, yo jugaba con ella todas las mañanas y ella inventaba juegos maravillosos. Armaba pilas con los zapatos de sus barbies y me pedía después de elegir una, etc. (risas). La inventiva de los niños, sobre todo los más jóvenes, esto es lo que quiero hacer, trasladado a la novela.

 

Usted habla a veces de su nostalgia por este formato, el de la novela, una nostalgia del contexto en el que aún se podían escribir. Le gustan las novelas policiales…

En realidad, me puse a escribir relatos largos que llamé novelas, pero nunca lo fueron realmente. Creo que la novela es un genero perimido, “dépassé”. La novela se consumó con el siglo XIX, todo lo que vino después o es anacrónico o es post novela. No se puede decir que Proust o Kafka o Joyce hayan escrito verdaderas novelas, se trata de una deviación hacia otras formas. El formato novela se quedó confinado al mundo del esparcimiento, de la literatura comercial. Ahí sí que se encuentran verdaderas novelas, pero que no tienen valor en tanto que literatura. La novela policial… Me hace pensar en una idea que tuve, la de un libro con paginas transparentes, perfectamente transparentes. No vale la pena abrirlo, ya se ve todo desde el principio hasta el final. Sería lo opuesto a una novela policial, en la que hay que llegar hasta las últimas paginas. Bueno, es una idea un poco idiota…

 

Pienso también en una idea suya que aparece en Continuación de ideas diversas, la de una novela policial en la que el detective lo tiene todo resuelto en las primeras líneas. ¿Qué hacer, entonces, con las 200 paginas que quedan?

También había imaginado otra –ya no me acuerdo si lo puse en uno de mis libros– en la que había una monja sospechosa y el título era La monja sospechosa (risas). Un poco lo que se llama ahora “spoiler”. Me acuerdo de que mi hija adolescente estaba leyendo muy entusiasta Jane Eyre de Charlotte Brontë, con este personaje, Rodchester. Durante la cena, yo dije “ah, Rodchester, ¿ya está ciego?” “¡No, papá!”, se quejó. Esto se volvió en casa un “spoiler” mítico.

 

Porque en la adolescencia no se lee un libro por la forma, se lo lee por la trama. Un poco como la series ahora, este placer del folletín, del “¿qué va a pasar?”, etc.

La novela policial es exactamente eso, saber quien lo hizo, lo que los ingleses llaman “whodunit”.

 

Esto es lo que justifica la lectura del libro entero, mientras que, con ciertas novelas, a veces, cuando uno ya entendió lo que está en juego al nivel de la forma, no sabe si tiene que seguir leyendo…

Es el problema de la vanguardia, el recurso al procedimiento, después de cuatro paginas ya sabemos de qué va la cosa. La extensión es todo un problema para mí, me gustaría escribir una novela de cierto tamaño, de 200 paginas, pero me quedo corto antes. Es lo que yo decía antes, el hecho de trabajar mucho cada pagina. Al final, hay en lo que escribo una tensión, una densidad que hace que me quedo con 80 paginas y al precio de muchos esfuerzos. Lo que la novela policial tiene de bueno, es la honestidad, el “fair play”. No se puede hacer trampa. O cuando sí se hace trampa, como el famoso Roger Ackroyd de Agatha Christie, es algo ingenioso ¿no?

 

Usted tiene esta teoría de que, pese a la búsqueda de nuevas formas, al final siempre van a ganar los valores tradicionales.

Es la diferencia entre arte y artesanía. La artesanía, hay que hacerla bien. Esta teoría, yo la voy repitiendo seguido, pero ahora ya no estoy tan convencido. En todo caso, los viejos valores de legibilidad, de interés, siguen vigentes ¿no? Por eso siempre traté de mantener un equilibrio entre lo viejo y lo nuevo. Porque John Cage, Duchamp, etc., muy bien, pero un buen policial… Así que trato, de alguna manera, de conciliar los opuestos, hacer una novela policial en la que pasan cosas que obedecen a lógicas distintas. Un poco a lo Escher, cuyos dibujos tienen una lógica extraña, pero coherente. Trato a mi manera de mantener una legibilidad, como si se tratara de una novela clásica a lo Balzac.

 

Muchas veces los principios de sus novelas son así, respetan, por así decir, el contrato de lectura “tradicional”. Solo cuando uno ya está bien avanzado en el relato este empieza a desvariar. Pienso, por ejemplo, en su novela El sueño.  

Lo importante, es definir bien la situación. Una mañana, en una avenida, el vendedor de diarios en su quiosco, y después, solo después, va a poder aparecer la monja robot gigante. Algo que siempre fue importante para mí es lo visual. El hecho de poner un detalle de más, inútil para el relato, detalles circunstanciales, pero que sirven para construir la mirada, la imagen de lo que está ocurriendo. A partir de ahí, yo puedo seguir trabajando. Exagero un poco, a veces, con la cantidad de detalles, de colores. Pero el tema es que se visualiza bien lo que estoy armando e imaginando. Y si el principio esta bien hecho, el delirio puede llegar después. No se puede empezar directamente con el, porque va a haber un rechazo. Son cosas que hago de manera intuitiva.

 

Usted habla de intuición, no hace planes previos…

Voy armando las cosas sobre la marcha. Después, una vez terminado, miro el conjunto y pasa una cosa que siempre me extrañó, eso de que escribo le que me pasa por la cabeza, lo que sale, y al final es como si la literatura, una deidad benévola, bajara y lo arreglara todo. Porque el libro se escribe de a poco, sin pensarlo demasiado, o por un motivo tan prosaico como darle un mínimo de extensión. Con lo que escribo cualquier cosa para alargarlo y al final ¿no? todo cobra sentido… La literatura es benévola. Y cruel, también, con los que quisieran escribir, que se esfuerzan y no lo logran.

 

Aunque sus relatos nunca son largos, usted no se inscribe en la fuerte tradición latinoamericana del cuento…

El cuento, en la Argentina, fue definido por Cortázar, y siempre pensé que tenía la obligación de ser bueno. El cuento se parece demasiado al concurso de cuento, tiene que ser mejor que el cuento del otro. Así que los defensores, los evangelistas del cuento, esos que dicen que desde la primera frase ya debe estar todo… No, no, yo prefiero algo más relajado, la novela, o más bien el relato libre, que no está obligado a tener un final cerrado. En inglés existe la palabra “tale”, más abierta, que me conviene.


 

César Aira: “No hago novelas, sino juguetes literarios para adultos”

por Álvaro Matus

por Álvaro Matus I 25 Noviembre 2016

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Como parte de las actividades en torno al Premio Manuel Rojas, entregado por el Consejo Nacional de la Cultura y la fundación del autor de Hijo de ladrón, Aira participó en una entrevista pública en la Biblioteca Nacional. Aquí compartimos algunas de sus respuestas.

Primer encuentro con la literatura

Me hice escritor por ser lector. Empecé a leer de muy chico, a leer lo que leían los chicos de antes, que teníamos la suerte de que no existiera la literatura infantil. Leíamos, entonces, a Stevenson, a Mark Twain, a Julio Verne, a Salgari. Y los leía por entretenimiento, por seguir la aventura, quizás por evadirme también, por encontrar ahí las emociones que no encontraba en la vida real. Pero a eso de los 14 años descubrí a Borges y ese fue mi encuentro con la literatura, ya no con los libros como pasatiempo, como entretenimiento, como evasión, sino con ese otro nivel, el nivel del arte de la literatura, el arte de la palabra.

La influencia de Superman

Esas aventuras de Superman de los años 50, lo que ahora los historiadores del cómic llaman la edad de plata, en realidad eran muy intelectuales. Tenían que ser intelectuales por las premisas de la historia. Superman, este señor venido de krypton, tenía todos los poderes: podía dar la vuelta al mundo en 0,5 segundos; podía ver a través de las paredes, de las rocas y de las montañas; podía destrozar un meteorito; podía volar a otra galaxia; entonces, si podía hacerlo todo, dónde podían encontrar los creadores un conflicto para que hubiera historia. Eso obligaba a los autores a usar la imaginación. No era cuestión de narrar el robo de un banco porque el robo de un banco era demasiado fácil para Superman, así que tenían que hacerlo más difícil, más complicado y más intelectual. Superman, por ejemplo, tenía debilidades, como la kriptonita. Se acercaba a la kriptonita verde y se debilitaba, pero eso tampoco era suficiente para la emoción que necesitaba la historia, entonces inventaron la kriptonita roja, que le producía efectos diversos, incontrolables. Por ejemplo, si lo afectaba la kriptonita roja, se ponía a hacer chistes incontrolablemente, bueno, le pasaban cosas insólitas. Después estaba la kriptonita dorada, que le quitaba los poderes permanentemente, o sea que nunca podía haber kriptonita dorada porque se terminaba Superman. Estas cosas me prepararon para los juegos temporales y filosóficos de Borges, estaban muy cerca, pero en clave lúdica. Además, el cómic no desarrolla a los personajes en el aspecto psicológico, son estereotipos en función de la acción y así es cómo funciona lo que yo he escrito: el personaje lo más estereotipado posible, de modo de no detenerse en cuestiones psicológicas, sino que avanzar en la acción. Y otra cosa que comparte Superman con otros cómics, es la imagen. La historia con sus imágenes. Creo que todo lo que yo he escrito tiene como una arqueología, un resto oculto de imagen porque mi imaginación es visual. Todo lo que voy inventando lo voy viendo, casi como los cuadritos que se van sucediendo en la historieta.

Contra la novela

Me siento más cerca de la poesía, del ensayo y del texto libre. De joven intenté escribir novelas que se parecieran a las novelas de verdad, porque quería ser publicado y hacer algo que los editores entendieran de qué se trataba, pero con el tiempo me fui liberando de eso y hoy día creo que escribo, como yo diría, la sombra de una novela. He ido cambiando mis definiciones, que las hago un poco para divertirme y para burlarme de los periodistas que me preguntan. Hasta hace poco definía mis libros como “cuentos de hadas dadaístas”, pero ahora los defino como “juguetes literarios para adultos”.

Circulación en editoriales independientes

No fue para nada algo premeditado, simplemente ocurrió que, en cierto momento, me liberé de la extensión que requieren las editoriales serias, para que los libros tengan un lomo que se pueda ver, y eso me lo permitían las pequeñas editoriales independientes. Después colaboró el hecho de que empecé a tener un agente. Yo nunca había ni soñado con tener un agente, que me parecía la cosa más snob del mundo, pero empezaron a traducirme y los editores franceses y alemanes me mandaban contratos que yo firmaba sin leer y terminó armándose un lío bastante importante por el que temí incluso que me metieran preso. En ese momento apareció providencialmente un agente alemán que se ofreció a poner en orden todo ese asunto. Y ahí hicimos un acuerdo: que él se iba a ocupar del mundo, le di carta blanca para que hiciera lo que quisiera, pero yo me reservaba la Argentina, en la Argentina él no se podía meter. Eso coincidió con la proliferación de las pequeñas editoriales independientes y ahí yo pude darme el lujo de regalarle a estos editores independientes mis pequeños libros. Se los regalo, no les cobro derecho de autor. O sea que tengo lo mejor de dos mundos: por un lado en Argentina soy el escritor gentleman que escribe porque le gusta y no cobra, y la plata viene de afuera.

Borges

A los autores argentinos siempre les preguntan si les abruma o si es demasiado peso tener a uno de los mayores escritores del siglo XX y de la historia de la literatura. Yo siempre digo que no, que no es así. Para nosotros es un orgullo tener un escritor que sea tan grande y a la vez tan profunda y esencialmente argentino. Muchos argentinos, leyendo a Borges, pensamos “esto nadie que no sea argentino puede entenderlo del todo”. Pero justamente esos escritores que son los más locales, son los más universales a la vez. Y el gran mérito de Borges para nosotros fue establecer un estándar, no solo de calidad sino que de honestidad intelectual, que debería hacernos sentir avergonzados de escribir como escribimos teniendo a este maestro tan cerca. Y sigue siendo una bendición haber tenido a Borges, porque ha sido una verdadera luz. El día que murió, en todas las primeras planas de los diarios se decía “qué hacemos ahora, nos quedamos sin Borges”, porque era una presencia tan fuerte, aun fuera del ámbito literario: su mito, su personalidad, su broma, su humor, sus salidas extravagantes, estaban tan presentes, pero siguió presente. Yo noto que hoy no pasa un día sin que entre mis amigos o la gente que conozco no mencionemos a Borges por algo, citando una frase, o una salida o una broma.

 


VIVIR ENTRE LIBROS, MI VOCACIÓN

CÉSAR AIRA (entrevistado por Adhemar Manjón *)


Fogwill dijo una vez en una entrevista que incluso las entrevistas que un escritor da forman parte de su obra, que un escritor es también lo que crea como su imagen pública ¿Usted está de acuerdo con eso? Esto teniendo en cuenta de que muchos dicen que usted se ha formado un personaje…

Lo que pasa es que todo tiene su justa medida, en el caso de Fogwill, el exageraba un poco. Teníamos un amigo en común que decía que Fogwill era un dispositivo histriónico. Hay gente a la que se le da mejor la entrevista, la improvisación, la respuesta epigramática. El caso de Borges es célebre por sus respuestas perfectas e ingeniosas. Otros tenemos que balbucear algo. Pero nunca me he preocupado por eso de la imagen y en general de todo lo que sea la política literaria. Me mantengo bastante aislado y tuve la suerte de tener, en mi juventud, a mis 20 años, mucha vida social con escritores de cierta importancia, y eso me bastó; después, cuando ya mi obra, mi trabajo, se hizo más constante, más regular, me aislé un poco. Hoy sigo teniendo poco contacto, sobre todo con jóvenes, me gusta mucho el intercambio y a veces debe parecerse un poco como el vampirismo, a buscar sangre joven para renovarse. 

- Un poco con esa pregunta, usted hace unos años, en una conferencia sobre Pessoa, dijo que un escritor no vale tanto por la obra sino por el mito ¿Cree en el mito Aira?

No, para eso hay que esperar a morirse, a que las cosas decanten y no creo que sea mi caso. Pero sí, creo que es parte de lo que apreciamos en Kafka o en cualquier gran escritor, el conjunto de su vida, su obra, su mito, su leyenda. Eso en el caso de los escritores que aportan algo nuevo, que le dan un nuevo giro a la literatura y en ellos se centra esa tensión de los lectores, que va un poco más allá del texto escrito. 

- Igual esto de lo de mito iba con algunas cosas que usted siempre menciona y que ya muchos conocen: lo de que escribe una página diario y la de que no lee escritores contemporáneos

Las dos tienen una dosis de verdad y otra de inexactitud, porque no es que yo me ponga a escribir una página diaria, escribo una cantidad que más o menos llena una página o dos, o media página, según como esté. Quiero decir que nunca escribo mucho. Y que no leo a mis contemporáneos, eso sí es bastante cierto, no los leo con entusiasmo, no los voy a buscar. Hay mucha gente, jóvenes sobre todo, que me mandan libros, los miro un poco, nunca los termino, o casi nunca, y hay dos o tres escritores a los que sí sigo, amigos o gente de la que me he hecho amiga por admiración. 

- En su libro Sobre el arte contemporáneo, dedica una parte a las personas que denigran a este concepto. ¿Qué opinión le merecen las declaraciones de la crítica colombiana
Avelina Lésper, que constantemente lo ataca, o lo que dijo hace un par de meses Mario Vargas Llosa, cuando vio una muestra en el Tate de Londres y dijo que el arte contemporáneo es una conspiración de la que nadie habla?

Me parecen que están muy errados, porque toda la argumentación de esta gente enemiga del arte contemporáneo, se basa en ejemplos de malos artistas. Esta mujer colombiana, sus argumentos son que algún artista se hizo pis en los pantalones y dijo que eso era una obra de arte, bueno, sí, ahí tiene razón, eso es una tontería, una estupidez. Pero se cuida muy bien de
Gerhard Richter o de Neo Rauch, o de cualquier buen artista, porque ahí sí que tendría que emplear otros argumentos, no esos tan simples de decir "estornudó y dijo que eso era una obra de arte". Y lo de Vargas Llosa es lamentable que diga una cosa así, además, evidentemente no sabía quién era ese artista (N.d.R. el artista es André Cadere y la obra Round Bar of Wood), no es un simple palo de escoba pintado de colores, como el dijo, lo que declaró tiene bastante mala fe y oscurantismo.

- A 30 años de la muerte de Borges, más allá del legado que dejó, usted cree que hay algún daño, si se puede decir así, que también su obra haya dejado, lo pregunto porque muchos ven a Borges incluso donde su influencia no ha llegado.

Yo no creo que haya hecho ningún daño, por un lado hay que notar el grado extraordinariamente vivo en que está Borges, ahora, para nosotros. Entre mis amigos y yo, mucha gente, prácticamente no pasa un día sin que nosotros mencionemos a Borges, por una cita, o uno de sus chistes, o una de sus definiciones. Sigue estando muy vivo e incluso sigue vivo en la publicación de obras. Acaba de publicarse una serie de conferencias inéditas sobre el tango, hace unos meses se publicó otra serie de clases, que estaban inéditas, que había dado en los Estados Unidos, pero el gran legado de Borges, a mi juicio, es el de haber establecido, para los escritores argentinos y latinoamericanos, un nivel de excelencia universal, ningún escritor de ninguna parte del mundo puede mirarlo desde arriba a Borges. Y es muy bueno tener ese nivel de excelencia; no es decir, "nosotros no podemos, somos latinoamericanos o pueblos jóvenes sin ninguna tradición literaria, porque, bueno, él ya es toda una tradición literaria. Yo siempre lo he sentido como un estímulo, no como un padre castrador; además, la obra de él, en su entorno, esa ironía, esa amabilidad, esa claridad de la inteligencia, ahí hay algo que nos conviene mucho a los escritores al reflejarnos en él.

- Hablamos de Pessoa antes, usted dentro de toda su obra, ¿nunca pensó en crearse un heterónimo?

No. Yo traducía -que así me gané la vida, hasta que me retiré de la profesión- best sellers, novelas norteamericanas de entretenimiento, y una vez se me ocurrió, qué mala idea, escribir yo un best seller, porque traducía tanto, cinco o seis libros por año, que ya sabía cómo era la receta, entonces decidí probar, tantos experimentos que hace uno, porqué no hacer algo que pueda dar plata, así que escribí un best seller o lo que yo creía que era un best seller, y pensé en firmarla con un nombre femenino, de una señora norteamericana imaginaria, pero los editores me convencieron de que la firmara con mi propio nombre, y ahí se terminó mi carrera de señora californiana escribiendo best sellers.

- ¿Y qué piensa del tema de ser escritor y ser un fracasado, que es algo que muchos otros autores recalcan cuando hablan de esta carrera?

Bueno, eso ya está creo que en la biblia, son muchos los llamados y pocos los elegidos. También Marx decía que tiene que haber cantidad para que se transmute en calidad, es decir, si hay miles escritores escribiendo, necesariamente uno va a tener que ser bueno. No sé, yo no le recomiendo a nadie que se lance a la literatura con muchas esperanzas, si quiere probar que pruebe, pero también no es cuestión de probar, hay una vocación que viene de muy lejos en la vida.

- ¿Cuándo se dio cuenta que quería ser escritor?

Muy joven, muy adolescente, a los 14 o 15 años, tuve mucha suerte, vivía en un pueblo con muy poca vida cultural, no había libros en mi casa. Pero bueno, leía, leía libros que sacaba de la biblioteca de la escuela, había una buena biblioteca pública y me entusiasmé con los libros. Y teniendo 14 o 15 años, yo creo que en el momento, o a los 18, en el momento de elegir una carrera, de elegir un trabajo, habría vacilado si no fuera porque en el pueblo había un chico de mi edad que tenía los mismos intereses que yo, eso fue una suerte casi como sacarse la lotería, nos estimulamos uno al otro en eso, nos reafirmamos en eso, y seguimos siendo amigos. Él es el poeta más importante de la Argentina hoy, es Arturo Carrera. Eso fue una cosa bastante milagrosa. También la época ayudó, es que también tengo una imaginación de época, un poco anticuada, necesito ver modelos que tengan algo de romanticismo, de un dramatismo que tenían los escritores de aquel entonces, para los años 60. Todavía existían los poetas malditos, los alcohólicos, suicidas, eso me sirvió de modelo, pero yo a eso no llegué ni cerca, porque soy lo más pequeño burgués del mundo. Pero cuando veo ahora a los escritores que se han aburguesado tanto, que van a la televisión a hablar de política, y que son seres tan anodinos, creo que no se habría despertado mi vocación.

- ¿Qué es lo mejor que le ha dado la literatura?

No diré que soy uno de los elegidos, pero tuve la satisfacción de que pude realizar eso que quería de adolescente. Pude escribir libros, los libros se publicaron, se leyeron, puedo decir que soy un escritor. Eso ya es mucho. Además me ha dado la felicidad de escribir, el placer de escribir, el placer de vivir entre libros. Mi vocación, más que escritor es la de vivir entre los libros.


Entrevista en El Deber. Santa Cruz de la Sierra / Cochabamba (Bolivia) - 27/08/2016


 

2 de abril de 2016

Nota para Brando - Buscando a César Aira - Proceso Creativo


Propuse esta nota a mi editora hace meses. Entrevisté a mucha gente, leí varios de sus libros, transcribí las entrevistas que hay en internet, escribí sobre César Aira. La nota llevó mucho tiempo de edición y cambios de vista con la editora. En este post voy a colgar una primera versión y en el próximo la definitiva. Luego, voy a publicar dos entrevistas que considero interesantes sobre el tema, a Hernán Vanoli y a Mauro Libertella.

 



César Aira, un secreto publicado.

Por Romina Zanellato

 “No está oculto, no es el Indio Solari”, dice Ricardo Strafacce, escritor y amigo de César Aira, un viernes de noviembre en el café Varela Varelita de Palermo. “Él siempre viene acá”, y ese argumento se suma en mi mente a los que escuché en la librería La Internacional o en la feria de libros La Sensación, sin embargo, nunca lo había visto aunque lo había buscado en todos esos lugares. Y así fue, un mito, hasta el 15 de diciembre de 2015, que vi a Aira y a Strafacce fumando en la vereda de Scalabrini Ortiz y Paraguay, dos horas después de haber leído en la web del The New York Times que The Musical Brain, su libro de relatos que editó New Direction Books está entre las 15 mejores tapas editadas en Estados Unidos.

El libro es un pequeño tesoro. Es negro, forrado en tela, cosido y su tapa dura tiene un holograma con una mano que se mueve y prende una chispa con el dedo índice. En su solapa hay una serie de halagos y recomendaciones de personalidades como Patti Smith y Roberto Bolaño.

Así es él, pensé, en simultáneo está siendo leído por el mundo entero pero se para a fumar un pucho sobre una avenida y nadie lo ve, porque nadie lo conoce, salvo algunos pocos, como yo que reaccioné como si hubiera visto a un fantasma y bajé la vista, aceleré el paso para salir rápido de ese flashazo de cholulez.

César Aira tiene tantos libros publicados que nadie lleva la cuenta. Se cree –y se dice así, en plural y despersonalizado- que son más de 90 entre novelas, ensayos, reediciones, traducciones hechas por él y de sus textos al extranjero. En 2015 fue nominado al Mens Booker Award, premio inglés de 60.000 libras que se otorga al ganador entre diez nominados del mundo, y también estuvo en el puesto 12 entre las apuestas mundiales de la lista de Ladbrokes para el Premio Nobel de Literatura. Entre las excentricidades que lo rodean, además, está el insólito hecho de que las primeras ediciones de sus libros se rematan en Mercado Libre hasta en $1.000, mientras que él edita todos los años libros nuevos que se venden desde $40.

César Aira no habla con la prensa argentina, sólo lo hace con la prensa extranjera y, según dice él mismo, es por obligaciones que asume ante su agente literario cuando lo editan en otro idioma.

Como no da entrevistas ni opina cuando lo llaman por alguna nota donde se requiera su opinión, Aira no sale en los diarios y revistas más que en la sección de reseñas. Aira es  prácticamente un desconocido fuera del ambiente literario pero, dentro de ese mundo su influencia es tan grande que se formaron bandos en las generaciones posteriores: están los anti Aira y aquellos que en su calidad de post Aira aceptan el legado.

En el mundillo literario, ese universo de editores, escritores, críticos, libreros y lectores hambrientos (que se retroalimentan en debates cerrados), Aira es un quiebre, un límite: se lo ama o se lo odia, se lo defiende o se lo critica, se lo imita o se lo desprecia. Aira despierta pasiones entre quienes lo conocen, no se puede ser indiferente a él y su obra, sin embargo, parece que fuera de las bibliotecas nadie sabe que esto pasa.

 

Quién es Aira

César Aira nació en Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949 y al cumplir los 18 años se trasladó a Buenos Aires, al barrio de Flores en el cual aún vive. Durante los primeros dos años fingió estudiar derecho hasta que aceptó su deseo de escribir. Está casado con la poeta Liliana Ponce y tiene dos hijos Tomás y Noemí.

Su vida parece tranquila, como él cuando habla, pausado y constante. Todas las mañanas va a algún café de Flores para escribir a mano una o dos páginas diarias. Usa cuadernos de papel liso, sin reglones ni cuadriculados, con espiral que compra en la papelera Wussmann. Escribe con una lapicera Montblanc, de tinta negra. Esa combinación le asegura un buen ritmo de escritura, corre bien por la hoja, no la mancha, fluye sin entorpecer la imaginación. Antes del mediodía vuelve a su casa, pasa a la computadora lo que escribió, se deshace del papel, de las huellas de su proceso creativo.

Este método o disciplina le permite escribir una o dos páginas por día, al cabo de un año tiene tres o cuatro novelas de cien páginas terminadas. No revisa, ni corrige demasiado, se toma su tiempo de pensar en el momento en que escribe. No tiene un plan ni una estrategia ante una novela, sólo una idea disparadora, y cada vez que se sienta en el bar deja que esa idea se vaya adonde quiera. “Si entra un pájaro en el bar, en la novela también entra, lo hago aparecer coherente”, le dijo a la escritora y su amiga María Moreno en una entrevista del 2009 para la revista neoyorquina Bomb.

No hace apariciones en público, salvo que involucre a sus amigos. La última vez fue en mesa debate en el Museo del Libro y de la Lengua, donde varios escritores se reunieron para defender a Pablo Katchadjian, escritor que enfrenta un juicio por plagio de parte de María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges.

Es un lector apasionado. Empieza con un autor y no para hasta leer toda su obra, un libro detrás de otro. Lee aún cuando está escribiendo, sin temor a que la lectura lo contamine. Le gustan los clásicos, el siglo XIX, los policiales, los cómics. Se cree un buscador de buenas historias y así se define. Muchas veces las busca en las películas o en la pintura. Cuando escribe piensa que puede retratar una secuencia narrativa como un buen pintor traza la suya. Y lo intenta, en la librería La Internacional hay tres de sus pinturas, son pequeños cuadros de colores vivos con personajes definidos en situaciones delirantes, en una armonía estética rara, pero aún así coherentes. Se pueden calificar de surrealistas, de dadaístas, como su obra literaria.

Mientras los observaba, Francisco Garamona, detrás de su computadora maquetando un futuro libro que editará Mansalva, su editorial, habla sin mirarme. Dice que Aira sólo pintó esos tres cuadros. Le pregunto sobre la tesis de algunos críticos que ubica a Aira como un escritor de derecha, por no denunciar en sus novelas la realidad social, política, y escribir sobre peripecias fantásticas. Se enojó un poco y me sostuvo, con vehemencia, que sí es político: “César Aira estuvo preso un mes en Caseros por haber estado en una marcha troskista. No sé si fue en la dictadura del 76 o antes pero sí sé que estuvo. Muchos de los escritores se hacen los políticos pero lo más cerca que estuvieron de una represión es pasando a tres cuadras de una comisaría”, me dijo. Aunque no pude confirmar ese dato, lo dijo con seguridad, y me contó que Aira escribió algo sobre eso en una de sus novelas.

 

Libros

“Soy de los raros escritores a los que les gusta escribir realmente”, dijo en una entrevista que le hizo el escritor danés Peter Adolphsen en el Louisiana Literature Festival en 2012. Tiene publicados más de 90, sí, y odia que le digan “autor prolífero”. Ya lo dijo en varias entrevistas, para él, hay muchos escritores que hacen el esfuerzo de escribir una novela cada diez años sólo para renovar el “carnet” social de escritor, de opinólogos.

Aira publica en un abanico de editoriales que van desde la cartonera Eloísa Cartonera, Blatt&Ríos, Mansalva, entre otras, todas llevadas adelante por editores/escritores y amigos de él, dueñas de un catálogo ecléctico, vanguardista e independientes a los cánones estéticos de los mercados globales. Sin embargo, también publica en los grandes grupos iberoamericanos. Con Random House edita directamente desde España, donde hace poco se inauguró la Biblioteca César Aira, una colección propia con reediciones de inconseguibles y nuevas novelas como El santo.

Con Emecé (sello perteneciente a Editorial Planeta) también tiene su propia colección que edita con Mercedes Güiraldes. “Es difícil decir si hay o no estrategia detrás de esa manera particular de Aira de publicar. Creo que forma parte de una estética y de una ética de autor. Es un indudable gesto de libertad artística e independencia personal y es indisoluble de su forma de concebir la literatura. Pero esa forma tiene su eficacia. Sin prisa y sin pausa, Aira creó una obra impresionante, rupturista y clásica a la vez, tal vez la más original de la literatura argentina desde Borges”, me dijo su editora al consultarle sobre la convivencia del autor en tantos catálogos diferentes.

Además del mercado interno, Aira está en todas las librerías de las grandes capitales del mundo. New Directions Books publicó doce de sus libros en Estados Unidos. También fue traducido al inglés de Inglaterra, al francés, alemán, italiano, ruso, griego, entre otros idiomas.

Damián Ríos, editor de Blatt&Ríos, comentó que tenerlo en el catálogo es superlativo por el prestigio que otorga. Además, lo que editen de él se vende. Aira tiene un grupo de fans que se encarga de rastrear todas las novelitas que edita en el año y guarda una estantería de su biblioteca para él. Cada vez son más este tipo de seguidores.

Le interesan esas historias, está atento a lo que dicen de él. A pesar de que manifestó que escribe para sí mismo, a veces hace concesiones. Hace unos meses atrás estaba en una librería y escuchó a unos lectores jóvenes hablar de él –que no le conocían la cara y no sabían que los estaba escuchando-, uno le decía al otro que lo único que le faltaba a Aira era sexo en sus novelas. Así que en El santo, la que escribía en ese momento, está la primera escena de sexo en un libro de Aira.

 

Su legado

Ríos dice que a Aira le gusta la tertulia amistosa. Le gusta juntarse con sus amigos a debatir la literatura actual y las lecturas pero que no le interesa hacer esas opiniones públicas, “no tiene la ambición de marcar cánon”, me dijo.

Sin embargo, lo hace. Ariel Idez escribió un libro que se llama “La última de César Aira”, donde él es el personaje principal, un villano de Flores con una impresionante máquina de creación de libros. Junto a él, otros de su generación le rinden tributo pero también están quienes lo rechazan. Por ejemplo, el grupo de escritores jóvenes como Enzo Maqueira, que en la revista Viva dijo: “Que todavía se siga leyendo a Aira como vanguardia es absurdo y anacrónico. La literatura de Aira es escapismo”.

¿Qué lo amen y lo odien la generación de escritores jóvenes, los que escriben ahora mismo, significa qué cosa? ¿Aira es un clásico? ¿Aira molesta? Le pregunté a Hernán Vanoli, editor de Momofuku, escritor y crítico, y me dijo: “Creo que es un escritor fundamental para pensar la literatura argentina de la última parte del siglo XX. Junto con (Rodolfo) Fogwill y con (Ricardo) Piglia, y quizás Marcelo Cohen, a mi entender, son tres referencias que cualquier escritor que trabaje desde nuestro país debe tener en cuenta. Creo que su obra es múltiple, y que ambiciona un destino para la literatura. No son muchos los autores sobre los que se pueda decir eso, Aira en sí mismo es un universo, un procedimiento”, aunque, remarcó después, para él Aira es un autor del siglo pasado.

Y en esa discusión política Vanoli señala que durante los 90 el reclamo hacia Aira tenía una validez que ahora no tanto. “Hay una suerte de neopopulismo experiencial que se opone a Aira porque Aira simplemente tiene cierta relevancia intelectual, "no es tan fácil", no canta una que sabemos todos, no codifica la experiencia social como una revista de cultura juvenil, y bueno, esa impugnación la verdad que me parece lamentable”.

Ese reclamo de los 90, de la poesía comprometida y la literatura fantástica quedó explícito en un ensayo de Fabián Casas donde dice: “Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira! es un agente de la CIA! Los escritores serios, los grandes gigantes, son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa! Aira le hizo mucho mal a la literatura, la partió en dos, antes y después de él. De Operación Masacre a Operación Jajá”.

Le escribí a Casas también, explicame Fabián, ¿Qué quisiste decir? Y le mandé diez preguntas que me contestó en un único párrafo donde mezcló filosofía y experiencia personal con el autor, remató con lo que importa: “El ensayito de Aira sobre el que hablás era una manera solapada de mostrarle mi infinita admiración. Y de incitar a que lo lean”.

Aira rompe (las bolas y el cánon) porque en sus novelitas no hay una psicología clara de los personajes, de hecho, está en contra de los personajes. Es un artesano del verosímil, hasta la idea más fantástica y ridícula parece lógica en sus textos; no sólo lógica, la peripecia parece no tener otra salida más que esa extravagancia que él plantea. Él dice que se basa en los cuentos de hadas, con un poco de dadaísmo, de surrealismo. El contexto barrial es sólo un espacio donde colocar el delirio y usar el lenguaje como masa maleable, una materia prima de la imaginación.

Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini son sus referentes como escritores, modelos de vida y actitud. “A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario de él, pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes, los tres han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron siempre”, dijo Aira en la nota que le marcó un antes y un después en su vida pública argentina: “El mejor Cortázar es un mal Borges”, publicada en 2004 publicada en Clarín.

Después del escándalo que se generó a raíz de su opinión no habló más con la prensa. Su amigo Strafacce dice que le da pudor aparecer en los medios diciendo un juicio muy categórico porque no se toma en serio a sí mismo, cree que el escritor habla en su obra.

Mauro Libertella, periodista y escritor, hace poco publicó El estilo de los otros (2015), un libro de entrevistas a los grandes escritores latinoamericanos vivos para la editorial chilena Diego Portales. Quiso entrevistarlo y se negó. Varias veces lo intentó, todas las veces lo rechazó. Entrevistó a Fuguet, Eltit, Zambra, Gumucio, Pauls, Bizzio, Molloy, Matilde Sánchez, Casas, Piglia, Ercole Lissardi, Rey Rosa, Antonio José Ponte, Castellanos Moya, Bellatin, Glantz, Nettel y Villoro.

Y tiene su teoría: “¿Podríamos soportar una verbosidad tan demencial, alguien que además de publicar 4 ó 5 libros por año además esté hablando en todos los suplementos y revistas? Me parece que no. Ahora, yendo a lo que importa, que son los libros, obviamente es su literatura lo que lo puso en el lugar en el que está, cualquiera que sea ese lugar. El se movió bien e hizo el trabajo largo, el de fondo: busco antes a la institución literaria que al mercado. Nos llegó entonces antes la idea de que Aira era un escritor importante, que la proliferación total de sus libros, que sucedió hace unos diez años, cuando todas las editoriales, nuevas o antiguas, quieren publicar sus textos. Durante los años ochenta Aira intervenía fuerte en el debate literario, publicaba en revistas y se metía en quilombos. Esos fueron sus años de verdadera construcción profunda. Lo que estamos viendo ahora, me parece, es la estela que dejó ese trabajo verdaderamente intenso de años”.

De pasar de ser un autor de culto Aira está empezando a ser considerado un clásico, algo viejo, algo de lo cual desprenderse o transformarlo, algo que sí o sí debe ser leído. Y eso ya se sabe en todo el mundo.

Romina Zanellato 

Revista Brando

Nota para Brando - Buscando a César Aira - Proceso creativo

 

Hernán Vanoli es escritor y editor de Momofuku. Esta es la entrevista que le hice para escribir la nota de Buscando a César Aira para la revista Brando.

 

Hernan Vanoli sobre César Aira:

 

En principio me gustaría saber si sos un lector de Aira y si te gusta.

Fui lector de Aira, hasta que digamos "entendí su proyecto". Lo disfruté y valoré, en las diferentes vetas que tiene su escritura, tanto en los diferentes registros -ensayo o novela- como dentro de su novelística. Soy admirador de su imaginación y de su persistencia, pero no soy un fanático. Sin embargo, cada vez que veo un libro suyo me veo tentado a leerlo. Hace unos días, en una feria, ví que la editorial Blatt y Ríos vendía "Artforum", lo pensé dos minutos y ya lo habían vendido. 

 

 

¿Qué pensás de su obra?

Creo que es un escritor fundamental para pensar la literatura argentina de la última parte del siglo XX. Junto con Fogwill y con Piglia, y quizás Marcelo Cohen, a mi entender, son tres referencias que cualquier escritor que trabaje desde nuestro país debe tener en cuenta. Creo que su obra es múltiple, y que ambiciona un destino para la literatura. No son muchos los autores sobre los que se pueda decir eso, Aira en sí mismo es un universo, un procedimiento, y una fábula sobre la relación entre el sistema de distribución de la lengua y el sistema de existencia de los objetos. Sus libros fueron hechos para ser leídos en bloque, como un proyecto artístico ambicioso, de vanguardia y de pos-vanguardia al mismo tiempo, es decir, como una síntesis entre los derroteros que puede asumir el arte en nuestra era. Pero también hay algunos que son notables por sí mismo, no voy a descubrir yo por ejemplo a "Ema, la cautiva"; lo que al mismo tiempo significa que si se toma cada libro es un autor muy desparejo. Finalmente, y a mi juicio, es un escritor del siglo pasado. Escribir ficción quizás sea una tarea del siglo pasado, pero siento que el dispositivo de enunciación creado por Aira, que es singular, maravilloso, que es una fábrica de mundos y una apuesta por el poder de singularización de la experiencia a través de la imaginación puesta a trabajar desde el interior de la lengua y los protocolos de la cultura, ya no tiene tanto para aportar teniendo en cuenta el actual desarrollo de la cultura y de lo político. 

 

 

¿Cómo creés que impactó la obra de Aira a tu generación (que es la inmediata después de la suya) y a la de los escritores en formación ahora mismo?

No estoy seguro de a qué generación pertenezco, pero creo que hubo múltiples posturas. Están quienes eligieron venerarlo, en algunos casos extremar su propuesta, en otros homenajearlo, están quienes eligieron tenerlo en cuenta pero asumir derroteros diferentes sin por eso negar su notable influencia, y están quienes eligieron negarlo. Yo me siento en el segundo grupo. A los escritores en formación el proyecto de Aira les genera preguntas, y creo que eso siempre es algo bueno. 

 

 

Mi hipótesis a trabajar en la nota es que una vez que se lo conoce no se puede ser indiferente a él, se lo ama o se lo odia. ¿Por qué creés que su obra (o su personaje) despierta estas pasiones en la literatura argentina? 

Es que la potencia de la obra de Aira en parte radica porque choca contra el sistema de expectativas de los lectores. Entonces aquellos que sólo esperan realismo, trama, desarrollo de psicología de los personajes, cierta solemnidad más bien ligara a la crónica o al periodismo, o productos de género bien elaborados lo rechazan. Por otra parte, los que le piden a la literatura libertad, sofisticación intelectual, liviandad, alegría, ironía, ambigüedad, lo aman. Para mí, la literatura de Aira es un género en sí mismo, y eso lo convierte en una suerte de clásico, Aira es en un punto nuestro Borges, y es hijo de Borges, con todo lo bueno y lo malo que eso significa. La disputa por Aira es una manera de tramitar la disputa entre poéticas realistas y poéticas antirrealistas. Claro que yo entiendo que esa discusión está caduca, pero ese es otro tema. 

 

 

Por qué creés que hay una corriente de escritores que escriben como una reacción ante el estilo Aira. ¿Qué rasgo de su literatura es a la que se opone?

Por un lado está Fabián Casas, que tiene un texto muy conocido donde dice que "Aira nos cagó" y lo opone a la figura de Cortázar, comprometido, poético, politizado, con cosas para decir sobre lo social o en realidad sobre la sociedad. Creo que hay un momento de verdad en la crítica que le hace Casas en torno a su frivolidad, a cierta falta de espesor, a su perseverancia en cierta manera retorcida de conceptualismo que Aira representa. Claro que si uno después ve el tipo de intervenciones de Casas, bueno, quizás se queda con Aira. Después, hay otra crítica de una generación más joven, una acusación de frivolidad y de sintonía con cierta superficialidad del noventismo en nuestro país. Esta tiene dos partes. De un lado, hay un ensayo notable de Diego Vecino que contrapone la figura de Aira a la de Ricky Espinosa, el cantante de Flema, como dos casos extremos de responder a la cultura dominante de los noventas desde el arte. Ahí Ricky sería un artista punk y Aira un artista cómodo cuya obra entra en sintonía con cierta necesidad social de que el arte no incomode sino que "abra mundos" para que mientras tanto las fuerzas del mercado hagan lo que quieran. Ahí también siento que hay un momento de verdad, aunque también es cierto que en el fondo Aira concibe a la literatura como un principio creador de protocolos de lectura, algo que el punk nunca pudo hacer porque se quedó siempre en una fase infantil y nihilista. Pero también en forma reciente hay un pedido de politización o de profundidad hacia Aira que viene desde un lugar muchísimo más superficial, una suerte de neopopulismo experiencial que se opone a Aira porque Aira simplemente tiene cierta relevancia intelectual, "no es tan fácil", no canta una que sabemos todos, no codifica la experiencia social como una revista de cultura juvenil, y bueno, esa impugnación la verdad que me parece lamentable. 

 

 

La escritura de Aira es veloz, su política de publicación es casi frenética, sus temáticas fantásticas están desligadas a cierta literatura "social" o "política" que él rechaza. Rompió con una postura más solemne del escritor argentino. Si es que compartís esto, ¿cómo creés que afecta a la literatura argentina?

Si rompió con la solemnidad creo que la afecta de modo positivo. Si generó la fantasía de que escribir es un acto rápido y desordenado donde lo más importante es publicar materiales de baja calidad -no todos los rentistas son Flaubert- la influencia me parece nefasta. La verdad es que no lo sé; pero estoy seguro de que su planteo es de un siglo diferente al que me toca vivir. 

 

¿Cómo se puede escribir después de Aira?

Personalmente no me preocupa. Creo que Aira es un gran escritor, único, autoexigente, prolífico, totalizador, una suerte de genio. Creo que eso puede ser inspirador, pero por supuesto que la literatura no termina ahí ni mucho menos. Si me preguntases cómo se puede escribir después de Thomas Pynchon sería un problema, pero después de Aira se puede escribir de mil maneras. 

 

Por último, ¿por qué creés que le va tan bien en el extranjero cuando en Argentina es casi un desconocido fuera del mundillo literario?

Creo que el reconocimiento internacional es merecido, pero que también da la pauta de que se trata de un autor complaciente. El sistema literario mundial está muy jerarquizado, y de América Latina sólo se pide exotismo, irracionalidad, melancolía, quizás vanguardismo juguetón; los países centrales quieren la gran tradición para ellos, y ahí está Junot Díaz para hacer el papel de buen salvaje; o los desaparecidólogos para ayudar a que los poderosos se sientan bien tocando temas humanitarios y de denuncia. Nosotros nos creemos eso y por eso se acostumbra a que en gran medida se escriban copias poco felices de John Cheever o libritos que parecen folletos de pizzería. Sin embargo, también hay cosas nuevas que pueden generar la ilusión de que eso está cambiando. 

 

Bonus de Hernán:
Es cierto lo del procedimentalismo y lo del siglo pasado, pero también yo valoro el lugar de la imaginación en lo que Aira cuenta. Creo que valoro más eso que las otras dos cosas; por eso lo prefiero antes que a Casas y a todos los que sostienen poéticas realistas (incluso los del siglo XIX), salvo quizás a Fogwill. Lo que yo creo es que el dispositivo de Aira es anterior a internet, por un lado, que todo su proyecto se basa en una circulación -diría que anticipa- la circulación poco monetarizada de los textos, que es propia de internet. Eso es también un mérito. Ahora bien, para seguir escribiendo, me parece que montarse en eso que inventó Aira hoy no es tan productivo. A mí me interesa más mirar lo que hacen otros escritores que incorporan la cuestión de la palabra hecha imagen, los hipervínculos, la saturación de información, contactos y vigilancia, desde otros lugares en un punto más tradicionales pero en otro punto más novedosa. Y no puedo dejar de comparar, por ejemplo, a Aira con Thomas Pynchon. Pynchon es muy Aireano en un punto, pero en otro escribe sobre los grandes problemas de la modernidad y de la posmodernidad, la política y la historia, y desde un lugar súper complejo y no tan liviano. En esa línea, me gusta mucho
Mark Z. Danielewski, que está en un plan similar pero mucho más moderno. Me parece que su proyecto es propio de un país muy subordinado, y creo que si Argentina quiere crecer tiene que pensarse, al menos desde sus escritores, como una superpotencia, no en el sentido de como un país capitalista confortable sino en el sentido en el de un país con altas exigencias estéticas y una impugnación fuerte a la modernidad, no regresiva sino para adelante. 

Romina Zanellato 

Revista Brando

Nota para Brando - Buscando a César Aira - Nota final.

 

En la edición de abril de 2016 de la revista Brando del grupo La Nación salió mi nota Buscando a César Aira.
La edición de la nota estuvo a cargo de Fernanda Nicolini.

Esto que está acá es la nota final enviada a la editora. La versión publicada está en este link: http://www.conexionbrando.com/1933094-tras-los-pasos-de-cesar-aira
Publiqué en este blog todas las versiones trabajadas como documentación del proceso de escritura.  


Buscando a César Aira
Por: Romina Zanellato



2012. Feria del libro. Frente a mí las tres tapas de El Mármol, libro de César Aira que editó La Bestia Equilátera. Las analicé con detenimiento, las ilustraciones eran interesantes, llamaban la atención por los colores y dibujos entre las pilas de libros y libros que se ven todos los años en La Rural. ¿Llegó el momento de leer a Aira? Elegí la tapa de las caricaturas y me lo llevé a casa. Un año después lo leí. Insoportable, una lectura sufrida, tardé un mes en terminarlo y sólo eran 150 páginas. Nunca más un Aira, me dije, y lo guardé en la biblioteca. Pero no iba a sentirme así por mucho tiempo más.
Me resistía a leerlo. Tenía un prejuicio fundado en cosas azarosas que escuché, que leí sobre sus novelas en algunos medios y algunas contratapas delirantes. ¿Este hombre escribe fábulas? La literatura argentina, la alta y buena literatura bien aprendida por la cultura, es cosa seria y Aira parecía que se dedicaba a contar historias surrealistas, ridículas. Las tramas eran absurdas y El Mármol me confirmó todo eso que había elaborado sin mucha conciencia.
Lo padecí. Mientras avanzaba en su lectura viví una ansiedad insoportable, la narración tenía una velocidad tal que parecía que estuviera siendo escrita al mismo tiempo en que la leía. Nunca había sentido ese vértigo antes. Sí había sentido indignación, compromiso, amor, emoción al leer un libro, nunca vértigo. Y eso quedó en mí, cada vez que entraba a un supermercado chino reconocía una descripción de Aira sobre algo que no había notado antes, cada vez que el cajero me daba el vuelto en chucherías esperaba que fueran llaves, pequeños tesoros capaces de destrabar mis problemas cotidianos, cada vez vivía cierta ansiedad de aventura.
Fueron unos meses reviviendo El Mármol entre las góndolas del chino hasta que entendí, ¡qué libro más fantástico! Lo volví a leer, esta vez deslumbrada por su poder, y me compré otros, la sección Aira de mi biblioteca creció considerablemente, hasta que me interesé por él, hasta que la periodista que hay en mí superó a la lectora. 
Como ocurre con todos los artistas que son de mi interés quise saber quién era, leer notas sobre él, saber qué pensaba sobre determinados temas sociales, artísticos, coyunturales. No encontré nada reciente. La cabeza capaz de producir esa literatura que me tenía absorta era un misterio. Apenas encontré algunos datos en Wikipedia, pregunté y averigüé con quiénes se juntaba, y no mucho más. “Siempre viene por acá”, me decían en algunos lugares pero nunca lo vi y las fotos que me daba Google eran bastante viejas (aunque después descubrí que está más o menos igual). Su mito me hizo acordar al J.D. Salinger o Thomas Pynchon, escritores recluidos que eligieron convertirse en nombres sin cara pública. Un punto más a la curiosidad.
En un plan con mayor interés personal que profesional me propuse investigar al escritor que en 2015 fue nominado al Mens Booker Award, premio inglés de 60.000 libras que se otorga al ganador entre diez escritores del mundo, que está entre las apuestas a ganar el Premio Nobel en Literatura y que tiene más de 90 libros editados y que, para mí, parecía bastante ignorado por la prensa. Vivir al mismo tiempo que un clásico en plena obra es muy difícil, que se lo reconozca como clásico mientras vive es casi imposible, que esté tan cerca es una tentación que no pude contener.

El universo Aira
Wikipedia dice que nació Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949 y al cumplir los 18 años se mudó a Buenos Aires, al barrio de Flores en el cual aún vive. Durante los primeros dos años fingió estudiar Derecho, después se puso a escribir. Está casado con la poeta Liliana Ponce y tiene dos hijos.
Empecé por los libreros y los editores que están en las ferias, hubo unanimidad en el diagnóstico: lo que hay de Aira, se vende. En una librería conviven novelas de 300 pesos con algunas ediciones de 40, editoriales multinacionales con cartoneras. ¿Y él?: “Sí, siempre viene por acá. Es un tipo normal”, me decían, y yo me preguntaba si era un fantasma. 
En una feria encontré una novela de Ariel Idez que se llama “La última de César Aira”, él es el personaje principal, el malvado que quiere destruir la literatura argentina. Alguien más está obsesionado con Aira, pensé. La novela es un disparate airiano que plantea una posibilidad certera: su maquinaria semántica, su superproducción, no sólo puede acabar con él mismo sino también con la literatura argentina actual. “Qué bodrio”, me decían mis amigas cada vez que daba vueltas sobre el asunto. ¿Nadie se da cuenta o yo llegué muy tarde?
Descubrí en YouTube algunas entrevistas que le hicieron hace algunos años, disertaciones y también notas para revistas estadounidenses como BOMB. Ahí dice que todas las mañanas va a un café de Flores para escribir a mano una o dos páginas diarias. Usa cuadernos de papel liso, sin reglones ni cuadriculados, con espiral, que compra en la papelera Wussmann. Escribe con una lapicera Montblanc, de tinta negra. Todo lo compra siempre en el mismo lugar, se lo guardan para él. Es un hombre metódico y de rutina. Le dijo a María Moreno, escritora que lo entrevistó, que esa exacta combinación de la tinta y el papel le asegura un buen ritmo de escritura, corre bien por la hoja, no la mancha, fluye sin entorpecer la imaginación. Antes del mediodía vuelve a su casa, pasa a la computadora lo que escribió, se deshace del papel, de las huellas de su proceso creativo.
Adivino que es obsesivo, ordenado, que se toma muy en serio al acto de imaginar, que dentro de esa narración que construye, tan delirante a veces, le pone mucha atención al verosímil. Descubrí que no le interesa la psicología de los personajes como en las novelas clásicas, que le gustan los policiales, el cómic, que lee algunas cosas nuevas pero que en general no las comenta.
Averigüé que su grupo de amigos más cercano son escritores. Él los nombra: su amigo de la infancia Arturo Carrera, Tamara Kamenszain, Sergio Bizzio, Alberto Laiseca, Ricardo Strafacce y lo fue también Rodolfo Fogwill. Hay otros más jóvenes, con ellos anda por esos lugares donde me lo nombraban como habitué: Pablo Katchadjian, Francisco Garamona, Damián Ríos, entre otros. Le gusta la tertulia literaria, aparecer en la feria de editoriales independientes La Sensación, en la librería La Internacional, en el café Varela Varelita pero no en los eventos del circuito formal o mediático de la literatura. 
Las veces que fui a estos puntos clave de la ciudad no me lo crucé. Tenía una serie de consultas que quería hacerle: “¿De verdad no llevás un plan de ruta al escribir? ¿Por qué no escribís directamente en computadora? ¿Por qué las novelas cortas tienen más literatura que las largas? ¿Cuán autoreferencial sos?”. Las tenía anotadas, como subrayados los libros, pero no pude hacérselas nunca.
Un día recibí un mail de una amiga ilustradora donde me contaba un suceso que entendí como el contagio de mi obsesión. “Estaba en Varelita y vi a César Aira en la mesa de al lado. Cuando se estaba yendo se acercó y me dijo que siempre me miraba dibujar, que me veía muy concentrada y me felicitó. Antes de irse saludó al mozo, y el mozo le dijo: Chau, Oscar. No era él”. No descartamos la posibilidad de que el mozo le haya cambiado el nombre para jugar con su mito. 
Podría haber sido, porque está interesado en el arte. En Blatt & Ríos editan todos los años al menos una novelita de él, la última que leí es Artforum, un compendio de relatos que él denominó autobiográficos –esto lo dice en una nota española- sobre su obsesión con esta revista de arte moderno, de distribución casi inaccesible en el país. El fetiche me pareció un gesto, una pista.
En la librería La Internacional hay una parte de la biblioteca sólo de textos de Aira. En las paredes del salón del fondo hay una colección personal de arte de Francisco Garamona, su dueño y editor de Mansalva. Mientras maquetaba un futuro libro de la editorial me señaló sin mirarme tres cuadros pequeños de colores estridentes que había sobre la pared. “Los pintó César”, me dijo. Parece que no hay más que esos tres y no están a la venta. Después encontré una nota en la que dice que lo que de verdad lo hubiera gustado hacer es dibujar, pero no tiene el don, que él cuando se deja llevar por la trama siente que está pintando un cuadro. Tan cerca, además, a la poesía.
Damián Ríos, uno de sus editores, me comentó que a Aira le gusta tener una relación cercana con quienes lo editan, sentir confianza y aportar al catálogo. El texto se entrega cerrado y son pocos quienes se animan a hacerle comentarios, Ríos es uno de ellos. “A veces lo que parece un error es una genialidad pero también puede ser un error, siempre hay que preguntar”. Aira está al tanto de todo el proceso, aprueba las tapas, los materiales, pero no interfiere. Cada libro de él que imprimen, lo venden. Aira tiene un séquito de fans que compra todo lo que haya. En Mercado Libre hay primeras ediciones de novelitas que se venden a $1.000, es material para coleccionistas.
Las piezas más preciosas en la biblioteca son las traducciones. En la mía tengo una edición de El Mármol en italiano, publicado por Ediciones Sur, de tapa dura forrada en tela turquesa impresa con serigrafía. Una belleza bastante inútil porque no sé leer en italiano. Tengo otros ejemplares de otros idiomas que le fui pidiendo a todos los que viajaban al extranjero. Mi hermano me trajo The Musical Brain, su libro de relatos que editó New Direction Books y que The New York Times eligió entre las mejores 15 tapas del 2015. Es un holograma con una mano que se mueve y prende una chispa con el dedo índice. En su solapa hay una serie de halagos y recomendaciones de personalidades como Patti Smith y Roberto Bolaño. 

La construcción del mito
Como un fantasma escritor, Aira está en todos los catálogos desde las editoriales más chicas hasta las grandes como Planeta o Penguin Random House. En una cena de editores me enteré que con esta última corporación edita directamente desde España, donde hace poco se inauguró la Biblioteca César Aira, una colección con reediciones de inconseguibles y nuevas novelas como El santo. “No pasa por acá, ni nos enteramos”, me dijeron. En el caso de Emecé (sello perteneciente a Editorial Planeta) tiene su propia colección que edita Mercedes Güiraldes, con quien trabaja hace décadas. 
Le escribí un mail. En general, los escritores no publican de la manera en la que él lo hace, probablemente porque su producción es tal que ninguna casa pudiera editarle cinco novelas al año. “Es difícil decir si hay o no estrategia detrás de esa manera particular de Aira de publicar. Creo que forma parte de una estética y de una ética de autor. Es un indudable gesto de libertad artística e independencia personal y es indisoluble de su forma de concebir la literatura. Pero esa forma tiene su eficacia. Sin prisa y sin pausa, Aira creó una obra impresionante, rupturista y clásica a la vez, tal vez la más original de la literatura argentina desde Borges”, me definió Güiraldes.
Una vez leí una nota en la que teorizaba acerca de que un escritor debe ser un hombre-enciclopedia, saber de todo para poder escribir sobre todas las cosas. Lo llamaba “El hombre universal”. Pensé que Aira escribe de manera fragmentaria una serie de textos que publica de manera constante, conformando una obra total, un gran Libro a completarse. No hay novelitas aisladas, hay una continuidad que las une en un proyecto enciclopédico y también en un lenguaje propio. ¿Cuánto de su mito personal no fue también una creación propia? ¿Cuándo se termina el Libro?
Antes, cuando sí hacía notas, Aira causaba bastante revuelo. En 2004 le hicieron una entrevista en Clarín donde dijo que “El mejor Cortázar es un mal Borges”, ahí, también dijo que Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini son sus referentes como escritores, modelos de vida y actitud. Aunque hizo la salvedad de que no necesariamente los modelos de vida actúan en uno como ejemplos.
Después del escándalo que se generó a raíz de su opinión no habló más con la prensa. Su amigo Ricardo Strafacce dice que le da pudor aparecer en los medios diciendo un juicio muy categórico porque no se toma en serio a sí mismo, cree que el escritor habla en su obra.
En las notas que dio en otros países también tiró frases polémicas pero ya sin ofender a nadie. “Soy de los raros escritores a los que les gusta escribir realmente”, dijo en una entrevista que le hizo el escritor danés Peter Adolphsen en el Louisiana Literature Festival en 2012.  “Hay muchos escritores que quieren seguir siéndolo por los beneficios sociales que trae, entonces cada 10 años hacen el esfuerzo por seguir manteniendo el carnet y hacen el sacrificio de escribir un libro”.
En esa misma nota también puso en duda algo que había dicho con anterioridad, no sabía si lo había dicho para generar polémica o si de verdad pensaba así. En realidad, pensé, le gusta el impacto. 
“¿Podríamos soportar una verbosidad tan demencial, alguien que además de publicar 4 ó 5 libros por año esté hablando en todos los suplementos y revistas?”, me preguntó Mauro Libertella, periodista y escritor. Lo fui a buscar porque alguien me había dicho que él había leído todo lo que Aira publicó. Son pocos lectores los que pueden cargar ese título. Me lo negó en el primer acercamiento, sólo leyó alrededor de 20 de sus 90 libros publicados, no es más que una mínima parte. Libertella hace poco editó un libro de entrevistas a los grandes escritores latinoamericanos para la Editorial chilena de la Universidad Diego Portales, no lo pudo incluir a Aira porque se negó. 
“Me parece que no podríamos soportarlo. Es su literatura lo que lo puso en el lugar en el que está, cualquiera que sea ese lugar. Él se movió bien e hizo el trabajo largo, el de fondo: buscó antes a la institución literaria que al mercado. Nos llegó entonces antes la idea de que Aira era un escritor importante, que la proliferación total de sus libros, que sucedió hace unos diez años, cuando todas las editoriales, nuevas o antiguas, querían publicarlo. Durante los 80’ Aira intervenía fuerte en el debate literario, publicaba en revistas y se metía en quilombos. Esos fueron sus años de verdadera construcción profunda. Lo que estamos viendo ahora, me parece, es la estela que dejó ese trabajo verdaderamente intenso de años”.
Mientras hablaba con sus amigos iba entendiendo que su silencio podía ser leído como una estrategia que reconozco muy inteligente. Sus juicios, evidentemente, son categóricos porque su archivo así lo demuestra. Se mueve en un círculo amistoso, al cual le es fiel y respalda. También expulsa con determinación a muchos otros. 
En el medio de mi búsqueda por saber quién es Aira, escuché que iba a disertar en el Museo del Libro y de la Lengua a favor de su amigo Pablo Katchadjian, escritor que aún enfrenta un juicio por plagio de parte de María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges. Fue la única aparición pública que supe de él en los últimos años. Fui emocionada por poder verlo, escucharlo y tal vez, tener la posibilidad de hacerle todas esas preguntas que tenía pensadas. Me senté en el piso frente a él y lo grabé mientras hablaba de la valentía al escribir, de la invención: “Antes me llenaba la boca diciendo que lo que hacía era experimental. Desde que escuché una frase de William Burrough no lo digo más. La frase dice que una escritura experimental es un experimento que salió mal, si el experimento salió bien es un clásico. Yo, a su vez, creo que no hay ningún clásico que no haya sido antes un experimento”. Se oyeron risas en el auditorio, las oigo hoy en mi casa al escuchar la grabación. Y recuerdo cómo se fue rápido por la puerta lateral, y así se escapó mi primera oportunidad real de hablar con él.

Su permanencia
Hay algo emocionante en la forma en la que construye sus narraciones. Cada uno de sus libros, esas pequeñas novelitas de 100 páginas, contienen un universo diseñado a escala creado en el momento en que lo escribe. Aira es un amo de las palabras, a las que amasa con destreza para crear imágenes poderosas y verosímiles. Su talento es tal que mientras plantea una secuencia narrativa surrealista se las arregla para bajar línea y expresar su postura crítica sobre algunos temas, de una manera casi imperceptible. 
La crítica literaria le dedicó su atención. Algunos lo califican de escritor de derecha por concentrarse en hacer cuentos de hadas dadaísta, en vez de la literatura de denuncia social que tomó fuerza en los ’90. Le pregunté a Hernán Vanoli, editor de Momofuku y crítico. “Hay una suerte de neopopulismo experiencial que se opone a Aira porque Aira simplemente tiene cierta relevancia intelectual, "no es tan fácil", no canta una que sabemos todos, no codifica la experiencia social como una revista de cultura juvenil, y bueno, esa impugnación me parece lamentable”. Me dijo que para él era un autor fundamental del siglo XX, pero no dejó de señalar que eso es el siglo pasado. 
Yo, al final, intenté hacer como Aira cuando empieza a leer un autor nuevo, me metí de lleno en su obra y en saciar mi curiosidad. A medida que pasó el tiempo los libros se apilaron en mi biblioteca, la pasión cedió frente al respeto y mi interés giró a otra cosa. Sin embargo, llegó el día en que iba caminando por Paraguay y al llegar a Scalabrini Ortiz lo vi. Estaba fumando un pucho con Ricardo Strafacce en la vereda del Varela Varelita. Fue un segundo en que mis ojos se cruzaron con los de ellos, recibí una descarga de energía desde mi interior, bajé la vista y crucé la avenida, escapándome, perdiendo así la última oportunidad de decirle a César que él se convirtió en mi clásico.


 

 

En una entrevista, contó cómo escribió una de sus primeras novelas: “Un día estaba dando un examen de literatura argentina en la facultad. (…) El profesor me interrumpió diciendo que así no se podía exponer la obra de Borges. Me produjo tal indignación que me quisieran decir cómo hablar de Borges que salí del examen y, al día siguiente, me puse a escribir Las ovejas, una novelita donde los animales, a causa de la sed, descubren el idealismo. Tenía veinte años y en ese texto escribí mi versión de Borges, para que nadie volviera a decirme qué es la literatura”.


 

César Aira: La política no sirve para nada

https://www.dw.com/es/c%C3%A9sar-aira-la-pol%C3%ADtica-no-sirve-para-nada/a-19540547

9 septiembre 2016

 

El novelista César Aira, autor de referencia en las letras argentinas, vuelve a ser noticia en el Festival Internacional de Literatura de Berlín, por su irreverencia y sus polémicos criterios sobre el papel del escritor.

Hace mucho tiempo decidió no hablar nunca de política ni de fútbol. Se considera un escritor elitista. En sus entrevistas insiste en que el papel de los escritores es sobrevalorado y considera que sus más de 80 libros son instrumentos para operar sobre una realidad llena de condicionamientos sociales que impiden su natural desarrollo.

Por esas razones, había expectativa sobre cuáles serían sus palabras en la apertura del Festival Internacional de Literatura de Berlín. Y aunque su discurso cautivó a todos los asistentes a la gala inaugural, por su humor y su originalidad, para muchos resultaría impactante el hecho de que, otra vez, se pronunciara contrario al credo de que la literatura y el escritor deberían ocupar protagonismo en la lucha por un mundo más justo y humano, en un evento que lleva años defendiendo la necesidad de que las letras y los creadores literarios sean parte activa de los intentos por llevar al mundo por senderos de mayor tolerancia y entendimiento.

"Creo que la política no sirve para nada. Lo que cambia la vida de la gente es la historia y la política lo que más hace es impedir el curso de la historia. Lo mismo sucede en literatura. Los escritores tampoco servimos para nada, no se debería tomarnos tan en serio. Para mí lo más importante en el mundo literario es la invención, no el activismo, y es lo que menos se hace hoy día en la literatura. Hay mucha expresión de la vida real tal como es. En mi discurso aquí dije lo que considero un credo: mis mundos están relacionados con el juego, con la fantasía, con la invención de universos, y aunque mis libros están llenos de temas raros y personajes raros, jamás me propongo abordar temas o construir personajes raros. Son realidades que surgen, que llegan y mayormente esas, mis realidades narradas, son ajenas a lo político".

DW: Pero en América Latina la realidad parece estar marcada por lo político. ¿Se puede escapar de ello?

Hay muchos escritores que lo estamos intentando. América Latina no es una sola cosa, son muchas cosas distintas. Los argentinos, por ejemplo, quizás seamos un poco más intelectuales, tenemos ese sello borgeano, algo que Borges intentó explicar diciendo que como no tenemos una larga tradición cultural, ni siquiera tenemos una cultura indígena fuerte, estamos abiertos a todas las tradiciones, somos un poco más cosmopolitas. Cada país tiene su historia, su composición humana... Por ejemplo, ahora yo vi en Bolivia la importancia que pueden tener las lenguas, el quechua y el aimara, y si yo fuera un escritor boliviano ahí encontraría una fuente de inspiración, de trabajo, que no es el caso de los argentinos, que no es un país bilingüe como Paraguay. Somos un mosaico cultural de gente hermana que nos entendemos muy bien. Y ese entendimiento en las diferencias, esa multiplicidad cultural es un espacio para la creación lejos de la política pura que puede servir mucho a la creación literaria.

DW: Pero, escribir alejado de lo netamente social, lo netamente político, ¿no lo convierte en un autor de elite?

Yo me considero un escritor elitista, soy muy elitista. En el mundo actual hay dos elites: una es la que odia el pueblo, es la de la gente refinada que lee a Proust y escucha a Stravinsky; y después está la otra elite, a la que el pueblo ama, que es la de los que veranean en Miami, se compran un Ferrari, y tanto aman a esa elite que se gastan el sueldo en esas revistas de papel lustroso donde esta elite muestra sus mansiones, sus ropas de Versace... Yo pertenezco a la primera elite y ya estoy resignado a que el pueblo me odie y a que sólo unos pocos me lean. El refinamiento es un camino de ida: una vez que uno apreció a Debussy, ya no puede apreciar la cumbia o el reguetón...

DW: Pese a esa negativa a reconocer un papel social en la literatura, sus libros abordan temas y personajes que entran en conflicto con la realidad social.

Toda la literatura, todo el arte, tiene resabios de operaciones mágicas, de crear ese libro que sirva para transformar la realidad. Pero, en general, los que nos dedicamos al arte lo hacemos por alguna insatisfacción con nuestra vida real, algo que trasforme nuestras vidas, que transforme el mundo, que lo haga más vivible para nosotros. Pero no creo que haya que escribir para cambiar nada. Yo empecé escribiendo novelas con el grosor que complacía a los editores, pero después, de modo natural, mis historias se fueron encogiendo a cien o poco más de cien páginas, y allí metí a mis personajes. No es que yo busque rarezas humanas, los personajes para mí son sólo funcionales a la trama, no tienen nada que comunicar: el gordo tonto, un flaco inteligente, un enano, un ciego... Fui adquiriendo cierto respeto y los grandes editores aceptan mis libritos, pero si ellos no quisieran, siempre estarían mis amigos, los editores independientes, que es donde más publico.

DW: La obsesión de escribir... hoy parece casi una epidemia.

Así es. En Argentina, y en todas partes creo, hay una proliferación de pequeñas editoriales independientes. Hoy se ha hecho muy fácil "voy a hacer un libro". Se está publicando mucho sin filtro, sin hablar de lo que se publica en la web, casi demasiado, hay como una marea de libros. Tampoco hay que hacerles caso a los periodistas culturales, que están descubriendo un genio cada semana; porque los escritores realmente buenos nacen tres o cuatro por siglo, y para que surja uno bueno hay que esperar treinta o cuarenta años. Hay mucha industria editorial y poca historia que contar.

Lo bueno del escritor es que no tiene ningún papel. La literatura no cumple ningún papel real en la sociedad, incluso debería ser mal vista. Yo no entiendo esas campañas de promoción de la lectura que se hacen desde el Estado, porque que la hagan los editores o los escritores está bien, porque es nuestro negocio, pero que la haga el Estado me llena de perplejidad pues un país necesita gente que trabaje, que produzca riquezas y no gente que esté encerrada en sus casas leyendo novelas.


César Aira: “Leyendo novelas no se aprende nada”

El autor argentino explica su método de escritura coincidiendo con la biblioteca de autor que le dedica su editorial española. Además, publica un ensayo sobre Marcel Duchamp y el arte contemporáneo

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS

24 JUN 2016 - 06:26 BRT

César Aira (Coronel Pringles, 1949) apenas concede entrevistas en su país. “Me absorbían mucho y corté con todo”, explica. “Así me hice una fama de ermitaño y malo, que no lo soy”. Aira está en Madrid para presentar la biblioteca de autor que Literatura Random House acaba de dedicarle y que incluye títulos como Las noches de Flores, Episodios en la vida del pintor viajero o El cerebro musical. Él corresponde sometiéndose a un tercer grado: “Lo hago porque me siento culpable con los editores. No soy buen negocio para ellos”.

PREGUNTA. ¿Qué le parece tener una biblioteca con su nombre?

RESPUESTA. Está bien. Me da prestigio, me pone a la altura de qué sé yo… Saramago [ríe]. Me hincho de orgullo.

P. La biblioteca coincide con su libro Sobre el arte contemporáneo. ¿Qué puede aprender un escritor de un artista como Marcel Duchamp?

R. La fascinación por Duchamp me viene de que su obra es de interpretación ­inagotable. También de su juego de ideas. Tiene esa mezcla rara, y ese es uno de sus enigmas, entre intelectualidad y dadaísmo.

P. ¿Y qué sale de esa mezcla?

R. Un mecanismo por el que las ideas de un intelectual inteligente mutan en juegos sin lógica.

P. ¿Cuál sería el equivalente literario de Duchamp?

R. Podría ser Borges, aunque Borges no tenía ese costado dadaísta. El suyo es un juego de la inteligencia transparente. Para empezar a escribir yo necesito una de esas ideas como las de Borges: el hombre que lo puede recordar todo, el punto donde se reflejan todos los puntos del universo. Las mías son más modestas: una escalera por la que cuando se sube se baja… Necesito una idea que me desafíe a desarrollarla en un relato convencional, pero partiendo de algo que no lo sea. Se lo pongo fácil al lector: ya que el fondo es difícil, la superficie debe ser clara.

P. ¿Cómo establece el recorrido argumental de una idea? Algunas podrían dar de sí el doble o la mitad.

R. El relato tiene que tener un marco, y el mío es de alrededor de 100 páginas. No proyecto nada, el argumento se va armando solo. A veces, cuando paso a la computadora lo que escribo, voy mirando el contador. Con 20.000 palabras ya sale un librito.

P. ¿Escribe a mano?

R. No solo a mano sino dibujando. He llegado a cierto fanatismo en eso. Cuando veo en la pantalla una palabra que quiero cambiar, la sustituyo también en el cuadernito.

P. El arte ha asumido la revolución de Duchamp, pero la literatura sigue siendo muy tradicional.

R. Si uno ve los experimentos que se hacen en las artes plásticas o en la música se da cuenta de que la literatura tiene un sustento tradicional del que no puede salir sin volverse otra cosa. En realidad, lo que yo escribo, aunque me tachan de vanguardista, es bastante convencional. En la forma, quizás no tanto en los contenidos.

P. Otro de sus referentes, Raymond Roussel, inventó un mecanismo para generar relatos que a usted le parece un buen método “contra la miseria psicológica”. ¿La psicología le parece miserable?

R. Yo no uso ningún procedimiento para generar relatos, aunque hay algo de eso en la improvisación. Así me evado de la psicología. Ahora veo mucha narrativa de jóvenes tan satisfechos consigo mismos que consideran que exponer sus opiniones y sus gustos es suficiente. No necesitan aprender la técnica ni molestarse en las descripciones y diálogos. Creo que eso viene de algo tan material como el ordenador, que exige escribir a toda velocidad. No da tiempo para la invención y tienen que recurrir a su maravillosa experiencia.

P. ¿Se refiere a la autoficción?

R. Algo así. Somos lo que escribimos. Salimos de una clase media más o menos acomodada y nuestras vidas se han vuelto cuentos de hadas. Se nos han solucionado todos los problemas. No tenemos más que exponer lo felices que somos.

P. Su novela Las noches de Flores no parece precisamente un cuento de hadas sobre la crisis argentina.

R. Me dejé llevar. Haciendo tantos experimentos, tanta cosa distinta, uno termina escribiendo incluso una novela con intención social, como podría parecer esa.

P. ¿La literatura no tiene utilidad social?

R. Si es literatura como arte, no. Los únicos libros que tienen utilidad social son los best sellers, que están llenos de información. Si alguien quiere aprender con las novelas, que lea best sellers. La literatura no te enseña nada más que el placer, el mismo placer que mirar Las meninas. Uno no aprende nada sobre Velázquez.

P. ¿Y sobre uno mismo?

R. ¿Escribiendo?

P. Y leyendo.

R. Escribiendo sí porque se ponen en claro las ideas, que generalmente son confusas. Cuando uno las escribe comprende que no es tan inteligente como creía. Leyendo no se aprende nada, pero se afina la inteligencia, el gusto, pero a quién le interesa refinarse si para tener éxito hay que ser todo lo contrario.

P. ¿Un libro no debe tener pretensiones políticas?

R. No. Si alguien usa la literatura como vehículo para transmitir ideologías le está haciendo un disfavor. Si quieres exponer tus ideas sobre el deterioro ambiental ya tienes Facebook y los diarios. Si no, estás buscando el prestigio de la literatura traicionando a los que le dieron ese prestigio sin usarla como vehículo: Kafka, Proust...

P. Parece tenerle un gran respeto a la literatura, pero su obra parece una broma enorme.

R. No lo veo contradictorio. Siempre pensé que a cierta edad lo mío sería la elegante melancolía. Hago todo lo posible, pero lo que escribo no me sale ni elegante ni melancólico. Me sale el juego. Tengo una veta infantil fuerte. Si tuviera que definirme diría que escribo libros infantiles para adultos, juguetes literarios para adultos que hayan leído a Lautréamont.

P. Alguna vez ha dicho que le interesa más lo nuevo que lo bueno. ¿Lo nuevo no caduca?

R. Había trampa: lo nuevo también tiene que ser bueno. La apuesta del escritor es que lo que hace cambie algo. Hay mucha industria literaria pero poca historia de la literatura. Nada cambia, todo es marcar el paso. Se siguen escribiendo buenas novelas, incluso buenísimas novelas, ¿y qué? Todo se estancó. Se estancó en lo bueno.

P. ¿Quiénes fueron los últimos que cambiaron algo?

R. Kafka, Borges.

P. En El congreso de literatura se propone clonar a un genio y elige a Carlos Fuentes. ¿A quién clonaría hoy?

R. A Vargas Llosa. ¡Un ejército de Vargas para conquistar el mundo! Lo de Fuentes lo hice con cariño, era buen amigo. Me devolvió la broma haciendo que me dieran el Premio Nobel en una novela suya.

P. Si se lo dieran le harían una faena. Adiós a su reputación.

R. Lo aceptaría por la plata. Este año estuve finalista en un premio y empecé a gastar imaginariamente. Cuando no lo gané me sentí tan pobre... Pero entiendo que no me den premios. Los que los dan tienen que justificar que los conceden porque el autor trabaja por los derechos humanos. ¿Qué iban a decir de mí? ¿Que me lo dan porque soy bueno? Eso no se ha hecho nunca.


 

César Aira, la persona detrás del escritor

Andy Scarola

Oct 23, 2016·4 min read

Detrás de una personalidad un tanto particular y una extraña admiración por Jorge Luis Borges, se esconde la figura de César Aira. Traductor de oficio y escritor de vocación, ganó el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2016 luego de más de cincuenta obras. Pero lo más llamativo, poco tiene que ver con su puño y letra.

 “En la Argentina he bajado la cortina y nunca hay entrevistas”, señaló Aira en una entrevista en México en 2009. El escritor ha tomado la decisión de no hablar con la prensa nacional y sólo brinda entrevista a medios extranjeros cuando forma parte de algún congreso. Si bien el escritor dice que “se cansó”, ese argumento no parece ser del todo convincente, al menos para otro escritor argentino. “Yo creo que es tímido, pudoroso y que no dar entrevistas es una forma de arrogancia”, sostiene Juan Terranova, un tanto más joven que Aira, aunque lo respaldó de acuerdo a la prensa nacional: “También es verdad que los periodistas argentinos en general son bastantes analfabetos.”

Ariel Idez escribió su primera novela titulada La última de César Aira en 2012. Sobre las razonas que tuvo para escribir el libro, Idez señaló: “Hubo varios motivos que confluyeron. Por un lado era (soy) un fan de las novelas de Aira, que por suerte son muchas y cuando recién lo descubrí leía por montones. Por otra parte, con Aira me sucedía algo que no se da con muchos escritores y es que cada vez que lo leía me daba ganas de escribir”.

“Nunca había escrito una novela y no tenía idea de cómo hacerlo pero había leído muchas novelas de Aira y creía haber pescado su procedimiento. Entonces se me ocurrió escribir una ‘novela aireana’ autoconciente, es decir, que se hiciera cargo de su influencia. A partir de esa idea fueron surgiendo otras, como poner al mismo Aira como personaje, analizar su obra dentro de la novela y así”, dijo el autor de La Última de César Aira. Y aseguró que “escribí sobre Aira para no escribir como Aira”.

El escritor de Flores no pasó desapercibido en la nueva generación. De esta manera lo afirma Idez: “En los últimos años se vieron muchas novelas argentinas en las que puede advertirse esa influencia aireana”.

El misterioso señor Aira

El misterioso señor Aira | No da entrevistas en la Argentina. No circula en ambientes literarios. Publica un libro cada…

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César Aira supo ser traductor, novelista, dramaturgo, periodista y ensayista, pero que más tiñe su carrera es sin dudas la rareza y el frenesí con que publica sus obras. A pesar de no estar de acuerdo con el adjetivo, se lo califica como un prolífico de la literatura. Estas características lo han encasillado como un autor para verdaderos devotos, y ahí sí da su visto bueno. “Yo soy uno de esos escritores que nunca van a tener público, pero siempre van a tener lectores. Nunca van a coagular en público, que es lo que hace el negocio”, aseguró también en México. Un matiz de anticapitalismo.

“Al leerlo me doy cuenta que es un escritor que no sabe ser viejo. Ya está bastante grande pero se sigue pensando como un joven, eso no hace otra cosa que señalar todavía más su vejez”, afirma Terranova. A sus 67 años, Aira acostumbra a ir a un café en el barrio de Flores, que parece ser el lugar donde surgen las ideas y las letras que dan vida a sus textos, desde la fantasía hasta el disparate con lo verosímil como centro del relato. Alrededor de una hora durante todas las mañanas, el escritor ejecuta su pasión en una página, a veces más, a veces menos. Su ejercicio diario. Amante de la caminata, causa o consecuencia de nunca tener un automóvil, frecuenta largas caminatas al amanecer y antes de cenar. Los momentos de inspiración no le resultan difíciles de encontrar, algo reflejado en el tamaño de su biblioteca.

Nació en 1949 en Coronel Pringles, lugar en el que transcurren dos relatos, La Cena y El tilo. Uno de los personajes en El Congreso de la Literatura, Las curas milagrosas del Doctor Aira, Cómo me hice monja, Cómo me reí, El cerebro musical, Cumpleaños y Las conversaciones, es el propio Aira, quién publicó la mayoría de sus obras en las ciudades de México, Buenos Aires, Rosario y Barcelona. También presentó escritos en Chile y Venezuela. “Lo mejor de Aira es su capacidad para narrar mucho y su capacidad constructora de mundos”, resaltó Terranova.

Se formó con los poetas, fallecidos a temprana edad, Manuel PuigAlejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini, pero sin dudas su mayor ídolo y referente fue Jorge Luis Borges, a quien definió como “el maestro perfecto”, y confesó que el día de su muerte, en él “se apagó una luz”.


 

El método Aira de escritura

SEP 16 • 

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“De haber nacido en un lugar lleno de cultura, de historia, como estas grandes ciudades ciudades europeas, o incluso acá en México, habría tenido poco campo para dejar volar mi imaginación”, confiesa César Aira. De visita en nuestro país para participar en el Hay Festival de Querétaro y para presentar La liebre y Entre los indios (Ediciones Era), el iconoclasta escritor argentino habla sobre el arte del relato, Borges y Gombrowicz, su admiración por Elena Garro y el vacío creador de la pampa

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POR GERARDO LAMMERS

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Encuentro a César Aira (Coronel Pringles, 1949) en la Casa Era de la colonia Roma, en la Ciudad de México.

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El escritor, que lleva un suéter gris viejo y unas gastadas gafas de pasta, está de visita para presentar La liebre, una de sus primeras novelas (publicada originalmente por Emecé en 1991), yEntre los indios: la historia del encuentro entre un errático diablo que escoge mal sus momentos efectistas y un reluctante y nihilista cacique mapuche. El autor de Cómo me hice monjaEl llanto, CumpleañosEl Congreso de literatura y Las curas milagrosas del doctor Aira, entre otros muchos títulos, alguna vez me confesó, hace años, que miraba un poco con escepticismo las reediciones de sus libros en el extranjero, pero que al mismo tiempo le encantaba verlos en sus trajes nuevos.

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“Siempre me pensé como un escritor de consumo interno, un escritor argentino para argentinos porque todo lo mío está bordado de sobreentendidos, de pequeños chistes internos que sólo podemos entender nosotros los que hemos estado ahí, y me sorprende, o me sorprendía, cuando un extranjero manifestaba un interés o entusiasmo por mis libros porque pensaba: bueno, esto es un completo malentendido”, me dijo en una entrevista que guardé en un caset.

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Es sabido que Aira gusta de escribir en cafés y hacer caminatas (me enteré que entre sus planes estaba ir al Café La Habana, pero un salmón al pastor se interpuso en su camino). Siguiendo esta rutina ha escrito un centenar libros, la mayoría novelas breves y delirantes, aunque él no esté de acuerdo con este último calificativo.

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Por estos días también comienza a circular una compilación de relatos suyos titulada El cerebro musical (Random House). En uno de éstos, Aira aparece como un turista en la Ciudad de México, ciudad-trampa que lo hace caer una y otra vez en algún palacio, museo o iglesia chueca (cuyos bloques de piedra han sido numerados para reconstruir los edificios en caso de terremoto), encontrándose, cada vez a un precio más bajo, ejemplares de un libro de Marcel Duchamp, su artista favorito, los cuales va comprando (para sacar ventaja de un país donde el dinero, a la manera de José Alfredo Jiménez, no vale nada) y a la vez enfrascándose en un juego de sumas y restas, mientras mata el tiempo que le falta para tomar su avión de regreso a Buenos Aires.

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Mi propio juego de adiciones y sustracciones consiste en hacerle, más o menos, la misma entrevista.

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Pareciera, y esto puede ser una ilusión, que eres un escritor con una gran soltura, que puedes escribir sobre cualquier asunto. Tu libro más reciente (Entre los indios) tiene a un diablo y a un cacique mapuche como personajes.
Sí (risas). No es la primera vez que aparece el cacique mapuche, Cafulcurá, que es un invento mío. En realidad existió un cacique muy importante mapuche que creó todo un imperio de ladrones de ganado en la Argentina del siglo XIX, pero que se llamaba distinto: Calfucurá: tenía la “l” puesta en otro lado. Y apareció por primera vez en una novela vieja, de hace más de 30 años, que ahora justamente Era ha publicado, La liebre. Con el tiempo este personaje volvió a aparecer en varias novelas mías, fue teniendo mi edad y me fui identificando con él poco a poco. Y ahora cuando escribo sobre el cacique Cafulcurá directamente soy yo. Soy yo haciendo mis reflexiones. En esta novela, Entre los indios, hay todo un capítulo en donde Cafulcurá reflexiona sobre sus ideas, sobre la sociedad, el mundo, la cultura, y son todas ideas completamente nihilistas, destructivas, políticamente incorrectas. Y son mis ideas (risas). Una señora lectora me dijo de Cafulcurá: “qué hombre detestable”. Y yo me callé (risas).

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¿Dirías que se puede hablar de el método Aira de escritura?
No, no creo. No creo. Si hay una cosa que me ha enseñado el contacto con el mundo de los libros y de los escritores es que no se puede generalizar. Hay algunos que escriben más rápido o más lento. Otros que escriben más. Otros que escriben menos. A cada cual le conviene lo suyo. Y hasta creo que sería peligroso imitar el método de escritura de otro escritor porque puede no ser el que a uno le conviene. Eso se va descubriendo poco a poco, cómo funciona. En mi caso no hay una constante en mi método de trabajo: a veces la idea viene de pronto o a veces es una idea que he venido incubando desde mucho tiempo atrás y que no encontraba el modo de ponerla por escrito. En fin, no hay una constante ahí.

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Se queda en silencio, mirando hacia el suelo, como si estuviera a punto de agregar algo.

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Sobre su pueblo natal, Coronel Pringles, me había dicho: “El nombre viene de un coronel de los ejércitos libertadores de San Martín, que era hijo de un médico irlandés que fue al Río de la Plata como médico de barcos negreros. Los irlandeses fueron los fundadores de la medicina en la Argentina, en el Río de la Plata precisamente. Porque eran los médicos irlandeses los que iban con los barcos cuidando la mercadería. Y bajaban del barco para no subir nunca más porque el trabajo era bastante horrible. Uno de ellos fue el doctor Pringle, sin la “s” que se le agregó después para castellanizar el apellido, cuyo hijo fue un soldado en las guerras de independencia que tuvo una actuación heroica: creo que se tiró al mar en el Perú para que los españoles no se apoderaran de la bandera que llevaba. Y cuando los ingleses tendieron las vías del ferrocarril en Argentina hicieron estaciones a trechos regulares y a esas estaciones les ponían nombres al azar tomados de una lista de próceres. Y a la nuestra le tocó el del Coronel Pringles, que nunca tuvo nada que ver con esa zona ni pasó cerca de ahí.

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“Cuando yo era chico me enseñaban en la escuela que Coronel Pringles tenía 30 mil habitantes y hoy sigue teniendo 30 mil habitantes. La característica central de esa zona es la falta de paisaje. Pero las construcciones del pueblo son algo muy especial: en los años treinta un gobernador de la provincia, conservador -que era uno de esos caudillos que hacían lo que querían-, tuvo el capricho de nombrar constructor oficial a un arquitecto que era un genio. Se llamaba Salamone. Hizo palacios municipales, cementerios, mataderos, en su estilo, que es una mezcla de art decó, monumentalismo fascista mussoliniano y algo propio de él, bastante delirante, del que salieron unos edificios increíblemente extraños. El más extraño es el palacio municipal de Coronel Pringles, una especie de gran piano invertido, todo blanco con alerones, una cosa única. Lo visitan estudiosos de todo el mundo porque pasa por ser el monumento art decó más grande del mundo. Y el más loco”.

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¿Hasta qué punto te marcó nacer en un lugar como Coronel Pringles?, ¿hasta qué punto te ha marcó nacer en la pampa, esa cosa que los no-argentinos apenas podemos imaginar?
Bueno, la pampa es el vacío. Y el vacío hay que llenarlo con la imaginación. Sí, muchas veces he pensado que de haber nacido en un lugar lleno de cultura, de historia, como estas grandes ciudades europeas, o incluso acá en México, habría tenido poco campo para dejar volar mi imaginación. Ese vuelo habría chocado pronto contra un monumento o contra un recordatorio del pasado. Mientras que Pringles sigue siendo tan chico como cuando yo era chico, rodeado de una pampa perfectamente plana, llana…

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Como la que aparece en Entre los indios.
Sí. Grandes llanuras argentinas las pampas. Eso había que poblarlo con la imaginación o con la evasión por el sueño, por la invención. Yo fui, bueno, un chico tímido. Miope. Que es más o menos como decir lo mismo: todos los miopes somos tímidos. Y casi todos los tímidos somos miopes. Busqué desde muy chico en los libros la salida del mundo insatisfactorio en el que estaba. Y sí, la pampa para mí se pobló con los personajes de Julio Verne, de Salgari, de Stevenson. Bueno, tuve la suerte de vivir una infancia, una primera adolescencia en la que no existía esta plaga de la literatura infantil. Así que los niños que queríamos leer, leíamos buena literatura. O no tan buena, como en el caso de Salgari o de Julio Verne, pero decente. Literatura que parecía verdadera literatura o lo era, como en el caso de Stevenson, Mark Twain, todas esas cosas que leíamos nosotros.

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Se hace de nuevo un silencio.

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¿Quiénes fueron tus padres?, ¿eran buenos lectores?
No, para nada. No. Mi papá un hombre de campo. Mi mamá, un ama de casa de aquellos años cuarenta, cincuenta. Mi mamá era lectora de biografías, pero no era gente intelectual. Pero fueron muy generosos, abiertos, conmigo. Recuerdo que se compraba el diario La Nación, que tenía en aquellos años un suplemento dominical, que era muy bueno, y yo ahí veía que se mencionaba mucho el nombre de Borges. Borges, ¿quién será este señor? Claro, ya se le mencionaba a comienzos de los años sesenta como un gran escritor. Entonces averigüé dónde estaban sus libros, que era en la editorial Emecé de Buenos Aires, y les escribí una carta. Tenía doce o trece años (risas). Les escribí que quería adquirir los libros de Borges, que cómo podía ser. Ellos me contestaron muy amablemente con la lista de los libros y los precios. Me dijeron que se podía mandar un cheque, un giro. Le llevé esa carta a mi papá, que no tenía ningún interés en Borges y dijo: bueno, muy bien, ¿cuánto es? Hizo el giro o el cheque, lo envió y poco tiempo después llegó un paquete grande. Lo abrí y ahí estaban todos los libros de Borges: El AlephFiccionesOtras inquisicionesHistoria de la eternidad, los poemas, El hacedor. En fin, había como diez y los puse sobre la mesa. Fue un día histórico en mi vida porque a partir de ahí Borges fue una figura modélica, tutelar, para mí.

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Además de escribir novelas, también has dado cursos recopilados a manera de libros. Tienes por ejemplo uno sobre un autor que aquí en México no es muy conocido: Copi. Ahí hablas sobre el relato. Dices, por ejemplo, citando a Walter Benjamin, que el arte de la narración decae en la medida en que incorpora la explicación. 

 Bueno, creo que Benjamin ya lo dijo todo en ese famoso ensayo [El narrador (1936)]. Yo he tratado siempre de volver a la narración en estado puro, a la narración que no contenga elementos ideológicos y ahí creo que les planteo un problema a los críticos porque un crítico no puede referirse solamente al placer que le dio leer un relato. Tiene que poner algo más. Tiene que hablar de algún elemento social, político, histórico, que contenga ese relato, y si no está, lo inventan o lo sacan de algún lado. Lo noté hace poco en una novelita que publiqué en donde hacia el final hay un juego de malentendidos entre marido y mujer. Eso salió para mí del puro relato, de seguir contando la historia, darle juegos, otros ángulos. Y las reseñas que se publicaron de ese libro, todas iban a la cuestión de la problemática de la pareja en el mundo contemporáneo, que fue algo totalmente ajeno a mis intenciones. Lo que yo cuento es muy visual, hay que imaginárselo viéndolo. El trabajo de escritura mío es más descriptivo que explicativo, entonces no me importa tanto por qué el personaje hizo lo que hizo, sino que se vea cómo lo hizo. Mmm. Creo. Es difícil explicarse porque nuestro trabajo es mayormente intuitivo: no sabemos muy bien por qué hacemos lo que hacemos, y cuando alguien nos pregunta “¿por qué lo hizo así?”, “¿por qué puso eso?”, tenemos que inventar alguna explicación.

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“Para mí pensar es escribir”, escuché en la antigua grabación. “Un filósofo alemán, Husserl, decía que no podía pensar sino escribiendo y así fue como dejó un legado de unas 70 mil páginas que hasta el día de hoy siguen descifrándolas y publicándolas. En mi caso no es tan grave. Lo que pasa es que pensar es un cosa un poco vaga, nebulosa, y cuando toma forma el pensamiento con la escritura, es un trabajo que va por los músculos, por los nervios hasta los dedos, hasta la lapicera. Del cerebro a la punta de la pluma hay un proceso que, no sé, se me ha hecho natural y no pienso sino escribiendo. Y cuando no estoy escribiendo, mi cerebro está haciendo tic, tac, tic, tac, esperando a que vuelva a agarrar la lapicera”.

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Alguna vez me comentaste que la digresión la veías un poco como un defecto de tu escritura, ¿sigues pensando lo mismo?
No. Con todos los defectos que yo tengo, me he ido reconciliando poco a poco. Son rasgos de estilo, diría yo. La digresión entra, me parece, en el campo de la libertad: si uno quiere irse por un camino lateral, bueno, ahí está. Para mí siempre la literatura es un campo de libertad: la libertad absoluta que uno no tiene en la vida real, digamos, puede tenerla en el mundo de la escritura. Y si se me ocurre hacer una digresión, bueno, la hago. El relato tiene una técnica. Si uno ha sido un lector de novelas, de relatos, de cuentos, desde siempre, sabe qué es lo que funciona bien. Aun siendo un vanguardista, un provocador o un escritor de ruptura, hay una responsabilidad para con el lector, incluso para con el lector que uno mismo es. El lector que hay en mí es mi control de calidad en lo que escribo.

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Esta soltura, esta facilidad que yo percibo en tus libros, me parece que tiene que ver con una actitud vital. No en vano Gombrowicz es otro de tus modelos.
Sí, bueno, a Gombrowicz nosotros los argentinos lo adoptamos. Él se fue de la Argentina en el año 62, yo era muy chico, pero tuve una relación muy estrecha con uno de sus mejores amigos,
Juan Carlos Gómez, al que Gombrowicz llamaba “el fiel Goma”. Fuimos muy amigos y él me contó muchas cosas, así que me sentí muy cercano a Gombrowicz: me gustó su actitud, digamos, de no tener miedo de aparecer como un payaso, como un, no sé, un inmaduro, que es el tema de la mayoría de sus libros, en contraste con el acartonamiento del escritor importante. Gombrowicz tenía puntos de contacto con Dalí: afirmaba tranquilamente que era un genio, pero lo decía con una sonrisa. Y además era un genio de verdad (risas). Sí. Una figura totalmente entrañable para nosotros. Ahora justamente he estado releyendo sus libros porque, como nos pasa a los lectores, cualquier chispa nos lleva de vuelta a la biblioteca. Estuvo recién una joven investigadora polaca recogiendo testimonios sobre su influencia de en la literatura argentina, que fue mucha y profunda. Después de charlar con ella volví a mi casa, saqué los libros de Gombrowicz y empecé a releerlos con gran placer.

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¿Hay alguno en particular que prefieras?
Todos me gustan. Tengo una relación muy emotiva con Ferdidurke, que fue el primer libro que yo compré. En mi pueblo no había librerías y una vez mis padres tuvieron que ir a una consulta médica a la ciudad grande más cercana, que es Bahía Blanca. Me llevaron y fui con todos mis ahorritos porque sabía que ahí debía haber una librería. Y había una. La encontré y me alcanzó justo para comprar el Ferdidurke. Se acababa de reeditar por primera vez y me había enterado gracias al suplemento de La Nación. Después he leído todo. Para nosotros es muy especial la novela Trans-Atlántico, que sucede en una especie de Argentina tropical. Maravillosa. Y el Diario, por supuesto.

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“Alguna vez te escuché decir que Juan Rulfo es un escritor que no te interesa, ¿por qué?”, le pregunté en mi anterior entrevista. “Eso es un poco peligroso decirlo en México porque me pueden fusilar. No quisiera ahondar en lo mucho que no me gusta, en los muchos motivos que tengo para que no me guste. No es la idea que yo me hago de lo que debe ser un escritor: hacer una pequeña obrita, pulirla, pasarle el cepillo, publicarla y vivir todo el resto de su vida gozando de los réditos que da. Me parece que la actitud del artista ante la sociedad debe ser más generosa: seguir dándose, seguir creando, seguir inventando… hasta el último graznido”.

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Quizá poca gente sepa en México que escribiste un diccionario de escritores latinoamericanos y que eres un conocedor de la literatura mexicana. ¿Sigues manteniendo el entusiasmo por Elena Garro?
Sí. Hace mucho que no la releo. Pero todas sus novelas para mí fueron, no sé, una revelación de una gran escritora con ese grado de nivel patológico que debe tener un escritor para no ser uno más. Ella estaba bastante loca. Pero maravillosamente loca. Andamos huyendo LolaTestimonios sobre MarianaY Matarazo no llamóReencuentro de personajesMi hermanita MagdalenaInés, que me parece una obra maestra, extraordinaria. Toda esa concentración de odio contra Octavio Paz. En poca o en ninguna literatura hay algo semejante (risas). Sí, como un gran experimento de… no sé cómo explicarlo, pero era una narradora nata, que sabía crear ese mundo que en algunos momentos clave como en esta novela breve, Inés, llegan a una densidad sádica extraordinaria.

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Eres uno de esos escritores que son de alguna manera muy cercanos o muy sensibles al arte contemporáneo. Y también al rock.
Al rock no diría tanto. Más bien a la música contemporánea. Sí, cosas como el 
Pierrot Lunaire de Schönberg ha sido una fuente de inspiración para mí. No de inspiración: de modelo. La música contemporánea, estos músicos electrónicos, John Cage, toda esa… En fin. No sé. La música. Y el arte contemporáneo también. Muchas veces me he preguntado por qué el arte, las artes plásticas han ido tan lejos en la experimentación, en la renovación, en la innovación, mientras que la literatura se ha mantenido… sin cambios, prácticamente. El último cambio grande creo que fue el de Kafka. En fin, no sé: creo que la literatura por el hecho de estar hecha con lenguaje y el lenguaje al ser un elemento comunicativo, todos los intentos de ruptura por ahí terminan en un callejón sin salida. No se puede volver atrás. Pero sí: para mí la libertad, la renovación constante en las artes plásticas es una fuente de inspiración enorme. No, inspiración no es la palabra. Es como tomar el modelo: alguien que hace algo tan loco, tan atrevido, ¿por qué no hacerlo yo también?

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¿A eso no le llamarías inspiración?
No sé. Muchas veces he dicho que para escribir, para seguir escribiendo, más que la inspiración, lo que es necesario es las ganas. Las ganas de seguir escribiendo. Las ganas se pierden con el tiempo. En cierto momento cuando ya se ha publicado mucho o cuando la gente le ha dicho a uno que está bien, que “qué buen escritor es usted”, bueno, ¿para qué seguir? Así que esas ganas hay que buscarlas dentro de uno. Por la renovación, por la innovación, por hacer otra vez algo distinto. Creo.

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¿Cómo percibes a tus lectores mexicanos? Alguna vez me comentaste que te considerabas un escritor argentino para argentinos.
Sí, pero los escritores y artistas que uno considera más locales terminan siendo los más universales. El caso de Borges. Borges es intensamente argentino y nosotros los argentinos cuando lo leemos, pensamos: un extranjero no puede entender nada de esto, es algo entrañablemente nuestro. O Manuel Puig. O en otro campo Mafalda. Cuando viajo la encuentro en todas partes. Y Mafalda siempre fue algo tan quintaesencialmente argentino que uno pensaría que no puede salir de nuestras fronteras. En Noruega o ahora en la China, donde me han traducido, creo que jugará a mi favor el exotismo que yo puedo representar, ¿no?




César Aira: "Veo mi trabajo como la recreación de leyendas que nunca existieron"

Javier García

30 ABR 2017 01:10 PM

https://www.latercera.com/culto/2017/04/30/cesar-aira-veo-mi-trabajo-la-recreacion-leyendas-nunca-existieron/



Un jinete mapuche protagoniza Eterna juventud, su última novela editada en Chile por Hueders.


Era muy diferente al resto. No era el típico mapuche a caballo. Sobrino de Cafulcurá, el rey de las historias, Eterna Juventud recorría las zonas cordilleranas del sur con ambiciones superiores a las de sus pares que solo pensaban en la lucha y la guerra. Sus ideas eran complejas y su tarea consistía en buscar "Cabecitas parlantes" en diferentes cavernas.


"Los mapuches, en la etapa de su vida cordillerana, no tenían la disciplina ni la organización del espíritu militar. Precursores del ocio, cazadores remisos y de mala gana cuando apretaba el hambre, las operaciones nacionales no podían ser más ajenas a su espíritu", se lee en Eterna juventud, el último libro del escritor argentino César Aira (68) publicado en Chile por editorial Hueders.


"Cafulcurá sabía mejor que nadie que las historias sucedían en los intervalos; no podía ignorar entonces que daba lo mismo que sucedieran o no", apunta Aira en la novela que no supera las 80 páginas. "El individualismo estaba implícito en su nombre, que en lengua mapuche significaba Juventud Eterna", agrega sobre el protagonista.


En noviembre del año pasado, el autor nacido en Coronel Pringles, en 1949, aterrizó en Santiago para recibir el último Premio Iberoamericano Manuel Rojas. Antes, en agosto, cuando se enteró de la noticia del galardón, el autor de más de 80 títulos, elogiado por la crítica, considerado el "Duchamp de la literatura latinoamericana", por The New York Times, hizo un viaje por varios países de Europa.


—¿Cómo fue esa experiencia?


—Soy mal viajero. Me deprimo porque no puedo escribir fuera de mi rutina habitual, y escribir es lo único que realmente me hace sentir que vale la pena seguir viviendo. Estos viajes los hago por la insistencia de mis editores, llevado por mi sentimiento de culpa hacia ellos, que pierden plata haciendo mis libros. Al viajar sacrifico días de escritura. Y no creo que sea una experiencia enriquecedora, como suele decirse; es más bien empobrecedora, porque satura la percepción y no le deja el espacio que necesitaría para hacer las buenas conexiones.


—¿Cuáles han sido sus últimas lecturas?


—Hoy día mis lecturas son mayormente relecturas. Mi biblioteca es mi librería favorita: me he vuelto adicto a la lectura en perspectiva autobiográfica. La excepción son las novelas policiales, que por razones obvias no se releen. Este último tiempo he estado cultivando asiduamente a Lee Child, intercalado con Benjamin Péret, como para no desacostumbrarme al surrealismo.


—¿Cuál fue el punto de partida para crear Eterna juventud?


—La intención fue hacer una novela en clave, radicalizada al extremo de que cada episodio, cada detalle, sea un hecho real vivido por mí, travestido de tal modo que un solo lector en todo el mundo pudiera decodificar. Pero la novela está dirigida a los otros lectores, los que no podrán decodificar y tendrán la libertad de crear el sentido.



—¿Cree que la leyenda, en algún punto, se emparenta con la fantasía?


—La fantasía es transformación, la leyenda es la transmisión de una arqueología de transformaciones. Yo veo mi trabajo como la recreación de leyendas que nunca existieron.


—¿Es el lenguaje un factor central en la trama de este libro?


—En mis libros pretendo que la lengua pase a segundo plano, al servicio de la imagen. Querría que el lenguaje se hiciera perfectamente transparente y que envolviera los paisajes de mi imaginación como el aire de un amanecer. Pero por supuesto la imagen está construida con palabras, y las palabras obedecen en primer lugar al tiempo, lo que le da a la imagen escrita el movimiento que la vuelve narración.


—Desde hace unos años ha habido un gran interés por la historia reflejado en libros de divulgación que se vuelven bestseller. ¿Por qué cree que ocurre este fenómeno?


—Quizás nos hemos cansado de la vieja civilización occidental, y estamos buscando en otras culturas estímulos para la imaginación y el pensamiento. Hipótesis sospechosa, porque ese cansancio viene de lejos, quizás desde el comienzo, y la asimilación de las culturas ajenas se hace dentro de los parámetros de la vieja civilización europea, que cansada o no sigue siendo la única en la que nos movemos. Por mi parte, debo decir que no sé nada de los mapuches; los uso como pantalla detrás de la cual estoy solamente yo, que soy lo menos mapuche que se puede ser.


—¿Su obra dialoga más con el ensayo que con la narrativa tradicional?


—Con el tiempo y mucho tiempo, porque llevo más de cuarenta años escribiendo y publicando novelas, he ido liberándome de restricciones y prejuicios, y esa procura de libertad hizo que mis narraciones incorporaran elementos del ensayo, de la poesía, del cómic, y de muchos géneros o soportes más.


—Otro de sus nuevos libros es Una aventura (Mansalva), al parecer es una historia muy distinta a Eterna juventud… ¿Es un desafío abordar mundos diversos en cada libro?


—Cada libro quiere ser el comienzo de algo distinto, casi como si yo quisiera ser otro escritor cada vez. Pero algunos lectores atentos han encontrado constantes, que supongo que son inevitables, como es inevitable ser el que a uno le tocó en suerte, o en mala suerte, ser.

 

“Me dedico a gozar de mis decadencias”

César Aira, que suele aparecer en la lista de favoritos al Nobel de Literatura, está en México como parte del Hay Festival para hablar de su obra

César Aira Escritor (LETICIA SÁNCHEZ. EL UNIVERSAL)

CULTURA  09/09/2017  00:20  Yanet Aguilar Sosa Querétaro  Actualizada  07:39

   

yanet.aguilar@eluniversal.com.mx

Hay sentencias puntuales en los dichos de César Aira, verdades supremas sobre las que apuntala su literatura, sus más de 50 libros publicados: “lo mío tiene más de poesía que de narrativa estricta”, “las historias que a mí se me ocurren tiene ese formato de menos de 100 páginas” o “la imaginación es un campo de libertad y también tiene algo de patológico”. El escritor que ha decantado siempre por la brevedad y por la densidad es uno de los invitados principales del Hay Festival Querétaro.

La novela breve ha sido su apuesta de vida y la imaginación su fuerza. “La imaginación es un campo de libertad y también tiene algo de patológico en el sentido de que yo fui un niño maltratado, miope, todo lo que hace que uno necesite escapar por algún lado, evadirse; yo me evadía con los libros de Salgari, con las aventuras de Sandokán, después creo que seguí evadiéndome con mis propias historias”, dice en entrevista.

El narrador nacido en Coronel Pringles, Argentina, en 1949, advierte que piensa en sus relatos como una película, como una sucesión de cuadros. Además, dice, escribe muy despacio, cada frase, incluso, la piensa durante media hora.

Los premios como el Nobel de Literatura, cree, son una condena. “A mí nunca me van a dar uno de esos premios. Pueden ser una condena de por vida, como le pasó a Borges y a tantos”. Cada mes de octubre su nombre está en la lista de las casas de apuestas para el Nobel.

Su visita a Querétaro y a la Ciudad de México —en donde estará la próxima semana—, coincide con la salida de dos nuevas ediciones en Era, su casa mexicana. Se trata de Entre indios y Liebre, pero también coincide con que ha sacado dos nuevas novelitas en Chile y en Argentina: Una aventura y Eterna juventud.

A pesar de la brevedad deseada Liebre, por ejemplo, contiene todo un mundo.

Es una novela que escribí demasiado velozmente. Me asusta pensar qué joven era, qué energía tenía. Yo había publicado tres, cuatro, cinco libros pero estaba todavía en ese momento de empezar mi carrera literaria y se anunció un premio literario muy importante, se anunció con gran publicidad y con mucho dinero que me venía bien, mis hijos acababan de nacer y yo trabajaba mucho como traductor, entonces dije: “qué bueno va a ser esto”, pero sólo faltaba un mes para la entrega del material.

En esos 30 días pensé la historia y la escribí toda, la escribí, la pasé a máquina, hice fotocopias y la mandé. Fue un récord. Y de lo poco que recuerdo de esa novela es que hay un momento en que tendría que haber habido una guerra, una confrontación de tribus y me dije: “no tengo tiempo”. Creo metí a los indios en un túnel, lo arreglé con tres pases mágicos y ahí se terminó. Lamentablemente no gané pero todos los jurados hablaron muy bien de mí, me dieron una especie de premio de consuelo.

¿Qué significa leer esta historia más de 25 años después?

 

Yo no releo mis libros, los olvido naturalmente, así que no sé; tengo un recuerdo vago, difuso, creo que hoy escribo mejor, no sé, pero la confianza que uno tiene siendo joven, la confianza en uno mismo, eso también da un mérito literario. Hoy día la desconfianza crece cada vez más, cada día me siento más fracasado, y eso también debe reflejarse en las novelas que probablemente tienen una dosis mayor de melancolía, de cierre. Antes era todo abrirse, ahora es todo cerrarse.

Pero en sus historias prevalece un gran optimismo.

 

Puede ser por el hecho de la alegría que me da escribir, el gusto que tengo por escribir que no es tan común. Hay escritores que sufren o dicen que sufren, pero para mí el trabajo del escritor es placentero. A la mayoría les gusta ser escritores por estar en estos festivales, viajar por el mundo, que les hagan entrevistas, pero para eso hay que escribir y me da la impresión de que eso no les gusta tanto. En mi caso es todo lo contrario, me encanta.

¿Es optimista a pesar de todo?

 

Bueno sí, creo que heredé de mi padre el buen carácter, pero también ese distanciamiento un tanto irónico de ver las cosas siempre con cierta lejanía, no verse siempre con tanto problema por nada, no tomarse en serio las opiniones. Ahora en mi país hay una exasperación política, el que no odia, ama. Y yo eso lo veo tan desde lejos, no diré desde arriba, más bien desde abajo pero lejos. En realidad no me importa.

¿No es que tenga que ver con un desinterés en la realidad, en la política, en las problemáticas?

 

La política no es la realidad, es casi lo contrario; es una realidad de las ideologías. A mí me gusta la realidad real, las cosas, los objetos, por eso pienso que el mundo digital tiene poca vida, que el mundo digital es secundario, el mundo digital ofrece representaciones de las cosas, creo que el ser humano no se va a contentar con eso, va a querer volver a la belleza del objeto en sí, no de la imagen en la pantalla. El objeto volverá con fuerza.

¿Siempre ha tratado a la literatura con respeto y devoción?

 

Sí, yo empecé con la literatura y durante muchos años pensé que me había dedicado a la literatura por descarte, porque no podía hacer lo que realmente creía que me habría gustado hacer. Hacer cine, hacer pinturas, hacer artes plásticas, hacer música; ser un astro del rock, ser Godard, ser Jackson Pollock o Andy Warhol. Si yo no podía ser eso, lo único que tenía era mi lapicera y mi cuaderno. Con el tiempo me di cuenta que era todo lo contrario, que la literatura es la reina de las artes, la más difícil, la más completa y que con la literatura se puede hacer todo lo demás, uno hace cine, hace artes plásticas, hace música escribiendo y creo que yo he hecho todo eso.

¿No hay nada que se le escape, ha escrito de todo, le interesa todo?

 

Sí, sí, soy muy amplio en mis intereses, también soy generoso como lector, todo me gusta. Tiene que ser muy malo o tiene que haber algo muy antipático en un autor o en libro para que no me guste, en general me adapto. Siempre en las entrevistas digo: “no me hagan preguntas ni de política ni de futbol”, pero a todo lo demás estoy abierto.

¿Odia la política y el futbol?

 

Los odio quizás como reacción a la pasión de mi país, a la pasión loca, excesiva por esas dos tonterías.

¿Escribes a contra corriente?

 

Me gustaría decir que soy el único normal y que todos los demás están equivocados, pero no, debe ser todo lo contrario, pero, en fin.

¿Te gustaría morir escribiendo?

 

Sí, sí. No quiero morir tan pronto, pero a veces he pensado que inevitablemente con la edad disminuyen las facultades mentales o uno ya no tiene la energía, la fuerza y la capacidad, y a mí se me están desencajando todas las neuronas, me olvido de los nombres, me olvido de las palabras. Pero hasta ahora creo que la generosidad del escritor está en seguir escribiendo hasta el final, no dormirse sobre el prestigio ganado, sino seguir. Hace poco, en Estados Unidos, en una charla donde me hacían preguntas sobre esto, dije en inglés: que estaba dispuesto a “enjoying my decadence”, y es así: me dedico a gozar mis decadencias.

¿Decadencia cuando no para de publicar?

 

Bueno. Hay dos novelitas en Chile y Argentina que acaban de salir. Una cosa rara que se llama Una aventura, es un hombre que ha tenido una aventura en su vida y quiere dejar un monumento que rememore esa aventura pero que nadie se entere qué aventura fue; y la otra es una novela de indios, que se llama Eterna juventud. Las he escrito gozando de mi decadencia.


 

El escritor argentino César Aira estuvo de visita en México para la promoción de sus libros La liebre y Entre los indios / ESPECIAL.

 

“La literatura no tiene ninguna obligación con la sociedad”: César Aira

Alguna vez lo llamaron ‘el secreto mejor guardado de la literatura argentina’, pero hoy -con 67 años- ya es uno de los escritores vivos más importantes de América Latina. Habló con Semana.com desde el Hay Festival.

1/29/2017


- Foto: Leon Darío Peláez / SEMANA

Semana.com: Usted es un escritor muy prolífico, ha escrito más de 80 novelas y normalmente publica de a dos o tres por año. Pero la última, El Santo, salió en 2015, ¿por qué paro?

César Aira: Hice huelga porque me cansé de que me pusieran ese mote de ‘prolífico‘. Empecé a notar que nadie decía que mis últimos libros eran buenos, sino que eran muchos y eso me enojó un poco. Sobre todo una crítica de El Santo, justamente, que empezaba diciendo "¡Otra novela de Aira! ¿Valdrá la pena leerla? Si cuando la terminemos ya habrá aparecido otra"... Así que decidí dejar de sacar cosas por un tiempo.

Semana.com: ¿Pero siguió escribiendo?

C. A.: Sí. De hecho voy a volver a publicar. Este año sale otra novela. Perdón... otras (Risas).

Semana.com: A pesar de su huelga, Penguin Random House sacó el año pasado una biblioteca con varios de sus libros...

C. A.: Es que tenían muchos libros míos ya publicados. Quisieron reunirlos con un mismo diseño y le pusieron ese nombre: ‘Biblioteca Aira‘. Está bien. Me gusta porque yo toda mi vida he sido un hombre de libros y tener una colección con ese nombre suena bien.

Semana.com: Además de ellos, usted también trabaja con editoriales pequeñas. Las que algunos llaman ‘independientes’…  ¿Hay alguna diferencia entre trabajar con ellas y trabajar con las más grandes?

C. A.: La libertad de volumen. Las editoriales grandes piden pasar de las 150 páginas y ponen algunos límites. En cambio, las pequeñas no. Estas han proliferado en Argentina y creo que en el resto del mundo porque se ha hecho mucho más fácil el proceso de imprimir. Además, algunas son de amigos míos que me permiten todo: si les doy un libro de 20 páginas, lo sacan. También me dan más libertad de experimentar. Sin embargo, la diferencia ya no es tanta porque yo he terminado haciéndome muy amigo de todos mis editores, incluso en las editoriales grandes. Quizá es por un complejo de culpa, porque sé que conmigo están perdiendo plata y no les importa porque les gusta lo que escribo.

Semana.com: En Colombia también hay un boom de pequeñas editoriales, ¿cree que esa tendencia es buena para el mercado literario?

C. A.: Yo creo que es bueno… aunque al final no lo sé, porque también veo que se está escribiendo demasiado. Un amigo mío dice “porque no dejan escribir a los dos o tres que saben escribir y se callan la boca” (Risas). Aunque bueno, así haya mucha industria editorial y mucho libro, uno no puede esperar a que aparezca un gran escritor cada semana o cada mes, ni siquiera cada año. Un escritor realmente buen va a aparecer cada 30 o 50 años.

Semana.com: ¿Y cuál cree que ha sido el último gran escritor?

C. A.: Borges fue un gigante. Creo que Kafka y Borges fueron los dos grandes del siglo XX. En Argentina acaba de morir uno que fue realmente grande: Alberto Laiseca, creador de un mundo propio. Y eso es lo que falta a veces. Los escritores y novelistas se conforman con escribir una buena novela, y hay tantas buenas novelas que una más no hace la diferencia. Pero crear un mundo propio, un estilo propio, crearse a uno mismo… eso es mucho más difícil.

Semana.com: ¿Cree que actualmente hay escritores tratando de hacerlo?

C. A.: Yo leo muy poco a los escritores contemporáneos. De cada diez libros que leo, nueve son relecturas. Aunque si leo a algunos amigos y a autores jóvenes. Una vez dije que leo muchas dos primeras páginas y algunos se enojaron, pero es la verdad, me mantengo. Sin embargo, yo desconfío de mi propio juicio, porque siempre me va a gustar lo que se parezca a mí, así que me puedo perder algunas cosas.

Semana.com: Sus primeros libros eran largos, pero a mediados de los 90 comenzó a sacarlos cada vez más cortos. Ahora ninguna de sus novelas pasa de las 100 páginas, ¿cómo descubrió cuál era su tamaño ideal para contar historias?

C. A.: Simplemente me di cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para ser un novelista “normal”. Fue cuando empezaron a aparecer estas pequeñas editoriales de las que hablamos. En ese momento yo ya había publicado varios libros y tenía cierto nombre, pero se me acercaron tres chicas jóvenes que habían fundado una editorial llamada Beatriz Viterbo (por el personaje de Borges) y me pidieron un libro. Yo me di cuenta de que ellas podían publicar novelas cortas, de unas 70 páginas. Así que les di una en ese formato corto y fue como una liberación.

Semana.com: Usted ha dicho en varias ocasiones que comienza sus libros a partir de una idea concreta, pero ¿cómo las desarrolla? ¿Desde que comienza a escribir sabe cuál va a ser el final?

C. A.: No. La historia se va armando a medida que la voy escribiendo. Pero para eso necesito dos cosas: que la idea sea un poco rara y que rompa la lógica (como un ser inmortal que muere) un poco en el sentido de Borges, y también que sea algo personal, algo que me toque a mí así no sea propiamente autobiográfico. Si solo está la idea, la historia sale como algo frío y mecánico. Y si solo está lo personal, puedo caer en el sentimentalismo y escribir algo patético. No siempre lo logro, de cada cinco historias que empiezo, solo termino una.   

Semana.com: ¿Y tiene una rutina para escribir o espera a que le llegue la inspiración?

C. A.: Soy muy rutinario. A media mañana me voy a un café de Buenos Aires con mi lapicero y mi libretica y escribo una o dos horas. Y a veces en la tarde, si no tengo algún compromiso, hago otra sesión. No soy de inspiraciones momentáneas, soy escritor solamente cuando escribo. De hecho, a veces me atasco, no sé cómo seguir y digo “lo voy a pensar a ver si caminando se me ocurre algo”, pero no pasa nada. Tengo que ponerme frente a la libreta nuevamente para desenredarme.

Semana.com: ¿Y ha intentado escribir directamente en el computador?

C. A.: No. Para mí son fundamentales el papel y la mano. Yo pienso que la escritura manuscrita es la base de la civilización y no está bien que se le abandone ahora. Y eso está pasando, tristemente. Yo he visto gente en los cafés que se instala con teléfono, netbook, tablet, pero cuando tienen que anotar algo le piden al mesero un bolígrafo. Y también sé de maestros, incluso grandes, que escriben tan mal que no se les entiende. Se ha perdido mucho… pero no quiero ponerme militante, que cada cual haga lo que quiera.

Semana.com: Pero usted siempre pasa los textos a computador…

C. A.: Sí. Todos los días paso a la computadora lo que escribí el día anterior. Pero siempre imprimo. Si no está impreso no me quedo tranquilo porque esas máquinas no me dan mucha confianza. Se apagan, se queman y uno puede perderlo todo. Las libretas las tiro luego porque ya tengo demasiados papeles en mi casa. Aunque siempre me acuerdo de Marguerite Duras, quien también tiraba los cuadernos con sus novelas originales y un amigo le dijo “¡Piensa en tu hijo!.. Esas cosas luego van a tener algún valor”. Yo también debería pensar en mis hijos, pero no creo que mis cuadernitos lleguen a tener tanto valor en el futuro.

Semana.com: Al inicio de su carrera usted fue traductor de libros, ¿aún práctica ese oficio?

C. A.: No. Yo traducía para poder alimentarme, así que deje de hacerlo cuando deje de necesitarlo. Aun así, de vez en cuando traduzco algo que me gusta para un amigo, porque después de 35 años de hacer algo uno se encariña.

Semana.com: ¿Y qué le dejó esa experiencia a su oficio como narrador de historias?

C. A.: En esa época yo me especialicé en best sellers norteamericanos. Y puede que estos no sean gran literatura, pero tienen una buena estructura narrativa. Además, en esa literatura comercial y de entretenimiento hay algo de honestidad: simplemente hacen libros bien hechos y sin pretensiones para que un lector pase un buen rato. Algo que contrasta con esa deshonestidad de algunos escritores que juegan al vanguardismo y que escriben unas cosas poéticas y complejas simplemente porque no saben hacer una narración simple y directa.

Semana.com: Usted es muy crítico de los escritores latinoamericanos que se dedican a opinar de la actualidad mundial y de política local… ¿por qué le molesta que lo hagan?

C. A.: No, no me molesta. Que hagan lo que quieran. Lo que pasa es que yo nunca fui de la línea del intelectual y creo que esa es una traición al papel del escritor artista que tendría que ser solo un creador y no dedicarse a opinar ni a decir la verdad. Además, me parece que algunos hacen el ridículo cuando se ponen a hablar de economía o de política, pero tampoco en ese caso me pongo militante.

Semana.com: Y entonces, ¿cuál es el papel de la literatura y de las novelas en una sociedad?

C. A.: No tiene ningún papel. Y esa es su gran libertad, pues al no tener función, puede ser lo que quiera. Ese es el secreto del arte: la libertad, no estar obligado a nada. Por otro lado, hoy con la literatura se hacen muchas cosas que se harían mejor fuera de ella. Un ejemplo son las biografías noveladas o las ‘novelas históricas’. Pues que escriban una biografía o un libro de historia, pero que no las junten con las novelas.

Semana.com: Pero usted alguna vez escribió una novela histórica…

C. A.: Sí. Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). Me salió sin querer y había decidido no publicarla porque es algo con lo que no estoy de acuerdo. Pero las chicas de esta editorial que le comenté me la pidieron encarecidamente, yo se las di y ahora resulta que es mi novela más popular, más conocida y más traducida. Seguramente porque es la peor (Risas).

Semana.com: ¿Todavía se divierte escribiendo?

C. A.: Escribir para mí es un gran consuelo. Hace poco tuve una época mala, con mi mujer y algunos amigos enfermos, y me salió una novela que sucede en el Imperio Romano. Un general romano al que mandan a pacificar la Panoña (que no sé qué será eso, pero me sonó bien). Yo escribía todos los días una aventura, una batalla, conversaciones entre legionarios, etcétera. Y eso me ayudo a sobrellevar esos meses… La acabé el otro día y me di cuenta que había quedado una novela rara, que parecía escrita por uno de esos niños de 12 años que se entusiasman con historias de los romanos, pero con el estilo maduro de un escritor con experiencia.

Semana.com: ¿Y esa va a ser la próxima novela que va a publicar?

C. A.: No. Va a ser una novelita de indios que va a aparecer en Chile. Quise hacer una cosa bastante extrema: una novela en clave (Roman a clef). Pero es una clave tan extrema que sola una persona en el mundo va a saber de qué se trata. Todos los demás van a pensar que es un disparate. Este tipo de novelas ha caído, quizás porque la gente la ve como una cosa muy antidemocrática, de grupitos selectos que se escriben entre ellos, pero quise hacer este experimento.

Semana.com: Finalmente tengo que preguntarle por Ricardo Piglia, un colega suyo que murió comenzando este año, ¿qué vacío cree que deja él en la literatura argentina?

C. A.: No lo conocí personalmente y casi no leí sus libros, así que no puedo hablar de él. Solo leí su primera novela, cuando salió en los años 70, pero me pareció una tontería. Solo sé que era un profesor prestigioso, muy culto e inteligente.


 

César Aira: entrevista

FRANCISCO MARZIONI | miércoles, 13 de septiembre de 2017

César Aira © Nina Subin

El escritor argentino César Aira llegó a Ciudad de México para presentar la reedición de dos libros suyos: Entre los indios y La liebreLa Tempestad lo encontró ayer en la librería de Ediciones Era, donde hoy dictará una conferencia abierta al público a las 19:00 horas.

 

Leí una entrevista de 2002 en el diario El País en la que decía que “el sentido de escribir es seguir experimentando”.

 

¿Dije eso?

 

Sí, bueno, entre muchas otras cosas. Me pregunto qué le queda por escribir, por experimentar.

 

Siempre hay algo nuevo. En realidad, debo decir que hay demasiado. Hay tanto que no sé por dónde empezar. Me gustaría escribir un poco mejor que lo que he escrito. O un poco peor. Porque está esa frase de Felisberto Hernández que decía: “Escribo un poco mejor, lástima que me vaya cada vez peor”. Por ahí sería mejor empezar a escribir peor, como algunos grandes escritores, que les va cada vez mejor.

 

Me pregunto cuáles son los libros suyos sobre los que usted dice “Éste fue un buen libro, éste está bien escrito”.

 

Mmm… no sé. En general la constante ha sido la insatisfacción, siempre sentí que me quedaba corto, que podría haber hecho más. Y ahora viendo el conjunto de todo lo que escribí siento que no di todo lo que debería haber dado. Creo que quizás esa insatisfacción es la que hizo que me fuera renovando, ¿no? Muchas veces me hacen notar: “Pero sus libros parecen escritos por escritores distintos”. Me he ido renovando como el que apuesta por números distintos de la lotería para ver si con alguno acierta, aunque quizá sería más razonable comprar siempre el mismo número. En mi caso he ido variando, aunque también me he ido repitiendo mucho. Eso se debe a que olvido mucho, quizá por ese mismo sentimiento de insatisfacción: al sentir que no me salió bien lo borro, y después lo vuelvo a escribir en otro libro porque no me acuerdo que ya lo había escrito. Eso me ha pasado un par de veces.

 

Hay analistas que detectaron distintas etapas en su obra: una en los años ochenta, otras en los noventa y así. ¿Usted reconoce esas etapas en su obra?

 

No. Lo que sí veo es que antes tenía más libertad. No libertad exactamente, sino desparpajo. Era como más irresponsable, más juguetón, más provocador. Ahora me lo tomo un poco más en serio. No mucho, pero… por ejemplo, ahora con la reedición de La liebre la estuve hojeando, mirando, leyendo algunas páginas y me sorprendió el arrojo juvenil que yo tenía para semejantes disparates como los que escribía. Hoy día lo que escribo va por otros caminos, pero quizá sigue siendo tan arriesgado como era antes.

 

Usted está siendo reconocido en muchos países, es un escritor del que tal vez se esperan cierto tipo de textos. Inclusive su nombre suena todos los años como candidato al premio Nobel.

 

Sí, puede ser una maldición, como la de Borges. Estoy empezando a pensar que todos los meses de octubre desde acá hasta mi muerte alguien va a estar diciendo que tal vez este año… ¡No! ¡Por favor no! En realidad, sí siento esa responsabilidad respecto de los editores, los lectores, los críticos; el escritor que tiene que cuidar su prestigio me parece que va en contra de lo que soy. Hacer una verdadera payasada para preservar mi sentido de la poca importancia no tiene sentido. Porque creo que no se puede ser escritor y ser importante al mismo tiempo. Hay que elegir una de las dos cosas. La mayoría de mis colegas elige ser importante, pero creo que ahí se diluye el trabajo propiamente literario del escritor. Así que a partir de cierto momento me temo que mi vida se volvió una especie de combate contra la importancia, de buscar estrategias para desorientar a los que me quieren dar importancia.

 

¿Qué hay del Aira ensayista? Hace un tiempo se publicó un libro de ensayos en Brasil, traducido al portugués, y me pregunto si habrá uno en castellano.

 

Bueno, ahora va a salir uno con cuatro o cinco ensayos. Creo que, en el mes de noviembre, es un libro que ya apareció en Alemania. Yo he escrito –ahora mucho menos– ensayos, ponencias para congresos, alguna conferencia y algunos artículos para diarios, pero muy poca cosa. Lo mío es el relato. Hubo un momento en el que me preocupó una crítica que me hacían, de que mis novelas tenían mucho de ensayístico, que interrumpía el flujo del relato para disquisiciones de tipo ensayístico. Entonces me dije: voy a escribir ensayos propiamente dichos para sacarlos de las novelas. Pero al final los ensayos estaban ahí y en las novelas seguían apareciendo. Nunca fue lo mío justamente por esto de que en la escritura de un relato tengo toda la libertad de ir para un lado, para otro, cambiar, decir lo que quiera, mientras que en el ensayo uno tiene que mostrarse inteligente, coherente, no es un campo de delirio. No es lo mío, pero lo he practicado, y hay gente que ha elogiado a mis ensayos.

 

¿Cuáles son los temas que preocupan a César Aira en 2017, los temas de este tiempo?

 

Yo me mantengo totalmente al margen, en mi torre de marfil, y no le doy bolilla a nada de lo que está pasando. Al contrario, siento una gran aversión por la política, por el fútbol, por todas esas cosas que despiertan pasiones en la gente. A mí lo que me despierta pasión es la literatura, el arte, del resto estoy totalmente al margen.

 

¿Y qué autores actuales le interesan?

 

Vuelvo a los viejos autores. Hace muchos años ya que releo mucho más de lo que leo, así que ahora para el viaje me traje una novela de Henry James que había leído hace treinta años y que estoy releyendo. Y cosas así. Releo mucho clásico, mucho Shakespeare, mucho surrealista, y leo poca cosa contemporánea.

 

Me pregunto sobre el Aira cuentista, y sobre todo por El cerebro musical.

 

Ese libro es una recopilación de más de veintipico de libritos que se publicaron por separado en editoriales independientes, porque en realidad el género cuento, propiamente cuento, no es lo mío. Lo mío es un género que puede ser novela, a veces está dividido en capítulos, parecen novelas, a veces se acortan, y se acortan tanto que sí, funcionan como cuento.

 

¿Escribe cuentos regularmente?

 

No. En general voy a la extensión del libro breve, las cien páginas, 70, 80, 90 páginas. A veces se me ocurre alguna idea y no da para extenderla, y bueno, queda ahí en esas 10, 20, 15 páginas. En El cerebro musical me dijeron que hay un relato que se parece a un cuento de Cortázar, que se llama “El perro”, je je je. Creo que es más convencional, totalmente cortazariano, pero no deliberado.

 

¿Le gusta Cortázar?

 

No, para nada. Bah, los cuentos. De algunos cuentos tengo el recuerdo de haberlos leído. Creo que lo escribí en algún lado: es un autor de iniciación, un autor para jóvenes que descubren la literatura con Cortázar. Después se cae un poco, al menos a mí se me cayó.


 

CRAIG EPPLIN: Y ¿qué lee ahora?

CÉSAR AIRA: Yo leo de todo. Leo mucho sobre artes plásticas porque soy muy estudioso, muy estudioso de la vida y obra de Marcel Duchamp. Tengo una enorme biblioteca de Duchamp, y en cada uno mis viajes siempre, como siempre se están publicando cosas sobre Duchamp, siempre la voy alimentando. Ahora me traje de Barcelona tres libritos, tres libros todos sobre Duchamp. Y leo literatura, lo de siempre, releo ahora mucho. Aunque no he releído mucho en realidad porque tengo muy buena memoria para los libros. Un libro que he leído hace cuarenta años, a poco yo, página por página me desaliento de releerlo porque ya me lo sé demasiado bien. Es lo que me pasa con Proust. Hace años que no lo releo porque lo recuerdo demasiado bien, estoy esperando olvidarme un poco para volver a tener ese placer. Me recuerda esa frase de Pessoa, de Fernando Pessoa, que decía “La mayor tragedia de mi vida fue haber leído The Pickwick Papers, porque ya no lo voy a poder volver a leer por primera vez”. ¿Entiendes? Buena parte de la razón por el efecto [¿?] de ese libro, obra maestra maravillosa, eso ya no lo voy a poder volver a leer por primera vez. Pero confío en el olvido como para volver a disfrutar, y de cualquier manera me queda mucho. En el avión fui leyendo una novela de Jane Austen, […], que yo había leído hace unos años, no es de las mejores. No es Pride and Prejudice ni […], pero está bien, yo la adoro a Jane Austen. Mark Twain decía que “Una biblioteca que contenga los libros de Jane Austen siempre será inferior a una biblioteca que no contenga los libros de Jane Austen”. Qué malo que era, y qué equivocado que estaba porque era muy buena Jane Austen.


 


 

 

 

Entrevista con César Aira

Aira es uno de los escritores argentinos más leídos. Autor de libros como Cumpleaños.

LITERATURA

Por: Redacción EL TIEMPO

 24 de enero 2017 , 05:56 p. m.

1. ¿Qué libro, o libros, eligió para llevar en la maleta en su viaje más reciente?
Hace poco, en un viaje a Madrid, llevé dos novelas de
Lee Child. Fue un mal negocio, porque eran tan absorbentes que en lugar de ir al Prado me quedaba en el hotel leyendo.

LIBRO

 ENE 27

HAY FESTIVAL

 ENE 26

2. Si pudiera invitar a dos personajes literarios para sentarse a tomar una copa o un café con ellos, ¿a quiénes elegiría?
No me creo tanto las novelas como para practicar esos ejercicios de la imaginación. Invitaría más bien a un autor, a Shakespeare por ejemplo, para preguntarle si fue él el que escribió.

3. De los libros que leyó de niño, ¿cuál recuerda con más aprecio?
La saga de las veintidós novelas de Sandokán y Los tigres de Malasia, de Emilio Salgari.

4. ¿Qué tema musical elegiría por encima de todos?
La
Sonata para violín y cello de Ravel es una favorita entre, y quizás por encima de, otras muchas favoritas. De la música popular, podría mencionar In My life, de John Lennon, como la canción perfecta.

5. ¿Escribe a mano o va director al computador?
Soy un militante de la escritura manuscrita, que para mí es la base y sustento de la civilización.

6. ¿Subraya los libros?
No subrayo ni hago la menor marca ni quiebro el lomo; el libro después de leído queda exactamente como estaba antes. Supongo que es una asociación inconsciente de la lectura con el crimen, por eso no quiero dejar huellas. La lectura como crimen perfecto.

7. ¿Cuál película ha visto más veces?
Groundhog Day, El día de la marmota.

8. ¿Qué libro le habría gustado escribir?
Me pasé la juventud lamentando no haber sido yo el que escribió
Los Cantos de Maldoror.

9. ¿Cuál libro recomendaría leer para entender mejor su país?
Creo que en la obra de Borges está casi todo lo que vale la pena saber de la Argentina.

10. ¿Tiene alguna manía al escribir? Un cuaderno especial, un bolígrafo, un lugar...
No hablaría de manías sino de inofensivas costumbres. Escribo en los cafés, nunca en mi casa, con una buena pluma (las dos favoritas de mi colección son la
Montblanc 149 y la Omas), en una libreta de papel liso, chica como para que quepa en el bolsillo.

11. ¿Está viendo alguna serie de televisión?
A la noche antes de la comida, cuando tomo mi whisky, veo repeticiones de viejas sitcoms que ya me sé de memoria, como Alf o The Nanny.

12. ¿Está en el mundo de las redes sociales?
No, y no entiendo por qué tanta gente se mete en problemas sin necesidad por poner fotos o mensajes inconvenientes ahí (o relacionarse con estafadores o violadores).

13. ¿En qué ciudad del mundo se siente mejor?
Buenos Aires está bien. Por supuesto, a veces uno se siente bien, a veces mal, y no es cuestión de echarle la culpa a la ciudad.

14. ¿Cómo tiene organizada su biblioteca?
Lamento que mi biblioteca sea un caos de varios miles de libros. Y a la vez no lo lamento tanto, porque gracias al desorden suelo encontrar libros olvidados y disfrutar de una lectura inesperada.

15. ¿Qué libro compraría hoy?
Compro poco, porque es mucho más lo que releo que lo que leo. Lo que compro sistemáticamente, donde los encuentre, son libros sobre Duchamp, de los que debo de tener un centenar o dos.


 

Juan Pablo Correa

4 de febrero de 2017  · 

Acá en el fb anduvieron discutiendo unas entrevistas a Aira. Va una muy divertida que forma parte del libro que ilustra (regalo de Francisco Garamona). La traducción es de Sari López.

En su primera obra traducida y publicada en Francia "La robe rose" habla usted del objeto - fetiche del cuento en los siguientes términos: "Se la creería eterna, como si hubiese sido creada desde siempre: no dejaba traslucir ninguna huella del trabajo que la tenía como objeto" ¿Podemos decir lo mismo de toda obra de arte, de esta voluntad que se insinúa de borrar toda huella de trabajo y a liberarse del tiempo?

No había pensado en esa metáfora (ni en ninguna otra: hago lo posible por evitar el pensamiento metafórico) Más bien creo, al contrario, que el trabajo artístico debe dejar huellas. La obra de arte no es más que la huella del trabajo.

Me acuerdo sin embargo de haberme sentido impresionado por lo que decía Degas; cito de memoria, por lo tanto, de forma aproximada: “En el arte, el trabajo es borrar las huellas del trabajo” Muchos otros artistas han dicho lo mismo, como este otro pintor, Louis Ferrand, que ha escrito, en sus “Notas de taller”: “Yo no pinto, borro”.

¡Quedemos con la felicidad de todo lo que no pertenece a los pensadores razonables y serios que buscan la verdad! ¡El arte es lo contrario del pensamiento serio, es un juego del pensamiento, un juego sin importancia, irresponsable, ajeno a la ciencia, felizmente! También puede ser que Degas y yo tengamos razón...

Porque no son filósofos ¿Un filósofo no será demasiado grave para aceptar este juego?

Por supuesto. Pasa que, para mí, la filosofía es un hobby. Constituye lo esencial de mis lecturas.

¿Qué distinción hace usted entre literatura y filosofía?

La filosofía constituye un modelo para toda ciencia ya que está obligada a recordar cada cosa que ha dicho. La literatura es más bien tarea del olvido, o al menos es lo que vuelve posible al olvido. Esta idea es en la cual trabajo sobre todo hoy en día.

Olvidar es también jugar, negarse a ser responsable, formal, razonable.

El prejuicio del escritor es precisamente poder no ser inteligente. Es la libertad de ser idiota o de mezclar inteligencia e idiotez, borrando las huellas de esta mezcla.

Volvamos a su pequeño vestido rosa en el cual puedo ver la figura simbólica de la obra. Llevado por esta idea desde el comienzo de la historia, descubría, a medida que leía, como toda obra puede transformarse, a ratos, ya sea en objeto de disputa, de apropiación, de robo, corrupción, chantaje, adoración, malentendido, burla, etc. ¿Cree usted que la obra literaria puede compartir estas características con el vestido rosa?

La analogía está, en efecto. En realidad, quise construir mi historia alrededor de un objeto insignificante. Hitchcock, quien, como usted sabe, era un gran teórico además de un gran cineasta, le dice a Truffaut en su célebre entrevista, que cuando se hace una película sobre la apropiación de un objeto, hay que –para darle peso a la historia- hay que perpetrar los mayores crímenes y las más grandes violencias. Luego, cuando llega el momento de descubrir dicho objeto en poder del vencedor, uno se da cuenta de que nunca vale la pena. Así un director torpe haría que el precio del objeto subiera. Hitchcock hacía exactamente lo contrario. Por ejemplo, al final de North by Northwest el objeto es una especie de huevo roto. Quise hacer algo de este tipo con “El vestido rosa”. Es ahí donde está la analogía con la obra de arte: lo más peligroso que puede pasarle a un artista, es creer en la importancia de lo que hace, en el valor de su obra. El valor es lo serio; lo serio, lo formal, es la verdad. En cuanto hablamos de verdad a propósito del arte lo traicionamos.

“El vestido rosa” es presentado como un cuento, o sea una forma literaria apropiada para ilustrar una posición filosófica.

Debo decir que hay ahí un pequeño error de traducción en la edición francesa. “Cuento”, en español, significa a la vez cuento de hadas o filosófico, pero también, más técnicamente, nouvelle. Es lo que quise hacer, una forma corta muy cerrada. Yo no había escrito nunca un cuento, sólo novelas. La diferencia entre cuento y novela es que el cuento responde a la pregunta “¿qué pasa?” La novela es una forma más abierta, la historia del vestido rosa era un ejercicio para acorralar a la realidad sobre algo que había ocurrido. Así fue que encontré la manera, que me había eludido toda la vida, de escribir un cuento.

Al estar reunidos en un solo volumen “El vestido rosa” y “Las ovejas” ponen en evidencia sorprendente, ya que ¡el cuento es más largo que la novela!

Porque “Las ovejas” es una verdadera novela que cuenta lo que pasa ahora: la genealogía de Borges en mí, bajo la forma de un ejemplo.

¿” El vestido rosa” fue para usted un pretexto para tomar una posición filosófica?

Es muy difícil de explicar. Puede ser que haya allí algo, si no filosófico del orden de la filosofía práctica...

De lo se que trata, como en mis otras novelas, es sobre la indiferencia. La indiferencia es una manera de acceder a la libertad. Vivimos dentro de una moral que nos obliga a reaccionar, a tener respuestas apasionadas. Y somos víctimas, prisioneros de esta obligación. La única solución para salirse de ese juego maléfico, es la indiferencia: aprender a no reaccionar. La historia de la Argentina obliga a los escritores a reaccionar con respecto a lo que pasó y pasa en su país. De ahí la necesidad de inventar un mundo feliz diferente. Lo imaginario reacciona gracias a la indiferencia. Así este cuento se ubica bajo el signo de la indiferencia.

¿Podemos pensar entonces que haya usted escrito una fábula india?

¡He aquí otra cosa más que remite a la indiferencia! La civilización argentina se ha visto detenida por los Indios durante cien años, y cuando se los quiso acosar y exterminarlos, no se lo halló, porque ya estaban mestizados; ¡los únicos indios que quedaban eran los propios soldados que habían salido a exterminarlos! La verdadera fábula india son los Indios.

Usted describió “Al lado de cada relato o relación real existe otro, virtual” por eso hablaba yo de cuento filosófico.

¡Ahhh, yo escribí eso. Y bue! No puedo explicarlo hoy, y a lo mejor nunca. Es importante para mí, es la historia de mi vida: haber dicho algo y no ser ya capaz de explicarlo... El escritor pregunta, pero nunca da respuestas verdaderas; más bien inventa otros discursos, los cuales a su vez necesitan de otras explicaciones. Todo se detiene cuando la verdad es dicha. Pero el escritor continúa y debe guardarse bien de creer en la verdad, lo único que podría interrumpir su trabajo.

Ya que el vestido rosa es esquivo a aquella persona para quien lo ha fabricado, el libro no llega necesariamente a los destinos previstos por el autor.

Esto pone en el tapete una cuestión fundamental sobre la que insisto siempre: la obra no tiene ninguna importancia. El escritor crea una obra porque no hay otra cosa que pueda hacerse. Pero lo que prevalece es el escritor, no la obra. Me imagino tranquilamente a un escritor sin obra, jamás a una obra sin escritor.

Su postura contradice aquí la de muchos artistas, como Flaubert, que se escondían detrás de su obra. Quería hacerle creer a la posteridad que no había vivido. Y escribía: “¡El hombre no es nada, la obra lo es todo!”

Flaubert es un mito entre mucho otros. En la Argentina, Macedonio Fernández representa a la perfección el mito del escritor. Sólo escribió borradores, sin conexión, provisorios, infinitos. Una obra inexistente. Su contrafigura es Leopoldo Lugones, el gran escritor oficial, autor de más de cincuenta libros. Pero él mismo sabía que no era un escritor, ni podría serlo jamás. “He escrito cincuenta libros, y todavía me preguntan a qué me dedico”, decía. La masa de una obra puede bloquear la eclosión de un escritor. Irónicamente, Macedonio decía: “Ese joven tan trabajador, Lugones, ¿cuándo es que nos dará un libro?” Entre paréntesis, el día del escritor en la Argentina se festeja el día del aniversario del suicidio de Lugones, el no escritor por excelencia (es por eso que se mató). He aquí una ironía muy argentina, muy macedoniana.

Para decirlo con sencillez ¿estamos hablando de las nociones paralelas y oponibles?

No, la oposición es otra. Lugones era realmente un escritor de calidad, un parnasiano, un trabajador incansable con un estilo muy elaborado. Hacía montones de correcciones, pulía sus frases. Jean Jacques Rousseau decía: “no es imposible que un autor sea un gran escritor, pero no será haciendo libros en prosa o en verso que se volverá tal”. Acabo de leer “Le rivage des Syrtes” de Julien Gracq, y no me gustó nada el libro: es un escritor de calidad, un escritor que escribe bien; y eso es todo. Es muy monótono... Encuentro la literatura aterradora cuando sólo queda la calidad. A lo mejor es el caso de Francia hoy día. Le vendría bien una revolución literaria.

¿Qué debe ser para usted entonces la literatura?

La literatura tiene como función poner en escena a un escritor.

¿Pero qué hace usted con la obra?

La obra es la huella de un escritor. En eso estamos hoy por hoy. Si hubiera otra manera de ser escritor sería tal vez mejor.

Caricaturicemos, racionalicemos, cuando usted lee un libro ¿piensa en descifrar la obra o en la figura del escritor?

Yo busco al escritor, ni su cara ni su biografía sino su mito personal, lo cual es otra cosa. El mito personal tal vez sea la obra.

Contradijo usted a Degas y a Flaubert, y está en su derecho. Pero ahora usted quedó atrapado en la trampa de sus propias paradojas.

¡Y está bien que así sea! Eso prueba de que no buscamos alcanzar una verdad. No experimento la necesidad de sostener tesis alguna.

¿Le interesan las biografías de escritores?

A veces son ejemplares. Acabo de enterarme de que Robert Walser fue mucamo. Lo que me sorprendió porque es un sueño personal mío. Walser y JJ Rousseau: dos escritores nacidos en Suiza, y mucamos, es divertido... También adoro los misterios vinculados a la vida de los escritores. Cuando Kierkegaard muere, hallan en su casa, en un armario, centenares de tazas de café. Se sabe que tomaba mucho café, pero ¿por qué haber acumulado semejante cantidad de tazas? ¿Usaba una cada vez? Me encanta lo que queda sin explicarse.

Escribió usted “la vida tiene sus lentitudes” ¿Cree usted en el destino?

El destino no es algo en lo que uno crea o deje de creer. Es una herramienta literaria, como la metáfora o la metonimia. Importa poco si creemos en ella: hay que utilizarlas y punto. Y la literatura se sirve de ellas.

Otra frase me asombró también: “el mundo se equivoca al parlotear tanto” ¿Qué relación mantiene usted con lo oral cuya tiranía hoy sufrimos todos?

Tengo una relación malísima con lo oral. ¡Y podría hablar durante horas de mi torpeza en materia de oralidad! Se trata de un problema de comunicación: o bien mi interlocutor es infinitamente inteligente y no tengo nada que enseñarle, o es infinitamente tonto y no tengo nada que decirle. Pero en general mi interlocutor es ambas cosas a la vez. O sea que la comunicación está cerrada con dos vueltas de llave. La relación escritor/lector es del mismo tipo.

¿Entonces por qué acepta escribir y publicar?

Es como un desafío. Si un escritor piensa en sus lectores en esos términos de imposibilidad no tiene nada para decirles. Debe entonces inventar nuevas maneras e inventar un discurso capaz de pasar por encima de ambos extremos.

La tiranía contemporánea de lo oral exige en estos tiempos de comunicación brillar cueste lo que cueste.

El pensamiento es un discurso interior mudo pero que tiene analogías con el discurso hablado. Pensar y hablar son sin embargo cosas muy distintas. No se puede pensar y hablar a la vez. Acepto esta entrevista porque me parece divertido. Lo acepto todo.

¿Podemos considerar que el escritor actuando en solitario, retirado como aquel monje que escuché los otros días en la radio, sea aquel que más que salir del mundo entra en el interior de las cosas, llevando en sí la presencia y afirmándose como un solidario solitario?

¡Soy lo contrario de ese monje que daba respuestas tan inteligentes a ese entrevistador! ¡Nunca pensé en esa cuestión!

¿No le preocupa a usted?

Puede ser, a lo mejor empieza a preocuparme mañana o pasado o la semana próxima. Las entrevistas son como exámenes. Hay que contestar las respuestas correctas para ser admitido. Pero no hay una bibliografía ideal que permita prepararse para causar buena impresión. Habría que tener un don de la oportunidad, y la literatura se parece más bien a un pensamiento inoportuno.

¿Quien como usted se dedica a la escritura, busca la esperanza en otra vida, en un después, como quien se consagra a una religión?

Un novelista piensa siempre en otras vidas, es su trabajo. Es cierto que eso equivale a pensar en otra vida más feliz. El éxito es la cosa más peligrosa que amenaza a un escritor. El mínimo éxito puede ser síntoma de fracaso. Sin embargo, para nuestra civilización aparece como condición para la felicidad. El trabajo del escritor consiste entonces en inventar formas nuevas de felicidad, distintas a las del éxito. Por suerte me encuentro muy lejos del éxito y el trabajo de escritura es un éxtasis, el colmo de la felicidad.

¿Habla usted de la felicidad de hacer o la de haber hecho?

En literatura no hay ni antes ni después. El tiempo está desplazado, los momentos se mezclan. Antes y después no existen. O si existen es entremezclados. Su monje ¡inteligente! Si cree en el Cielo, y apuesto a que sí, ve una vida posterior que sucede a su primera vida, con una frontera perfectamente determinada ¡Nosotros los escritores no hacemos más que hacer trampas con este asunto!

La fe tanto en el monje como en el escritor, implica el riesgo de la duda. Como si toda fe no fuese la mejor manera de dudar.

La fe es algo muy importante. Nunca se es escritor: uno cree ser. Y todo se fundamenta en esa creencia. La duda es por lo tanto constante ya que la literatura, actividad cualitativa, hace que el “ser” del escritor deba ser “bueno”. ¿Y quién puede decirnos que somos buenos escritores? ¡Sólo nuestra fe? Aunque le den el Nobel ningún escritor tiene jamás esa certeza.

En Saint-Nazaire solo en su departamento de la Casa de los Escritores, como el monje en su celda, vivió uste dos meses enteros ¿Qué rutina siguió usted?

Sí, fui como un monje. En mi departamento de Buenos Aires el ruido que hacen mis hijos me está dirigido, lo cual me impide escribir. Voy entonces a los cafés, donde los ruidos anónimos no me conciernen. En Saint-Nazaire estoy sin los chicos, pero igual me escapo por costumbre. Frecuenté los cafés, en especial el Café de la Loire, el Petit Maroc, donde escribí mucho de mañana, entre los pescadores que bebían su petit blanc. Me gustan los cafés abiertos, luminosos y algo vacíos. Más en la sala que en el escritorio. Sentado o tirado en mi sillón escribí mucho más de lo que hubiera podido escribir durante ese lapso en Buenos Aires: un cuento corto, una obra teatral –la primera- y una novela corta. No cambié de rutina. Como en Buenos Aires escribí durante la mañana, de diez a doce, es el mejor momento, después por la tarde una o dos horas más. Escribir no es un trabajo, es una diversión.

¿Esa diversión responde a una necesidad compulsiva?

Hay algo de compulsivo en la escritura, pero ligero. “No es grave” como dicen ustedes a propósito de cualquier cosa en Francia. Muchas veces tengo ganas de escribir sin saber qué. Entonces escribo, sin angustia. Escribir con la mente en blanco es agradable y da la sensación de ser un momento significativo. De ahí sale lo mejor de mi trabajo.

 

 

 

 

 

 

 

 César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) es el invitado de esta semana a '¿Qué estás leyendo?', donde presenta 'Prins', su última novela publicada en Literatura Random House.

Desgrabación de la entrevista en El País en youtube 8 mayo 2018.

 

 

Hola muy buenos días hoy tenemos el lujo tenemos el placer de recibir con nosotros de tener con nosotros a César Aira. Bienvenido escritor, no grande, sino gigante argentino, tiene su propia biblioteca en literatura Random House, acaba de publicar esta novela Prins, que es la obra número 101 que tiene publicada. Es un honor que esté aquí con nosotros. No le hemos hecho venir de argentina cargado de todos los libros como suelen hacerlos los escritores, pero suelen venir de más cerca, pero porque realmente ha elegido volúmenes y autores sobre todo tan vastos que debéis conocer, que debemos conocer y hoy nos limitaremos a hablar de ellos sin tenerlos en la mano. Para empezar, yo quisiera mencionar la literatura gótica, porque el personaje de Prins, de esta nueva novela de César Aira, es un novelista de novela gótica de canon de género que se harta de repetir siempre los mismos esquemas y busca otra actividad alternativa que va a ser -no sé si podemos decirlo- el opio.

 

¿Por qué un escritor de novela gótica, que querías decirnos con eso?

 

Sucede que estuve leyendo y releyendo algunas de las novelas góticas, los clásicos de la novela gótica del siglo XVIII, XIX, fue una moda un poco pasajera que ahora se ha revivido con los vampiros y cosas así y se me ocurrió por qué no escribo una novela gótica. He hecho tanto, tanto experimento, que bien podría ser uno más. Pero lo hice con tomando cierta, es decir, no escribí yo la novela gótica, sino que puse en escena a un autor de novelas góticas y todavía lo aleje un poco más porque no las escribe él, sino que se las hace escribir a sus ghost rider.

 

Es decir, se cansa de escribir pero ni siquiera se cansa de escribir sino de ordenar escribir.

 

Si, algo así. Bueno hay también algunos elementos, no diré exactamente autobiográficos, pero algunas cosas mías. Yo no me voy a cansar de escribir ni voy a dejar de escribir porque es lo único que sé hacer, así que lo voy a seguir haciendo, pero puedo imaginarme bien el momento en que un escritor puede dejar de escribir por cansancio, por haber dicho todo lo que tenía que decir. También puedo imaginarme el problema que puede ser llenar los días cuando uno deja de trabajar, qué es un problema que se me ha presentado a mí cuando deje de hacer el trabajo que hice toda mi vida que fue la traducción, trabajos editoriales, y me quede, en fin, uno piensa ahora voy a escribir todo el tiempo, pero no se puede escribir todo el tiempo, yo no puedo escribir más de una hora por día y como llenar todo el resto del día. Bueno yo no recurrí al opio como este señor, ni falta que me hacía.

 

Eres un gran lector, de gótica, ya lo acabas de decir, pero en general de género, porque has traducido mucho, literatura negra también, creo que tu padre era un gran lector de Marcial Lafuente Estefanía. ¿Qué te dice el Canón?

 

Yo soy un lector de la buena literatura. Pero sucede que la buena literatura, la gran literatura, Shakespeare, Kafka, Balzac, siempre están como amenazados por el fantasma de la relectura. Uno ha leído Hamlet, y si, alguna vez va a releerlo porque esas grandes obras son como inagotables. En cambio, la literatura de género es una lectura de entretenimiento, una lectura que a nadie se le va a ocurrir releer esos libros, sobre todo la novela policial. Si uno ya sabe quién era el asesino para qué releerla. Así que mucha gente -yeso lo comprendo bien- gente que se ha pasado toda su vida leyendo gran literatura se jubila en cierto modo de esas de esas lecturas y se poner leer novela policial

 

Hay grandes esperanzas en nuestras vidas lectoras desde luego porque siempre hay nuevas modas. Ya lo has contado muchas veces que eras un gran lector de cómic, de Superman por ejemplo, no sé si eso fue una etapa de infancia juventud o siempre.

 

Fue una etapa de infancia. Antes de descubrir la literatura propiamente literaria, leía Superman, Little Lulú, todas esas revistas mexicanas que nos encantaban a los chicos allá en el pueblo, en Pringles, donde nací y crecí. Teníamos la suerte de que no existiera la televisión o no hubiera llegado a Pringles, así que nuestra televisión eran esas revistas hermosas y después me alejé de eso, por supuesto, pero ya maduro volví gracias a un amigo francés que me hizo ver lo excelente que era el Tintín de Hergé, ahí encontré la misma elegancia narrativa que he admirado tanto a algunos cineastas como Almodóvar, por ejemplo, Ese redondear la historia con tanta finura, que no es lo que practico yo, mis historias son un poco deshilvanadas, inconexas pero ahí está la esquizofrenia, digamos, entre el lector y el escritor. Y las lecturas que más admiro no se parecen en nada a lo que yo escribo.

 

Borges, por ejemplo, eres un gran lector e incluso también hay una línea parecida, una conexión con tu literatura.

 

Borges fue la lectura de toda mi vida, fue el descubrimiento de la literatura, de los mecanismos de la literatura. y siguió siendo. Borges, para nosotros los argentinos, es una presencia…ya hace veinte años que murió y sin embargo sigue tan vivo como siempre, prácticamente no pasa un día en que mi círculo de amigos, de familia, no lo mencionemos a Borges por un motivo u por otro, recordando una cita a uno de sus chistes, salidas. Y como lección de escritura Borges es insuperable

 

Has elegido para compartir con los lectores y oyentes de El País, fundamentalmente poesía. Poesía de vanguardia, poesía modernista, hay aquí varios poetas que es elegido de distintos sitios. Marianne Moore, Benjamin Peret.

 

Dos poetas muy distintos. A Marianne Moore la empecé a leer muy joven y la sigo leyendo y es un poco inagotable por ser difícil. No sé si conservo ese rasgo infantil de apreciar más lo que no entiendo que lo que sí entiendo. Los niños aman las palabras difíciles y me parece que es un error de muchos autores de libros infantiles simplificar el vocabulario, porque los niños prefieren esa palabra dificilísima. Recuerdo que mi hija menor siendo muy chica escribía poemas, lo que ella llamaba poemas, y un día en la mesa de la comida nos dijo “a partir de hoy voy a escribir un solo poema por día porque estoy muy deteriorada”. [Risas]. Y los poemas de Marianne Moore hay que descifrarlos, tiene sobre todo esa temática que se sacaba de los diarios, de las noticias o de lecturas, un poema sobre un animal raro: el pangolín, el poema se llama Otro animal acorazado. Sí, ha sido una fascinación. Muchas veces uno no puede decir porque exactamente ama un poeta

 

No entenderle y querer interpretarlo es una buena razón. ¿Con Peret pasa lo mismo?

 

No, con Peret es otra cosa, pero este es el poeta surrealista por excelencia, el poeta de la escritura automática, del vuelo fantástico, de la imaginación. Cada línea parte en una dirección distinta, cada verso. En fin, lo he leído mucho y lo releo siempre. También está en la línea de lo deliciosamente incomprensible, y esos acercamientos que hacen los surrealistas. Uno de los poemas más famosos y más hermosos de Peret se llama Tres cerezas y una sardina. [Risas]

 

Nos quieres hablar también de Rosamel del Valle, chileno, también de otro chileno, aunque no es poeta, has traído Los Diarios de Raúl Ruiz.

 

Rosamendel del Valle es un poeta chileno desde los años 40 y 50 pero que murió en el 65. Se llamaba en realidad Moisés Gutiérrez. Los poetas chilenos por algún motivo que no me explico bien todos adoptaron seudónimos. Pablo Neruda no se llamaba Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha, el mismo Vicente Huidobro que se llamaba Vicente García Huidobro, todos se han cambiado el nombre. Rosamel se puso ese nombre un poco cursi por un amor adolescente, por una niña que se llamaba Rosa Amelia del Valle.

 

Romántico…

 

Si, romántico, pero su poesía no tiene nada que ver con ese nombre porque es una poesía surrealista, desencadenada, torrencial. Yo lo había leído de joven y no lo había apreciado mucho es decir no había prestado mucha atención y el año pasado en una muy buena editorial chilena se reeditó uno de sus mejores libros que se llama La visión comunicable, lo leí y me pareció tan extraordinario que volví a mis viejos libros de Rosamel del Valle y ha sido una lectura de estos últimos meses. Esa es una de las ventajas de la relectura…bueno las relecturas tienen ese vaivén, uno a veces se encuentra que había admirado mucho algo que ahora le parece desastre o viceversa y uno no había apreciado lo suficiente algo que de pronto le gusta mucho.

 

Un referente para ti es T.S. Eliot que lo vuelves a leer.

 

Sí, yo leí mucho a Elliot, como con todo el mundo, bueno no generalicemos, La Tierra Baldía, los Cuatro Cuartetos, pero con el tiempo me fui de decantando por su primer libro Prufrock y otras observaciones. Es un libro extraordinario por el tono irónico, bueno Elliot dio una nota nueva en la poesía del siglo XX, la cambió, y creo que él lo mejor del cambio estuvo en ese primer libro extraordinario. Esto lo mismo me pasa con Ezra Pound. He vuelto a sus primeros poemas, los poemas cortos, antes de que se embarcará en esa monumental epopeya de Los Cantos, que me parece que bajó el nivel extraordinario de poesía que tenía. Es interesante ver la comunidad de estos poetas modernistas como trabajaban muy juntos, Elliot, Pound, algunos otros, pero bueno es sabido que a La tierra baldía Pound  la corrigió toda, le sacó un largo fragmento, cambio de lugar versos, es curioso, que un señor como Eliot haya aceptado eso, no sólo eso sino que le dedicó al poema a Pound.

 

Otro referente es el poeta franco uruguayo Lautremont.

 

Bueno, es el poeta misterio, el poeta de enigma, por qué no se sabe prácticamente nada de su vida. Escribió este libro fulgurante Los cantos de Maldoror y otros después, las poesías, poesías que no son poesías, bueno es otra cosa. Pero Los cantos de Maldoror para mí fueron una lectura reveladora. Recuerdo haberle dicho a una poeta que fue mi amiga, Alejandra Pizarnik: Los cantos de Maldoror -lo dije en esa con esa expresión familiar- me vuelven loco y Alejandra me dijo: cuidado, eso puede hacerse el literal con este poeta. Lo he releído diez, los llevo en mis viajes a veces….

 

…te alimentas de la buena creación. Y finalmente los diarios de Raúl Ruiz.

 

Un libro extraordinario. Yo no aprecio mucho los filmes de Raúl Ruiz, quizá los intermedios, en que hizo películas cortas experimentales muy surrealistas. Pero descubrí tardíamente lo que escribía con un tomo de sus conferencias en una universidad norteamericana, me parecieron extraordinarias, y el año pasado una editorial chilena publicó sus diarios en dos enormes tomos, mil páginas cada uno -y no son completos- y los leí con pasión. En realidad, no es un libro que tenga valor literario, porque es un dietario de sus actividades, simplemente cuenta lo que hace, anota lo qué hace cada día, pero la lectura de esos tomos, que lo hice sin parar, porque es muy absorbente, muestran a un hombre que es como si hubiera vivido cien vidas, filmaba cinco películas por año, daba conferencias, curso, enseñaba, montaba óperas, montaba obras de teatro, escribía guiones para otros cineastas, viajaba constantemente, hoy estaba en Chile, mañana en Los Angeles, en Varsovia y fundamentalmente compraba libros, era un bibliófilo compulsivo, pero llevado a un nivel que yo nunca había visto, un nombre que compraba de a cinco libros por día…

 

…¿se los leía?....

 

….al parecer leía mucho, por los comentarios que hace, no sé de dónde sacaba tiempo para hacer todo eso, una especie de superdotado de la vida, porque además cocinaba, comía, bebía. Una vez me dijo el escritor chileno José Donoso -cuando hubo la gran emigración cuando el golpe de Pinochet- todos temían por la suerte de los que se iban, qué les podía pasar, cómo podían sobrevivir, pero con Raúl Ruiz no había ningún temor [risas] él se las iba a arreglar y efectivamente, a las pocas semanas de estar en Francia, exiliado, ya estaba filmando. Era una cosa nunca vista.

 

Casi tan prolífico como tú.

 

No, me supera largamente. Hay anécdotas e historias en el diario que son de no creer. Por ejemplo, en una filmación de una película con cierta producción importante hay una huelga de actores y tienen que interrumpir la filmación durante una semana. En esa semana el filma otra película [risas]. 

 

 

César Aira: "Todo lo que hago podría definirse como literatura de género con fallas calculadas"

Patricio Tapia

22 OCT 2018 07:07 AM

Un terrorífico edificio inacabado, una mujer encerrada en una mansión, el hastío y la droga, son algunos de los ingredientes de la última novela de Aira, Prins.

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El relato gótico es difícilmente "gótico" (relacionado con los godos), salvo en su inspiración. La primera obra que pudiera llamarse tal era una narración medieval falsificada y levemente siniestra publicada mucho después de la Edad Media: El castillo de Otranto, de Horace Walpole, en cuya segunda edición, de 1765, su prefacio abogaba por una combinación "de lo antiguo y lo moderno", es decir, toda la imaginación e improbabilidad con aquello gobernado por las reglas de lo posible y la vida común.

En ese sentido, quizá, toda la obra de César Aira (69) tiene esa mezcla de fantasía desbocada que se entrelaza con explicaciones perfectamente razonables de lo descabellado en situaciones en apariencia cotidianas. Los desvaríos de la trama, por su parte, se tamizan a través de un estilo calmado y transparente.

Pero lo "gótico" en la última novela de Aira, Prins, tiene una justificación distinta. En ella, un famoso autor dedicado a escribir -en realidad, cuenta con un séquito de escritores "fantasmas" o "negros" que lo hacen por él- novelas góticas, consciente de la trivialidad de su obra (la combinación de los mismos elementos: manuscritos, castillos innacesibles, la doncella secuestrada en las mazmorras, etc.), decide dejar su labor para convertirse en un opiómano. El opio resulta ser un bloque blanco del tamaño de una lavadora, entregado en su casa por alguien decidido a instalarse allí. Otras cosas ocurren: los antiguos "negros", ahora cesantes, se convierten en una banda criminal; una amante que se confunde con un amor de juventud, será encerrada...

-El protagonista es un escritor frustrado por las exigencias del mercado editorial, harto de escribir. ¿No es su caso, no?

-No, de ningún modo. Al mercado editorial lo vi siempre de lejos, como algo que le pasaba a mis libros cuando yo ya me había olvidado de ellos. Así que si quiero estar harto de algo, tendría que ser más bien de mí mismo. Y aun así seguiría escribiendo, porque no se me ocurre otra terapia.

-En realidad, él no escribe, pues tiene "negros". ¿Lo ha sido?

-Lo hice, en ocasiones al modo tradicional clandestino, con más frecuencia bajo el eufemismo de "corrección de estilo". Más allá de mi experiencia personal, la actividad del escritor fantasma enciende mi imaginación porque tiene una cualidad única en el mundo del discurso: la impunidad. Escribir, y que se publique con la firma de otro, qué espléndida libertad. Uno puede permitírselo todo, desde el plagio a la calumnia, pasando por la blasfemia y la estupidez.

-Aunque vive de la novela gótica, la detesta. ¿Qué relación tiene usted con la literatura de género?

-No la consumo como lector porque después de 30 años de traducir novela comercial (otro nombre para el "género") terminé sabiendo cómo se hace, así que he perdido la inocencia necesaria para disfrutarla. Pero es bueno tenerla presente para sabotearla mejor. Quizás todo lo que hago yo podría definirse así, como literatura de género con fallas calculadas.

-Él opta por dedicarse al opio, pero el descrito es un poco distinto al real...

-Nunca me documento para mis novelas. Prefiero inventarlo todo. Documentándome, estaría repitiendo lo que otros ya han dicho. No, no sé nada específico sobre el opio, más allá de mis lecturas de De Quincey. La primera idea en esta novela fue que el protagonista, un escritor que deja de escribir por cansancio y porque ya lo escribió todo, se da al "ocio". Me pareció que eso daba pocas posibilidades novelescas, así que le cambié una consonante, y apareció el "opio", que tiene más tradición de misterio y aventura.

-¿Qué piensa de los paraísos artificiales?

-Nunca recurrí a los alucinógenos. Los considero redundantes, porque, lo mismo que los sueños, no dan más que lo que uno ya tiene, en todo caso combinado de otro modo. Como yo tengo a la literatura para administrar mis visiones interiores, no los necesité. En cuanto a las otras drogas, antidepresivas o estimulantes, no descarto que pueda llegar a usarlas en el futuro, y me parece una crueldad que se las prohíba indiscriminadamente. Hay mucha gente que tiene dificultades para vivir, y los libros de autoayuda no siempre son tan eficaces.

-Parte del libro se ambienta en la Facultad de Ingeniería de la U. de Buenos Aires, edificio bastante gótico...

-En efecto, es el único edificio gótico de Buenos Aires. Como no había nada en ese estilo en el país, y las autoridades de la universidad se habían encaprichado en tener una Facultad "gótica", el arquitecto, Arturo Prins, viajó a Europa y pasó un año estudiando catedrales. De ahí resultó este extraño monumento, que además quedó a medio hacer, como una pre-ruina, y ha dado origen a muchas leyendas. Yo no lo podía ignorar, en una novela que se pretende gótica.

-¿Comparte algunas opiniones con el narrador? Él afirma que es curioso que las frases que se dicen sólo porque suenan bien, terminen significando algo.

-Sí, la comparto. Parece frívolo, pero los escritores terminamos convencidos de que la elegancia de una frase bien torneada es garantía de un sentido pasablemente inteligente. Los juegos de la sintaxis son también los juegos de la inteligencia.

-Hay otras en que disentirá: en un momento se le hace patente la superioridad de la representación plástica sobre la literaria.

-Disiento, pero sólo por lealtad con el oficio de escribir, con el que me gano la vida. Como no tengo la sensibilidad que tienen los poetas para la lengua, y todo lo que se me ocurre cuando escribo se me ocurre en modo de imagen visual, debo hacer trabajosamente la traducción de esas imágenes a palabras, nunca me sale exactamente como debería, me frustro, me desaliento, y sobreviene la nostalgia del dibujo, con el que todo sería más fácil y gratificante.


César Aira: "Lo mejor que se puede hacer en La Noche de los Libros es entrar en una librería y salir con un ejemplar"

El escritor argentino pronunciará una conferencia en torno a "lecturas perdonables" dentro de la jornada dedicada al libro

César Aira: "El opio es como la escritura"

o    MATÍAS NÉSPOLO

·         22 MAY. 2018 14:52

El escritor argentino César Aira.

Adictivo e incorregible, César Aira supera con 'Pins' el centenar de títulos publicados

Lo más parecido que se pueda encontrar en el mundo real a la máquina de narrar que fabulara Ricardo Piglia en La ciudad ausente, su compatriota César Aira (Coronel Pringles, 1949) resulta un tanto esquivo. No se prodiga en su tierra, las entrevistas sólo las da en el extranjero. Y motivos para entrevistarlo no faltan. La máquina de narrar no tiene fin, no se parece a nada y siempre sorprende: el argentino siempre está un paso más allá. A ese ritmo continuado (escribe una página al día, a mano) no sorprende que en Buenos Aires celebren su centenar de títulos. «El escritor y gran amigo Ricardo Strafacce, que es un coleccionista de mis primeras ediciones y se jacta de haberlo leído todo, llegó a la cuenta de que el gran misterio era mi libro número 100», explica Aira. Pero se quita mérito, porque «eso contando plaquettes, libritos mínimos y ediciones de bibliófilo numeradas; los libros de verdad serán muchos menos».

Lo último, publicado en España por Literatura Random House, es Prinsla historia de un hipertrofiado y exitoso escritor de novelas góticas que, frustrado por las incombustibles exigencias del mercado editorial, lo deja todo y se entrega al opio. Eso para comenzar, con Aira ya se sabe, porque para hacerse con la droga (cuya dosis de color blanco marfil tiene el tamaño de una lavadora) el narrador deberá viajar a La Antigüedad -no queda claro si a la histórica o a la guarida del dealer- en el autobús 126, el mismo que suele coger a diario el autor en su barrio porteño de Flores y vivir en sus propias carnes una delirante aventura gótica.

«Pensé en las mitologías del opio y lo que yo llamo aquí las pagodas del olvido por De Quincey y por lo exótico, pero también por un hecho científico: es el mejor antidepresivo que existe», explica. «La misma especie de amapola da los dos remedios perfectos, el opio y la morfina, el antidepresivo y el analgésico, que, si la humanidad hubiese usado bien, seríamos más felices», completa.

Los paralelismos nunca son inocentes con el argentino, y como el prolífico autor de novelas góticas que narra y protagoniza esta historia se parece mucho a Aira que, a sus 69 años «ya no estoy para cederle el asiento a las señoras en el colectivo», dice, la referencia es obligada. «Con la edad he comenzado a tener etapas no digo depresivas, pero sí de melancolía, y este es el juego», confiesa. «El opio es como la escritura, el antidepresivo perfecto. Yo la uso como antidepresivo, pero también como alucinógeno, porque las dos cosas van juntas».

«La chispa original es siempre una idea de tipo Borges, un juego intelectual», explica. Sobre esa base trabaja con «algo más personal, no necesariamente autobiográfico, pero sí próximo», en busca de un «equilibrio» sin caer en «un crucigrama ni en lo sentimental o patético». En este caso, la idea de partida fue la de «un Pierre Menard que rescribe primer los clásicos de novela gótica y luego las novelas de segunda línea, hasta que se queda sin trabajo», explica el autor que leyó adrede el último clásico del género que le quedaba por conocer, Los misterios de Udolfo, de Ann Radcliffe, y «me sorprendió lo increíblemente malo que es», comenta jocoso.

Lo mismo dicen de él y de su incorregible método de escritura algunos de sus detractores, pero Aira sabe, sin asomo de soberbia, que no es cierto. «Escribo bastante bien, un maestro con el lápiz rojo no tendría gran cosa que objetarle a mi sintaxis ni a mi vocabulario, pero luego está la invención, el misterio y todo lo demás, en lo que no me meto». Algunos expertos comparan su programa narrativo con el gesto de Duchamp, pero prefiere explicar con Dalí su tendencia a «utilizar un lenguaje cada vez más estereotipado, lleno de clichés frases hechas que resulte transparente». «Joyce utiliza un lenguaje transformado y en estado de lava caliente para contar la vida de un señor común y corriente. Mi propuesta es la inversa, usar un lenguaje estereotipado y corriente para contar aventuras fantásticas», explica. «Así como Dalí necesitaba una técnica académica para pintar sus paisajes fantásticos, yo necesito un lenguaje lo más correcto y transparente posible para narrar mis elefantes con patas de mosquito».

En todo caso, lo que Aira persigue es la felicidad que sólo su opio le puede brindar. «Inventar, crear... La felicidad de escribir sin ambiciones literarias», dice, aunque sabe que la originalidad de su feliz narrativa lo ha consagrado. «Con la libertad de hacer lo que te da la gana también se puede alcanzar algún tipo de prestigio».


César Aira: En literatura hispanoamericana no quedan figuras de primer orden

EFEBilbao (España)29 abr. 2018

El escritor argentino Cesar Aira afirma que la literatura hispanoamericana vive un momento "flojo" en la actualidad porque "ya no quedan figuras de primer orden como había hasta hace unos veinte o treinta años", y que esta situación se enmarca en un "fenómeno mundial".

César Aira (Coronel Pringles, 1949), autor de más de 90 obras, de ellas más de 70 novelas breves, analiza la situación de la literatura contemporánea hispanoamericana en una entrevista con Efe con motivo de su participación en el Festival Internacional de las Letras de Bilbao, Gutun Zuria.

El también dramaturgo y ensayista, autor de títulos como "Ema, la cautiva" (1981), "Embalse" (1987), "Cumpleaños" (2001), "Parménides" (2006) y el reciente ensayo "Evasión y otros ensayos" (2017), mantiene que la literatura actual en habla hispana no le interesa porque "no hay buenos autores como antes".

Explica que, recientemente, estuvo de jurado en un importante premio internacional a la trayectoria de un autor hispanoamericano y los integrantes del jurado coincidieron en que "ya no quedan figuras de primer orden como había hasta hace unos 20-30 años".

"Ahora hay que buscar entre figuras de segunda línea y este es un fenómeno mundial, porque sólo basta con ver los premios Nobel (de Literatura) que se han dado últimamente, que han sido a figuras de segunda o tercera línea", lamenta.

Sobre la concesión del Nobel de Literatura al cantautor norteamericano Bob Dylan, Aira considera que fue algo "bastante disparatado" y "muy injusto con los escritores".

"Los músicos tienen sus propios premios y en un premio de la música no se lo van a dar a un escritor; sería absurdo", concluye.

Aira considera que "el problema de la literatura es que parece que se puede estirar por un lado y por el otro, por el lado del periodismo y por el de las letras de las canciones, pero con ello se pierde la especificidad de lo que es la literatura".

Advierte también de que "no hay que confundir la industria del libro con la literatura, que es un arte; el libro tiene muchas utilidades, pero la literatura es otra cosa".

"Actualmente literatura se hace muy poca, incluso en el género de la novela con esta moda de la autoficción con la que más que novelas son una especie de crónicas de la vida cotidiana de los autores que, por algún motivo, presuponen que a los lectores les interesa saber qué hacen durante el día", ironiza.

Cuestionado por los motivos por los que la literatura vive ese momento flojo, Aira opina que tal vez se deba a la idea de que "se necesite que haya tiempos malos para que las personas saquen de dentro lo bueno que tienen, mientras que esta vida conformista de consumo no da las oportunidades de hacer buena literatura".

Respecto a su interés por el arte, el escritor argentino, que en su país no concede más que una entrevista al año, revela que los estímulos para su creación literaria "han venido más de las artes plásticas, de la música y del cine que de la literatura propiamente dicha".

Preguntado por si con casi 70 años considera que ya ha escrito todo lo que tenía que escribir, como le ocurre al protagonista de su última novela, "Prins" (Random House), publicada este mes de abril, Aira niega que se encuentre en esa situación vital.

"Yo voy a seguir escribiendo siempre, pero lo que pasa es que siempre he escrito muy poco al día, una horita a la mañana y el resto del día, desde que dejé de trabajar, se me hace un poco difícil de llenarlo", afirma.


 

El escritor argentino acaba de publicar 'Prins' (Literatura Random House), donde experimenta con la metaliteratura: "Como discípulo de Borges, siempre he estado en ese juego de ver cómo funciona la literatura, cómo funciona lo literario de la literatura."

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Carlos Madrid

17 julio 2018

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El escritor argentino César Aira regresa al panorama editorial con Prins (Literatura Random House), una novela en la que el protagonista es un escritor de género gótico con pretensiones de gran escritor que decide abandonar su exitosa carrera y darse al opio. Una obra impregnada con el sello Aira o, como él mismo se autodefine, “con vuelos bastante barrocos”.

En Prins hablas de un autor de obras de género que es consciente del daño que estas provocan. ¿Querías hacer una crítica de ese tipo de literatura?

No lo pensé en esos términos, pero sí; esa literatura barata, como dice el propio protagonista, que satisface los gustos bajos del pueblo ignorante… Es algo que yo no comparto. El que quiera leer que lea lo que quiera. Incluso alguna vez he reivindicado esta literatura de género, en el sentido de que los que leemos alta literatura es porque estamos acumulando cultura, creándonos como sus personajes cultos, mientras que los que leen literatura basura la leen por placer. Son los auténticos lectores: no lo están haciendo por carrera de hombre culto. No tengo nada contra esa literatura ni contra ninguna otra. No sé si el personaje dice que la de género hace daño a la auténtica literatura, pero yo no lo creo. Va por otro carril separado. Mi obra va por otro lado.

¿Dónde la encajaría entonces?

Lo mío es literatura literaria. Alguna vez la definí como juguetes literarios para adultos. Juegan con los mecanismos de la literatura. Los escritores nos pasamos la vida hablando mal de la metaliteratura, pero al final tenemos que reconocer que la literatura es metaliteratura. Como discípulo de Borges, siempre he estado en ese juego de ver cómo funciona la literatura, cómo funciona lo literario de la literatura. Por eso no tengo ni voy a tener nunca un público lector: voy a tener lectores que van a irme a buscar a mí específicamente. Por eso no estoy en la mesa de novedades por el color de la tapa de mi libro. Y si me eligen por esto, se van a llevar una desilusión tremenda. Esta anécdota la conté varias veces y no me hace mucho honor. Una vez caminando por mi barrio un hombre me dijo: “Adiós, Aira”. Lo miré como pensando de dónde era y me dijo: “Usted no me conoce, soy un humilde lector”. Yo me quedé pensando en el adjetivo humilde. El que me lee a mí es un lector de lujo. Los humildes son los que leen a Isabel Allende, que van allí por el entretenimiento.

¿Funciona entonces su literatura como un ensayo? ¿Un ensayo encubierto?

Sí, hay algo de eso. Al mismo tiempo que uno escribe, está haciendo crítica literaria. Con el solo hecho de decir: “Quedó bien este párrafo”. De ahí salen esas ideas que se me van ocurriendo sobre la literatura. En general cedo a la tentación de poner mi idea ahí, adjudicándosela al personaje. Hay gente que me lo ha reprochado y otros que me lo han elogiado, así que hago el balance y sale empate. De hecho, cuando se publicó Continuación de ideas diversas, que son cosas que se me van ocurriendo, un amigo me comentó que no le gustó, porque no tenían el encanto que tienen dispersas por las novelas. Nadie queda contento.

Hay un momento en que el protagonista dice que está deseando terminar la novela para escribir un buen libro. Parece que eso trasciende al personaje.

Eso lo pienso yo muchas veces. Y alguien me hizo notar que está bien la insatisfacción que siento al terminar un libro. I can’t no get satisfaction. Esto puede ser una punta de melagomanía, de pensar que voy a llegar a escribir algo genial. Al final, en términos generales, he acabado bastante contento con lo que he hecho. Sin embargo, en términos puntuales, siempre he pensado que me ha faltado algo para hacerlo totalmente bien.

Es curioso que usted hable de gran literatura, cuando su lenguaje es de lo más convencional.

Sí. Mi lenguaje es muy convencional, por una necesidad que sentí muy intuitivamente. Esto es debido a que mi imaginación, mis vuelos son bastante barrocos. Por ello necesito que mi prosa sea lo más simple, para poder permitirme eso vuelos imaginativos. Si me pusiese a hacer juegos de palabras, sería un empaste bastante horrible. Muchas veces me comparé, descontando el genio, con mi admirado Dalí. Su imaginación volcánica lo llevaba a hacer estas figuras, pero para hacerlas necesitaba una técnica lo más académica, lo más clara posible. A mí creo que me pasa igual. Estoy notando que últimamente uso clichés, una prosa estereotipada, para que corra rápido, que sea transparente.

Huye de la prosa de los bestseller, donde abunda la metáfora, los giros del lenguaje… para atraer la atención del lector.

Sí, lo quiero simple y transparente. Tengo una imaginación muy visual. Para transmitir esto tengo que hacer uso del lenguaje más simple posible.

¿Dónde reside su preocupación a la hora de escribir?

Por un lado, la continuidad. Una vez dije: “Yo no escribo, yo hago transiciones”. Que una cosa lleve a la otra, doy saltos. A veces doy un salto brusco, pero es algo excepcional. Prefiero que todo se vaya hilvanando. Y mantener la verosimilitud. Eso puede parecer raro, con las cosas que escribo, pero sí, me preocupan muchísimo.

¿Cómo compaginas estas dos vertientes?

Por ejemplo: mi personaje puede salir volando. Pero si sale volando, tiene que haber una causa que explique bien el porqué. Una vez, en una novela de un escritor argentino que leí por masoquismo (risas), el personaje salía a la calle con chanclas y empezaba a llover. Y dice: “Uy, qué problema”. Y va a una tienda y se compra unas medias. Cuando leí eso pensé que algo tan absurdo nunca iba a pasar en una novela mía (risas). ¿De qué le sirven las medias con la lluvia? En mis novelas pueden pasar cosas mucho más raras, pero bien explicadas.

Estos vuelos de los que habla, esta irrealidad verosímil, ¿hace que sus novelas tengan fricción con el realismo mágico?

Sí, puede ser. El realismo mágico fue un globo que se pinchó demasiado rápido. Parece que toda esa literatura ha envejecido mucho. También son palabras: podría darse cualquier otro nombre a mi literatura. No me veo muy cercano a ese realismo mágico latinoamericanista. Autoexotismo.

Antes comentaba que hay claramente dos tipos de literatura. ¿Cómo definiría usted la culta?

La literatura barata es tranquilizadora, ya que en ella se encuentra lo que se espera. La buena venta de un libro va en la dirección de dar a la gente lo que se espera. Es la diferencia entre la alta y la cultura popular. La alta cultura es dar a la gente cosas nuevas. Lo veo más como proceso de aprendizaje, como algo optativo. Por eso es por lo que he criticado tanto, incluso públicamente, esas campañas para que la gente lea. Si en nuestra sociedad todo se va volviendo obligatorio, dejemos un nicho para lo optativo. Que lea el que quiera. Los libros de estudio vale, pero que no haya una presión social para que se lea.

A la gente no le gusta que se la desconcierte.

Toda la cultura popular se basa en la repetición y la abundancia. Esto hace que sea obligatoria y la alta, en cambio, optativa, hay que ir a buscarla. El reggaeton es obligatorio porque se escucha en los bares, en los autos que pasan… en cambio si uno quiere escuchar a Mozart, tiene que ir a buscarlo, y a veces son autores que son difíciles de encontrar.

¿Cómo encaja bajo estos parámetros la educación?

A mí me sorprenden estos chicos que toman clases en la universidad para pedir mejoras. Para mí el colegio y la universidad fueron ámbitos de relaciones personales, de divertimento… pero mi educación, esa me la busqué yo. ¿Cómo les voy a dejar a los profesores que me enseñen algo? Me parece una ingenuidad de los jóvenes. Me parece que todo el discurso educativo está falseado.

¿En qué sentido?

Creo que la educación no es algo que se da, sino que se toma. Incluso a través de la fuerza. Que se arrebata. Contra todas las resistencias de la sociedad. Pero mientras se tenga esa idea de que la educación es algo que se da, que los grandes le dan a los chicos, los que saben a los que no saben… el saber es poder y el poder nadie lo da. El poder se toma.

Hay un momento en el libro en que el protagonista habla de “las cicatrices del hábito de escritor”. ¿Cuáles son las suyas?

No recordaba haber puesto eso. Puede haber hábitos o tics de las escenas de su vida privada… el hábito mío tiene que ver con la enervación de mi brazo derecho por la lapicera. Sé que hay escritores que han tenido problemas. Yo de momento no. Parte del placer de escribir es sostener la lapicera, hacerla correr por el folio… por eso no entiendo a los que escriben en teclado. Los antropólogos dicen que el trabajo humano fue yendo desde adentro hacia fuera. Con la aparición de las herramientas se usó el brazo. Con la aparición de la palanca, fueron las manos. Con la aparición de los botones, la punta de los dedos. Ahora ya, hay cosas que se manejan con la voz o la mirada. El trabajo se fue yendo. Me quedé en un estadio superior al del botón. Creo que fue Rimbaud quien dijo que el siglo XIX fue el siglo de las manos.

Quizá sea este alejamiento del escribir a mano el que haya hecho que la palabra pierda fuerza, que se haya industrializado.

Cuando mis hijos hablan mal, siempre les digo: “No habléis como los políticos” (risas). El error viene de ahí. También de la televisión. En mi país se subtitula todo lo extranjero, y parece que este trabajo lo haga un analfabeto. La falta de los acentos es otro gran problema. Lo mismo el uso de las comillas, las cuales utilizan como subrayado. Una cosa rara que me llama la atención es la desaparición de las palabras por influencia de la televisión. Por ejemplo, en Argentina ha desaparecido completamente la palabra difícil; ahora se usa solo complicado. Es parecido, pero no lo es mismo. Hay cosas que son difíciles, como levantar una pesa de 120 kilos, que no es nada complicado. Poniéndome un poco viejo, no sé si antes se hablaba mejor, pero lo cierto es que se usa muy mal el lenguaje, que es muy pobre. 


 


César Aira: "Si alguien compra un libro mío por la portada está jodido"

El escritor argentino publica 'Prins', una insólita invitación a participar en un juego extraordinario, a viajar por su mente caleidoscópica, siempre impredecible, de la realidad más terrenal a la metafísica más desconcertante. 

 

El escritor argentino César Aira.- JAIRO VARGAS

MADRID

07/05/2018 21:00 ACTUALIZADO: 08/05/2018 06:30

JUAN LOSA

 @jotalosa

Cuenta el escritor César Aira (Coronel Pringles, 1949) que para él escribir consiste en empezar a hacerlo. No hay andamiajes que valgan ni estructuras o esquemas que guíen sus desquiciantes argumentos. Se trata simplemente de narrar, que no es poco. “Prefiero ir a la aventura partiendo de una idea lo más vaga posible”. De ahí el argentino va pergeñando una trama siempre impredecible, donde lo terrenal da paso a lo metafísico a golpe de párrafo.

Su último desvarío literario se titula Prins (Random House Mondadori), novela que toma como punto de partida la mirada alienada de un reconocido escritor de novelas góticas que decide abandonar definitivamente el oficio. Frustrado y amargado por haber permitido que sus aspiraciones literarias de juventud quedaran sepultadas bajo las exigencias del mercado editorial, decide dar un giro radical a su vida y entregarla al opio.

"A mí me lee el que de verdad quiere leerme, no suelo estar en la mesa de novedades"

“El opio tiene dos vertientes; una es la alucinógena y la otra la medicinal. Dos caras de una misma moneda que, en cierto modo, caracterizan también a la literatura; que son la imaginación y la felicidad que proporciona”. Sobra decir que el opio de Aira es la escritura. No en vano somete a sus personajes a lisérgicas peripecias cuyo hilo está plagado de empalmes a cual más insólito. “Más allá de las 70 páginas todo lo que hago es un ejercicio de estiramiento que me obliga a pensar nuevas situaciones, por eso mis historias quedan un poco descosidas, pero me gusta que queden así”.

Una huida hacia adelante cuyo punto de partida Aira sitúa a mediados de los noventa: “Hubo un momento en el que me liberé, rondaba los cuarenta y me di cuenta de que no tenía sentido seguir simulando ser un novelista como los demás novelistas, que podía hacer lo mío”. Lo suyo son esas novelitas-riada que rondan las 70 páginas y que el autor empezó a diseminar a través de pequeñas editoriales —algunas ya desaparecidas— que el autor bautiza como “bocas de expendio”; una red a la que ha ido encomendando su producción y que, según uno de sus más minuciosos coleccionistas, acaba de alcanzar este año los cien títulos publicados.

"Me di cuenta de que no tenía sentido seguir simulando ser un novelista como los demás"

El azar, la creación, el arte, lo real y lo ficcionado aparecen de forma recurrente en un corpus literario tan extravagante como sugerente. Una singularidad no siempre bien entendida que el autor evidencia sin paliativos: “A mí me lee el que de verdad quiere leerme, no suelo estar en la mesa de novedades y si alguien compra un libro mío por la portada está jodido”. Así las cosas, Aira recuerda con sorna la vez que incluyeron un título suyo en un coleccionable semanal de escritores argentinos contemporáneos: “Se montó tremendo revuelo, algunos lectores incluso me llamaban por teléfono para pedirme explicaciones”.

No es para menos, la prosa de Aira no deja indiferentes. Su secta gana fieles a cada nueva entrega y, dada su prolijidad —produce una media de dos novelas por año—, no cabe duda de que su legión de fans irá en aumento. Una intensa labor literaria íntimamente relacionada con el ensayo, género en el que no descarta incurrir cuando el libertinaje novelístico le pida un receso: “De vez en cuando me apetece hacer algo más serio, porque en el ensayo, al contrario que en la novela, uno no puede permitírselo todo, uno no puede ser un estúpido”.

El autor argentino, que acaba de publicar nueva novela, se muestra en desacuerdo con el Premio Cervantes, Sergio Ramírez: "Yo cierro los ojos a la realidad tranquilamente y no creo traicionar mi oficio"


 

 

MARTA GARCÍA MIRANDA

Madrid

25/04/2018 - 18:09 h. CEST

Acaba de publicar su novela 101, Prins, una historia delirante sobre un escritor de novela gótica que abandona la escritura para entregarse al opio. Al Opio, con mayúsculas. Aira, un clásico en las listas de favoritos al Premio Nobel de Literatura, reniega de cualquier cosa que le obligue a salir de su torre de marfil o abandonar su anonimato. Incluido el Nobel. Cree que "la lengua castellana no ha tenido muchos escritores universales que se lean fuera de las cátedras de literatura" y discrepa del Premio Cervantes, Sergio Ramírez: "yo cierro los ojos a la realidad y no creo traicionar mi oficio". También hablamos del apocalipsis zombi y de la lectura como salvación cuando uno es tímido y miope. 

 

Dice que sus novelas nacen de una idea más o menos improvisada, pero que suelen reunir al menos dos condiciones: suele ser rara y tener algo personal... ¿De qué idea rara y personal ha nacido Prins?

"La idea original de esta novela fue probar de trabajar sobre un género ya establecido, viejo y desacreditado como el de la novela gótica, con esos personajes estereotipados: el caballero malvado, la doncella tímida y sufriente, etc. Y tomarlo con cierta distancia, no escribir yo una novela gótica, sino hacérsela escribir a un personaje que ya las ha escrito y no quiere escribir más o no puede escribir más, y busca un sucedáneo, un modo de ocupar el tiempo en su retiro".

¿Hay en Prins una parodia del género o una parodia de su oficio?

"No diría parodia, en general trato de no hacer parodia de nada. La palabra sería ironía, tomarlo con cierta distancia y no tomárselo muy en serio, que es mi filosofía de vida".

Leyendo la novela me preguntaba si se habría divertido escribiéndola...

"Sí. Quizá la palabra no es exactamente diversión, sino placer, el placer de escribir, el gusto de escribir que para mí se ha vuelto, a lo largo de toda una vida, en parte de una rutina diaria, de mi metabolismo. Si paso un día sin escribir es un día perdido para mí".

¿Sigue encontrando placer en algo que se ha convertido en cotidiano, incluso en rutinario?

"Sí, sí. Justamente porque la escritura, tal como yo la practico, es algo que está en constante estado de metamorfosis, de cambio, y el placer está justo ahí, en hacer algo nuevo y distinto. Esa idea que necesito para empezar, una de las características que debe tener es que tiene que ser distinta a todas las ideas que he tenido antes. Al contrario de volverse rutinario o burocrático, se vuelve renovador para mí".

¿Nunca ha tenido miedo de no ser capaz un día de encontrar esa idea distinta a todas las anteriores?

"No, no, porque me he acostumbrado a que cuando termino un libro, un relato, una novelita quedo en blanco por el momento y digo ahora quizá no se me ocurre nada, y al día siguiente se me ocurre algo. Caen del cielo esas ideas de la nada, de, no sé, una palabra, una asociación de ideas, algo que leo, que miro, que oigo en la calle. Así que ya estoy seguro de que siempre va a haber algo".

¿De qué se alimentan sus ideas?

"Lo primero y lo principal es la lectura. Creo que los escritores nos alimentamos de nuestra segunda personalidad, de nuestro Clark Kent secreto de lector. Las ideas pueden venir de cualquier lado, de la televisión, de lo más trivial, de una conversación. Pero la lectura es lo que nos da el estímulo de seguir lo que estamos haciendo, visto del otro lado. Yo estoy muy agradecido a la lectura porque ha sido la salvación de mi vida. El chico tímido y miope que era se refugió en los libros, como es tan habitual, y terminó siendo un escritor que hacía esos libros para que refugien otros en ellos".

¿Qué leía su primer Clark Kent lector?

"Eso fue variando con el tiempo. Pero empecé leyendo libros de aventuras, cómic, lo que ustedes llaman tebeos, que fueron mi pasión de niño, pero también libros de piratas. Siempre recuerdo que la primera gran lectura que hice con 10 u 11 años fue la saga de Sandokán, de Salgari. Me leí los 21 tomos, los 21 gruesos tomos (risas) y Julio Verne, todo eso. Pero muy pronto, de adolescente, con 14 o 15 años, descubrí el otro nivel que tiene eso, que es la literatura propiamente dicha, la literatura como arte, y lo descubrí con Borges. Y, a partir de ahí, ya me volví un lector exigente, quisquilloso".

En España ya no decimos tebeos, sino novela gráfica...

"Ah, novela gráfica. Tengo interiorizado ese mundo. Ahora no me gustan las nuevas novelas gráficas, pero mi hijo es dibujante profesional para estas editoriales norteamericanas, Marvel, DC... Me río porque cuando le pregunto en qué está trabajando siempre es lo mismo, hay cuatro elementos que se repiten siempre: zombis, extraterrestres, mutantes y nazis. Son esos cuatro elementos, que a veces se combinan y a veces son nazis mutantes, zombis extraterrestres o, a veces, son las cuatro cosas juntas (risas)".

Las cuatro cosas juntas debe ser el infierno...

"Sí, sí, es un infierno. Él es un excelente dibujante pero, lamentablemente, no hace un trabajo creativo, es un mercenario de la novela gráfica".

¿No le han propuesto nunca trasladar a cómic alguna de sus novelas?

"Sí, ha habido alguna propuesta, pero no me interesa. Incluso mi hijo, cuando le reprocho que no hace nada creativo, me dice: ¿por qué no me escribís un guión? Pero no, no se me da eso, yo ya estoy en mi formato, el de la escritura propiamente dicha".

¿Cuánto hay de Borges en esta novela, en Prins?

"Hay mucho, mucho general como lo hay siempre, y algo muy puntual, que es el cuento famoso de Borges, 'Pierre Menard, autor de El Quijote'. Aquí, mi personaje es una especie de Pierre Menard, que escribe los clásicos de la novela gótica".

¿Ha leído El Quijote?

"Por supuesto, más de una vez. El Quijote, que fue el deslumbramiento de mis años de estudiante, pudo haber sido mi entrada al mundo académico. Cuando acabé la facultad, estudié Letras en la Universidad de Buenos Aires, una profesora que me tenía mucho aprecio me adscribió al Instituto de Filología para que hiciera una tesis sobre El Quijote. Había elegido un tema que era El Quijote como novela dialogada y empecé a tomar notas, pero hubo un momento en que dije, no sé... Yo ya estaba trabajando, ganaba bien, y el mundo académico pensé que podía esterilizarme. Habría sido un buen investigador, un buen historiador de la literatura, pero preferí alejarme de eso y escribir mis libros".

¿Nunca ha pensado en enseñar?

"No, para eso no sirvo. Creo que no sirvo. No se me da bien lo oral".

El pasado lunes, al recibir Premio Cervantes, el escritor Sergio Ramírez dijo en su discurso que un escritor que cierra los ojos a la realidad está traicionando el oficio. ¿Está de acuerdo?

"No, no estoy de acuerdo, yo cierro los ojos tranquilamente y no creo traicionar mi oficio".

¿Por qué cree que se da por hecho que un escritor de literatura tiene que estar comprometido con la realidad social y política que le rodea?

"No me lo explico, ¿por qué, por qué será? Seguramente para ganar premios. A mí, mis compatriotas me están reclamando que haga un perqueño esfuerzo, a ver si me dan el Premio Nobel y el pequeño esfuerzo sería ponerme a hablar de los derechos humanos, de la democracia... Pero no estoy dispuesto a hacerlo".

¿Porque esos asuntos no le interesan o porque no hablar de ello responde a una decisión ideológica?

"Sí, yo vivo en mi torre de marfil, con mis libros, la poesía, las artes. Creo que tengo derecho a elegir".

No me creo que no le interese lo que le rodea...

"Me interesa, pero muy mediocremente. Nací así, hay cosas que no me interesan. La política y el fútbol le interesan a todo el mundo, a mí no, no me siento culpable en tanto que lo que me interesa a mí no le interesa a casi nadie, así que compensamos".

¿Vota?

"No, hace muchos años que voto en blanco. El voto en la Argentina es obligatorio, así que voy para hacer algo distinto un día cada dos años y pongo mi sobre vacío".

¿Se imagina la vida sin literatura, sin escribir?

"No, no. A estas alturas ya no. Treinta o cuarenta años atrás, siendo joven, podría haberme puesto a pintar. Me atrae el mundo de las artes plásticas, pero ahora ya no. Entre otras cosas porque aprendí a escribir y lo hago más o menos bien así que, por qué ponerme a pintamonas si puedo ser un escritor más o menos decente".

Tiene usted una imagen de escritor referente para muchos autores jóvenes en su país... ¿Le interesan los jóvenes?

"Busco siempre, lo que pasa es que encontrar un buen escritor, un escritor realmente bueno... No es como estos periodistas culturales que están encontrando un genio por semana. Un escritor realmente bueno aparece una vez cada cincuenta años, así que no hay que hacerse tantas ilusiones. Pero leo muchas dos primeras páginas de casi todo lo que se publica y de vez en cuando encuentro algo que me atrae. En cuanto a consejos, no los doy nunca, sobre todo porque en nuestro oficio, en la práctica de la escritura o en cualquier arte, el camino tiene que hacerlo cada uno a su modo y un consejo puede ser hasta perjudicial".

En Prins, su protagonista dice que "la sociedad sobrevive gracias al malentendido"...

"(Risas) ¿Digo eso? No me acordaba, pero lo he dicho más de una vez. Una vez hice como una especie de teoría de que la literatura va del sobrentendido -que es cuando uno escribe y uno sabe de más de lo que está escribiendo-, al malentendido, que es lo que hace el lector, pero sobrevolando, sin tocarlo, el entendido. Ahí está la riqueza de la literatura porque entender, simplemente entender, sería transmitir una información (hoy llueve, mañana va a hacer sol) pero la literatura es algo más que información y ese algo más está en el sobrentendido y en el malentendido".

¿Piensa en el lector o le da igual?

"Sí, bueno, pienso en el lector que soy yo. El lector que soy yo es el control de calidad de lo que estoy escribiendo".

¿A qué escritores españoles sigue o lee con interés?

"A Cervantes".

Hace bastante que Cervantes no publica...

"Sí, sí, y lo último que publicó, qué desastre dios mío, ese Persiles y Sigismunda... Yo lo había leído en la facultad y me había parecido que tenía cosas que se podían salvar, pero me dio por releerlo hace dos o tres años y no pude, directamente. Qué cosa curiosa, un genio tan extraordinario como el que escribió El Quijote que pudiera ir a esas simas, con s".

¿Y posteriores a Cervantes?

"Creo que la mejor literatura en lengua castellana se fue a América, ¿no? Grandes poetas, César Vallejo, en fin, y Borges. Por algun motivo, la lengua castellana no ha tenido muchos escritores universales, que se lean en todo el mundo, que se lean más allá de las cátedras de literatura".

Si le dieran el Premio Nobel en 2020, como vaticinó Carlos Fuentes en una de sus novelas, sería muy literario...

"Creo que complacería mucho a mis compatriotas, los argentinos somos mucho de ser el número uno. Ya tenemos a Messi, al Papa (risas)... Nos faltaría..."

¿Reconoce cierta vanidad en estar ahí, cada año, en la lista de favoritos al Premio Nobel?

"Para mí no significa nada, para mí sería un problema grave ganar uno de esos premios importantes porque volverse una figura pública, perder el anonimato, que cuando salga con la bicicleta la gente me señale con el dedo... No, no, sería horrible. Mantengo mi anonimato lo más que puedo, sobre todo porque nunca he ido a la televisión. No es que cometa crímenes y haga cosas feas y por eso quiera mantenerme anónimo. Pero quiero mantenerme anónimo aun haciendo cosas buenas".


 

 

 

LA TRAGEDIA DEL CÓMICO J.C. Fe en el sonajero: fe. Inverso, Bajo la sombra de la anécdota histórica Como fantasma inmundo Correrá por suerte el agua De las fundaciones legítimas, legítimas... Osvaldo Lamborghini, “El divorcio” (1981) Ahora mismo, César Aira presenta cuatro novedades. Una novela para, de momento, lectores españoles: Las noches de Flores (Mondadori; es de prever que la publicará próximamente Sudamericana); un ensayo, Edward Lear (Beatriz Viterbo); la edición de la poesía de Osvaldo Lamborghini, bajo el título de Poemas 1969-1985 (Sudamericana); y una exposición de obra gráfica en el local de Belleza y Felicidad (Buenos Aires). Pero la política de dispersión y sobreproducción que practica Aira precisamente como antipolítica, en clave surrealista, hace posible que entre la redacción de estas líneas y su publicación, por poco tiempo que pase, se produzca un desfase casi inevitable. “Como tantos cómicos, era un melancólico y un misántropo”, dice César Aira en algún momento de Mil gotas, uno de los dos relatos que ha publicado en Eloísa Cartonera. Aunque en Argentina publique sobre todo con Beatriz Viterbo, que está re-editando algunos de sus títulos más emblemáticos (por ejemplo, Un episodio en la vida del pintor viajero), en Simurg se encuentra Las curas milagrosas del Doctor Aira, e Inter-Zona prepara el lanzamiento de otro libro suyo y probablemente Eloísa Cartonera en cualquier momento recibirá otro original. En toda colección cuyo diseño le atraiga quiere tener un libro. En Cumpleaños (Mondadori), el autor nos invitaba a convivir con su conciencia durante una semana de visita al pueblo donde nació; el detonante del relato es el hecho de que, al poco de cumplir medio siglo de vida, se ha dado cuenta de que estaba equivocado respecto a uno de esos datos que nos protegen del caos del mundo. Ha descubierto, con estupor, que la sombra de la Luna no es producida por la Tierra. La obra de Aira está llena de esas pequeñas iluminaciones, de datos de índole diversa, de comentarios tangenciales, a veces incluso eruditos. En una proto-combinatoria sin un gramo de matemática, esas digresiones cultistas se entrelazan con fragmentos de realidad y, sobre todo, con cadenas de disparates y caprichos, más cercanos al delirio de Dalí que a la crítica ilustrada de Goya. En El Congreso (Tusquets Argentina) el plan de clonar a Carlos Fuentes con el objetivo de dominar el mundo con un ejército de intelectuales “superiores”. En Mil gotas la aventura pornográfica de una de las mil gotas de pintura en que se desintegra “La Gioconda” y el Papa Juan Pablo II, a quien la gota abandona, vestido de blanco, frente al altar. La lectura en paralelo de La luz argentina (1983), su tercera novela, y Mil gotas (2004), uno de sus últimos trabajos, revela que el examen de las repercusiones textuales que puede generar un conflicto entre elementos opuestos ha preocupado al escritor durante dos décadas. En La luz... era un matrimonio entendido como pareja de personajes antitéticos en espera de un hijo que unifique sus contradicciones últimas; en Mil Gotas el delirio argumental conduce a la fornicación salvaje y cósmica de Perspectiva y Gravedad. En el universo Aira el sexo y la pasión son los motores primeros. Y no engendran otra cosa que literatura, en artefactos narrativos que se complacen en mostrar sus tornillos y defectos de fábrica, su naturaleza de artificio. Y de procedimiento. El ensayista Aira, detective salvaje, persigue siempre entender cómo funciona el engranaje. En el caso de Edward Lear , mediante el análisis -otra vezde los mecanismos de la traducción y del realismo, relacionados en esta ocasión con la poesía, cuya música obsesiona a nuestro autor. Por eso no es de extrañar que su nombre figure como responsable de la edición de la poesía de Lamborghini, otro neosurrealista buscador de formas, que escribió: “La locura consiste en conocer (con trolo) el origen del discurso”. En anclaje a Argentina y sus escritores (Borges, Pizarnik, Copi, Arlt) es inevitable. “Argentina, el país de la representación”, dice el narrador de Mil gotas . Entonces se levanta el telón de la puerta y entra en el café Pizza Pizza, del Barrio de Flores, un cincuentón peterpantesco (pantalones cortos, cinturón, remera verde de boy scout), que enseguida se sienta frente a mí y empieza a hablar sobre Eloísa Cartonera, Las noches de Flores o Kafka, que habla combinando la lucidez con miradas extraviadas y medias sonrisas de apariencia ingenua. Cuando al final de la entrevista suelte una carcajada al escuchar que le piden la opinión del Doctor Aira, pensaré en la segunda acepción de misántropo (“de humor desapacible”) y en la tragedia de los cómicos y en lo ridículo que es, al fin y al cabo, que los que escribimos nos obstinemos en querer convertir a las personas en personajes de tragedia o de comedia, en este mundo tragicómico que unos y otros no tenemos más remedio que habitar.


 

César Aira (en español) byMaría Moreno

 

Courtesy of New Directions.

Esta entrevista es la versión original de la publicada en BOMB 106 en traducción al inglés.

La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez. El procedimiento tutor que Aira utiliza es siempre el mismo, es algo que él ha practicado desde su infancia y que sigue practicando: leer exhaustivamente cada autor, cada género, cada período, cada país, como si se pudiera tenerlos a todos, hasta lograr un archivo tan basto y heterogéneo que se vuelva inconsultable, hasta que la huella de cada lectura quede borrada por la yuxtaposición de las otras. A Aira le gusta todo y escribe en consecuencia. Aira nunca acepta ser interrogado en su país de origen —y rara vez lo hace en el exterior— ya que se reserva la invención literaria, la originalidad, precisamente para su propia literatura. Habría en Aira un sueño de autonomía: todo dentro de la obra, nada fuera de ella, y como decía Roberto Arlt “que los eunucos bufen”. A veces tienta resumir el dispositivo Aira de la manera más simple: escribir asociando desde la última línea escrita el día anterior, plantar en la obra un inverosímil y volverlo verosímil. Es algo tan simple como el recurso del guardián de “La carta robada” de Poe, como si Aira simplemente hubiera cumplido sin esfuerzo el sueño infantil de escribir novelas en serie como las que tenían de personaje a Sandokán o el sueño juvenil de ser como Borges. Hay pruebas de que lo complejo puede tener una solución simplísima: Joseph Conrad dice con razón en algún lugar de su correspondencia que el Titanic se hubiera salvado con sólo colocar una suerte de almohadilla de suspensión en la proa. Los movimientos físicos de Aira son una cita de Borges (cuando se distrae, cuando responde preguntas). Es la misma voz vacilante, la misma mirada huidiza, y eso que Aira no es ciego sino todo lo contrario: un miope que se acerca a cada objeto hasta conseguir la visión de un naturalista. A la influencia la tiene fuera de su literatura, en el propio cuerpo. Enumerar su obra excedería el largo de esta introducción y ocuparía parte de la entrevista. En los títulos elegidos va mi gusto personal: Ema, la cautivaEl vestido rosaLa liebreLa pruebaMadre e hijoLos dos payasosLa trompeta de mimbreCómo me hice monja; Las tres fechas; El tilo; Yo era una chica moderna; Yo era una niña de siete años; Copi; Alejandra Pizarnik; Diccionario de autores latinoamericanos; Un episodio en la vida del pintor viajero; La cena; La vida nueva; y Las conversaciones.

César Aira Viví en Pringles hasta los 18 años y luego seguí la historia clásica en las novelas de Balzac del joven que va a la gran ciudad. Me vine a Buenos Aires con la excusa de estudiar derecho, cosa que fingí durante dos años.

María Moreno Siempre es un misterio cómo empieza el deseo de leer en hogares en los que no hay libros o en el ámbito de un pueblo sin ninguna marca cultural.

CA Sé que empecé a leer en algún momento novelas de Emilio Salgari, el escritor decimonónico italiano que fue un pionero de la ciencia ficción y las novelas de aventuras, así como las que en aquel entonces se llamaban “revistas mexicanas” (historietas que se traducían en México antes de ser distribuidos en Sudamérica). Llegué a tener una colección bastante completa de La pequeña Lulú que luego regalé y volví a armar. Hay un libro sobre Robert Crumb que dice que a él también le gustaba La pequeña Lulú. Salgari me interesaba por el hecho de que escribía novelas que se continuaban. De la serie de Los piratas de la Malasia con Sandokán como protagonista había 20 y pico de novelas—Los misterios de la Jungla NegraEl misterio del RaimangalEl Rajah de Sarawak—y me gustaba esa continuidad.

MM ¿Qué te gustaba de La pequeña Lulú? Se suponía que era una lectura de nenas. Las revistas mexicanas parecían tener claro el público de uno y otro género: por supuesto había algunos personajes neutros como Elmer el Gruñón, que era bastante poco épico. ¿Vos estabas del lado de Lulú o de la pandilla del Oeste?

CA Me interesaba el erotismo relacionado con la violencia ejercida sobre la parte inferior del cuerpo, el “spanking” (tan importante en Crumb también), y el club de hombres.

MM Con ese cartel que decía “No se admiten mujeres”. Creo que marcó mi vida de otra manera. ¿Te acordás de Alicia y de la bruja Ágata?

CA Lulú le contaba cuentos a su amiguito Memo, cuentos sobre la bruja Ágata (Witch Hazel en el original inglés: una especie de juego de palabras con el nombre de un arbusto). Lo que tenían de fascinante esos cuentos era que repetían, en clave de fábula, los incidentes cotidianos de la vida de los chicos. En general, esa historieta tenía una elegancia narrativa que siempre admiré; la tienen también las películas de Woody Allen y las de Almodóvar.

MM Recuerdo un episodio en donde Alicia está peinando a su muñeca y le pregunta a Lulú: “¿Sabés por qué los cabellos de mi muñeca parecen de alambre? Porque son de alambre”. Era un humor extraño para chicos. Decís que volviste a armar la colección. ¿Sos coleccionista?

CA Nunca fui coleccionista salvo con la filatelia, como todos los chicos. Siempre me resistí porque pienso que tengo como un gen peligroso que podría llevarme a la colección.

MM A lo mejor sos un raro coleccionista de tus propias novelas.

CA Puede ser, porque siempre edito en editoriales pequeñas y entonces es como si le propusiera al lector buscar la figurita difícil, darle un poco de suspenso porque no le va a ser tan fácil conseguir un libro mío. Hubo una época en que quise tener libros en cada editorial, con esas tapas tan lindas de Anagrama, Tusquets, Alfaguara, Mondadori…. ¡Pero no! Me dedico a esas editoriales independientes casi clandestinas. Pero a las revistas mexicanas las coleccionaba, y tenía toda una barra de entusiastas como yo. Después me fui aislando de esa homogeneidad de amiguitos. A los 12 o 13 años ya me había hecho un lector asiduo. En el pueblo, si bien no había librerías y en mi casa no había libros, había una biblioteca municipal y otra fundada por un médico que eran muy buenas. En esa época, fines de los 50 o principios de los 60, no existía la industria del best seller, del entretenimiento barato y popular. Lo que leí era todo bueno. Sacaba algún libro en préstamo o me quedaba leyendo hasta tarde. Al día siguiente volvía. Y no tenía a nadie para comentar lo que leía.

MM Arturo Carrera iba a las mismas bibliotecas. Te detectó como lector porque un día fue a pedir algo de Kafka y lo tenías vos. Para él era el primer libro de Kafka, pero vos ya habías recorrido toda la serie.

CA Mi contacto intelectual con Arturo empezó en la adolescencia, pero él es un lector distinto. Yo soy un lector narrativo que va a buscar la historia y él, un lector poeta que busca la palabra. Yo le recomendaba a Arturito una novelita de Balzac, él la leía un poco a regañadientes, y después me decía: “¡Me encantó la parte en que dice ‘la cucharita salada’!”

MM En Cómo me hice monja contás un episodio en donde un personaje que bien podría ser Arturo le muerde, a través de una nariz de cartón, la verdadera nariz al niño Aira.

CA Arturito efectivamente me mordió la nariz. Yo tenía una semana de vida, él 11 meses y ya tenía dientes. Ha sido una larga amistad, de hecho, no podría haber sido más larga, a pesar de haberse iniciado de modo tan agresivo.

MM A veces has dicho que decís ciertas cosas “porque suenan bien”. ¿Te interesa realmente el relato?

CA Nunca me interesó la sensualidad de la palabra. De hecho, lo que escribo es con el tono más claro, más neutro posible. Trato de que la prosa sea casi transparente. Eso a la larga puede crear un estilo y una forma de sensualidad en la cadencia, en el ritmo.

MM En el ensayo “La otra escritura” decís que te anotarías en una vanguardia que intente recuperar el gesto del aficionado: la invención.

CA No tengo pasta de vanguardista, me gusta demasiado la literatura convencional. Deliberadamente quiero crear lo nuevo, pero instintivamente sigo amando lo viejo. Últimamente estoy cediendo a la tentación de la relectura. Un signo de la edad. En la relectura encuentro un placer multiplicado; leo libros que leí hace 40 años. Antes releía poco porque, como tengo buena memoria, a veces intentaba releer algo y lo tenía demasiado presente.

MM Lo reconocías.

CA Totalmente. Ahora tengo que hacer un esfuerzo para leer algo que no he leído porque, si tengo que elegir en iguales condiciones, prefiero que sea algo releído. Hace poco leí —era una de esas lagunas que a uno le quedan hasta un día de lluvia— Los hermanos Karamasov. Cuando uno lee se hace su propia novela; le encontré todos esos excesos del grotesco, las puestas surrealistas, no tanto la parte místico/moral. Como nunca di clases ni hice crítica siempre leí por leer. Pero tengo mi sistema: cuando empiezo por un autor lo leo todo. No porque me obligue sino porque naturalmente quiero leerlo todo y, después, una biografía, estudios sobre él, autores que leyó, sus discípulos. Es la manera de hacer de la lectura algo orgánico. Hay gente que lee por capricho o por curiosidad o porque le gustó la tapa de un libro y termina no construyendo nada. Yo pensaba que hace un tiempo estaba de moda este asunto de la búsqueda de las influencias y me puse a preguntarme por qué yo nunca, leyendo y escribiendo tanto, había sentido ese temor de estar contaminándome con alguien.

MM O robando.

CA No por evitarlo, sino por lo contrario. Dejo que me influya todo, sólo que parto de que todo se diluye. Esa angustia puede sentirla alguien que lea un solo libro o que se fascine con un solo autor. Pero si se va saltando de un autor a otro, época, género, todo termina diluyéndose.

MM Pero seguramente tendrás la marca de algún contemporáneo como Osvaldo Lamborghini.

CA Antes de publicar, siendo chico, estuve rodeado de gente que me consideraba un gran escritor. Se empecinaban en que publicara y me presentaban editores, cosa que yo saboteaba porque ya estaba muy satisfecho con mi consagración (por ahí publicaba un libro y veían que no era tan bueno como ellos se pensaban). Creo que tengo la marca exclusivamente de Osvaldo, por la relación que tuvimos, la personalidad de él, la diferencia de edad que teníamos. Todo eso sigue muy presente para mí. Muchas veces pienso “¿Qué diría Osvaldo de esto?” y, a veces, escribo en contra. No es cuestión de ser tan servil a los fantasmas. El otro día me estaba acordando de él porque pasé por la esquina de Córdoba y Pueyrredón en donde antes había un barcito que se llamaba Tobas. En ese barcito nos encontramos por primera vez a solas —yo en ese entonces tendría 22, 23 años— y me pedí un gin tonic, no sé por qué, nunca tomé alcohol y no tengo ninguna resistencia para beber. Debe haber sido por hacerme el interesante. Osvaldo estaba tomando un café; después, en todos nuestros años de amistad, él se acordaba de ese momento en que pensó: “Éste es de los míos”. p(aa). Me acuerdo que una vez —yo no había publicado nada todavía— él me dijo: “Vos sos un gran escritor”. Entonces, otro día, me lo quiso especificar mejor y me dijo: “Vos sos un gran escritor, pero no como estos escritores sino como Tomas Mann o Borges”.

MM ¿Y qué querría decir?

CA Hasta el día de hoy me lo sigo preguntando.

MM Pero hacés la apología de la vanguardia…

CA No soy del todo sincero ahí. “Vanguardia” es una palabra militar y, para ser un verdadero vanguardista, hay que tener una decisión de destrucción. Yo trato de construir. Por ejemplo, desde siempre la poeta Marianne Moore fue un modelo para mí, y todo lo que no era tan estricto, mecánico y “aloof” como lo de ella me parecía sentimental, patético, efectista. Pero últimamente, no sé si por el natural reblandecimiento de la edad, he empezado a apreciar a poetas más “humanos”, como Elizabeth Bishop. Y no es que ahora aprecie menos a la Moore; en realidad estos cambios de gusto en mí no me asombran. Soy ecléctico. Me las arreglo para que, tarde o temprano, llegue a gustarme todo lo que leo, o casi todo. Últimamente me dediqué a John Ashbery. Había leído los viejos libros de él y no me habían parecido nada en especial, hasta que, hace poco, encontré en una revista norteamericana un poema y vi que había evolucionado hacia la locura. Había capturado esa atmósfera de los primeros poetas surrealistas, entonces me gustó.

MM Escribiste sobre Roberto Arlt. Te prendiste en la invención contemporánea de Roberto Arlt.

CA Quizás no sea tan bueno como nos obligamos a creer. Tenemos a Borges y eso nos obliga a buscar a otro, para decir que hay algo más. Pero nunca he hecho una obligación de leer literatura argentina por ser argentina. Creo que los lectores nos adelantamos a la globalización. Al no tener que dar clases como otros escritores, si en una época tenía que elegir entre leer al argentino Groussac o a Proust, podía leer a Proust. Para mí, tanto la lectura como la escritura tiene que ver con la libertad que no tenemos en nuestra vida social. Soy un hombre de libros, pero eso no significa que esté descolgado de todo el resto. Una vez estaba en un avión con un crítico literario; íbamos a un congreso de literatura y de pronto vi que en un asiento cerca estaba Robert Duvall. Se lo dije y él me contestó: “No conozco a ningún Duvall en este congreso”.

MM Vos estás informado.

CA Hasta de la guerra de las vedettes.

MM Sé que mentís y, encima, decís que mentís de acuerdo a la invención del momento. En las entrevistas insistís con que escribís a diario, pero muy poco.

CA Para mí la escritura siempre ha sido un gusto, una continuación del sistema de lectura. Escribo poco porque se da así, porque escribo muy lento y voy pensando cada palabra, cada párrafo. Tengo todo un fetichismo del papel, los cuadernos, la lapicera. Uso cuadernos de papel muy bueno, liso, sin renglones ni cuadriculado, con espiral. Hay un señor de la Casa Wussmann que me los provee. Wussmann fabrica los billetes para la Casa de la Moneda. Los billetes se imprimen con sistema de seguridad en un lugar cerrado. Antes, la casa Espasa Calpe imprimía dólares. Compro papel en Wussmann porque la calidad que encuentro ahí hace que la tinta corra bien. De este modo muestro mi vocación frustrada de artista plástico: para mí escribir tiene algo de dibujar, por la elección de los materiales, pero, sobre todo, porque, como lo que yo escribo siempre tiene un componente visual, haría como un dibujo escrito que después desaparece porque se transmuta.

MM Que la tinta corra pero vos sos lento…. O bien, cuando lentamente llegás al texto ¿la tinta tiene que fluir?

CA ¡No quiero sumar dos lentitudes! La Montblanc, que es la lapicera que uso habitualmente, se carga con cartuchos de tinta negra. Ayer andaba por la Recoleta y pasé por la casa Vuitton porque tengo una lapicera Vuitton y ellos tienen unas tintas buenísimas. Compré una caja de cartuchos. Me gusta que la tinta sea fluida y brillante.

MM ¿Qué permanezca un poco húmeda y se pueda borronear? ¿Una tinta con suspenso?

CA Eso no pasa si es un buen papel. ¡A veces me llevo cada sorpresa! ¡Pero estábamos hablando de que yo no me ocupo de la sensualidad de la palabra! En mi caso, quizás no se trate de buscar la sensualidad sino la elegancia.

MM Elegancia en la lentitud, sos como los dandies y las tortugas. Si te miro escribir ¿no veo que tu mano va de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sino que escribe una frase y se detiene?

CA Totalmente. Por eso me gusta escribir en los cafés. Ahí escribo un poquito, paginita, paginita y media diarias, levanto la vista, miro gente, cosas…. Tengo que tener una mezcla de concentración y distracción. He probado escribir sólo en casa, pero no me funciona tan bien. Ahí veo la pared, lo que veo siempre. Vuelvo del café, paso a la computadora y arranco la hoja.

MM ¡Che! ¿Y la crítica genética? ¿La crítica basada en el origen de una obra y sus mutaciones subsiguientes?

CA Es curioso, ahora que me lo hacés pensar, yo sostengo que, en el trabajo literario, o artístico en general, lo que vale es el proceso, no el resultado. Y, sin embargo, me ocupo de borrar metódicamente las huellas del proceso, haciendo desaparecer todas las notas y manuscritos. Quizás no sea contradictorio, si la intención es hacer que todo sea proceso, sobre todo el resultado, y que nada distraiga de eso.

MM ¿La escena del café irrumpe en el texto?

CA A veces sí. Las cosas que pasan en el día, los accidentes. Si en el café donde estoy escribiendo entra un pajarito (una vez pasó), entra también en lo que estoy escribiendo. Aunque a priori no tenga nada que ver, a posteriori yo lo hago tener que ver.

MM ¿Cómo?

CA Por ejemplo, si estoy escribiendo una escena conyugal, una discusión de marido y mujer en una casa con puertas y ventanas cerradas, hago aparecer el pajarito revoloteando entre los muebles, y me las arreglo para darle una justificación. Podría ser un pajarito mecánico fabricado por un ingeniero que fue el primer marido de la mujer, y que su actual marido creía muerto. Pero el ingeniero ha fingido su muerte para escapar de la justicia (inventó unas palomas mecánicas asesinas), sigue vivo con una identidad falsa, ella lo ha descubierto y lo está chantajeando…. Eso o cualquier otra cosa. A pesar de toda mi admiración por el surrealismo o el dadaísmo, nunca me gustó la mera acumulación de cosas extrañas. Para mí todo tiene que estar cosido de modo convencional. Siempre se me ocurre algo, y lo que se me ocurre cambia el curso del argumento, y como al día siguiente pasa alguna otra cosa en el café, el argumento vuelve a cambiar de rumbo. Esa marcha sinuosa de mis novelas me resulta más interesante, más “escribible”, que un argumento en línea recta.

MM ¿Sos capaz de interrumpir una escena o no parás de escribir hasta terminarla? Por ejemplo, esa escena impresionante de Un episodio en la vida del pintor viajero en donde al pintor, que va cabalgando bajo una tormenta, le cae un rayo tras otro…

CA No creas. Paro.

MM Hay una descripción detallada del hombre que queda, a pesar de la tormenta, montado en el caballo. El pelaje magnetizado del animal —no sé si esto es muy científico— hace de imán, y al final el hombre cae y queda colgado del estribo por un efecto de “elongamiento eléctrico” que tampoco sé si es científico. ¿No es una escena muy “alta” para parar?

CA Uno de los pocos buenos consejos que dio Hemingway —a él seguramente se lo debe haber dado otro— era no seguir escribiendo en una jornada hasta agotar todo lo pensado, sino interrumpir en un momento en que uno sabe cómo seguir. De ese modo se evita, al sentarse a escribir al día siguiente, el “síndrome de la página en blanco”. Es bastante obvio, como todos los buenos consejos. En general, desconfío de los consejos de escritores sobre el oficio, porque la literatura es una actividad tan rara, tan personal, tan particular, que nunca se va a ajustar a ninguna generalización. Después de todo, el primer y último mérito de un escritor es ser distinto. Entonces yo voy un poco como Schehrazada que al día siguiente sabía cómo iba a seguir. Llego al final de un episodio y de algo que tenía pensado hasta ahí, y paro. A lo mejor paro 15 días, un mes, siempre pensando que de ese modo se me va a ocurrir algo. Pasan los días y no se me ocurre absolutamente nada, pero cuando me decido a seguir, sigo y ahí se me empiezan a ocurrir las cosas.

MM Rumiar el texto no te da ideas.

CA No se me ocurren en el vacío, sino cuando estoy escribiendo. Por ejemplo, cuando estaba escribiendo la novela de ciencia ficción El juego de los mundos, la idea era que en un remoto futuro un hombre está preocupado por la posibilidad de que se reintroduzca en el mundo la idea de Dios, felizmente eliminada por la humanidad siglos atrás. Todo mi plan al escribir esta novela era que terminaría con un enfrentamiento cara a cara del protagonista con Dios. Pero, cuando llegué al último capítulo, sentí que eran tantas las figuras que podía darle a Dios, que me paralicé, por lo del embarras de choix. Esto venía a cuento porque he notado que cuando me pasa algo así, cuando no me decido por una continuación u otra, y suspendo el trabajo a la espera de la inspiración, y puedo pasarme meses esperando. Al fin me siento a escribir esa continuación, cuando me convenzo de que es inútil seguir esperando, y no bien empiezo, salen las ideas y escribo. La moraleja es que no puedo escribir sino cuando estoy escribiendo. Es lo que me pasó con esta novelita El juego de los mundos: después de pasar un año esperando que se me apareciera un Dios conveniente, me puse a escribir sin más (debo de haber dicho “que sea lo que Dios quiera”) y lo que se me apareció fue un Dios araña, con peluca rubia y futbolista.

MM ¿Algún problema con los católicos?

CA No en esa novela. Otra vez estaba escribiendo algo y leí en alguna parte la frase “Los católicos adoran una marioneta sangrienta”. Me gustó y la puse. Y como hago siempre, le armé un contexto (el personaje se metía en un convento). Un crítico mexicano, que debía de ser católico, se escandalizó por lo que consideraba una horrible blasfemia. Pero todo lo que se dice en una novela, por lo menos en una novela como las mías, es ficción, y el único sentido que tiene es estético. En ese caso yo había pensado simplemente que los hilos de las marionetas salen de una especie de cruz.

MM Escribís poco, pero sos prolífico.

CA No lo creo. Nunca tuve esa cosa de los novelistas de sentarse frente a la máquina de escribir y escribir y escribir. He pensado siempre que para ser prolífico en realidad no se necesita escribir mucho, basta con escribir bien. Escribir mucho lo hace el mono al que le ponen la máquina de escribir. Físicamente yo podría escribir diez páginas por día, pero lo que importa es que tengan algún valor, que haya alguien interesado en leerlas y, que eso se pueda publicar. Yo encontré que 100 páginas es el formato perfecto para lo que yo quiero hacer. En esta brevedad mía puede haber un componente de inseguridad; no me atrevería a darle una novela de 1,000 páginas al lector. Una vez Rodrigo Fresán y yo hicimos el siguiente cálculo: él en 15 días (colaborando en un diario, dos revistas, escribiendo su propia novela) escribe lo que yo en un año. Mis novelas se fueron haciendo más cortas a medida que me fui volviendo más prestigioso. Me fueron permitiendo más. De todas maneras, los editores prefieren los libros gordos. Pero un libro, mientras más gordo sea, menos literatura tiene.

MM ¿Pensás en el lector?

CA Pienso en un lector que soy yo. Un lector que busca un verosímil, una línea que siga un relato casi convencional que se pueda leer como una vieja novela, aunque estén pasando cosas bastante extrañas. Al paso del tiempo se ha hecho como un pequeño club de lectores míos que ya conozco; sé como reaccionan, yo soy parte de ellos. Hablando de los lectores míos, una vez iba caminando por el barrio de Flores por una calle muy solitaria y me crucé con un hombre que me dijo: “¡Adiós, Aira!”. Yo lo miré pensando “¿De dónde lo conozco?”. Él me dijo: “No se preocupe, usted no me conoce, yo soy un lector, un humilde lector”. ¿”Humilde” lector? Humilde lector debe ser el de Isabel Allende, un lector mío es un lector de lujo, no porque yo sea tan bueno sino porque para llegar a mí hay que hacer un camino por la literatura, no a través de libros que se compran por curiosidad en la librería. Un lector mío tiene que haber leído otras cosas. Una vez se publicó mi novela La guerra de los gimnasios en el periódico La Nación. Fue un error, porque ahí había gente que compraba libros mecánicamente. Un libro mío que caiga en manos de alguien que no esté en el tema de la literatura contemporánea…. En fin, hubo gente que me llamó por teléfono (que está en la guía) para quejarse. ¡Por poco me pedían que les devolviera la plata! Por eso yo publico en editoriales que ya están formateadas para cierto público que va a buscar cosas como las que yo escribo.

MM Tenés un montón de “hijos” que curiosamente toman de tu obra la sucesión de peripecias, la alusión a la televisión, lo inverosímil.

CA Cuando leo sus novelas entiendo cosas mías. Hace tiempo un chico me mostró una novela que era una especie de pastiche de una mía. La leí y me dio una impresión muy clara de que era una novela mía escrita en prosa. Me di cuenta de que lo que hago, a pesar de esa neutralidad que busco a través de una narrativa transparente, tiene un trabajo poético que está en todos mis temas y personajes.

MM Siempre, en cada una de tus novelas, da la impresión de que dominás una cantidad de saberes —física, geografía, historia del arte— y que esos saberes no funcionan como una incrustación, lo que David Viñas llama “erudición reciente”.

CA Raymond Roussel dijo que él había recorrido todo el mundo pero que en sus libros no había nada de eso. Justamente una novelita que publiqué hace poco, Las conversaciones, sucede en Ucrania. No sé si cuando se publicó o después, le comenté a una amiga: “Escribí una novela sobre las montañas de Ucrania y no sé si en Ucrania habrá montañas”. Entonces ella fue a Wikipedia y me dijo: “Son los montes tal y cual”. ¿Qué importancia tiene?

MM Pero ahí hablás del oleoducto Bakú, que realmente existe, ubicás los ríos Dniéper, Dniéster y Dniérer, la meseta podólica. O consultás siempre Wikipedia o el colegio en Pringles era buenísimo.

CA Ubiqué la acción de esa novela en Ucrania, pero podía haber sido cualquier otro lugar. No sabía, y sigo sin saber, nada de Ucrania. Pero ahora recuerdo que cuando la estaba escribiendo miré una enciclopedia, y ví que Ucrania produce arrabio. Tampoco sé lo que es el arrabio, pero me gustó la palabra, e hice que los villanos pertenecieran a “la mafia del arrabio”.

MM Lo que no suena bien es, al menos en Un episodio en la vida del pintor viajero, tu “visión neurológica”, esos nervios que de pronto se cortan en la cabeza del pintor luego de su accidente…

CA Una vez se publicaron las ponencias de un pequeño coloquio interdisciplinario sobre esa novela: había un historiador, un crítico de arte, y un médico que me señalaba los errores de ese nervio que, luego del accidente se había encapsulado pero que, al pasar a la fase aguda, se enganchó en algún centro del lóbulo frontal provocándole al pintor terribles jaquecas. No leí todo el libro, pero ese capítulo sí porque quería ver hasta qué punto mis ideas sobre la fisiología humana eran fantásticas.

MM Las conversaciones es toda una teoría literaria sobre lo verosímil, casi una respuesta problemática la antología de Barthes. Cuando hay un dato inverosímil, para hacerlo verosímil ¿te ves obligado a seguir el relato? ¿Tener que corregir un problema de ese tipo garantiza el ir para adelante?

CA A veces empiezo por una anécdota. En Las conversaciones la idea era poner dos señores conversando cotidianamente. Se encontraban todos los días en un bar para hablar siempre sobre temas filosóficos y creídos en el alto nivel de sus conversaciones, hasta que uno dice una imbecilidad tan grande que el narrador se da cuenta de que su interlocutor siempre ha sido un tonto. Ahí me lancé a inventar cuáles eran las conversaciones, cuál era el error, cómo se resolvía todo. El verosímil para mí es sagrado; creo que para todo novelista lo es. Uno se hace novelista por amor al verosímil. Ahora bien, con mi utilización del azar (el pajarito), y mi gusto innato por el surrealismo, mantener el verosímil es un desafío. Para ponerme a la altura tengo que subir todo el tiempo la apuesta de la invención. Lo primero que se me ocurrió en Un episodio en la vida del pintor viajero fue, mientras veía El malón de Rugendas en el Museo de Bellas Artes, la escena surrealista de que el indio lleva un pescado en vez de una mujer. Claro que me interesaba que tuviera alguna verosimilitud, sabía que en el sur cordillerano había salmones.

MM La crítica habla de un supuesto giro autobiográfico en la literatura argentina. Vos tendés a inventar, en algunas novelas, “versiones” autobiográficas.

CA El 90 por ciento de las novelas que se están publicando ahora son autobiografías de vidas estereotipadas. Todas empiezan con “me levanté a la mañana, tocaron el portero eléctrico, tomé unos mates” y ahí se termina la inspiración. Los temas son “se murió mi viejo”, “me dejó mi novia”, o “me salió un grano”. El material autobiográfico se agota. Lo difícil no es escribir, lo difícil es seguir encontrando el estímulo para seguir escribiendo. Si vas a expresar lo que tenés adentro, tus opiniones, lo que te pasó en la vida, tu relación familiar, eso se va a terminar. En ese sentido yo no tengo problemas, porque lo mío está todo inventado y yo puedo seguir inventando indefinidamente.


 

César Aira: «Leer a Ovidio puede ser mucho más estimulante que leer a David Foster Wallace»

El escritor argentino presenta en España «Prins», una historia sobre un novelista que, tras abandonar la literatura, decide dedicarse al opio

Bruno Pardo Porto11/12/2018 17:05h

César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) está atravesado por una fina ironía que filtra todas sus palabras. En él, la seriedad es indistinguible de la boutade: nunca habla demasiado en serio ni demasiado en broma, aunque a veces asoma en su rostro una sonrisa sin carcajada que nos da alguna pista. Le gusta quitarse importancia, aunque ya le han puesto el membrete de ser uno de los grandes autores argentinos vivos. «Le tengo un poco de miedo a esa importancia que se va creando alrededor de uno», dice para defenderse.

Su último libro, «Prins» (Literatura Random House), transcurre entre la realidad y el delirio de su narrador, un escritor de novela gótica que, tras abandonar la literatura, y después de buscar una nueva ocupación, decide dedicarse al opio. «Es una decisión radical», reconoce entre risas Aira. Es, también, una premisa perfecta para un literato que se autodefine como seguidor de Borges, por el constante juego de ideas, y de los surrealistas, de quien toma su total libertad creativa.

Llega con un libro sobre un escritor que se aburre de escribir, todo lo contrario, a usted: sus títulos ya superan el centenar.

Sí, sí, pero es algo que puedo imaginarme. Llegará un momento en que uno no quiera escribir ya. No es mi caso, pero puedo imaginarlo perfectamente.

Ese descreimiento por la literatura que sufre el protagonista está contado casi como una historia de amor. Tiene que rellenar todo ese tiempo que le dedicaba a los libros, que han dejado un vacío enorme, como el de una relación sentimental.

Tiene que llenarlo con algo. Es una vieja preocupación mía. Dejé de trabajar hace casi veinte años, y escribir escribo una media hora por la mañana. ¿Qué hacer durante todo el día? Siempre estoy planeando algo. «Podría dedicarme a la filatelia, podría volver al ajedrez, podría anotarme en un curso de pintura, de escultura, de cerámica...», me digo. Y nunca hago nada. Así que tengo que enfrentarme al vacío.

¿Y cómo lo llena?

Lo lleno más o menos con la lectura. Y con la siesta. Y con la bicicleta. Y con las caminatas. Y con ir a ver a un amigo a charlar. Pero mi personaje tomó una decisión más radical: dedicarse al opio (ríe).

¿Hay algo de experiencia propia ahí?

No, no.

¿Y por qué el opio?

Porque el opio tiene dos funciones. Una es la alucinógena: las visiones, una cosa oriental, «milyunayochesca», que es muy literaria. Y la otra es su función medicinal propia, que es la de antidepresivo. Y esas dos cosas creo que son bastante necesarias para la gente, ¿no? Tener imaginación y no estar deprimido.

No lo sé, pero es una gran excusa para escribir un libro donde la realidad y la imaginación no se distinguen mucho. ¿Le interesa el surrealismo?

En realidad, para mí los escritores fundamentales son Borges y los surrealistas. Y Borges se espantaría de verse citado junto con los surrealistas. Pero sí. Esa combinación creo que es lo mío: el juego de ideas de Borges y la libertad creativa de los surrealistas. Mezclado eso dio como resultado Aira.

Sin embargo, el protagonista de la novela dice que la base de todo intelectual que se precie empieza en el mundo grecolatino.

Es así. Justamente anoche estuve hablando con un amigo de eso. Hablábamos de Ovidio y de cómo con estos nuevos métodos de enseñanza de la literatura, que van tanto a la contemporánea, los jóvenes se están perdiendo todo ese tesoro de mitos, de sustrato de nuestra civilización, que es la cultura grecolatina. En fin, no sé por qué se están privando de algo tan rico y tan fecundo.

¿Hay que volver a la tradición grecolatina?

No, no. No «hay que» nada. Que hagan lo que quieran, pero yo pienso que leer a Ovidio puede ser mucho más estimulante y más rico que leer a David Foster Wallace. De ahí no se saca prácticamente nada: imitarlo o admirarlo como mucho. Pero si uno lee a Ovidio, ahí tienes todo un mar de inspiraciones. O eso creo. Qué se yo.

Hablando de creer... ¿En qué cree Cesar Aira?

Nunca tuve ninguna inquietud religiosa, ni de buscar algo trascendental. Quizás es por la práctica de la literatura, que es algo tan laico. Me hizo escéptico respecto de lo trascendental.

¿Sigue siendo así?

Empecé escéptico, ahora creo que voy a terminar nihilista.

Por lo que escribe en este libro, seguro que no termina escribiendo novela de género.

Cuando uno se hace el paladar a la Gran Literatura, a Shakespeare, a Proust, a Kafka, esa literatura pasatista se vuelve… yo qué sé. A veces puede haber un gusto por bajar el nivel, refrescarse un poco, salir de las alturas. Pero, como decía Borges, es preferible no leer a los autores mediocres porque uno los lee y descubre que escriben mejor que él. Y se deprime.

Hablando de Borges, él siempre decía que la lectura era más importante que la escritura.

Mis amigos favoritos son mis amigos lectores. Los lectores por placer, los que leen porque les gusta. Siempre he pensado que uno de los beneficios de la lectura, que no son tantos como se dicen porque la gente que los proclama no agarra un libro ni en las Navidades, es que permite esas amistades instantáneas. Uno se encuentra con un desconocido, intercambia unas palabras y, de pronto, ve que han leído los mismos libros. Es como encontrarse con un hermano, con un amigo, con un amigo íntimo incluso. Hemos estado toda la vida leyendo las mismas cosas, teniendo los mismos sentimientos, las mismas emociones, los mismos gustos.

Perdone que vuelva atrás, ¿pero de verdad que solo escribe media hora al día?

A media mañana me voy a un café, con mi «Mont Blanc» y mi cuadernito. Y escribo. Un rato. Media hora, una hora. Y eso es todo. Una página. Le doy muchas vueltas. Escribo muy lento, muy despacito, pensándolo muy bien. Por eso es que no corrijo mucho: lo pienso tanto y lo voy haciendo tan lento que queda lo mejor que puede quedar.

¿Y ha llegado a escribir esa novela que busca el protagonista del libro, esa novela con la que sentirse totalmente satisfecho?

No, no. Yo siempre termino con un sentimiento de insatisfacción, de «nada resultó como yo quería hacerlo». Pero me parece bueno mantener ese sentimiento de insatisfacción porque es lo que me permite seguir adelante.

¿Seguir adelante para seguir innovando? Siempre dice que le preocupa la originalidad.

Cada libro quiere ser algo distinto de lo que ya he hecho, algo nuevo. Es algo que intento, que quiero hacer. ¿Quién sabe? Hay gente que me ha dicho que siempre estoy escribiendo el mismo libro. No sé. De cualquier manera, soy yo quien lo escribe y yo sigo siendo el mismo. Pueden ser variaciones de lo mismo.

 

Tal vez yo fui un ejemplo de no tomarse las cosas tan seriamente, de no hacer las cosas tan académicamente”: Una entrevista con César Aira

Maria Cerdas CisnerosCésar Aira febrero de 2020

 

Esas fueron las palabras de César Aira cuando le pregunté su influencia en la producción literaria de Argentina. Este prolífico autor ha escrito numerosas novelas, historias cortas y ensayos, los cuales suman alrededor de cien publicaciones. Aira confesó que algunos de sus libros no han sido publicados nunca y que se podrían convertir en obras póstumas. A pesar de tener casi 70 años, él sigue expandiendo su colección literaria, publicando 3 o 4 libros por año. En junio del 2018 tuve el honor de entrevistar a César Aira en una pizzería local de Buenos Aires. Por 5 años he estado escribiendo varios artículos sobre las novelas de este escritor argentino y estaba muy emocionada de que él me permitió entrevistarlo. Aira es conocido por ser una persona muy privada y por no gustarle ser asediado por la prensa y la gente en general. Esta entrevista no solo me permitió conocer los nuevos proyectos de Aira, sino que también me permitió saber que este autor disfruta de una vida tranquila rodeado de las personas que ama. Durante esta entrevista el habló de una nueva novela que está escribiendo sobre un soldado romano y de la futura “Biblioteca Aira” que será patrocinada por la editorial Emecé.

María Cerdas: ¿A qué edad te inquietó la idea de escribir?

César Aira: De adolescente como niño lector que era, no sé…creo que hacía los 14 o 15 años con un amigo allá en Pringles, en mi pueblo, empezamos a escribir poemas y a los 18 años, 17-18 años escribí mi primera novelita.

 

M.C.: ¿Cómo se llamaba?

C.A.: Se llamaba Individual, nunca se publicó, ni se publicaron las otras 20 o 30 que escribí hasta a los 31 años que se publicó la primera.

 

M.C.: ¿La primera novela que se publicó fue Moreira, ¿verdad?

 

C.A.: La primera que se imprimió porque la imprimió un editor que se llamaba Achával Solo, ese fue el nombre de la editorial también, porque antes había tenido un socio, pero le había ido muy mal con el socio, entonces dijo: “socio nunca más” e hizo su editorial Achával Solo. Imprimió esta novela: Moreira, pero le faltaba la tapa y fue el golpe del 76, el golpe militar y Achával desapareció, se escondió, se fue al Uruguay, no sé, se quedó toda la novela impresa sin tapa en un sótano y hacia el 81-82, el 81 creo, se publicó una novela… otra, Ema la cautiva y cuando salió Ema, Achával había vuelto a la superficie y me dijo: “le ponemos la tapa y la sacamos” y efectivamente salió, así que no sé cual es mi primer libro, el primer libro impreso, el primer libro publicado (ser ríe).

 

M.C.: ¿Y a dónde está ese libro que nunca se publicó?

 

C.A.: Ahí está en una carpeta cubriéndose de polvo en la casa.

 

M.C.: ¿Nunca ha pensado en publicar estas otras obras?

 

C.A.: Una sola, la leyó alguien, esos eran como ejercicios que yo hacía, no tenía intenciones de publicar, pero una, la había leído mi amigo Osvaldo Lamborghini y cuando Ricardo Strafacce escribió la biografía de Lamborghini, encontró en cartas muchas menciones a esta novela inédita y entonces me la pidió, la busqué en el caos de carpetas y la encontré, entonces él hizo una fotocopia y la leyó. Es la única que se ha leído, pero no sé… quedan para publicaciones póstumas.

 

M.C.: ¿Cómo fue el inicio de tu carrera como escritor? Tu primera obra Moreira se publica durante lo que se ha llamado la guerra sucia (1970-1980) ¿Tuvo este evento político alguna influencia en tu novela temprana y tu escritura en general?

 

C.A.: No, no, yo siempre viví muy al margen, yo vivo en mi torre de marfil, pero el domingo pasado había venido acá a un parque y me paró un muchacho joven para que firmara sus libros. Entonces me dijo: “usted siempre dice que usted vive en su torre de marfil… que la realidad no le interesa y sin embargo yo pienso, me dijo él, que usted es más realista que los escritores que dicen ser realistas porque los que dicen ser realistas, en general están muy envenenados por la ideología y la ideología es como abstractizar”… él me mencionó uno de mis libros en el que el personaje toma el colectivo 126. Entonces dijo: “yo también tomo el 126”, es entonces cuando él me dice: “¡eso es realismo!” (ser ríe).

 

M.C.: ¿Cuáles de tus obras son más populares?

 

C.A.: Hay grupos de jóvenes lectores o gente joven que hacen una cosa que se llama “top five” o el “top ten” de las novelas mías que más les gustan, y muchas veces o casi siempre, está muy arriba, en el top five, Ema, la primera novela. Aunque a algunos lectores no les gusta tanto, en fin. ¿Pero cómo es esto? ¿toda mi vida ha sido una larga decadencia? ¿empecé escribiendo bien y… (se ríe). No, creo que ahora estoy más libre. Justamente cuando se publicó esta novelita que me mostraste recién, El gran misterio, la leyó un buen amigo y me dijo: “vos ahora podés permitírtelo todo”. Es como que ya no me cuesta nada, los personajes se mueren, en las páginas siguientes están vivos (se ríe).

 

M.C.: En una entrevista reciente hablas de hacer algo nuevo que tal vez no sea tan bueno, esto te ha ayudado a no obedecer las reglas del canon y así a establecer nuevas normas ¿Cómo ha sido la recepción del público y la crítica acerca de esto?

CA: Yo tuve muy buena critica siempre y ahora como que se cansaron de hacerme elogios y ya no salen críticas de mis libros, pero bueno, prácticamente no han aparecido reseñas en los diarios, en las revistas, así que… entonces lo que me dicen a veces, me preguntan por la influencia que he tenido en otros, pero no creo que haya tenido ninguna influencia directa, “textual” digamos, quizás si he tenido alguna influencia es en la actitud, la actitud de hacer lo que quiero, de liberarme de convenciones. Quiero decirte que hubo una vez un chileno que escribió: “el problema de la literatura chilena es que no hemos tenido un Aira”. Es mi actitud de publicar en editoriales independientes, de hacer libros del tamaño que se me da la gana.

 

M.C.: ¿Qué papel piensas que tienen los personajes en tus obras?

 

CA: Los personajes para mí son totalmente secundarios. Me interesa la trama, la aventura, el movimiento. Los personajes son mis ideas, mis palabras, mi modo de pensar, todos mis personajes son yo.

 

M.C.: ¿Por qué tienes una predilección por personajes marginales?

 

CA: La predilección es simplemente que se les ve mucho, las periódicas crisis que tenemos los argentinos, hay mucha gente que se queda sin casa, revuelve la basura, … eh, es gente que entra en mi campo visual. Yo pienso que es bastante realista, ¿no?

En las noches de flores son estos señores que reparten pizza. Eso surgió de una cosa… una noche había ido con mi mujer a comer pizza a la pizzería y como mi hija estaba en la facultad y volvía tarde a la media noche a la casa iba a querer comer algo, compramos una pizza y se la llevamos, los dos caminando por la calle con la pizza. Era un lindo trabajo que hacer ¿no? Llevar una pizza en la noche, y ahí inventé a esta parejita que termina siendo totalmente otra cosa.

 

M.C.: ¿Piensas que tus historias de cierta manera reflejan la cultura y sociedad contemporáneas?

CA: No, no creo, porque no muchas de mis novelas suceden en el tiempo presente, las llevo más bien a las fábulas, las novelas con indios, que suceden en un tiempo arcaico. Ahora estoy terminando una novela romana, un general romano, de Roma antigua, un general romano que va al frente de una legión a pacificar la Pannonia, y le pasan varias aventuras. Esas historias aparecen en un documento histórico.

 

M.C.: ¿Cómo crees que tu trabajo ha contribuido a la producción literaria contemporánea argentina?

 

C.A.: La verdad es que, por lo mismo que decía antes de que quizá fui un ejemplo de no tomarse tan en serio las cosas, de no hacerlo tan académicamente, no sé. Probablemente en algún joven esa semillita prendió, pero no sé. Yo soy el último que podría decir cuál es el significado, la importancia de lo que he hecho. Ahora están bastante locos porque suelo aparecer en las listas de candidatos al Premio Nobel y los argentinos somos muy de tener el número uno de todo ¿No? Messi, el Papa, así que bueno. Cuando llega el medio octubre, ah … se ponen como locos, me paran en la calle, está difícil (se ríe). Por suerte, este año cuando el medio octubre llegó … nada pasó.

 

M.C.: ¿Y tú que piensas que pasaría si llegaras a ganar este Premio Nobel?

 

C.A.: No, eso sería un horror, porque me volvería una figura pública, perdería mi anonimato, me seguirían en la calle, andando en bicicleta, no que feo, no (se ríe).

 

M.C.: ¿Y ahora cuando andas en la calle la gente te reconoce?

 

C.A.: Muy poco, por suerte. También está el hecho de que la gente es bastante tímida, a veces me reconocen. Yo he aprendido a reconocer esa mirada ¿no? Pero no dicen nada. A veces creo ser totalmente anónimo, no es que haya hecho cosas malas o delictivas, pero estaba en la pescadería comprando pescado porque mi mujer me había mandado a comprar pescado y había atrás de mi un matrimonio, una pareja y atrás de ellos un chico, un muchacho joven, y el pescadero, un muchacho muy popular y así, me dice: “usted es escritor ¿no?” y la cajera dice: “no piense que él leyó sus libros. Él los vio en un diario en una fotocopiadora”. Entonces la mujer de atrás dice: “no es un escritor más, es un gran escritor” y el muchacho que estaba atrás dice: “el mejor de la Argentina”. O sea, que todos me conocen ya, de no ser por el pescadero yo me hubiera ido tan tranquilo pensando que nadie me reconocía, ¡Ay que barbaridad! (se ríe).

 

M.C.: ¿Y eso cómo te hace sentir?

 

C.A.: Está bien, pero espero que no cunda ¿no? Porque si no sería muy molesto. Si bien es cierto que mucha de esta gente jamás va a leer un libro mío, pues es solo por el hecho de poder salir en el diario. Había una niñera que cuidaba a mi sobrinita. Yo iba todos los sábados a jugar con mi sobrinita. Y esta niñera estaba totalmente infatuada con la gente famosa. “Vos sos famoso”, me decía. Seguramente que mi tío le había mostrado alguna foto mía en algún diario: “vos sos famoso”. Yo puedo salir en los diarios, pero bueno, hay gente que sale en los diarios por crímenes y todo eso. “Pero no, no, vos salís en las paginas importantes de los diarios”. Sí, pero a veces salgo en las páginas importantes de los diarios, pero hablan mal de mí. Entonces ella me dijo: “eso es otra cosa, eso es otra cosa completamente diferente y se llama envidia”, la tenía clara, ¿eh? (se ríe).

 

M.C.: ¿Qué proyectos tienes para el futuro?

 

C.A.: Seguir escribiendo, justamente me han estado preguntando… porque para nosotros Borges es una referencia ineludible ¿No? El Borges después de los 60 años decayó mucho su producción, su último libro bueno fue El hacedor, él tenia 60-61, y a partir de ahí pues, cuentos como: El informe de BrodieEl libro de arena son muy inferiores. Ya yo pasé los 60 años hace mucho, lo cual me ha obligado a preguntarme: ¿yo también estaré decayendo?, y bueno, eso me intriga y por eso voy a seguir escribiendo, para ver si decaigo o no. Yo quiero terminar esta novela romana que se la prometí a mi editor español, para su editorial y estoy terminando también de reescribir, primera vez que lo hago, pues yo había publicado hace muchos años una novelita de ciencia ficción que se llama El juego de los mundos y ahora acá la editorial Emecé está haciendo la biblioteca Aira, rescatando libros viejos míos, y quería hacer eso. Entonces lo releí, lo encontré muy flojo, muy flojo, entonces lo reescribí completamente, lo amplié. Vamos a ver, porque ahora seguramente algún lector va a leer las 2 versiones… Creo que quedó mucho mejor, porque la amplié, le di mucho más vuelo. No sé qué van a decir, la gente es mala, y quizás van a decir: “Qué lástima, tan buena que era aquella” (se ríe).

Maria A. Cerdas Cisneros
Profesora Asistente de Español, Missouri State University
Springfield, Missouri


 

Diálogo con César Aira

  • ENERO 1, 2019

POR VICENTE LUIS MORA

Vicente Luis Mora
El arte es una constante a lo largo de su extensa producción narrativa, extendida con coherencia a través de cuarenta años de práctica diversa y rigurosa. Vamos a unir dos ideas presentes en alguno de sus libros: la figura de la «persona providencial», que genera un salto cualitativo en un arte o en el uso de una tecnología (Fragmentos de un diario en los Alpes), y la aserción, que sostiene usted en Sobre el arte contemporáneo, de que el mismo concepto de «arte contemporáneo» no puede entenderse sin el artista francés Marcel Duchamp. ¿Sería Duchamp, entonces, el hombre providencial del arte contemporáneo, la figura carismática que produce tanto la etiqueta historiográfica como el paradigma artístico?

 

César Aira
Mi relación con las artes plásticas es puramente hedónica y mis incursiones en la historia o crítica del arte son de diletante, de teórico dominical. Si he escrito alguna conferencia o ponencia sobre el tema, ha sido para justificar una invitación y un viaje. Y lo hago con pies de plomo, cuidando de que no se note que no sé gran cosa sobre el asunto. Dadas esas condiciones, Duchamp se cae de maduro como motivo de conversación, porque ofrece tantos aspectos distintos, y sus hermeneutas han abierto tantos más, que es como elegir hablar sobre el universo y todas las cosas que lo componen. Además, tengo una larga experiencia en Duchamp. Es lo más parecido que he tenido a un hobby. Lo cultivo desde los dieciocho años, cuando abandoné la filatelia y el ajedrez. Sigo comprando y leyendo libros sobre él, debo de tener un centenar en mi casa. Supongo que he focalizado en él los sueños de la erudición, para la que no nací, porque soy un lector veleidoso y desordenado y mis intereses se están disparando siempre en direcciones distintas. Y en todas esas direcciones vuelvo a encontrarlo a Duchamp. No creo que haberlo elegido como tótem haya sido tan casual como me lo parece. En él hay un elemento de dandismo, entendido como elegancia intelectual, del que habría querido aprender.

 

Vicente Luis Mora
Centrándonos en su obra, Reinaldo Laddaga ha comentado que su escritura aspira de alguna forma a la condición del arte contemporáneo y Jorge Volpi apuntó en cierta ocasión que sus novelas parecen instalaciones. Quería preguntarle si estas opiniones, con las que coincido, señalarían una proximidad al arte que responde a una mera proyección de quienes leemos su obra o si es una relación que puede encontrar fundamento en su voluntad y en el modo en que concibe sus libros.

 

César Aira
No hay de mi parte ninguna intención de extenderme más allá (o de contraerme más acá) de lo literario. Pudo haberla habido en otra época, cuando en la exuberancia de los salad years, me veía como un futuro astro del rock, o un nuevo Godard, o un Andy Warhol. A medida que fui profundizando y refinando mi comprensión de los artistas que admiraba, fui dándome cuenta de que esa comprensión era un ejercicio literario y al fin me convencí de que la literatura es la reina y madre de las artes, y que las contiene a todas sin perder su esencia específica. Aquellas ambiciones quedaron como marcas, en lo que alguna vez pensé que podía llamarse «literatura ampliada», tomando el concepto de la idea de Beuys de una «escultura ampliada». Pero no vale la pena, porque de Virgilio a Lautréamont, la literatura ya ha tenido todas las ampliaciones posibles. (Entre paréntesis; qué curiosa esa metáfora que usa Shakespeare y me vino a la mente respondiendo a su pregunta; es algo así como una metáfora en segundo grado, porque si a la juventud se la llama «los verdes años», a éstos se los llama «los años de ensalada», presuponiendo que es una ensalada de hojas verdes, ¿no? Parece una kenningar).

 

Vicente Luis Mora
La lectura de revista de arte es una constante en sus obras. No sólo es el tema central de libros como Artforum,sino que alguno de sus personajes, como el pequeño monje budista que resulta ser un humanoide tridimensional, es capaz de hablar con un fotógrafo sobre su práctica artística, porque «le parecía haber visto algo semejante, o igual, en alguna revista de arte» (El pequeño monje budista). ¿Sigue leyendo y coleccionando estas revistas? ¿Son un modo de mantenerlo entrenado y atento al arte que se hace, como estímulo intelectual o, quizá, como semillero de ideas?

 

César Aira
Debe de ser un atavismo que me quedó de mi adolescencia en Pringles, donde el único contacto con el mundo de la cultura eran las revistas que llegaban semanalmente y yo esperaba con ansiedad y devoraba. Me lo perdono porque era chico entonces, aunque reconozco la ingratitud y el esnobismo que me movían, porque en el pueblo había cultura, y al alcance de mi mano: dos excelentes bibliotecas públicas, a las que les debo mi educación, cines, teatro, conservatorios de música. Pero yo quería las revistas que venían de Buenos Aires. Y, una vez que estuve en Buenos Aires, mi alimento preferido se volvieron las revistas francesas, inglesas, norteamericanas. El atavismo siguió actuando, hasta hoy. Por algún raro motivo, para mí la cultura siempre fue algo que tenía que venir de lejos, como un elemento exótico. Es como si necesitara una distancia, infranqueable en lo posible, y, además, sujeta a los azares del correo, para mantener en perspectiva a la cultura y que no se desplome sobre mí como una masa informe de libros, cuadros, películas y cuartetos de cuerdas.

 

Vicente Luis Mora
En algunos de sus libros, los personajes son conscientes de estar actuando como artistas, como el Dante de la surrealista (o irracional, como prefiramos) Dante y Reina, que declara: «Yo quería ser un ingeniero de la realidad, pero encontrar agujas perdidas en un pajar era demasiado para mí. Así que fabriqué la ocasión yo mismo, como un artista». O el narrador de El congreso de literatura, que se explica así: «La idea, que aquí el utilero había captado, era que fuese una “máquina soltera”; quizás lo había captado demasiado bien, porque este Exoscopio se parecía un poco en exceso al Gran Vidrio de Duchamp». ¿Hasta qué punto el lenguaje del arte contemporáneo está presente para usted en segundo plano, como hipotexto, como referencia o como tentación?

 

César Aira
El campo del arte contemporáneo se ha constituido como un juego competitivo de ideas, un juego al que no puede entrar nadie que no venga con algo nuevo bajo el brazo. Es cierto que esto da lugar a excesos y oportunismos, y a mucha bobería e infantilismo, pero supongo que es el precio que hay que pagar para que se levante, de vez en cuando, el velo gris de lo viejo y convencional. Yo pago ese precio, asimismo, con gusto, y, si bien he tenido suerte de tener lectores (la suerte fue conformarme con tener unos pocos lectores y no necesitar más), lamento que con los libros pase lo contrario que con el arte contemporáneo: al que trae algo nuevo la industria editorial lo excluye y el público también.

 

Vicente Luis Mora
En algunos de sus libros se juega con la miniaturización (El cerebro musical, Duchamp en México, El pequeño monje budista, En La Habana) y en otros con la amplificación dimensional (los gusanos de seda de El congreso de literatura, por ejemplo). Los juegos con los espacios, la preocupación por la escultura y la pintura, las inversiones dimensionales, ¿tienen relación con su idea de arte?

 

César Aira
No tiene que ver con las artes plásticas, sólo con el arte de la narración. Leyendo las buenas novelas que se escribían antes uno puede ver que la administración de los espacios es fundamental. Las novelas que se escriben ahora han cambiado de categoría y de lo único que se ocupan es del tiempo. Se explica porque la invención y manipulación de espacios en el relato exige una artesanía que hoy nadie se molesta en aprender. Trabajar con el tiempo es más fácil, porque el relato se hace solo, es el relato de la comunicación oral, el informe desnudo de lo que pasó. El relato literario necesita de un equilibrio de espacio y tiempo, la administración de escenarios, atmósferas, perspectivas, desplazamientos. Curiosamente, donde ha perdurado la artesanía espacial de la narrativa es en la novela policial, en la que sigue habiendo cuartos cerrados, cálculos de distancia, descripciones. Eso es porque se trata de literatura de evasión y, para evadirse, hay que disponer de un espacio por donde huir.

 

Vicente Luis Mora
Algunos de sus escoliastas señalan que las claves para entender su obra están en sus propios libros (me refiero a las claves teóricas); es decir, que usted, de ser cierta esta aseveración, habría ido sembrando en sus novelas el marco conceptual preciso para desentrañar y explicar su literatura, «programando», si así se puede decir, a sus críticos. ¿Está de acuerdo con esa visión que lo convierte en manipulador de sus intérpretes, o en el hermeneuta de sus manipuladores?

 

César Aira
Me han reprochado esas incursiones teóricas o seudoteóricas que hay en mis novelas y me las he reprochado yo mismo. Pero no puedo remediarlo. Sucede que una parte importante del placer de escribir está en desentrañar los mecanismos de la escritura y, si bien sería más prudente guardarse esas reflexiones y después escribir un ensayo con ellas, yo no veo motivo para no incorporarlas al relato. Creo que es algo que me quedó de una idea que tuve una vez, la idea del Continuo. Aunque era una palabra nada más, algunos creyeron que yo tenía una teoría del Continuo. Fue uno de mis tantos trucos para parecer inteligente. Pero la intención, originalmente, era sincera: lograr un texto que atravesara todos los registros, no sólo el narrativo y el ensayístico, sino también el autobiográfico, el científico, el poético, todos, sin rupturas, y se saliera de la página como una cinta que abrazara todos los contornos de la realidad. Por supuesto que eso no es una teoría sino un fantaseo.

Vicente Luis Mora
Una de las cuestiones candentes que atraviesan varias de sus obras, tanto las novelas como algunos ensayos, es la tensión entre arte o literatura popular y «culta» o elevada. Pienso en Festival (2011) y las reflexiones a partir del cine de su personaje, Alec Steryx, o en el escritor de novelas góticas de Prins (2018), o en el texto sobre literatura de género de Evasión y otros ensayos (2017). Usted no parece decidirse entre ambas, sino que parece tomar partido, justamente, por la tensión milimétrica, por el diálogo irresuelto establecido entre esas dos formas de crear y entender el hecho artístico, planteándolo como una constante estética medular de los últimos decenios.

 

César Aira
Cuando se cultiva la alta cultura con cierta exigencia, y sobre todo si uno lo hace toda su vida, se puede disfrutar sin culpa la cultura popular. No sólo es refrescante, también es un cable a tierra, que puede perderse por tanto Proust y Bartók. Para mí ha sido una fuente de inspiración y renovación, aun en sus formas más comerciales y complacientes. Precisamente por ser comercial está atenta a los gustos cambiantes del público y eso significa que debe inventar cada día algo distinto, con total libertad, a diferencia de la cultura con mayúsculas, a la que la exigencia de calidad y su larga historia le imponen marcos más estrechos. La línea que no cruzo es la de la vulgaridad, pero es una línea transversal, que, en los hechos, deja afuera gran parte de la producción artística y literaria seria y culta.

 

Vicente Luis Mora
Una queja constante, entre divertida y amarga, enunciada por sus lectores fieles/obsesivos, es la dificultad de hacerse con algunos de sus libros, distribuidos por pequeñas o diminutas editoriales de todo el continente americano. ¿Es usted el editor pirata de César Aira, una especie de avatar de esos jocosos editores panameños que aparecen en Varamo y El mago? ¿Es un modo de resistirse a la fagocitación del mercado literario, que favorece la total accesibilidad?

César Aira
Las pequeñas editoriales independientes, que fui uno de los primeros en cultivar, lo tienen todo para estimularme a publicar (y subsidiariamente a escribir), porque no tienen problemas en aceptar los textos menos clasificables en géneros o temáticas (los que los libreros no saben dónde ubicar), y los de menor cantidad de páginas, es decir, libros como los míos. Además, y esto es importante para mí, su distribución es deficiente, hay que poner cierto ahínco para encontrar el libro, y lo encuentra sólo el que realmente lo quiere. No me gusta que se publicite un libro, que lo elogie el mismo que quiere venderlo, que, si pudiera, obligaría a la gente a comprarlo. He tenido que resignarme a que se haga con algunos de mis libros, pero no bien puedo me escapo a alguna pequeña o pequeñísima editorial que no tenga presupuesto ni ganas de hacer publicidad. Si por mí fuera, editaría mis libros en tiradas de cincuenta ejemplares, para venderlos en una sola librería lo más escondida posible. (Ahora que lo pienso: lo he hecho. Aunque no fueron cincuenta, fueron veinticinco. Y no fue una librería, sino una escondida galería de arte).

 

Vicente Luis Mora
Creo que usted hace literatura conceptual, pero no dentro de una línea neoconceptualista como la de Kenneth Goldsmith, cuyas obras son la mera aplicación de un procedimiento apropiador concreto (y ya aclaró usted en el Diario de la hepatitis, con buen criterio, que «¿Alguien habrá notado que lo escrito con un procedimiento no es necesario leerlo?»), sino un conceptualismo enmarcado dentro de un proyecto, de una dimensión intelectual que no se queda en la definición de los procesos, sino que busca perpetuamente contenidos comunicables (varios por libro, pese a su brevedad), insertos en un sistema discursivo de producción general de extrañeza.

 

César Aira
El lector que soy y que he sido siempre me obliga a mantenerme en guardia, al escribir, contra el aburrimiento, la abstracción, la mera exhibición de destrezas de estilo. Debe haber materia, en lo posible, materia disfrutable, alimento para la imaginación o la ensoñación. Desconfío de los conceptualismos. Un poco está bien, si es para hacer algo nuevo, pero encerrarse en un concepto intelectual puede hacer perder la diversión. Las vanguardias en literatura tienen poca vida y ninguna descendencia. Sería peligroso creer que pueden fructificar como en la pintura o la música, porque aquí la materia prima es la lengua, que sigue siendo significante más allá de todas las torsiones a que se la someta.

 

Vicente Luis Mora
Hay algunos términos recurrentes en sus libros, como simultaneidad o continuidad (que resultan intercambiables si sustituimos tiempo por espacio). Sus tramas perseveran, pese a la aparición de imponderables en apariencia irresolubles o inverosímiles. Esa poética de la prosecución rige alguna de sus novelas, donde parece que más que sortear algún problema o nimia contradicción que le surge, usted, el autor de Continuación de ideas diversas, prefiere mirar más allá, centrarse en otros aspectos, no detenerse en lo anecdótico, continuar.

 

César Aira
En el Diario de Gide encontré esta frase, que yo podría suscribir: «Una de las grandes reglas del arte: no demorarse». Tal como yo la entiendo, demorarse equivale a tomarse en serio, a creer que hemos dado con un filón, y que deberíamos quedarnos ahí explorando las riquezas de esa idea. A algunos puede ser que les resulte, si bien no es lo mío, quizás porque nunca tuve una idea lo bastante buena como para quedarme a vivir en ella. Esa huida constante mantiene calientes los motores de la creación, pero da por resultado una discontinuidad que tengo que disimular lo mejor que puedo. Por eso me he especializado en transiciones, que son lo esencial de mi trabajo de escritura. A veces pienso que yo no escribo: hago transiciones, busco lograr un pasaje suave de un sueño a otro.

 

Vicente Luis Mora
Uno de los elementos más fascinantes de su obra me parece el de esos pequeños giros, con cuya variación todo se convierte en desconcertante: en Cómo me hice monja, el protagonista es varón, pero la voz narradora se refiere a él como niña, creando un profundo efecto de extrañamiento. O cuando el César de Madre e hijo olvida que está casado y con hijos y se enamora de otra mujer. Son pequeñísimas variaciones o inversiones de lo real que producen, aplicando la regla pascaliana de los infinitos presente en El infinito, infinitos efectos.

 

César Aira
Esos «pequeños giros» de los que usted habla, que a menudo no son tan pequeños, son efecto de la improvisación, y de una voluntad de hacer una escritura «en presente». No me refiero al presente de los tiempos verbales, cosa de la que abomino, sino de modo que la invención esté sucediendo al mismo tiempo que la escritura. Podría ser de otra forma, y supongo que lo es en general, que los buenos escritores primero piensan y después escriben. Yo lo hago a mi manera porque, aparte de que nunca estuvo en mis intenciones ser un buen escritor (ya hay demasiados), encuentro que redactar lo que se ha elaborado previamente en el pensamiento se parece demasiado a un trabajo, como llenar informes o formularios. Contra lo que podría parecer por mi manejo desenvuelto de la jerga intelectual, me considero un escritor intuitivo, entregado a todos los automatismos, a la improvisación salvaje e irresponsable. Si se arma algo más o menos coherente, no es mérito mío sino del hada Literatura, que baja del cielo con su varita mágica y pone orden en lo que empezó siendo una acumulación casual de ocurrencias del momento.

 

Vicente Luis Mora
¿Puede establecerse algún tipo de pasadizo entre su interés por el «procedimiento» narrativo de Raymond Roussel, sobre el que ha escrito usted en Evasión y otros ensayos y en el texto En La Habana, y su interés por los procedimientos duchampianos o los utilizados por el arte conceptual?

 

César Aira
El procedimiento que usó, que inventó y usó, Raymond Roussel le sirvió a él y a nadie más. Sus continuadores, ya sean los de OuLiPo u otros, se redujeron a la trivialidad del crucigrama. Quedaron mecanizados por lo que era un mecanismo, aunque en Roussel no había actuado como un mero mecanismo, porque seguía vigente el hecho de que el que lo empleaba había sido su inventor. Se aplica a lo que decía hace un momento: las innovaciones en literatura sirven para uno solo, no hacen escuela. La innovación de Raymond Roussel fue tan original y tan audaz que abrió todo el campo de una nueva literatura. Pero al mismo tiempo que lo inauguró lo cerró. No tuvo continuadores, y yo tampoco lo soy. No sorprende que Duchamp haya encontrado en él la inspiración para su Gran Vidrio. Duchamp es también un mundo completo del arte, si bien en otra clave, más radical. Su encanto está en que todas sus obras son distintas y cada una es una gran innovación que no hace escuela, ni siquiera en él mismo. Es como si fuera veinte artistas, cada uno de los cuales descubrió y agotó un terreno nuevo. Lo interminable de su interpretación procede del intento de conciliar esta banda de genios bajo la premisa de que son uno solo.

 

Vicente Luis Mora
En Sobre el arte contemporáneo, apunta los varios grandes enemigos que tiene el arte actual, aunque no explicita con claridad si la literatura los tiene. ¿Sería el gran enemigo de la literatura la facilidad comercial, que antes dejaba un espacio al margen de los best sellers, pero que hoy, cada vez más, asfixia al espacio antes conocido como literatura?

 

César Aira
Al enemigo del arte contemporáneo lo inventó el arte contemporáneo en su carrera por la originalidad a cualquier precio. Lo que traté de razonar en un ensayo fue que ese enemigo no está afuera, enfrentando al arte contemporáneo, sino adentro de éste, constituyéndolo por la negativa, como un molde puede dar forma a una escultura. Es una figura atractiva, pero específica del arte contemporáneo. No puede extrapolarse. Hay que tener en cuenta que los buenos enemigos sólo se hacen por dinero, que no es tan abundante en ninguna disciplina artística como en el arte contemporáneo; los artistas se consolarán de las acusaciones de fraude contando las ganancias. En ese sentido, la situación del arte contemporáneo y la literatura son simétricamente opuestas: hoy en el arte un Jeff Koons hace un conejo inflado y lo vende por millones, mientras que el honesto pintor de buen oficio que pinta paisajes, retratos y naturalezas muertas malvive vendiéndolas en la calle. En la literatura, el honesto artesano de novelas convencionales (Elena Ferrante, pongamos por caso) gana millones, mientras que el audaz explorador de formas nuevas debe pagarse la edición de sus libros. El grito estentóreo del enemigo del arte contemporáneo se transforma en un patético chillido de ratón en la literatura.

 

Vicente Luis Mora
Examinados sus primeros libros ahora, asombran por la coherencia que mantienen con el resto de su obra. Moreira (1975) ya declaraba su amor por el discurso y su forma, que, según el Aira de Cumpleaños (2001), le atraen más que el propio contenido; en Ema, la cautiva (1981), el simulacro, en este caso a través de la impresión de dinero falso, se revela casi como una obra artística; El vestido rosa (1984) deja entrever su pasión por el objeto-aleph que, con su potencia simbólica, acaba revelando el universo interior de los personajes… ¿Cómo se mantiene un mundo narrativo tan coherente y diverso a la vez a lo largo de cuarenta y tres años?

 

César Aira
Creo que ya lo respondí al decir que soy un intuitivo, que no sigo reglas ni tengo un sistema, lo que hace que siempre sea yo, exhibiéndome a pesar de mis mejores esfuerzos por hacerme invisible. Podría parafrasear a Montaigne cuando explicaba la amistad diciendo «porque él es él y yo soy yo». Para ciertas cosas no hay explicación. En mi caso, no puedo dejar de ser yo, y mis libros no los ha escrito nadie más que yo. Mi motivación para escribir es el placer que me da hacerlo, y el empeño que uno pone en la busca del placer es tan grande que puede llegar a parecerse a la obsesión, donde todo se repite.

 

Vicente Luis Mora
Suele estar usted asociado por los estudiosos a la etiqueta denominada «autoficción fantástica», aunque etiquetar siquiera parte de su obra parece un poco atrevido, por su extensión y diversidad. ¿Se reconoce en el uso fantasioso o delirante de ciertos elementos biográficos para después salir huyendo de ellos, llevándolos lo más lejos posible?

 

César Aira
He notado algo que siempre hice inconscientemente y es que, cuando siento que lo que estoy escribiendo baja mucho el nivel de calidad y acecha el desaliento, el modo de mejorarlo es recurrir a algún hecho de mi vida, un recuerdo, una situación presente, un amigo. La intervención de lo biográfico, siempre travestido, le da luz y brillo al relato, lo hace saltar en una dirección inesperada, y puedo seguir adelante confiado en que una dirección inesperada será la dirección correcta. Creo que el éxito de esta operación deriva de la necesidad que me impone de travestir eficientemente un hecho real y que me incumbe. Nadie debe enterarse de que se trata de mí. Debo extremar la cautela, y el miedo de que me descubran detrás de la máscara y me confundan con uno de esos pedestres practicantes de la autoficción le da alas a la invención.


 

 

 

 


 


 


 

 

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Entrevista a César Aira

Albeiro Montoya Guiral

«Yo también soy poeta. Lo mío tiene que ver más con la poesía, el ensayo, y las artes plásticas, que con la novela propiamente dicha».

El escritor argentino César Aira. Foto: Agustín Díaz.

César Aira le gusta escribir en los cafés, dejar que sus propias narraciones lo sorprendan. Que si empieza a llover mientras escribe, que la lluvia permee también sus líneas y se sitúe en la atmósfera de la novela. Me gusta imaginar, así, que cuando escribía el comienzo de Las curas milagrosas del Doctor Aira pasaba frente a él una ambulancia perseguida por un perro obsesionado por herir lo indetenible.

Comenta que escribe una página al día y que considera innecesaria la eterna corrección porque choca con fantasmas. Su predilección son las novelas cortas que siente terminadas cuando va por las 20.000 palabras. Empezó a escribir a los 18 años. Tenía 28 novelas escritas cuando publicó por primera vez, a los 32 años. Aún hoy prefiere las pequeñas editoriales, y logró que sus libros sean publicados en Argentina por sus amigos mientras que, en el primer mundo, como llama con ironía a toda esa porción de tierra que no conforma su país, los editen las grandes industrias del libro.

Trabajó bastante tiempo como traductor, entre otras cosas de best sellersTraducir libros malos es más productivo, dice, y sonríe. Habla con total tranquilidad; uno cree que, de pronto, la literatura y la vida, por fin, son la misma cosa, y que ahí enfrente tiene a un personaje literario, hablándole, excediendo el papel y la tinta. Un personaje literario dedicado con devoción a la escritura. Hay mucha industria editorial pero poca historia de la literatura, pareciera que se va a poner serio, pero agrega: escribo con total irresponsabilidad respecto a un mercado lector, y vuelve a sonreír.

Desde su infancia en Coronel Pringles ha sido amigo cercano del gran poeta Arturo Carrera, con quien afirma haberse repartido los caminos de la escritura que ambos llevan y dominan magistralmente. Le gusta ver aparecer la poesía en la novela, pero no lo poético. Yo también soy poeta. Lo mío tiene que ver más con la poesía, el ensayo, y las artes plásticas, que con la novela propiamente dicha. Haberse formado entre poetas le hizo envidiarles sus delgados libros de poesía, un hecho en que sustenta su gusto por escribir esas novelas cortas e inigualables que lo caracterizan.

 

Albeiro Montoya Guiral (AMG): ¿Cómo imagina, cómo quisiera que fueran sus libros físicamente antes de terminar de escribirlos?

 

César Aira (CA): Hoy día noto que los libros se están haciendo lindos, casi como que le daría trabajo a un editor hacer un libro feo, tendría que proponérselo especialmente. Me gusta la sobriedad; en general no intervengo en la edición, confío en el editor, pero últimamente ha habido tapas demasiado feas que me han hecho intervenir. No me gustan las tapas ni muy llamativas ni que tengan que ver con el título del libro, si el libro se llama El tren fantasma poner un tren fantasma en la tapa… No. Prefiero una cosa más abstracta.

 

AMG: En Penguin Random House le han publicado unas portadas muy bellas que corresponden con la estética que a usted le gusta, pero quería asegurarme de eso…

 

CA: Sí, es cierto. Aunque una no me gustó y me quejé, que fue la de los Relatos reunidos, que pusieron una calle toda llena de zapatos. Eso no tenía nada que ver y me pareció un poco absurdo. Entonces en la segunda edición que hicieron ahora con el título de Cerebro musical la cambiaron, hicieron otra cosa.

 

AMG: Quiero preguntarle por el sentimiento que le produjo ver la novela La prueba llevada al cine.

 

CA: La novela consiste en dos partes: el diálogo entre estas chicas punks y la chica gordita, tímida, y la segunda parte es el asalto al supermercado, la destrucción, la hecatombe, la matanza, el incendio. Ese ataque al supermercado es la prueba de amor que hacen las chicas, y en la película la prueba de amor que hacen es robar un taxi… Y yo me quedé sin ver toda esa gran masacre en el supermercado que para mí era la verdadera esencia de la novela. La película es otra cosa.

 

AMG: Soy muy cercano a la poesía, y he notado que muchos narradores no la leen, ¿usted cree necesario con su escritura estar involucrado con la lectura de poesía?

 

CA: Sí, totalmente. Sobre todo, mantenerse al día con la poesía, con lo que hacen los poetas; es decir, leer, por supuesto, todos los grandes poetas, pero después seguir de cerca lo que hacen los contemporáneos, porque me parece que la poesía es como el laboratorio de la literatura donde se prueban cosas nuevas.

 

AMG: Cuando empezó a escribir, imagino que tenía una búsqueda ideológica o estética. Hoy, después de una obra tan extensa y sincera, tan bien escrita, ¿ya encontró lo que buscaba?

 

CA: Nunca perseguí un objetivo determinado. Si había un objetivo era ir hacia adelante, seguir cambiando, porque justamente todo lo que he hecho yo ha ido en el sentido de buscar algo nuevo, algo distinto. La escritura es un camino que no se termina nunca. Más o menos puedo darme por satisfecho con lo que hice en el pasado, pero no puedo hacer un balance todavía.

 

AMG: ¿Cómo ve literariamente a Colombia?

 

CA: No sigo la actualidad de la literatura colombiana, mis escritores favoritos son los del pasado como Tomás Carrasquilla, o Jorge Isaacs, a pesar de que ahora no se les lee y se les considere aburridos, lacrimosos, tienen mucho mérito sus prosas, así como la de José Eustasio Rivera en La vorágine, que aunque mi amigo Darío Jaramillo la detesta yo la encontré una novela alucinatoria, casi tan buena como Bajo el volcán de Lowry.

 

AMG: ¿Y cómo ve la literatura argentina actual?

 

CA: Se publica demasiado, pero hay muy poco realmente bueno. Estoy al tanto porque muchos jóvenes escritores me envían sus libros, y leo las dos primeras páginas…

 

AMG: Por último, quiero saber cómo ve las Maestrías en Escrituras Creativas, los talleres, los espacios académicos que buscan enseñar a escribir…

 

CA: Eso puede ser bueno. Creo que para lo que más sirve es para socializar, para conocer gente. Ahora, en los talleres literarios, en estas experiencias de escritura creativa, creo que se puede aprender a escribir bien si uno tiene un buen profesor, pero no se puede aprender a escribir, a escribir en el sentido de tener un compromiso vital, eso tiene que salir de uno, eso no te lo va a enseñar nadie.


 

César Aira: "Escribo con lapiceras que valen miles de dólares, y debo admitir que cuando las uso me siento un gran escritor"

El escritor argentino no suele conceder entrevistas. Pero la publicación de sus libros más importantes en una biblioteca a cargo de Random House lo coloca en los titulares de prensa de los que tanto huye. 

 

KARINA SAINZ BORGO

César Aira no suele conceder entrevistas. Pero esta vez ha tenido que pasar por el aro. Random House ha publicado en España la Biblioteca César Aira, que recupera lo mejor de la obra del escritor argentino. Toca entonces cumplir con la promoción y dedicar tiempo a responder preguntas; una vez, y otra, y otra, y otra. César Aira (1949) atiende al compromiso con educación y cortesía, pero también con un repertorio que va de lo previsible a lo inesperado. Igual da los tres o cuatro titulares tipo que se repiten en su breve hemeroteca de entrevistas como se lanza a hablar de su lujosa colección de estilográficas -Aira escribe a mano, un folio al día- . Cuando las usa, dice, se siente como James Bond en el casino de Montecarlo. No sabe quien lo escucha si lo de las lapiceras -así las llama- es una tomadura de pelo o si en verdad las escoge con hedonismo, concentración y cierta coquetería, como quien elige una daga o un verbo. 

Probablemente no le haga ninguna gracia a César Aira que de tan frívola y aislada anécdota -las estiloráficas- salga el titular y la entradilla de una entrevista que debía de ser literaria. Pero, a fin de cuentas, qué de literario hay en la primera conversación de una mañana que promete ser larga. Sin duda una sola cosa: él. 

Tenía poco más de 12 cuando intentó sus primeros textos y no cumplía los 18 cuando conoció a Alejandra Pizarnik. Eran los años de la adolescencia y el brote de la vocación. Y aunque entonces intentó la poesía, la voz se fue por otro lado, buscó su propia grieta -mejor dicho, la horadó con el riego de quienes insisten-. Hoy, a sus 64, el escritor nacido en Coronel Pringles -una ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires-, ha combado la biblioteca de autor que le concede Random House con los más de 80 libros -básicamente ficción y ensayos- que ha escrito desde que publicara su primera novela: Emma, la cautiva.

Aira no ha participado en la selección de los libros que ahora se reeditan. Cuando escribe un libro, asegura, se desentiende de él. Así, llegan a las manos de los lectores libros que resultaban muy difíciles de conseguir, entre otras cosas por la costumbre del escritor de publicar en editoriales independientes. Algo así como una bibliografía balcánica, anárquica y a su manera arbitraria, como el estilo que las sujeta. La selección que ha hecho Random House incluye, entre otras, Las noches de FloresEl santoUn episodio en la vida del pintor viajero o sus lúcidos ensayos sobre arte contemporáneo, en cuyas páginas emulsiona la fascinación por Duchamp, aquel sujeto que inventó el arte conceptual medio siglo antes de que existiera y que un buen día se retiró a jugar ajedrez.

-Usted se resistía a la idea de una Biblioteca con toda su obra. Y mire, aquí está: con biblioteca y dando entrevistas. Los editores le han aguado la fiesta.

-Hay que darles el gusto. Ellos son los que ponen la plata -dice soltando una risa discreta, que suena con suavidad en la biblioteca sin libros de un hotel madrileño. César Aira tiene un acento argentino rebajado, dulce, casi untuoso-.

-Poquísimas veces concede entrevistas. En Argentina ya no las hace. ¿Por qué no le gustan?

-No se trata de que no me gusten. Las hago con gusto, cuando viajo. En Argentina decidí hace tiempo no hacerlas, porque comenzaron a ser demasiadas. Allá todos nos conocemos. Si daba una entrevista a unos, los otros preguntaban por qué a ellos no. Así que decidí mejor no dar ninguna. No es que me moleste, para nada. Es halagador que se interesen por uno. Así que de vez en cuando, pero muy de vez en cuando, lo hago. Me agrada hacer estos viajes una vez al año… y someterme –saca a pasear una risa mínima, incluso uno puede llegar a pensar que el argentino se ríe en diminutivo o en minísculas-.

"En la escritura puedo usar aquella libertad que no tenemos en la vida real", dice César Aira

-Usted escribe sin deber y sin padres. Escribe porque le gusta.  ¿Sigue siendo así?

-Creo que ahí está el mérito y la gracia de mi trabajo: poder usar en la escritura aquella libertad que no tenemos en la vida real. Normalmente uno se somete a todas las imposiciones sociales y familiares. Pero cuando saco mi libreta y desenfundo el capuchón de la lapicera, se abre un camino de libertad. En cambio, cuando escribo ensayos, un artículo, un prólogo o algo que me piden, ya no hay tanta libertad. Porque hay que ponerse serio, hilvanar las ideas razonablemente. Cuando escribo mis relatos puedo permitírmelo todo, hasta lo más irracional.

-Hay una obsesión con el posicionamiento de la literatura frente al mundo, que deja de lado a la ficción, a la fábula. ¿Tiene que tener un propósito todo cuanto se escribe?

-He notado en los críticos casi una resistencia a la fábula. No les interesa, buscan otra cosa. Tengo un amigo que dice algo muy cierto. Hoy a los críticos e incluso a los lectores la literatura no les basta, necesitan algo más: un mensaje humanitario, social... o ideológico. Lo buscan casi desesperadamente. ¿Por qué no disfrutan, por qué no sienten al leer el mismo placer que sentí yo al escribirlo? Pero no. Se van a buscar ideas, sistemas, conceptos. Es algo a lo que me he negado.

-¿Cuál es la naturaleza de su prosa? ¿Dónde está el secreto de su continuidad? ¿Es un ritmo discreto? ¿Imperceptible?

-Creo que se trata de buscar transiciones dentro de un relato.  ¿Cómo debe de ser una buena prosa? Pienso que aquella en la que cada frase tiene que responder a la pregunta implícita en la frase anterior. Entonces todo se encadena. Tomemos una frase cualquiera, por ejemplo aquella famosa de Valery: "La marquesa salió a las cinco". Ahí hay preguntas implícitas. ¿Por qué salió? ¿Adónde iba? ¿Por qué a las cinco? Cuando uno elige una de esas preguntas y las responde en la frase siguiente ("La marquesa salió a las cinco. Se fue porque no aguantaba más la charla de su marido"), esa segunda frase tiene también una pregunta o más de una pregunta implícita, que la tercera frase debe responder. Eso es lo que hace que una prosa sea buena. La poesía es distinta. Constela y va en todas las direcciones. No necesitas ese hilo. Al escribir, me preocupo de que haya continuidad en el texto. Donde sí evito la continuidad, o procuro que así sea, es entre un libro y otro. Siempre estoy buscando que el siguiente sea distinto del anterior.

-¿Escribe a mano todavía?

-Sí. Va más lento. Te permite pensar. Y supone un placer especial para mí. Es cierto que provengo de una época en la que los a los chicos nos enseñaron a escribir con una pluma que había que mojar en el tintero. Hoy día, quienes ya nacieron con el ordenador, escriben de otra forma. Tampoco me atrevería a decir que es mejor para todos la lapicera... Existe lo que llaman hoy la industria del lujo, que tiene un contenido simbólico. Uno se compra un perfume de 100 dólares, y aunque puede ser más o menos igual que cualquiera que cueste cinco, al llevarlo te sientes como James Bond entrando al casino de Montecarlo. Bueno, así como a unos les ocurre con perfumes a mí me ocurre con las lapiceras. Escribo con lapiceras que valen miles de dólares, y debo admitir que cuando las uso, me siento un gran escritor.

-¿Me está tomando el pelo?

-Hablo completamente en serio. Tengo una colección de Montblancs, otra de Oma, hasta una Louis Vuitton de cuero de cocodrilo. Pero no pongas esto en el reportaje, a ver si me las roban… Pero sí, hablo en serio. Me siento importante, fino, responsable. Teniendo una lapicera tan buena, tengo que escribir una cosa buena... ¿Qué tonto, no?

-Su fascinación por Duchamp puede llegar a hacer creer a sus lectores que, de un día para otro, desaparecerá para retirarse a jugar ajedrez.

-Hubo un tiempo en que le di vueltas a aquello de retirarme. Pensé en el abandono. No tanto por Duchamp, aunque creo que él siguió trabajando a pesar de haber desaparecido, como por Rimbaud. Esta cosa misteriosa del abandono: el gran poeta que deja de escribir para siempre a los 20 años. Hay algo romántico y misterioso, pero por más que haya coqueteado con esa imagen, creo que voy a seguir escribiendo para siempre.

-¿Hay más vocación de narrar, de generar relato, por ejemplo en Joseph Beuys que en muchos escritores?

-Los artistas de arte contemporáneo han ido más lejos que los escritores en la experimentación y la innovación. La literatura tomó dos caminos: de un lado, siguió escribiendo la novela decimonónica para el gran público, que es el 99% de lo que se ve en las librerías, y una pequeña minoría que siguió experimentando con la literatura como arte. Yo estoy ahí en ese pequeño grupo. Y aun entre los que seguimos tratando de innovar no hemos conseguido mucho. Hay algo en la literatura que impide llegar más lejos. Hubo algunas experimentaciones, como la de los brasileños con la poesía concreta. Pero es como un callejón sin salida. Se llega a una página llena de letras puestas en desorden o como sea, y termina no pasando nada. El camino que elegí es el de seguir con moldes convencionales y sabotearlos por dentro, pero mis novelitas pueden leerse casi como se leía a Salgari, porque están pasando cosas un poco más raras o cuya lógica no coincide con la lógica verdadera.

-Su literatura se distingue por la concisión. Una mezcla contradictoria entre el ensayo y la arbitrariedad e irracionalidad de la narrativa.

-Durante mucho tiempo notaba que mis relatos no eran en verdad como yo quería escribirlos. Se interrumpían por la reflexión o alguna teoría que adjudicaba a un personaje o a mí mismo. Y tanto me preocupó eso, que dije: voy a empezar a escribir ensayos, para ver si descargo ahí toda esta cosa teórica y esas ideas pseudo filosóficas que se me ocurren. De esa forma, los relatos quedarían como me gustaría: puros. Pero no funcionó. No me gustan los ensayos, los hago con esfuerzo. Además, las teorías locas que se me ocurren no van a los ensayos, deben quedarse en las novelas. Así que el asunto finalmente dejó de preocuparme.

-¿Sus libros son realmente el resultado de algo como el automatismo?

- Yo más bien diría que mi literatura es improvisada más que automática, porque pienso mientras escribo. Podría ser automática o parecida a la escritura de los surrealistas en el encadenamiento de episodios, porque como no hago un plan de la novela de antemano, voy inventando de acuerdo a ocurrencias que vienen. Ahí sí hay una imprevisibilidad de lo que va a pasar a continuación. Pero eso ocurre en los episodios, no en la escritura, que sí está muy bien pensada.

-¿Qué artista plástico sería compatible con su idea de una novela en condiciones?

-Hay un artista contemporáneo llamado Neo Rauch. Pinta unas grandes escenas en los que hay planos de realidad puestos en un mismo cuadro. Hay veces en que pienso: me gustaría que alguna novela mía fuese como uno de esos cuadros. Con esa acumulación de planos

-¿Por qué no ha escrito poesía, si hay algo de ello en su prosa?

-No la escribo porque no se me dio la poesía. Comencé a escribir de adolescente. En el pueblo donde yo vivía, Coronel Pringles, que estaba en el campo, no había ambiente literario para nada, pero tuve la enorme fortuna de que otro chico de mi edad también estaba interesado en la literatura.

 

-Arturo Carrera… ¿cierto?

-Sí, Arturito... Cuando empezamos a escribir notaba que los poemas de Arturo, por muy de adolescentes que fuesen tenían algo que yo no tenía. Lo mío era mas bien un simulacro. Arturo siguió siendo un poeta, hoy uno de los más reconocidos de la poesía en castellano. En cambio, yo tuve que invertarme. Dar un larguísimo rodeo y ahora creo que por ese largo rodeo a lo largo de 50 años creo que he llegado a la poesía o una forma de poesía.


 

Entrevista con César Aira. “Lo mío es literatura literaria”

 


 

 


 

12 libros esenciales para César Aira, eterno candidato al Nobel

https://librotea.elpais.com/estanterias/12-libros-esenciales-para-cesar-aira-eterno-candidato-al-nobel/

 

César Aira suena cada año en las quinielas para alzarse con el Premio Nobel de Literatura. Un hecho que parece no quitarle el sueño al escritor argentino, autor de más de cien novelas. La 101 es Prins, una historia protagonizada por un escritor de novela gótica que decide dejar de escribir. Extremo que, asegura Aira, él no se plantea. Lo afirma el escritor mientras repasa los libros que le han acompañado toda la vida y confiesa que a estas alturas apenas lee a sus contemporáneos. César Aira prefiere volver sobre viejas lecturas.Ha dicho que toda su formación proviene del cómic.

Crecí a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, en un pueblo donde no había televisión, las revistas de cómics mexicanas eran una gran alegría para los chicos. Nos las intercambiábamos. Yo amaba especialmente a Superman.  Más tarde también La Pequeña Lulú, no sé si en España la conocen como nosotros. Para mí era una maravilla de elegancia narrativa, la misma que luego encontré en las películas de Woody Allen o las de Almodóvar. Ese ingenio para hacer una narración que diera toda la vuelta. Fue un gran aprendizaje. Dejé los cómics durante muchos años, pero descubrí tardíamente, gracias a un amigo francés, a Hergé y a Tintín, donde también encontré esa elegancia narrativa. Aunque el cómic fue secundario de los libros, que empecé a leer muy temprano.

¿En su primera adolescencia leyó los 21 tomos de Sandokán?

Sí, no sé exactamente cómo pude conseguirlos todos. Allá en Pringels (su ciudad natal) teníamos dos buenas bibliotecas y supongo que mis padres me habrán comprado algunos. 

El protagonista de Prins es un escritor de novela gótica, ¿me puede recomendar algún título del género?

El género gótico se inició con El castillo de Otranto, que es extraordinariamente mala como novela. Tiene una primera escena maravillosa que vale por toda la novela. Después de los demás clásicos del género gótico lo único más o menos bueno es El monje, de Matthew Gregory Lewis. También está Frankenstein, de Mary Shelley, que se aparta un poco tal vez del género. Y Melmoth el errabundo, de Maturin.

Como el protagonista de su última novela usted también coge el autobús en Buenos Aires, el 126 o el 132. ¿Qué se puede leer en esos trayectos?

Ahora ya no lo hago, pero he leído muchísimo. De Quincey tiene fama de ser un autor extremadamente legible, recuerdo que una vez compré un libro de él en el centro, Memoria de los poetas de los lagos, tomé el 132 para mi casa y creo que cuando llegué –poco más de media hora- había leído ochenta páginas. Dice usted que todo lo que escribe son continuaciones de Borges, ¿cuál es su libro favorito de él?Todo. Con Borges y con cualquier otro no hago separaciones de este libro me gusta más o menos. Por ejemplo, me gusta Kafka, todo lo que hizo. Sus libros, sus cartas, su vida. Con Borges me pasa lo mismo, es uno de esos autores en los que todo vale. Después de su muerte se hicieron esas recopilaciones de lo que se llamaron textos recobrados, textos, notas que él no había querido juntar en libros. Pues son tres gruesos tomos en los que todo vale, porque hay autores, no sé por qué, a los que todo los representa. Hasta el escrito más insignificante o pasajero.Ha dicho que hubo una época en que quiso ser como Simenon, ¿Qué libro de él debemos leer?Están las novelas del inspector Maigret que son siempre hermosas. Hay una que se llama Las vacaciones de Maigret que me gusta mucho.  Y después las novelas no Maigret que son extraordinarias, como El hombre que miraba pasar los trenes.Estuvo a punto de hacer una tesis sobre El Quijote. ¿Ha habido otro autor español que le interese más que Cervantes?Más que él no, pero he leído a Cernuda, García Lorca, Alberti, las greguerías de Gómez de la Serna… Pero no mucho, mis lecturas fueron casi siempre francesas, inglesas o latinoamericanas.Dice que sigue leyendo novela policial, las clásicas inglesas.Tengo una gran preferencia por ese tipo de novelas las de Margaret Allingham, las de Dorothy Sellers, las de Edmund Crispin. Autores de novela policial civilizada, a la inglesa. Escribe novelas breves, asegura que le cuesta alcanzar las doscientas páginas. Pero, ¿qué novela larga le gusta mucho o le ha influido?La montaña mágica, de Thomas Mann o Moby Dick, de Melville. Guerra y paz de Tolstói la tengo en reserva para un día de lluvia. Una vez estuve enfermo y me tuve que quedar en casa más de un mes, le pedí un ejemplar a un amigo, que me dijo que tenía una traducción al inglés muy buena y me quedé esperando, no llegó. Perdí la ocasión y ahora no espero otra enfermedad, pero espero una tarde de lluvia larga para ponerme a leerla. Se encuentra en la obra de los surrealistas, ¿en cuál de todos ellos?Mi favorito es Benjamín Péret que escribió esas poesías maravillosas. El surrealismo no dio grandes escritores, dio grandes pintores. Pero de lo mejor escrito es el Hebdomeros de Giorgio de Chirico y las novelistas surrealistas automáticas de Péret. También algunos escritos de Leonora Carrington, por ejemplo esta novelita maravillosa que es La trompeta acústica.¿Qué libro de otro autor le hubiera gustado  escribir?Mi libro fetiche desde la adolescencia es Los cantos de Maldoror de Lautréamont, con eso me habría dado por satisfecho. El hecho de que yo haya escrito tantos libros procede de la insatisfacción, de no haber logrado nunca llegar a eso que quiero llegar que no sé bien lo que es.“Se escribe para seguir escribiendo”, dice en las páginas de Prins. Sí, no recordaba haberlo escrito pero está bien. Escribir para mí a estas alturas ya se ha vuelto parte de mi vida y siempre digo que el día que no escribo es un día perdido, estoy esperando al día siguiente.El opio es antidepresivo, ¿lo es también la escritura?Sí. Anoche comentaba con unos amigos citábamos esa frase del filósofo Fontenell que decía que “no hay pena que se resista a una hora de lectura”, y es muy hermoso. En mi caso no hay pena que se resista a una hora de escritura.POR LARA HERMOSO

Estantería

La trompetilla acústica. Leonora Carrington

Moby Dick. Herman Melville

El hombre que miraba pasar a los trenes.Georges Simenon

 

Las vacaciones de Maigret. Georges Simenon

Memoria de los poetas de los lagos. Thomas De Quincey

Don Quijote de La Mancha. Miguel de Cervantes

Hebdómeros. Giorgio de Chirico

El Monje. Matthew G. Lewis

Lewis era un inglés un tanto deforme, medio jorobado, que escribió esa novela. No sé si escribió algo más, pero lo demás que haya escrito no trascendió. A él lo llamaban el monje. Ese es el clímax de la novela gótica que, básicamente la receta es un caballero malísimo que vive en un castillo medio ruinoso y tiene encerrado en el sótano a una doncella tímida y medio boba a la que tortura con terrores varios. Eso en El Monje está muy bien conseguido.César Aira sobre El Monje

Los cantos de Maldoror. Conde de Lautréamont

Es mi obra fetiche desde la adolescencia, la que me hubiera gustado escribir.

Descripción: Melmoth el errabundo - Charles R. Maturin

Melmoth el errabundo. Charles R. Maturin

Dentro del género gótico está esta novela que es una versión alargada y bastante insoportable de la leyenda del judío errante.

Sandokan: Los tigres de Mompracem. Emilio Salgari

Fue una lectura que hice entre los diez y los doce años, tiempo que viví con Sandokán, su amigo Yáñez, los piratas…

Mueran los cabrones y los campos del honor. Benjamin Péret

Es mi favorito de los surrealistas,  el más feliz y luminoso de los poetas surrealistas.

 


César Aira: «La literatura como arte ya no la practica casi nadie»

05 Mar 2020

JAVIER ORS

 

César Aira. Cartagena de Indias. Febrero de 2017. Foto: Daniel Mordzinski.

El escritor César Aira publica Fulgentius (Mondadori), una brillante fábula sobre la escritura, la vanidad y el transcurrir del tiempo ambientada en la Roma imperial.

El nuevo personaje de César Aira suma sesenta y seis años, luce méritos de guerra y por su memoria todavía ronda un lejano recuerdo de juventud: una vez padeció de veleidades literarias. Su nombre, si creemos al novelista, es Fabius Excelsus Fulgentius, gasta las ínfulas que se presume en cualquier general romano y esgrime una veteranía que no es honor vencido ni tampoco el recuerdo de viejos días periclitados. Es una destreza viva, que aún pule y da brillo al frente de sus seis mil soldados en marchas, asedios y batallas. Junto a su legión, con sus pendones, con sus siglas (SPQR), con su cultura mezcla de barbarie y civilización, dirige una campaña por ese horizonte de insurgencias tribales que es la Panonia. Con estos mimbres podría alimentarse la idea errónea de que el escritor ha abdicado a la antigua tentación del género, pero enseguida acude él a desmentirlo con su habitual elegancia. «No creo que sea una novela histórica propiamente dicha. No hay personajes ni hechos reales de la Historia. Es una fábula, que lo mismo podría haber sucedido en la China o en Polonia. La ambienté en Roma sólo por tener algunos adarmes de Astérix, y porque cuanto más personal es lo que escribo más lejos en el tiempo y el espacio lo llevo. Las reflexiones están de relleno».

César Aira es un autor inteligente, de amable y cuidada ironía, que escribe para jugar y que juega escribiendo. Es una imagen adecuada de aquel Homo Ludens al que se refirió una vez Johan Huizinga. El hombre que aprende jugando y que nunca dejar de jugar, porque así sigue aprendiendo. Un creador capaz de enmendar y de enmendarse, incluso de lo que escribe. Cuando se le pregunta por una reflexión de su libro —«El contraste entre lo que había sido y lo que pudo ser le hizo sentir que todo había sido tiempo perdido. Un tiempo artificial, como el del teatro»— y cuál es el peso de este pensamiento en la vida de un escritor, no duda en contestar con sinceridad, agudeza y un poso de simpatía: «No recordaba haber escrito eso, y no le encuentro mucho sentido. Siempre estoy intercalando frases como ésa, que suenan enigmáticas y profundas, pero son meras transiciones. Purple patches intelectuales».

 

Pero detrás de estas páginas de indudable ambiente castrense, más allá de las espadas, las grebas y la túnica, lo que late es un bello relato de un hombre que aprovecha una parada de aprovisionamiento en Vindobona para acudir a la representación de la obra de teatro que escribió en sus años de educación. Una narración que, detrás de esas páginas de lluvia, sangre y crueldad, esconde una delicada reflexión sobre la creación, el paso del tiempo, la vanidad y el sentido del arte en una época marcada por el salvajismo.

—¿Comparte algo con Fulgentius?

—La edad, nada más. Y con eso lo comparto todo.

—¿Fulgentius le ayudó a conocer algo sobre usted, si lo hizo?

 

—No, aunque ¿para qué querría conocerme a mí mismo habiendo tanto que descubrir y explorar y disfrutar en el mundo? Sería perder el tiempo. Creo que si me hice escritor fue para poder tomarme vacaciones de mí. Y escribí mucho, así que no vale la pena buscar, porque debajo de un disfraz siempre hay otro disfraz.

—Aquí hay civilización, barbarie y cultura.

—En realidad esta novela es un baile de disfraces. Soy yo, y si me puse la lorica segmentata y empuñé el gladium de bronce fue para que no me reconozcan mientras juego a la guerra, de modo que la única cultura que se pone en escena aquí es la de un lector de Lautréamont y los surrealistas.

 

—¿Por qué ha elegido la época romana y no el presente? ¿Qué aporta situar este libro en el pasado?

 

—Cuando me siento en vena confesional ubico la acción en épocas y lugares remotos para poder contar más descubriéndome menos. Pero también he encontrado ahí una dificultad que enriquece el texto: al cuidarse de los anacronismos flagrantes hay que mantener una vigilancia constante, y uno no se deja llevar por la facilidad de la charla.

 

—Escribe una frase que, a riesgo de errar, suena irónica: «Había un poco de vanidad en el deseo de volverse un héroe cultural».

 

—«Héroe cultural» no me parece una expresión feliz. El heroísmo es para la batalla, mientras que la cultura (me refiero a la alta cultura) es la ocupación optativa de una ínfima minoría de gente inofensiva que no le hace bien ni mal a nadie.

—¿Cómo observa la literatura después de una vida dedicada a ella?

 

—Tardé mucho en convencerme de que la literatura es la reina de las artes, la más completa, la más rica, la que más lejos llega. Y la que más malentendidos suscita. La literatura como arte ya no la practica casi nadie.

—¿Un escritor es «un explorador de saberes», como asegura en su libro?

—La erudición, el enciclopedismo, son fantasías recurrentes de los que vivimos entre libros. Me temo que si se hicieran realidad no servirían para otra cosa que para resolver más rápido los crucigramas.

—En este libro alude a los escritores que dedican toda su obra a la literatura y nunca superan su primer trabajo de juventud. ¿Hay algo de sus inicios que echa de menos?

—Echo de menos la energía, la ambición, la esperanza, y todo lo que me movía en mis verdes años. Pero me las he arreglado para seguir escribiendo, a fuerza de inercia y oficio, porque la índole de mi escritura hizo necesario que siguiera aprendiendo.

 

—El protagonista de Fulgentius se deja arrastrar en ocasiones por la vanidad de su obra. ¿La vanidad de un autor es más grande en los escritores jóvenes, en los adultos, o en los mejores, o en los peores…?

—La vanidad y la modestia son descartables: la modestia siempre es falsa modestia, y la vanidad es un epifenómeno de la estupidez. Creo que la contradicción principal es la de satisfacción-insatisfacción con lo que se ha escrito. Yo he alimentado tenazmente mi insatisfacción, con la ayuda de mis detractores. Lo difícil es mantenerla en un nivel operativo, sin que llegue al desaliento.

—¿Cuál es el mayor desencanto que deja la creación?

—Si la creación tiene dos pasos, la idea y la realización, es casi inevitable que lo hecho no quede a la altura de lo pensado. De ahí una permanente nostalgia de lo que podría haber sido. Se lo podría evitar con la escritura automática, lanzarse a escribir sin haber pensado nada antes. He probado de hacerlo alguna vez, radicalizar la improvisación, pero no salió nada bueno. No sirvo para experimentos.

 

—¿Cómo ve hoy la creación de la literatura? ¿Ha cambiado su visión de ella o, como dice en su libro, el hombre siente la necesidad de alimentar la imaginación con historia?

—No leo suficientes novedades para hacer un diagnóstico. Y si no las leo es porque me aburren y deprimen por anticipado esas ficciones convencionales y solipsistas que ya no tienen casi nada de ficción. Menos que ficción, son documentos para enterarnos de los mezquinos conflictos amorosos y familiares y laborales de la clase media urbana uniformada de todo el mundo.

—¿Necesitamos más fábulas en la literatura?

—No sólo no las necesitamos, sino que no le recomendaría a ningún escritor que fuera en esa dirección, si no quiere morirse de hambre. El gusto por la narración que es sólo narración se ha marchitado hasta una virtual extinción. Hoy tiene que haber incluido un sermón político o moral (o ecologista o feminista o lo que sea) para que los lectores y los críticos sientan que no están perdiendo el tiempo. Es cierto que aun cuando es pura fábula, los críticos se las arreglan para encontrar el sermón. Eso es lo que me ha permitido seguir a flote.

 

—¿Más imaginación, entonces?

—La imaginación está sobrevalorada. Con todo su prestigio, es redundante, porque no se puede imaginar más que con los pensamientos e imágenes que uno ya tiene, en todo caso mezclándolos y recombinándolos. Nunca hay nada realmente nuevo. Además, la imaginación es una construcción cultural europea. Las lenguas orientales, y otras, no tienen la palabra, ni el concepto de nada que se parezca a nuestra «imaginación». Lo que necesitaríamos serían construcciones nuevas, no seguir reciclando las viejas, tan gastadas que ya se ve a través.

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Mayo 2021

https://www.penguinlibros.com/cl/lengua/entrevista/entrevista-Cesar-Aira-Alan-Pauls

César Aira: condenado a vivir ahí

Sutil, moderno, en apariencia leve, César Aira es la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas: al menos dos generaciones de escritores trabajan bajo su influjo, su obra despierta devoción en lectores y críticos que siguen su prolífica publicación. Sin embargo, Aira pareciera reírse y escapar de todo eso. Habla poco y no explica demasiado. Por eso, esta entrevista con Alan Pauls es de colección. Aira habla de su universo, su iniciación literaria en un pueblo de provincia, el tono infantiloide como cáscara perfecta, sus fetiches, su reivindicación impenitente del surrealismo, sus años como traductor de «best sellers», los finales «decepcionantes» de sus libros, su idea de escribir «bien» o «mal», su auténtica ambición, y la literatura como ese lugar en el que se encontró condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida.

Por ALAN PAULS

Como muchas de las cosas que antes, para bien o para mal, solíamos hacer frente a frente, compartiendo un pedazo de presente y todos sus equívocos, esta entrevista terminó haciéndose online, con César Aira encerrado en su feudo de Flores, Buenos Aires, y yo en un apartamento subalquilado de Kreuzberg, Berlín. La hicimos por correo electrónico, la sucursal del mundo virtual que más ha quedado pegada a los usos y costumbres de la vida arcaica, en especial al delay, esa prorrogativa de la que el Kafka escritor de cartas supo sacar tanto jugo como el Kafka procrastinador profesional. Fueron cuatro idas y vueltas con, en el medio, tiempos muertos sensatos y amables, que Aira, entre otras cosas, supongo, aprovechó para cumplir años (setenta y dos) y yo para comprobar que un anónimo vendedor argentino vendía en Abebooks un ejemplar de Moreira, su primera novela (1975), por dos mil quinientos dólares. Se lo comenté en un aparte entre dos preguntas, pero no se dio por enterado. Preferí eso, ese silencio, a la respuesta con que dio por no viables de una vez por todas un par de preguntas con las que yo venía porfiando: «Definitivamente, por más que me estrujo el cerebro, no se me ocurre nada más». 

Las respuestas de Aira me llegaron siempre en archivos .odt, formato que yo no conocía y en el que tardé un poco en reparar, en parte porque mi Word lo abría automáticamente, sin contratiempos. (Lo llamé Oddity, una ocurrencia a la que Aira tampoco se mostró especialmente receptivo.) Una vez lo convertí a Word y ya no pude volver a abrirlo. Tuve que seguir trabajando en .odt, y cada vez que quería guardar los cambios aparecía un cartel que advertía que algunas características del archivo eran incompatibles con Word, y podían perderse si yo insistía en guardar el documento como pretendía guardarlo.  


Alan Pauls: Tus libros suelen estar fechados en un presente más o menos cercano. Lugones es de 1990 y se publicó treinta años después. ¿Por qué? 


César Aira: El año pasado hice un poco de orden en la montaña de carpetas con escritos inéditos que se habían acumulado. Sucede que de cada tres novelas que empiezo termino una, y los restos de las otras me da lástima tirarlos y los dejo ahí juntando polvo. Encontré varias terminadas, que no había querido publicar por un motivo o por otro (generalmente porque habían salido mal). Entre ellas esta. La leí y me pareció que valía la pena publicarla. Creo que tiene esa euforia salvaje de escritura que yo tenía antes, y que ha quedado enterrada bajo capas sucesivas de desencantos y desánimos. No sé por qué no la publiqué en su momento. Puede ser que porque hubo una época, que quizás fue esa, en que aparecieron muchas novelas ficcionalizando personajes históricos, o sus parientes, el primo de Hitler, la tía de Verlaine, cosas así, y no quise participar.


Alan Pauls: La novela tiene una cierta voracidad, un engolosinamiento, y también se mete con la vulgaridad y lo obsceno, algo que en vos, escritor más bien sobrio, llama la atención, aunque se liga con ciertos escritores sobre los que escribiste (Lamborghini, Copi).


César Aira: Sí, quizás eso también contribuyó a que no la publicara en su momento. Ese lenguaje chabacano era, y sigue siendo, el más común en la narrativa argentina. Ahora me pregunto por qué tengo ese prurito de no hacer lo que hacen los demás. Si estaba de moda escribir sobre la tía de Verlaine, ¿por qué yo no lo hice? Si todos escribían con palabrotas y sexo, ¿por qué yo no? Y mi negativa era tan fuerte que sacrificaba dejándola inédita, una novela que seguramente me había llevado unos buenos meses de trabajo. No podía ignorar, no era tan ciego, que si seguía la corriente y escribía como los demás mis libros se iban a vender más y yo iba a ganar más y ser más feliz. Además, podía hacerlo, con este Lugones me lo había probado. Pero seguí en la mía. Creo que cuando uno se hace una idea personal de la literatura es inevitable que termine saboteando su carrera. Sería preferible no hacerse ninguna idea, ¿no? 


Alan Pauls: ¿Cuál sería tu idea?


César Aira: Una idea de alta cultura. Elitista. Lo lamento, pero es así, objetivamente.


Alan Pauls: ¿Se aprende algo escribiendo a lo largo de cincuenta años? ¿Se acumula experiencia?


César Aira: En nuestro oficio, aprender es aprender a hacer trampas, a disimular deficiencias de la idea y crear falsas elegancias del lenguaje, a llenar el vacío. Si hay algo de veras bueno en lo que hacemos, está al principio, cuando todavía no se ha vivido y la literatura está plena y sin mezcla. Después lamentablemente hay que vivir, y la experiencia se cuela en lo que escribimos, con sus miserias y mezquindades.


Alan Pauls: ¿Qué sería, en tu caso, una novela que «sale mal»? ¿O qué sería en cualquier caso, puesto que la única novela buena posible es la que quedó ahí, al «principio», en ese «antes» casi de la escritura?


César Aira: Creo que una novela sale mal cuando la idea que tuve para empezar a escribirla es mala. Me doy cuenta de que la idea era mala cuando voy por la mitad y siento una desgana profunda para seguir. El problema es que siempre que voy por la mitad de una novela siento esa desgana profunda, así que es un sentimiento que no me sirve para saber si voy bien o no.


Alan Pauls: Ideas... ¿Qué hay de tan importante en una idea? ¿No se puede escribir sin ideas?


César Aira: No, no creo. Por supuesto, depende de la definición de «idea», que no es más que una palabra. Según mi definición personal, la idea en el sentido operacional, no ideológico, es el argumento con el que hacer literatura en un momento dado. Un buen ejemplo, que es más que un ejemplo, como todos los buenos ejemplos, sería la idea de Pierre Ménard: «Transcribir un texto ajeno como si lo estuviera escribiendo uno». O, ya que estamos, «leer novelas y creérselas». 


Alan Pauls: ¿Qué imagen tenés de tu obra? ¿Cuarenta y cinco años después del Moreira, ¿cómo te la representás?


César Aira: Como he sido leído por tan pocos, y por casi nadie del círculo familiar en el que vivo, siento como si la literatura hubiera sido mi vida secreta, de la que nadie sabe nada. Como si todo lo que escribí estuviera en clave, y ni yo mismo supiera cómo descifrarla, o me hubiera olvidado. 


Alan Pauls: ¿La cantidad de libros formaba parte del plan original? 


César Aira: No, nunca hubo un plan. Fue orgánico, como se dice ahora del yogur y las aceitunas. De hecho, mis primeras novelas no eran tan breves. Se fueron acortando como en un proceso de crecimiento al revés.


«Como he sido leído por tan pocos, y por casi nadie del círculo familiar en el que vivo, siento como si la literatura hubiera sido mi vida secreta, de la que nadie sabe nada. Como si todo lo que escribí estuviera en clave, y ni yo mismo supiera cómo descifrarla, o me hubiera olvidado.»


Alan Pauls: ¿Cuál es la escena del Aira escritor-niño más precoz que recuerdes?


César Aira: Recuerdo que me lucía en las redacciones en la escuela. Pero no lo sentía como una capacidad especial para escribir, sino como un don de las lecturas. Desde muy chico leía mucho, y era gracias a la lectura que podía escribir y pensar, imaginar, salirme con la mía, tener buenas notas sin estudiar, todo. Era una actividad mágica, que me daba poderes. Pero debía de tener algunas lagunas. Una, muy curiosa, me quedó grabada. Sería en cuarto o quinto grado, yo debía de tener diez u once años, no era tan chico, ya había leído mucho, no solo todo Salgari, también la Ilíada, la Odisea, mil cosas más, lo que hace más extraño lo que me pasó. Habíamos escrito redacciones con tema libre. La maestra le hizo leer la suya a un compañero, Lito Miganne. Lo que leyó era sobre la cacería de un oso, en un bosque, con no sé qué peripecias. Y terminaba así: «Esa noche, junto al fuego de la chimenea, recordamos la aventura con sus peligros y emociones», o algo así. Punto final. La maestra lo felicitó. Yo estaba perplejo. Había esperado el «Y entonces me desperté», pero no hubo despertar. Eso había sucedido realmente, aunque yo sabía sin sombra de duda que Lito jamás había ido a un bosque a cazar un oso. Lo peor era que todos a mi alrededor no notaban nada raro, ni la maestra ni los otros chicos. Yo no podía creerlo, no entendía. Noté que se abría un abismo frente a mí, y la fascinación y el horror que sentí debían de provenir de la sospecha de que estaba condenado a vivir ahí.


Alan Pauls: Se conoce que tenías competidores.


César Aira: Me da la impresión de que los chicos de aquel entonces (la década del cincuenta) éramos más articulados con el lenguaje. A falta del material audiovisual que existe hoy (no teníamos más que el cine, los domingos), la palabra tenía que trabajar más. La ejercitábamos y se robustecía. Cualquiera podía contar o escribir una historia convincente. Y estaban los dos registros, el que contenía malas palabras y el formal, y no se mezclaban nunca; de ahí que el registro formal, que era el que usábamos en la escuela, tuviera la riqueza de algo vigilado.


Alan Pauls: Al menos para mi generación, vos y Arturo Carrera son los que introdujeron el diminutivo en la literatura argentina —con un efecto de impudor increíble—. Hasta entonces, la infancia eran los niños y los niños eran puro objeto de ficción, personajes. El diminutivo, en cambio, era algo que venía del autor: era el escritor hablando como un niño. ¿Qué dirías de esa mitología niño? 


César Aira: No lo había pensado nunca, pero puede ser que haya habido la busca de un tono faux naïf, infantiloide, quizás como reacción a la exhibición de virilidad responsable a la David Viñas. En mi caso, siempre adopté como modelo la gracia de invención de los niños chicos. Es la cáscara perfecta para encerrar todo lo peor de nosotros.


Alan Pauls: ¿El acento estaría en el faux? ¿El niñismo como art brut, perversión inocente, genialidad sin intención?


César Aira: Esa ingenuidad no era tanto falsa como cultivada, como lo que ahora se llama «desaprender». Salir de las reglas de la vida adulta, pero con los instrumentos del adulto.


Alan Pauls: ¿Qué tipo de placer encontrabas de chico al escribir? 


César Aira: No me parece que la palabra sea placer. Había algo de empeño, de ambición, y sobre todo de insatisfacción. Como lector había llegado a un grado de exigencia que me jugaba en contra. (No sé por qué lo digo en pasado.)


Alan Pauls: ¿Te acordás de la primera idea de ficción que hayas tenido?


César Aira: Lo primero que recuerdo, es decir que no recuerdo, fue un cuentito de dos o tres páginas, a mis diecisiete años, que escribí para un concurso de una revista de Buenos Aires, Testigo, que dirigía Sigfrido Radaelli. El concurso era de cuento y poesía. Arturo y yo, todavía viviendo en Pringles, mandamos nuestras contribuciones, y ganamos los dos, él en poesía, yo en cuento. Los poemas de Arturo se publicaron en el siguiente número de la revista. Dejaron mi cuento para el próximo, pero no hubo próximo número, como suele pasar con las revistas literarias. Creo que esta volvió a salir varios años después, pero ya se habían olvidado de mi cuentito, o se les había traspapelado. Sé que se llamaba El espejo oval, sospecho que inspirado en Poe. No recuerdo nada del contenido.


Alan Pauls: Pringles, la ciudad de campo, el pago, la periferia. ¿Tu caso fue parecido al de Puig y General Villegas? ¿Eras un pringlense agente doble, con un pie en el lugar y otro afuera, que lo miraba todo con los rayos X de los libros?


César Aira: Si bien sufrí bullying por ser el único chico con anteojos entre los mil alumnos de la Escuela 2, no me resentí, y mi relación con el pueblo es excelente. Me nombraron Ciudadano Ilustre, el diario local publica noticias sobre mí, tengo lectores. Si no me pasó lo de Puig fue porque no escribí sobre escándalos pringlenses, y si no lo hice fue porque no me enteré de los escándalos, como que me pasé todos mis años en Pringles con la nariz metida en los libros.


Alan Pauls: ¿Qué te decidió a irte a Buenos Aires? 


César Aira: En Pringles me habría quedado sin interlocutores, o habría tenido que llevar una doble vida, o encerrarme. Así que vine a Buenos Aires, donde me las arreglé para quedarme sin interlocutores a pesar de los cientos de interlocutores que me salían al paso todo el tiempo, y pude llevar una cómoda doble vida y al fin quedar encerrado a salvo. 


Alan Pauls: Cuando empezabas a escribir, ¿te interesaban los escritores? ¿O te interesaba la práctica, la experiencia de escribir?


César Aira: Cuando yo era joven los escritores tenían un aura de prestigio un tanto misterioso, porque había que imaginárselos. Las entrevistas eran muy raras, cuanto más podía vislumbrarse una foto en blanco y negro en la solapa de un libro, algún dato biográfico, nada más. Eran solo sus libros. Me he preguntado más de una vez si yo volvería a sentir el llamado de la vocación hoy, con los escritores en la televisión mostrando su vulgaridad y su ignorancia y lo poco misteriosos que son. 


Alan Pauls: De todos los padecimientos míticos del escritor (la página en blanco, sentarse a escribir, terminar), ¿cuál es el tuyo?


César Aira: No se me ocurre ninguno grave. Doy muchas vueltas antes de ponerme a escribir, como si empezar fuera meterse en un lugar del que después va a ser difícil salir. Sé que les pasa a muchos. Se lo oí decir a Puig. Pero todo es ponerse. Una vez que tracé las primeras palabras, todo fluye sin problemas.


Alan Pauls: ¿Cuál fue el tiempo máximo que pasaste sin escribir?


César Aira: Nunca pasé tiempo sin escribir. Quizás unos pocos días, y creo que ni siquiera eso. Es el puro ejercicio, porque la mayoría de lo que escribo no sirve para nada. Son anotaciones, ideas sueltas, doodling.


Alan Pauls: ¿Cómo seguís escribiendo cuando tenés problemas para seguir? Buñuel decía que cuando no sabía cómo seguir ponía un sueño.


César Aira: Cuando no sé cómo seguir, la experiencia me ha enseñado que la única solución es seguir. Si me paro a pensarlo, no se me va a ocurrir nada así pasen cien años. En cambio, si sigo escribiendo, algo sale, siempre. Escribo solo cuando estoy escribiendo. Pensar, proyectar, imaginar, no me sirve de nada. En cambio, el ejercicio neuropsicomotor de la mano con la lapicera lo hace todo por mí.


Alan Pauls: Yendo al «método Aira»: tema corrección. 


César Aira: No corrijo mucho. Un poco sí, porque siempre queda algo por emparchar. Sucede que como voy inventando a medida que escribo, tengo que pensar, y eso me obliga a ir lento, y me da tiempo para hacer frases elegantes y buscar palabras raras. Después, no encuentro nada o casi nada que cambiar. Claro que podría cambiarlo todo, pero ¿para qué? Una cosa es quedar insatisfecho con lo que uno hizo, otra es ponerse a averiguar por qué. La autocrítica me parece un gesto de narcisismo presuntuoso. Además, no tiene ninguna importancia, el mundo no va a cambiar porque mis libros estén mejor o peor escritos. Ni siquiera creo que a nadie le importe.


Alan Pauls: La famosa fuga hacia delante.


César Aira: Una de las felicidades de la literatura es que después de un libro siempre hay otro. Vale tanto para el lector como para el escritor. Pero hay felicidades de doble fondo. Hay un cuento de Henry James que se llama precisamente así, The next time, la próxima vez, donde está, en clave humorística, esa lógica sobre la que vivimos: la próxima vez me va a salir bien. En el cuento, un personaje se juega entero a que la próxima vez le salga mal (para que se venda y su familia no quede en la miseria), y le sale mejor que nunca; y su antagonista se juega entera a que le salga bien (no le importa que no se venda porque ya se ha hecho rica con sus libros malísimos), y le sale peor que nunca. Conclusión: no hay próxima vez, la próxima vez ya pasó.


Alan Pauls: Los desenlaces apurados por el aburrimiento. 


César Aira: Darle tanta importancia a un buen final revela que se concibe el libro (la novela, el cuento) como un producto, que como producto vendible y consumible debe responder a criterios de calidad. No hice nunca antes de ahora este razonamiento, pero creo que intuitivamente estuve resistiéndome a esa lógica productivista con mis finales decepcionantes.


Alan Pauls: Insertar un trozo de realidad inmediata (levantás la vista de la libreta, mirás y metés lo que mirás en el texto) para desbloquear.


César Aira: Me han preguntado más de una vez cómo podía escribir en los cafés, en medio del movimiento y las conversaciones. Era principalmente un recurso para evitar la concentración, que encuentro muy peligrosa. El escritor concentrado no va a tener más remedio que escribir sobre lo que tiene dentro, en su miserable cajita de recuerdos e impresiones. Ahora ya no escribo más en los cafés, así que cualquier día de estos termino abriendo la cajita miserable.


Alan Pauls: ¿Y qué pensás encontrar?


César Aira: Bueno, están los recuerdos, las opiniones, las impresiones. Mis opiniones son las que puede tener cualquiera, así que no tienen ningún interés; impresiones, hay pocas y desvaídas, porque soy más bien de tipo distraído. Y los recuerdos, como bien se sabe, son todos encubridores. Yo tengo una memoria implacable, lo que significa que tengo mucho que encubrir.


Alan Pauls: ¿Cuál es el libro que más has releído?


César Aira: Puede ser la Aurelia de Nerval. Pero hay poetas que releo todo el tiempo. Y hace años que ya no leo, solo releo. No. Exagero. Pero no tanto. Digamos que de diez libros que leo, nueve son relecturas.


Alan Pauls: ¿El libro que te acompaña desde siempre?


César Aira: Baudelaire... y otros. Detesto hacer listas. Detesto que me pongan a mí en una lista. La crítica literaria, la académica y la otra, consiste en poco más que en hacer listas y sacar conclusiones de la lista. A los escritores habría que tratarlos como las particularidades absolutas de los astrofísicos.


Alan Pauls: Sin embargo, tus libros conversan bastante con la crítica y la academia. ¿Te gusta cómo te han leído? ¿Algo escrito sobre vos te hizo releerte de una manera inesperada?


César Aira: La única gratificación genuina que me viene de los lectores es cuando me mencionan un episodio o un momento o un personaje de mis libros. Las interpretaciones o elaboraciones críticas me dejan frío. Hace poco vino a casa un motociclista de una farmacia a traer unos remedios, bajé a atenderlo, me pidió el documento para llenar unos papeles y, cuando vio mi nombre, me preguntó si yo era ese César Aira. «Yo lo leo —me dijo— ahora estoy con el Pequeño Birrete.» Me salvó el día. Qué digo el día. El año. 


Alan Pauls: ¿Hay un libro que te vio hacerte escritor?


César Aira: Cuando cumplí catorce años, estábamos en Mar del Plata, mi abuela quiso que eligiera un regalo, fuimos a una librería y elegí la Antología de la Poesía Surrealista, de Aldo Pellegrini, que había aparecido un año o dos antes, y fue mi fetiche desde entonces. 


Alan Pauls: Sos uno de los pocos escritores que sigue reivindicando el surrealismo. ¿Es por fetichismo, nostalgia, militancia?


César Aira: Sí, puede haber algo de nostalgia, o de lealtad al joven que fui. En los años sesenta se respiraba surrealismo en Buenos Aires. Había que ver el silencio que se hacía en los cafés de la calle Viamonte cuando entraba Aldo Pellegrini, el Papa subrogante. Y la gente sensata ya entonces decía que el surrealismo estaba muerto, que era un cadáver apolillado, que no podía ser más que un objeto de nostalgia. Pasaron sesenta años y siguen diciendo lo mismo, lo que hace pensar que es el más sano y fresco de los cadáveres apolillados.


Alan Pauls: ¿Te interesan las vidas de escritores? ¿Es posible que te interese la vida de un escritor pero no su obra?


César Aira: Para los que le damos más importancia al escritor que a sus libros, la lectura de una biografía, lo mismo que la de sus diarios y su correspondencia y los testimonios de sus contemporáneos, y los libros que él leía, son necesarios para poder decir que uno lo ha leído realmente. Solo cuando esa constelación existe es que se puede decir que ese escritor existe.


Alan Pauls: Se sabe que sos rousselliano, duchampiano, cageano, etc. ¿Qué te pasa con otros escritores de procedimiento? ¿Queneau, Perec, el Oulipo?


César Aira: Los juegos de Oulipo me parecen la cosa más idiota del universo. Y deberían lavarse la boca con jabón Lux antes de pronunciar el nombre de Roussel. Ponerse restricciones y reglas es todo lo contrario de lo que hizo Roussel. En el último círculo del infierno literario lo obligan a uno a escribir todo un libro sin determinada letra. ¿A quién se le puede ocurrir hacer algo así voluntariamente?  


Alan Pauls: Solés protestar contra el giro autobiográfico y la literatura del yo y el énfasis en el autor y la presencia de los escritores en los medios. ¿Cómo juega el mito del escritor —uno de tus caballitos de batalla— en relación con ese estado de cosas?


César Aira: Menos mal que el giro autobiográfico se dio cuando ya se habían escrito muchas obras maestras. Se habría perdido mucho si Dante, Shakespeare, Proust o Kafka hubieran dado el giro. Hoy tendríamos mucha información sobre unos señores intensamente neuróticos, y poca literatura. 


Alan Pauls: Fuiste traductor profesional durante años. ¿Jugó algún papel esa práctica a la hora de escribir? Tenés fama de haberte tomado tus libertades traduciendo. 


César Aira: Hice traducciones como trabajo alimentario, fácil y rentable haciéndolo tan rápido como lo hacía yo. Mi carrera de traductor coincidió con el vuelco de los lectores hacia la mala literatura, cosa que me lo hizo mucho más fácil todavía: esos best sellers que yo traducía están escritos en una prosa premasticada, de trescientas palabras, y tienen muchísimas páginas. Y no, no me tomé ninguna libertad. Vivía de ese trabajo, mantenía a mi familia con él, no iba a ser tan irresponsable como para jugar con el techo y la comida de mis hijos solo por hacerme el vivo. Los que se tomaban libertades eran los editores, que sabían bien la basura con la que estaban mercando, y solían pedirme que acortara esos horribles mamotretos. Libros buenos, habré traducido una media docena, cuando dejé de hacerlo profesionalmente, por pedido de algún editor amigo, y por nostalgia de un trabajo que hice durante treinta años. Como lector evito las traducciones; de hecho, el grueso de mis lecturas son en inglés o en francés.


Alan Pauls: Tus libros están llenos de teorías. Apenas tienen un segundo, tus personajes se ponen a teorizar.


César Aira: Siempre se me están ocurriendo teorías sobre esto o lo otro, pero cuando se las he expuesto a alguien he recibido esa mirada de compasión que se reserva para los idiotas incurables. Puestas en boca del personaje adecuado, en cambio, suenan ingeniosas, y hasta inteligentes. ¿No será que escribí novelas solo para tener a mano un muñeco con el que hacer ventriloquía teórica? Esas teorías mías siempre son un poco absurdas, eso lo noto yo mismo. Las dejo así para sacarles ese filo competitivo que tienen las teorías, que suelen no tener otra razón de ser que mostrar que su inventor es más inteligente que el vecino.


Alan Pauls: ¿Qué pasa cuando esa compulsión tuya se cruza con los años setenta, década teórica por excelencia? 


César Aira: Hoy día no puedo creer, mejor dicho, no puedo entender, cómo pude leer tantas decenas de miles de páginas de Lacan, Deleuze, Foucault, Barthes, Derrida, Lyotard, Tel Quel (la compraba religiosamente, el adverbio corresponde), Sollers, Kristeva. Qué pérdida de tiempo. El único libro que releería ahora es El pensamiento salvaje, de Lévi-Strauss. 


Alan Pauls: Pero en vos teorizar tiene una carga lírica fuerte. ¿No hay un resto de los setenta ahí? ¿Como si te hubieras quedado con una especie de teoría infantilizada? 


César Aira: Está el placer irresponsable de pensar, como en esos versos del Martín Fierro, «con oros copas y bastos, juega allí mi pensamiento». Hay gente que se gana la vida haciendo eso. En mí es una tentación constante, pero yo me gano la vida, o al menos la justifico, escribiendo historias, no jugando con la baraja de los conceptos.


Alan Pauls: Una de las primeras cosas que me impresionaron de tus libros era que todos tus personajes —un indio, un pintor, un repartidor de pizzas, un niño— tenían el mismo derecho a teorizar y lo ejercían en cualquier momento, incluso, o sobre todo, cuando la acción era más vertiginosa. La teoría, gran momento de aceleración intelectual, servía para ralentizar la acción. 


César Aira: Puede ser que esos momentos reflexivos, de filosofía de entrecasa, sirvan como purple patches, adornos intercalados para detener la acción. Si es así, no lo hice de modo premeditado. Pero nada lo hago de modo premeditado: si pienso me paralizo, como el mosquetero.


Alan Pauls: Tu panteón de artistas/escritores tiene dos líneas muy claras: los inventores (los originales, los únicos) y los clásicos menores (los escritores de evasión): Roussel y Stevenson, Carroll y Lear, etc. Todo lo que habría en el medio parece ser objeto de cierto desdén. ¿Cuándo y cómo se arma ese sistema? 


César Aira: Los escritores son solo una parte del cotillón artístico que fui juntando con los años, para ocupar el tiempo y consolarme de lo malo que me pasa. También hay música, pintura, cine... Es cierto que los escritores son lo más importante, pero como todo lo que es importante, cansan un poco. Cierro un libro y voy a sacar de la biblioteca una Artforum vieja para hojear, me dejo llevar por otra clase de ensoñaciones, literatura de colores, vidas paralelas. A veces me pregunto si no me convendría remplazar todas esas Pléiades, y Penguins y obras completas por libros de arte, que se pueden recorrer siguiendo cualquier orden, o quedarse una hora en una página, o mirarlos pensando en otra cosa. Y además tienen más valor de reventa. 


Alan Pauls: ¿Y el hermetismo? Creo que el primer texto que publicaste fue una traducción de Mallarmé.


César Aira: Qué manía pequeñoburguesa, esa pretensión de entender. En literatura tengo una marcada preferencia por lo que no entiendo, y me he preguntado por qué será. Debe de haber un componente de negación, de no querer enterarse de ciertas cosas, y frente a un poema de Browning, por ejemplo, no hay peligro de enterarse de nada. Pero, sin entrar en profundidades freudianas, lo incomprensible también es promesa. Mientras que lo que se entiende se puede dejar atrás, lo no entendido sigue con uno, haciéndole compañía.


«Sin entrar en profundidades freudianas, lo incomprensible también es promesa. Mientras que lo que se entiende se puede dejar atrás, lo no entendido sigue con uno, haciéndole compañía.»


Alan Pauls: ¿Por qué no hablar de tus contemporáneos? Omitirlos suena casi tan significativo como aludir a ellos, para medirse —a la Fogwill—, para bajar línea, para lo que sea. Hubo aquella nota tuya de la revista Vigencia, a principios de los ochenta, en la que entrabas a sablazo limpio en el campo literario y arremetías contra las figuras del momento: Piglia, Asís... Es cierto: eras joven, empezabas a publicar, etc. Después hubo intervenciones ya clásicas sobre excéntricos (Copi, Emeterio Cerro), muertos (Osvaldo Lamborghini), exargentinos (Puig), íconos un poco freezados (Pizarnik). ¿Por qué la alternativa es el sablazo o el silencio? ¿No hay otro modo de relacionarse con los pares?


César Aira: Uno está relacionado con sus contemporáneos, lo quiera o no. Íntimamente. El trabajo mismo es un diálogo con los otros. O con los otros trabajos. Si yo no hago más explícito ese diálogo es porque necesito privacidad, espacio desocupado de gente y voces, para poder ir tan lejos como quiero.


Alan Pauls: Hablaste antes (inicios del escrito) de ambición. ¿Cuál sería tu ambición ahora? ¿Cuánto más lejos querrías ir?


César Aira: Lo que escribo ahora no es tan bueno como lo que escribía antes. Pero eso según las escalas de calidad con las que me manejaba antes. Ahora estoy usando otros criterios, más laxos y a la vez, paradójicamente, más ambiciosos, como que ahora puedo hacer uso pleno de la libertad.


AIRA ENSAYISTA


Alan Pauls: Quizás haya cierta herencia de los años setenta en tu práctica de ensayista. ¿No es escribiendo ensayos como conseguís lo imposible: conservar cierta magia en la teoría?


César Aira: La lección más permanente que me quedó de aquellas lecturas fue la regla de los formalistas rusos: ver cómo estaba hecha la obra. Si eso se elucidaba, todo lo demás saldría por añadidura. En fin, no es necesario ir tan lejos a buscar esa lección. Ya lo decía el Superagente 86 Maxwell Smart cuando planeaba evitar un golpe de Kaos: si sabemos el cómo, sabremos el cuándo, y si sabemos el cuándo sabremos el dónde, etc. Con la obra literaria, si llegamos a saber el cómo, eso nos dirá el qué y el porqué. (El cuándo y el dónde están en la Wikipedia.)


Alan Pauls: La mayoría de tus ensayos parten también de una idea, una de esas ideas-paradojas que pueblan tus ficciones. ¿Dónde se separan ficción y ensayo?


César Aira: Cuando escribo mis novelas, el tema puede ser cualquier cosa de las que pasan en mar, tierra o aire, en el presente, el pasado o el futuro. En cambio, cuando escribo ensayo, el tema siempre es el mismo: la literatura. Claro que cuando escribo novelas, el tema, más allá de los temas, siempre es la literatura. Pero de un modo más discreto, más púdico.


Alan Pauls: El Copi, el Pizarnik, el Lear... Tus ensayos monográficos son operaciones de apropiación ambiciosas, casi histriónicas. Se podría hablar del Copi de Aira como se habla alguna vez del Hamlet de Olivier o el Otelo de Welles.


César Aira: Leyendo los artículos y reseñas que escribí a lo largo de los años y que ahora ha recopilado María Belén Riveyro, veo que todo eso está marcado por la ambición de hacer valer mi opinión o mi gusto, de darme importancia, de lucir inteligente... En contraste, admiro la dignidad de la ficción, al mantenerse aparte de todas esas mezquindades psicosociales, sin pedirle nada a nadie más allá del mínimo de atención con que se sigue un cuento. Y en mis novelas, aun de esa atención he tratado de pedir el mínimo, haciendo lineal el relato, con un principio y un fin, todo claro y explicado.

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César Aira: “Yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo”

El escritor argentino, que recibió hoy en Sevilla el premio Formentor, reflexiona sobre el humor, la edad y la relación de la escritura con las otras artes

9 de octubre de 2021

Berna González Harbour

EL PAÍS

 El escritor argentino César Aira, ganador del Prix Formentor 2021, ofrece una rueda de prensa en Sevilla, donde tendrá lugar la ceremonia de entrega, con el presidente de la Fundación Formentor, Basilio Baltasar. CULTURA FUNDACIÓN FORMENTOR

César Aira es un torrente de pensamientos e ideas que va volcando en sus decenas de libros a un ritmo extraordinario sin reducir la calidad, la intensidad, la complejidad y la inteligencia de una obra tan prolija como rica. Hay humor fino —muy fino— en su trabajo, hay un desafío constante a las certezas del lector y un enrevesamiento curioso que nunca sabes dónde te va a llevar, aunque sí que será a buen puerto. Aira, nacido en Coronel Pringles (Argentina) en 1949, vive en cierto aislamiento en Buenos Aires, donde no usa el teléfono y responde por escrito, lo que, habida cuenta de su estilo, no deja de ser un regalo. Este sábado recoge en Sevilla el premio Formentor.

-El jurado ha destacado en su estilo “las claves jazzísticas de la improvisación”. ¿Se reconoce en esta definición?

-Sí, hay improvisación, pero no de la espontánea y veloz sino de la pensativa y lentísima. Soy muy lento en general, si quiero apurarme se me nubla el entendimiento. Es improvisación en cámara lenta.

-En sus libros usa herramientas como la ironía, la parodia, en ocasiones disparates a los que dota de sentido… ¿Cómo elige sus herramientas? ¿Elige principalmente el humor?

-Desconfío del humor. Todo el que los lectores creen encontrar en mis libros es involuntario. Me tomo muy en serio mis invenciones, y si a los lectores les dan risa es porque carecen del gusto por la fantasía.

Lo cierto es que libros como El congreso de literatura, en el que su alter ego se entretiene encontrando un antiguo tesoro cifrado, clonando al escritor Carlos Fuentes y arreglando después el sindiós que ha generado, es hilarante, disparatado, sin freno para un brillo que no remite hasta el final. Cómo me hice monja o La mendiga también nos arrastran a una fantasía desconcertante, conviene dejarse llevar. Por ello él mismo define su obra como un tipo de cuentos para adultos. Uno diría que él mismo se lo pasa bien, pero lo niega. “Divertirse escribiendo es lo peor que se les puede hacer a los lectores. Sufrir es igualmente frívolo. Creo que lo conveniente es mantenerse frío y vigilante. La literatura es un arte difícil, que no perdona los extravíos narcisistas”, responde.

También escribió que la literatura podría ser el puente de plata tendido entre lo hecho y lo no hecho, entre esos dos ámbitos que establecen entre sí una sugerente asimetría. ¿Así lo ve? ¿Qué es la literatura?, le preguntamos. Pero nos ofrece una respuesta que nos vuelve a llevar al humor. “Qué pregunta difícil. Yo esperaba que cuando me volviera importante y ganara premios empezarían a hacerme preguntas fáciles, de las que se les hacen a las celebridades: mi color favorito, el nombre de mi gato, o si me gusta más el verano o el invierno. Por lo visto, no soy tan importante, y debo seguir dando prueba de cociente intelectual”.

Su cociente intelectual se manifiesta también en sus ensayos, en los que desliza construcciones articuladas especialmente sobre el arte (Sobre el arte contemporáneo) y múltiples reflexiones (Continuación de ideas diversas).

-También escribe que la literatura contemporánea, a diferencia del arte, no tiene un enemigo propio. ¿Es así?

-Efectivamente, en un coloquio sobre arte contemporáneo hablé sobre la existencia, tan notoria, del Enemigo del Arte Contemporáneo, el que opina que todos los descendientes de Duchamp son unos farsantes que se están burlando de un público crédulo y esnob. Los escritores no tenemos esa clase de enemigos encarnizados por la simple razón de que en nuestro oficio no se juegan grandes cantidades de dinero como en el arte, y es el dinero el que provoca el enojo.

-¿Le habría gustado dedicarse al arte?

-Es lo que hice. Todo el espectro de las artes, la plástica, la música, la escena, el cine, se pueden hacer por escrito, o soñar por escrito, y no se pierde nada. Al contrario, es pura ganancia.

-Bromeaba en una ocasión en que fue finalista de un premio con que había imaginado tantas formas de gastar el dinero del galardón que, al no conseguirlo, se sintió pobre. ¿Se siente rico con este? ¿Podrá realizar algún sueño? ¿Lo tiene también gastado en su imaginación?

-El dinero cumple deseos, pero la provisión de deseos que uno tiene no es infinita y con el tiempo llega a agotarse, y entonces el dinero pierde sentido.

"Me parece patético que traten de verle algo bueno a esta pandemia, que es lo peor sin atenuantes que nos ha pasado"

-El jurado también ha destacado su “ímpetu narrativo”. ¿Se definiría así? ¿Se identifica con ese “ímpetu narrativo?

-Ese ímpetu es algo que he estado notando por su ausencia estos últimos años. La edad y las desgracias familiares que he sufrido me han puesto melancólico, y para escribir se necesita no sé si ímpetu, pero sí un cierto entusiasmo. Creo que la alegría y la confianza son importantes, por eso sostengo que el estado ideal para un escritor es ser joven, lo más joven posible.

Aira vive generalmente sin teléfono, sin Skype, sin Zoom, ni todos los canales por los que la mayoría hemos permanecido comunicados durante la pandemia, pero niega que esté aislado. “Es muy sintomático de nuestra época creer que por falta de esos aparatos uno vive aislado. Yo creo lo contrario, que son ellos los que aíslan, los que nos impiden levantar la vista a las muchas riquezas del mundo, y a lo que tiene de bueno el prójimo. Yo crecí en el campo, en contacto muy estrecho con la gente y con las cosas, y no pienso perderlo a cambio de un teléfono o una pantalla”.

-¿Y nos habrá servido para aprender algo bueno esta pandemia?

-Me parece patético que traten de verle algo bueno a esta pandemia, que es lo peor sin atenuantes que nos ha pasado. Y todavía peor es que ha dado la ocasión, o la excusa, para llevar al paroxismo las prohibiciones y controles que ya venían acumulándose. Por mi parte, yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo.

Intentaremos no creerle demasiado.

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 César Aira, sin ademanes de grandeza.

César Aira, más de un centenar de títulos y en la categoría de escritor de culto.

Texto: Alejandro LUQUE Foto: Caty CLADERA

12-04-2022

Los ojos con aire cansado tras las gafas de pasta, la camisa a cuadros, vaqueros pardos, zapatillas deportivas negras. Ninguno de los turistas que se cruzan en el hotel Barceló Cartuja con César Aira sospechan que el señor corriente que deambula con las manos a la espalda pueda ser un gran escritor. Ninguna pose, ningún ademán de grandeza. Sin embargo, ese hombre de movimientos lentos es autor de una de las obras más vastas e interesantes de las letras contemporáneas: más de un centenar de títulos que no han logrado sacarlo de la categoría de escritor de culto, pero que han hecho recaer sobre él el premio Formentor 2021.


Hace tiempo le preguntaron si ambicionaba algún premio literario, y respondió: “Uno que esté muy bien dotado”. El Formentor, con sus 50.000 euros, sin duda lo está. Un galardón que se ha revelado como muy argentino, al haberlo obtenido con anterioridad Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia, Alberto Manguel y el argentino de adopción WiItold Gombrowicz. “Este va a ser el último premio, ya me lo prometí”, dice. “No es que me disguste, pero ya está. Le dejo el lugar a algún joven que lo pueda disfrutar más que yo”.


Aira (Coronel Pringles, 1949) da muestras ante la prensa de su capacidad para brindar buenos titulares, casi siempre inspirados por su resistencia a asumir lugar común alguno. Y la charla con Librújula no iba a ser una excepción.  “Como las preguntas a menudo se repiten, voy afinando las respuestas. Quizá la última entrevista sea perfecta”, comenta con su característico humor.


Un crítico español, Carles Pujol, dijo: “O se lee, o se escribe”. ¿Usted encuentra siempre tiempo para ambas cosas?


Todos los escritores somos lectores naturales, y de hecho la mayoría nos hicimos escritores porser lectores. Uno empieza leyendo, y en cierto momento se dice: “Yo también quiero hacerlo”. Por suerte, con los años no he perdido el gusto de la lectura, los dos grandes gustos de mi vida son leer y escribir. Son dos actividades muy parecidas, pero muy distintas también. Pero escribo poco al día, si no, me saturo. Una o dos páginas y ya estoy satisfecho, ya cumplí. Escribo lento, voy pensándolo mucho, y corrijo sobre la marcha. Lo mío es como un dibujo lento que voy haciendo…


Ha sido usted un gran lector en autobuses. Ahora, en cambio, en el transporte público la gente solo lee en los móviles. ¿Habrá que escribir para ellos?


Un señor me dijo: “Escribí un cuento en el teléfono, y se lo mandé directamente a nosequién”.


“¡Cómo! —pensé yo—, ¿escribir en el teléfono?”.


Se lo comenté a un amigo y me dijo: “¡Pero de qué época eres, todo el mundo escribe ahora en el teléfono!”. Lo hacen así, con los pulgares… No, yo eso no puedo hacerlo. En cuanto al transporte público, he sido un gran lector en ellos, sí, pero ahora ya no subo a los autobuses. Sí, he leído… demasiado [sonríe].


La escritura es el oficio solitario por excelencia, y la lectura también se hace casi siempre en soledad. ¿Se le puede acusar de ser poco sociable?


No, no me considero insociable. Le doy mucha importancia en mi vida a la amistad, más que a todos los demás contactos humanos, incluidos los familiares. Me gustan mucho esos diarios de Bioy Casares, que son un monumento a la amistad con Borges. Toda mi vida, toda mi carrera literaria, surgió de la amistad. Me hice escritor de chico con mi amigo Arturo Carrera, el poeta, y ahí empezó todo. Nos dividimos los campos, yo le dejé la poesía, él me dejó el relato… Todo es una historia de amistad.


¿Sus comienzos, fueron fáciles?


Tuve padres comprensivos, buena posición económica,nunca tuve que trabajar… Fue una vida fácil que me permitió vivir fuera de la realidad. Creo que la verdadera literatura la escribe un joven. La experiencia de la vida es lo que va enturbiando. Pero no se puede renunciar a la vida… Para mí, el escritor de los escritores, el único verdaderamente grande, fue Lautreamont. Se murió con 24 años y escribió este libro maravilloso, Maldoror. Es un escolar, que no sabe nada de la vida, pero sabe… sabe… eso.


Si alguien encuentra sus libros difíciles, ¿qué podemos responderle?


No, no soy un escritor difícil, de hecho, mucha literatura más popular es más difícil que lo que yo hago. Sí asumo con gusto el calificativo de raro, e incluso me gustaría ser rarísimo. A mí me gusta contar una historia de principio a fin, no me gustan esas cosas de Vargas Llosa de pasar de un tiempo a otro… Necesito esa claridad expositiva para poder llevar mis invenciones más lejos. Es decir, si se me ocurren historias muy raras, tengo que escribirlas muy claro. Porque si al barroquismo de la invención se suma el barroquismo de la ejecución, como aprendí de Salvador Dalí, podría llevar a una mezcla poco comestible, creo.


Por otro lado, se le da mucha importancia al tamaño. ¿Y si la gran novela latinoamericana tuviera solo cien páginas?


Eso fue todo un camino. Cuando empecé a publicar, traté de hacer libros que tuvieran cierta cantidad de páginas, como quieren las editoriales. Hasta que aparecieron unas muchachas de la ciudad de Rosario, y yo sentí que esas chicas podían ser mi laboratorio literario, con ellas podía hacer algo nuevo, distinto. “¿Ustedes publicarían una novela mía que tuviera 40 páginas?”, les dije. “Sí, sí, por supuesto”. Aquella fue la editorial Beatriz Viterbo, la primera independiente que se lanzó en Argentina. Hoy hay doscientas y pico. Con ellas, y luego con otras, pude hacer todos mis experimentos, publicar novelas de nueve páginas… ¡Lo hice! [ríe]. Ahí tuve toda la libertad que tenía, y a su vez mantuve con editoriales españolas, con la amistad de Claudio López, la línea de novelas que se parecen a las novelas de siempre.


Hace poco hablaba con unos escritores sobre el humor, tan presente en su obra. Se preguntaban cuándo se habían reído a carcajadas con un libro por última vez. ¿Lo recuerda usted?


Sí, hace tiempo leí una novela de Terry Southern titulada Candy, un poco pornográfica, con la que se hizo una película muy mala, pero sí, yo me ahogué de la risa. Hace muchísimos años de eso, y todavía lo recuerdo. Pero lo bueno que tiene la lectura es que te provoque una sonrisa de satisfacción, la plenitud intelectual que se puede sentir cuando uno encuentra algo bien hecho.


El fin de los grandes escritores


El encuentro con Aira tiene lugar después del anuncio del premio Nobel al tanzano Abdulrazak Gurnah. La noticia le sirve al argentino para recordar un comentario que suele hacerse en su país, según el cual el Nobel de Literatura ha acabado siendo como un segundo Nobel de la Paz: como si se premiaran más las buenas intenciones que los buenos libros. “Es curioso cómo se han perdido los grandes escritores”, reflexiona Aira. “Hace treinta o cuarenta años todavía había gente como Faulkner, Hemingway, Günter Grass, Kawabata… Ahora no hay ninguno, por eso el premio Nobel se lo dan a una señora desconocida de no sé qué país”.


Volvamos, si le parece, sobre el joven Aira. Siempre se cita como influencia de sus años de formación el cómic, tan denostado por muchos. ¿Qué huella dejaron los tebeos en su escritura?


El cómic tuvo muchísima importancia para mí. Mi imaginación es predominantemente visual, yo no trabajo con el sonido de las palabras, sino con las imágenes. Nunca he tenido ese gusto sensual por las palabras que tienen los poetas. Cuando se me ocurre un argumento, lo que me viene son imágenes que van apareciendo. Y el comic es eso, la imaginación puesta en el papel. Mi favorito, por supuesto, era Supermán. Una vez, yendo por la calle, un señor que pasaba en frente cruzó y me dijo: “¿Usted es Aira? Mire, yo no he leído nada de usted, pero lo respeto mucho [risas] por lo que usted dijo de Supermán”.


¿Y qué dijo?


Lo extraordinario de estos cómics de Supermán era que este señor, que provenía del planeta Kripton, tenía poderes prácticamente totales. Podía destruir un planeta de un puñetazo, podía ver hasta la galaxia más lejana… Podía todo. ¿Cómo crear un conflicto a alguien así? Un ladrón se escapa y él lo puede atrapar inmediatamente. Para crearle un conflicto, había que buscar algo que fuera bastante difícil, y eso hizo que esos cómics fueran bastante intelectuales. Yo pasé de Supermán a Borges casi sin transición. Luego se daban juegos intelectuales como la aparición de Mister Mxyztplk, que es un duendecillo malísimo que habita la Quinta Dimensión, y tenía poderes contra los que Supermán no podía hacer nada. El único modo de hacerle volver a la Quinta Dimensión era hacerle pronunciar su nombre, pero al revés. Era muy difícil, pero Supermán se las arreglaba para hacerlo.


También ha ejercido como traductor, entre otros, de Stephen King. ¿Ha aprendido algo del maestro del terror?


No, de Stephen King no… Yo diría más bien de la novela policial, que en Argentina posee una gran tradición entroncada con Borges. Los lectores argentinos crecimos leyendo la colección El Séptimo Círculo. Es un género muy honesto, hay una honestidad con el lector, no se hacen trampas… O se hacen las trampas que hay que hacer para darle emoción a la lectura.


2022 es el Año Pizarnik, a quien usted trató de cerca. ¿Alguna recomendación?


No sé… A mí las pizarnikianas me odian, supongo que por envidia, porque fui amigo de ella, porque ella me quería. Porque escribí un librito sobre su poesía y después una antología que es un texto biográfico, y me lo criticaron mucho. La pobre Alejandra creó ese personaje de la pequeña náufraga, y todo lo que se escribe sobre ella es tomando esas metáforas. Yo sé cómo trabajaba, es una poeta culta, casi erudita, pero no escribía con esa angustia, la angustia fue una invención literaria. Ella se creó ese personaje y a veces se burlaba de él.


Es usted el quinto argentino que gana el Formentor. ¿Considera a su país esa potencia literaria que fue durante el siglo pasado?


No lo sé, está el hecho de que tenemos a Borges. Borges puso una vara muy alta, es una presencia muy viva entre nosotros. Prácticamente no hay un día que pase que entre nosotros, los amigos, la familia, no se mencione a Borges. “Como diría Borges…” Así todo el tiempo. Bioy dijo que cuando murió Borges fue como si se apagara una luz, y así fue. También pienso que fue así cuando murió Manuel Puig, que fue el último escritor que fui leyendo libro a libro, mientras iban saliendo. Hay algo que he notado, los argentinos no sabemos prácticamente nada de los países que nos rodean, no sabemos quién es el presidente de Colombia, por ejemplo. Y en otros países a los que viajo compruebo cómo saben de la Argentina. En el fermento de la cultura argentina hay algo…


Se niega a escribir sobre Eva Perón ni sobre los desaparecidos de la dictadura militar, porque se han convertido, ha dicho, en “una industria”. Pero, si la literatura no se ocupa de esos temas, ¿quién hablará de ellos?


Los periodistas o… En fin… La literatura es literatura.


Sin embargo, la literatura ilumina siempre aspectos de la realidad que el periodismo no alcanza…


No crea… Para mí la literatura es un juego irresponsable que no tiene nada que ver con las cuestiones serias. Los políticos, los historiadores, los académicos pueden ocuparse de ellas, pero déjennos la libertad de jugar como niños con las palabras.


¿Tiene tiempo para el fútbol, tan amado en su país?


Precisamente en Colombia una vez me invitaron unas señoras muy coquetas, nos sentamos a la mesa y me dijeron: “Bueno, vamos a ver, ¿qué está pasando con Riquelme? [risas] ¿Está deprimido?”. Y yo no tengo ni idea de fútbol. El defecto nuestro es que nos cerramos en nosotros mismos. Pero quizás también hay algo en lo argentino que merece la pena.


 


 


 



lunes, 30 de noviembre de 2020

Santa Maradona



Cuando éramos chicos nos llenaba de felicidad sentir la llegada de fin de año porque sabíamos que Papá Noel iba a traernos un regalo. No siempre era el regalo esperado. Pero un regalo siempre llegaba. Muchas veces escuchamos a ciertas personas asegurar con firmeza que Papá Noel no existía, que eran nuestros padres quienes dejaban debajo del arbolito los regalos. Pero, a pesar de la autoridad que irradiaba esas personas tan “importantes", algunos desconfiábamos  de esta afirmación por una simple cuestión lógica: pensabamos, como harían los padres de los chicos pobres para comprarle un regalo a cada uno de sus hijos, que siempre son tantos y el dinero nunca alcanza. Ese solo dato, imaginar que un padre no podría hacer feliz a su hijo dándole un regalo, verificada por sí mismo la existencia indudable de Papá Noel; alguien tenía que encargarse de repartir felicidad, la vida no podía ser siempre tan ingrata. Es la misma función que, para las personas adultas, que ya dejaron de creer en fantasías, cumplen los ídolos populares. Seres comunes, investidos de un don especial, que están en el mundo para distribuir felicidad. Es la forma perfecta de la justicia humana, cada cual se sirve la porción de felicidad que desea. Y una vez los ídolos investidos de ese don ya ni siquiera deben esforzarse en sorprendernos con sus hazañas para lograrlo, ya que su sola presencia nos garantizan que seremos dichosos.  Eso fue Diego Armando Maradona, para los argentinos y para el mundo entero. Por eso, cuando me enteré de su muerte, aunque no soy futbolero, ni maradoniano, me puse un poco triste, porque siempre es triste despedir a alguien qué hizo feliz a muchos, sobre todo a aquellos que no tienen otra posibilidad de felicidad más que ver una pirueta futbolística bien lograda, una acrobacia que termina en el imposible milagro de un gol.  

Nunca lo vi jugar a Maradona, ya dije que el fútbol no me atrae.  Podría haberlo hecho. Podría haber ido a la cancha y sin entender absolutamente nada sobre la lógica de ese juego haber disfrutado de las hazañas de ese genio irrepetible, como quien disfruta de una música bien compuesta o un vino bien elaborado o un razonamiento perfectamente lógico. Pero no lo hice. Mientras él estaba jugando a la pelota y derrochando su don magistral yo estaba haciendo otras cosas, quizás para mi tan importantes como esa. Sin embargo ahora me arrepiento, debería haberlo visto sólo  para poder sentirme su contemporáneo, para poder agradecer haber vivido en el mismo tiempo que ese humano, demasiado humano.  Y no solo eso, sino, quizá lo más importante, para haber compartido la felicidad con quienes no tendrían otra oportunidad de encontrar la dicha  una vez que hubieran dejado la tribuna y se reencontraron con la dura e injusta vida que los esperaba afuera de la cancha.  

Mientras Diego vivía yo no pensaba todas estas cosas. Maradona era para mí ídolo de otros. Mientras la masa popular disfrutaba sus hazañas yo pensaba que había cosas más “importantes" de las que disfrutar. Sin embargo ahora, una vez muerto, evocar a Maradona me conecta con esa sustancia mágica  y misteriosa que nos devuelven los muertos. Escuché en estos días a personas que hablaron mal de Maradona por los hechos de su vida privada. Es cierto que las ídolos populares no tienen vida privada y es cierto también que él no jugaba a la pelota sólo con sus pies sino que jugaba con toda su historia de carencias, con su pobreza, con sus problemas físicos, con su empecinamiento,  con su tozudez, con su adicción. Y a veces es difícil separar al hombre real del héroe imaginario. Ahora, que somos grandes, sabemos que no todo el que anda disfrazado con un traje rojo, una barba blanca y una bolsa de juguetes es Papá Noel. El vive en un lugar misterioso, el lugar encantado  donde se producen todas las alquimias qué hacen, para muchos, soportable esta vida. Es el lugar de donde salen los milagros. Maradona no murió, simplemente volvió a su lugar.

domingo, 25 de octubre de 2020

Crímenes de frontera

Escribí esta nota a pedido de Pablo Makovsky para Revista Rea




Es un tema de conversación recurrente entre los nicoleños preguntarse a quién le tocará la próxima. Si creyéramos en las estadísticas deberíamos estar tranquilos. No es posible que en una ciudad relativamente chica (160.000 habitantes) ocurran tantos hechos extraños, escabrosos, de una demencia macabra. Sin embargo, una y otra vez, el oscuro ritual vuelve a producirse. La semana pasada sucedió otra vez. El cuerpo de Juan Donato, un quintero campechano, querido por todos, fue asesinado de la manera brutal con la que suelen actuar esos locos de las series. El asesino fue hallado al otro día en la casa de su padre. Su historia no es lo que se dice una historia común y corriente. Es un pibe de 26 años con antecedentes policiales y, según su padre, con problemas psiquiátricos. Había ingresado a la escuela de policía, pero fue expulsado por mala conducta. En los últimos años fue detenido varias veces sospechado de cometer delitos. La última detención fue el 22 de agosto pasado, cuando los vecinos lo denunciaron por ofrecerle caramelos a una nena de nueve años, quizá con intenciones de abusarla. Por ese hecho los vecinos le quemaron la casa. Dos meses después, el sábado último, algo lo poseyó de tal modo que asesinó al pobre Donato, mutiló su cuerpo y le extrajo las vísceras, entre otras cosas indescriptibles.

El de Donato es el último de una larga lista de crímenes que sucedieron en San Nicolás, ciudad en la que se acumulan sucesos que, a falta de una explicación que los definan, llamaremos “raros”. Porque crímenes, asesinatos y hechos espantosos suceden en cualquier parte, pero la mayoría de las veces podemos adivinar en su espanto su naturaleza fatídica. Vamos con nuestra extraña estadística.

Ayer nomás

Esto sucedió entre 2016 y 2017:

Un tipo asesinó a su madre, hirió a su esposa y a su hija y le prendió fuego a la casa, que no llegó a incendiarse gracias a la intervención de un vecino, que también resultó herido. El femicida se llamaba Mesías.

En la isla frente a la ciudad, un joven asesinó a su amigo de un escopetazo, quemó el cuerpo, lo descuartizó, enterró algunas partes y otras las escondió en los pastizales. Se fue a dormir, pero al otro día, de regreso, se entregó a la policía: dijo que no se acordaba de nada, y que había sido un accidente.

Un hombre aseguró que San La Muerte le pedía un sacrificio humano. Fue a buscar a su víctima pero no la encontró y asesinó a otro en su lugar.

Un policía violó a una chica con retraso madurativo dentro de un patrullero.

Dos menores incendiaron la Iglesia Catedral por pura diversión.

Dos pibes rompieron y se llevaron la estatua que homenajea al futbolista Enrique Omar Sívori, el deportista más importante que tuvo la ciudad y acaso el país. Los detuvieron por las fotos que se sacaron con los restos de la estatua y distribuyeron por las redes sociales.

Claro que el listado no se agota en el lapso reseñado.

Con sangre en la pared

En 2005, un hombre mató a un conocido empresario de la noche nicoleña de un balazo y asesinó a martillazos a su concubina. Agonizante, la víctima escribió el nombre de su asesino en la pared con su propia sangre.

En 2010 un hombre asesinó a martillazos a su madre e intentó suicidarse ingiriendo pastillas. Cuando llegó la policía los encontró tomados de la mano.

En 2011 un hombre violó y asesinó a su sobrina nieta. Años antes había matado de la misma forma a otra menor de doce años. Este último femicidio quedó impune hasta que la justicia pudo conectar los dos casos. Cuando la policía lo detuvo, el tipo estaba rezando en una iglesia de Luján.

En 2012 tres pibes robaron las coronas de las imágenes de la Virgen y el Niño del Santuario de María del Rosario de San Nicolás. La virgen había sido entronizada, años antes, en una ceremonia multitudinaria y las coronas (de plata y piedras preciosas) habían sido confeccionadas por el destacado orfebre Juan Carlos Pallarols. Nunca se encontraron. Hoy la imagen de la virgen se expone detrás de un vidrio blindado.

El 2014 fue un año repleto de hechos macabros. En febrero una mujer, su hermano y su amante mataron al concubino de ella y lo enterraron en un aljibe. El cuerpo fue encontrado tres meses después. En septiembre, un hombre fue asesinado de un balazo en la cabeza por su hijo y su sobrino, ambos de diecinueve años. Luego de matarlo lo ataron, lo envolvieron en una frazada y lo dejaron sobre la cama. En diciembre, una mujer y su amante mataron al dueño de un supermercado chino, lo subieron a una camioneta y lo tiraron al rio.

En 2016 mataron y degollaron a una chica de dieciocho años y abandonaron el cuerpo mutilado en un descampado. El cadáver no tenía signos de abuso sexual. Por el femicidio están detenidos un hombre y su hijo.

Titulares

Los medios de comunicación nacionales se ocuparon varias veces de San Nicolás a través de los años.

En 1991, un muchacho disparó contra Raúl Alfonsín cuando el expresidente daba un discurso en un acto preparado en la calle, frente al comité radical que está en pleno centro nicoleño. El disparo no salió y Alfonsín salvó su vida de milagro.

Poco después, en 1998, San Nicolás tuvo al mundo en vilo cuando Cristian Quiroz, un niño de 5 años, se cayó en un viejo y mal tapado pozo de agua y, durante días, el rescate fallido se transmitió en vivo por canales de televisión de todo el planeta.

Pero quizá uno de los crímenes más macabros, que también cubrió la prensa nacional, lo protagonizo José Antonio Goiburu. Mientras era intendente de la ciudad, en 1897, asesinó y ocultó en el fondo de su casa a la viuda Josefa Gorrochategui de Aguirre. Goiburu era administrador de sus bienes. Los diarios de todo el país se ocuparon largamente del tema.

Unos dieciséis años antes, en 1881, San Nicolás estuvo en boca de todos por ser el escenario de Hormiga Negra, que derivó en una de las novelas más populares de Eduardo Gutiérrez y narra la vida del gaucho nicoleño encarcelado por Ramón Castillo, entonces juez y luego presidente de la República, por un crimen que no cometió

Cada nicoleño tiene una hipótesis sobre los motivos de las muertes violentas que descubren episodios inextricables, o las catástrofes y las tragedias que vienen a suceder en ese territorio delimitado por el Paraná, los arroyos Ramallo y Del Medio y el partido de Pergamino al oeste. Las explicaciones sondean rencillas, odios, tormentos e incurren también en pactos celebradas con fuerzas sobrenaturales. No faltaron quienes agregaron a sus narrativas elementos literarios: quizás seamos como Derry, dicen algunos, y también tengamos oculto nuestra versión del payaso It, de la novela de Stephen King.

La ciudad, cuya historia se remonta al período colonial, las guerras nacionales y las confrontaciones políticas del pasado reciente, se luce en la prensa nacional por las desgracias de sus habitantes.

Desde 1995, cuando el juzgado federal tomó a su cargo la investigación por la muerte del hijo del entonces presidente Carlos Menem (ocurrida a pocos kilómetros de la ciudad), y era constante la presencia en el juzgado de su ex esposa Zulema Yoma y de periodistas de todos los medios nacionales, el canal de noticias TN colocó un corresponsal permanente en la ciudad, quien aún persiste.

Desde su nacimiento, San Nicolás fue el cauce de situaciones inesperadas. Ser ciudad de frontera nos posicionó como escenario de hechos que levantan a cualquiera de la siesta.

Frente a la costa nicoleña se produjo el primer combate naval argentino, el 2 de marzo de 1811. Tres barquitos al mando de Juan Bautista Azopardo intentaron, sin suerte, impedir la navegación por el Paraná de los españoles que pretendían recuperar la colonia perdida después del 25 de mayo de 1810. Lo extraño no es tanto el suceso en sí, sino que la Armada argentina no reconoce a este hecho como su acta fundacional (quizá porque Azopardo, un corsario maltés que luchaba contra la corona de España, perdió y fue condenado a la cárcel), sino a la defensa de Buenos Aires que tres años después realizó Guillermo Brown.

En 1812, ciento cincuenta marineros españoles saquearon la ciudad. Se llevaron todos los bienes que pudieron, destruyeron viviendas y asesinaron al párroco Miguel Escudero.

Cuarenta años después de este hecho, Justo José de Urquiza nos legó para siempre el mote de “Ciudad del Acuerdo“ (en 1852, se reunieron los gobernadores para acordar la redacción de la Constitución de 1853). Nueve años más tarde, Bartolomé Mitre, luego de vencer a Urquiza en la batalla de Pavón, vino a San Nicolás a pensar la nueva Nación argentina y, como legado, le puso ese nombre, “De la Nación“, a nuestra calle principal, la única que lleva ese nombre en todo el país.

Pasaron catorce años y, en 1875, Don Bosco aceptó la invitación del político nicoleño José Benítez, que se carteaba con el sacerdote en latín, para enviar su primera misión a América y fundar el primer colegio salesiano fuera de Italia. Unos años antes, inmigrantes europeos (sobre todo genoveses) dieron forma a la proeza vitivinícola más grande del país fuera de la cordillera, que sobrevivió durante cien años.

Ya es el siglo XX: durante su primer mandato, el presidente Juan Domingo Perón, a instancias de otro político nicoleño, Román Subiza, designó a San Nicolás para convertirla en depositaria y símbolo de la Industrial Nacional. En 1961 se inauguró Somisa, la acería más grande del país (en realidad, por razones estratégicas, está geográficamente en Ramallo, pero los autores intelectuales del plan fueron nicoleños). Somisa atrajo una enorme inmigración interior que en diez años triplicó su población. Treinta años más tarde el modelo neoliberal de la década de 1990 vino para suplantar ese proyecto estatal y privatizó la fábrica, dejando diez mil personas sin empleo (casi como un presagio, el documentalista estadounidense Michael Moore había contado, dos años antes, una historia similar en la película Roger & Me).

En la década del 70 los nicoleños Enrique Gorriarán Merlo y Benito Urteaga, junto a otros dirigentes políticos, crearon el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Esas reuniones fundacionales se realizaban en la isla de Lechiguanas, frente a San Nicolás.

En 1983 la Virgen María del Rosario se le apareció a la humilde devota Gladis Motta y le pidió que construyera un santuario a orillas del Paraná. De esta forma la ciudad se convirtió en uno de los centros de peregrinaje religioso más grande del mundo.

Tampoco hay muchas ciudades que tengan su propia leyenda. Desde tiempos que se pierden en el recuerdo los nicoleños cuentan la leyenda del Yaguarón, un animal mitológico que vive en el arroyo del mismo nombre (arroyo que nace y muere en territorio nicoleño) y que cada tanto se cobra la vida de quien camina desprevenido por la orilla de la barranca. La leyenda, como si tuviera vida propia, cada tanto se encarna en canciones, obras de teatro, audiovisuales, proyectos escolares y nombres de comercios, y así permanece vigente.

Acaso la condición fronteriza de San Nicolás (el arroyo Del Medio separa la provincia de Buenos Aires de la de Santa Fe) ejerce una influencia macabra, una suerte de Aleph al revés en el que el espectador –el de la ficción de Borges, el testigo de ese punto del universo que conecta todos los tiempos y los lugares– percibe los efectos siniestros que se concentran en un sitio único. Nadie sabe con exactitud cuál de todos los hechos mencionados es causa o consecuencia en una vasta red de sucesos insólitos.

Las proezas, los milagros y las dotes históricas de San Nicolás se diluyen con frecuencia en el morbo de sus crímenes, mientras los nicoleños se preguntan, ¿a quién le tocará la próxima?