domingo, 11 de mayo de 2014

Los usos de Hoggart

Veinticinco años después pude comprar el libro La cultura obrera en la sociedad de masas, de Richard Hoggart. Lo conocí en alguna materia de la Licenciatura de Comunicación Social, cuando cursaba la carrera en la Universidad de Rosario. Hoggart es el creador del Centro de Estudios Culturales de la Universidad de Birminghan y pertenece a la corriente de la Nueva Izquierda Británica de fines del cincuenta y principio del sesenta. Es un libro ya clásico que describe de manera casi etnográfica la vida cultural de los obreros ingleses de post guerra.
El título original es The Uses of Literacy. Fue publicado en 1957, y es el resultado de reflexiones, análisis y estudios con gran influencia de los cursos de literatura para obreros adultos que dictó a partir de la década del cincuenta. Marcó una ruptura con otras formas de acercamiento a los estudios de la sociedad debido en parte a que aplica los métodos de los estudios literarios a  la cultura de masas y se postula también como una introspección, ya que Hoggart proviene de una familia obrera con todos sus arquetipos.
Confieso que lo busqué durante años incansablemente en Internet para bajarlo gratis pero no lo encontré. Lo hallé ayer en la Feria del libro de Buenos Aires. Es la edición 2013 de la editorial Siglo XXI. El stand estaba repleto de libros escritos por autores de izquierda y tuve que hacer una larga cola para pagarlo. Señal de que, a pesar que nunca ganan las elecciones, estas ideas están muy vivas en la Academia. En la tapa un obrero, aunque se parece más a un Zazous, está leyendo el libro Los amores de lady Chatterley, esa literatura barata que se escribía para consumo masivo y que la clase proletaria tragaba a pleno. La imagen no es arbitraria ya que Hoggart, quien dijo que escribió este libro pensando en el consumo cultural de su propia familia y casi con una intención autobiográfica, fue testigo experto en el juicio por la  publicación del libro que en su tiempo fue considerado obsceno por exhibir relaciones sexuales de manera explícita.
En la facultad lo vi citado en bibliografías, leí segmentos muy pequeños publicados en Internet y sobre todo reseñas. Para dar los Estudios Culturales los docentes nos sugerían  leer fotocopias de libros de Raymond Williams. En la biblioteca de Comunicación tampoco estaba a pesar que la primera edición en castellano de editorial Grijalbo, México, es de 1990 y en 1970 había sido publicado en francés con el título La culture du pauvre, por editorial Minuit. Eso acentuó más mi curiosidad por leer de primera mano las costumbres de los obreros británicos que después del trabajo se iban al pub o que compraban en el metro libritos baratos para sus esposas. Pero en realidad quería leerlo para trasladar ese modelo a un análisis personal de la cultura obrera en San Nicolás, que es una ciudad industrial formada por provincianos, es decir un laboratorio.Si bien no se pueden extrapolar las experiencias quería, al leerlo, sumergirme en ese clima, o ese "tono" como lo diría el propio Hoggart. Entender porque esas familias obreras englobadas en la categoría de "Somiseros" disfrutaban tanto de los excesos del vino barato, del asado grasoso, de la música estridente, de los bailes cadenciosos, de las noticias estrafalarias, de los chismes, de los adornos disonantes, de las películas sencillas, de los espectáculos mal iluminados, de la guitarra rasgada, y de las camisas de polyester. De la literatura no, porque ahí nadie leía, ni siquiera libros malos, y el que leí lo hacía para diferenciarse. Entender qué visión del mundo subyace en todo eso, hallar algún sustrato que me permitiera encontrarle un sentido a esa forma de ser que siempre descalificaba. Necesitaba descubrir lo supuestamente valioso de esa forma de ser ya que era imposible que lo valioso estuviera en la apariencia. Algo escondido a lo que yo no podía acceder. Que no eran solo vulgaridades, sino que, debajo de cientos de capas geológicas, había un tesoro. Nunca lo logré con mis escasas categorías adolescentes que viraban de la angustia a la vergüenza. Y también tratar de entender porque muchos de nosotros, sus hijos, no fuimos así, porque nos gustan tanto los punteos y porque la literatura es para nosotros un fin. Estaba seguro de que la respuesta estaba en el libro de Hoggart, quizá porque él también lo escribió para develar esos tesoros.
El libro finaliza con una ya clásica entrevista que le hizo (a él a Raymond Williams) Beatriz Sarlo en el año 1979 para su revista Punto de Vista, la publicación que introdujo los Estudios Culturales en Argentina, modelo que formó intelectualmente a Sarlo, Nestor García Canclini y Jesús Martín Barbero, entre otros. Hay dos segmentos que quiero destacar. El primero dice: "Me he preguntado muchas veces por qué un hombre se pone a escribir. Creo que básicamente porque quiere llegar a entender sus propias experiencias y, solo en un segundo momento, para comunicar a otros su texto. Puede parecer que lo que escribe es, en apariencia, no social, pero siempre revela mucho sobre lo que se piensa y las nociones que se tiene sobre la sociedad". Para más adelante aclarar: "No estoy espontáneamente inclinado hacia un interés por la forma, y en ese aspecto debo vigilarme con mucho cuidado porque tiendo a no considerarla con la debida atención. Y cuando pienso al respecto, debo empezar diciendo: la literatura no es sociología, no es un mero comentario sobre la naturaleza de la vida ni de la sociedad, sino que tiene que ver con la forma. La cuestión formal es sin dudas una de las más arduas, pero hay que comenzar recalcando que un poema es un poema y no otra cosa; que es, precisamente, una forma." No puedo diferenciar ahora si esa forma de pensar me modeló o si la reconozco ahora, como después de un sueño, como mi modelo, pero ciertamente estoy ahí, todo el tiempo luchando con esa dicotomía y advertir que Hoggart la asume con tanta armonía me tranquiliza.
Hoggart falleció hace poco, el 10 de abril de 2014, a los 95 años, quizá si me hubiera esmerado un poco también podría haberlo conocido.


jueves, 1 de mayo de 2014

Otra de Perón

Estaba leyendo en el suplemento Ñ de Clarín una nota sobre la revista Babel. Hablaba Caparrós, entre otros. En la nota se reeditaba el encono de los editores de la revista contra Soriano y Sacomano. Y recordé una anécdota que conectó con el San Nicolás de los 90.
Había un grupo de personas interesadas por cosas del arte y de las ciencias sociales que quiso generar una Universidad Abierta al estilo de una que existía en Rafaela. Fue una experiencia muy interesante para mí que regresaba de una estadía voluntaria en Buenos Aires, donde había tomado  clases de oyente en las cátedras de literatura de la UBA. Lo tuve de profesor a David Viñas y a Margara Averbach. Estaba muy ilusionado con ese campo y escuchar en vivo esos discos siempre colabora. Ya en San Nicolás, de vuelta, me topé con estas personas que para iniciar su proyecto trajeron a Horacio González y a Martín Caparrós. Horacio González disertó en el Centro Vasco y recuerdo que habló mal de Martín García, (al que identificó como nicoleño), por sus ideas del “hacer” en comunicación. A Martín Caparrós lo llevaron al bar El Roque, que era un templo de la poesía bohemia local, con sabiondos y suicidas, donde paraban, entre otros el poeta Astul Urquiaga. El bar El Roque estaba en la esquina de Sarmiento y Nación. Era un típico bar de borrachines. De personas que muy bien pueden convertirse en personajes si no fuera porque su charla es repetitiva y acuciante. Pero de repente, entre los bebedores sin sentido, se mezclaron otros que escribían poesía. Eran personas que vivían por ahí cerca y se iban a hacer el vermucito o la picada a ese bar y allí meditaban en voz alta sobre el río, el horizonte y todo lo que se vislumbraba desde la barranca. Algunos, como Astul se habían adentrado a la isla y desde allí declamaban. El bar tenía esa resonancia. Era la ilusión de que San Nicolás era una ciudad de poetas. Nosotros íbamos ahí a tomar algo antes de entrar al boliche. Algunos se burlaban de los habitués. Otros nos esmerábamos en encontrarle cierta magia, que solo después apareció con la distancia. No sabíamos en aquel entonces que esa magia solo podía nacer del relato.
Ahí lo llevaron a Caparrós. No al Colegio de Abogados ni a la Asociación Cultural Rumbo. Pensaban quizá que Caparrós era un bohemio o que sus palabras heterodoxas  (recuerdo que hablo mal del Boom y del realismo mágico) tendría allí la escenografía adecuada. Pero, por esas cosas que tienen los intelectuales progresistas los organizadores pidieron al dueño del bar que mientras durara la charla sacara a los borrachines, es decir a los inquilinos habituales del lugar, ya que podrían interrumpir al ilustre invitado con sus ocurrencias. A Caparrós lo sentaron en una de las mesas diminutas, en la mitad del salón, mirando a la vidriera. Todo el resto nos sentamos en semicírculos frente a él y de espaldas a la calle. Debe haber sido verano, o el pudor del dueño tuvo un límite ya que no dio para cerrar las puertas. El pacto estaba claro entre dueño y clientes: mientras durara la charla nadie entraba a pedir un vino. Casi todos los habitués se resignaron y eligieron otro bar para pasar el rato. Menos uno. Uno que se quedó mirando y escuchando y tratando de interpretar que significaba esa puesta en escena. A los intelectuales locales los conocía. No eran los habitués del bar. Ellos iban a otros reductos, donde la luz no era de tubo y el Gancia se servía con limón. La cuestión es que el borrachín desalojado se quedó apoyado en la pared del lado de afuera, con media cabeza adentro, tolerando el desplante, las palabras incomprensibles y la sed. En un momento de la charla Caparrós mencionó a Perón. Y como si el borrachín hubiera estado esperando que se infringiera ese límite de tolerancia advirtió hacia adentro: ¡Con Perón, no!
Casi nadie se dio cuenta. En  mi la frase quedó grabada como un chispazo de vida.
Años después Pablo Makovsky le contó la anécdota a Caparrós pero no se acordaba. 

miércoles, 30 de abril de 2014

Porque nos gustan tanto los punteos.



Mueren los 70. Beto le enseña a tocar la guitarra eléctrica a mi amigo Daniel Grilli en su casa del barrio cabotaje, muy cerca de donde flotan los camalotes que le inspirarían el tema que años después le cantaría, al Beto, la Negra Sosa. Yo admiraba a  Daniel ( le decímos Richie, por Richie Blakmore) porque había podido sacar una escala ascendente que empezaba en el si de la primera cuerda y subía así: si, la, fa sostenido, la, fa sostenido, mi, fa sostenido, mi, do, re, mi, re, do, etc. A mi no me salía, y menos con la púa. Claro, yo me deformé con maestros de rasguidos y acordes naturales en centros tradicionalistas, donde me enviaron mis padres, que, por haber llegado desde el interior, militaban en la moral folfkórica, como si la tradición no fuera también una construcción. Así que al rock me lo choqué de casualidad en el Winco de la casa del Tosco Juan Carlos Martini.  Ahí caché que había otro cantar y que con esa voz también se podía hablar de carencias y esperanzas. El Beto fue uno de esos músicos de rock. Y a pesar de la cercanía y de que no está en los discos nosotros lo esperábamos, es decir lo consultábamos.
Eran los 70. Beto había formado un grupo con unos rosarinos, uno de ellos, trova mediante, después fue Baglietto, y venían a tocar al teatro del Colegio Don Bosco, lo que es lo mismo que decir que venían a tocar al garage de  nuestra casa. El grupo se llamaba Irreal, nombre que presagió su disolución por consejo de un milico de finales de la dictadura.
Morían los 70. Nosotros escuchábamos rock, detestábamos la música disco a tal punto que en la canción "El Negro", que le compusimos para amargarlo amorosamente a nuestro amigo El Negro Suárez, le decíamos: “va al roller disco”, es decir la quintaesencia de la frivolidad. Pero la música disco nos presionaba en la pista de baile y era el pasaporte necesario para conseguir chicas (con el rock no conseguíamos nada); a las chicas que pretendíamos no les gustaba el rock. Padecíamos ese doblez, nuestros gustos musicales estaban en el rock pero nuestras hormonas nos llevaban a la Disco Music. A tal punto era así que Chachi Soria, un ferviente animador de Higland Road, la disco mítica nicoleña, le preguntaba a las chicas que conocía "¿te gusta el rock"? y les despachaba una risotada onda Guasón en la bella carita.
El Beto siempre viajó detrás de la música. Hizo una militancia de eso. Nos encontró a mi y a Daniel en Bueros Aires, a donde habíamos llegado siguiendo sus enseñanzas de que "hay que irse". Nos preguntó que hacíamos ahí. Le dijimos, como quien espera la aprobación del maestro: “nos dijiste que teníamos que irnos de San Nicolás, y acá estamos, a la espera de más consejos”. El nos dijo: “vuelvansé, hay que buscar la casa de uno”. Nos quedamos sin entender. Debería pasar el tiempo y comprobar su periplo eterno para entender que no nos proponía un viaje sino El Viaje. Él se fue a Italia y de ahí a todos lados. Y fuera de su casa compuso los retratos más lindos de la San Nicolás costera. Complemento esencial, quizá, de las chamarritas de Fabián Sosa o de Néstor Sívori, con la armónica de Eugenio Canals reemplazando el acordeón, la genuina Word Music  nicoleña. Beto, el que desde allá lejos le encontró la música al camalote.

miércoles, 23 de abril de 2014

El barrio es otro

El único que hace soportable esos abusivos firuletes hiperligados en la armónica es Hugo Díaz. Inclusive su resoplido percusivo. Ciertamente es un intérprete para escuchar con auriculares. Casi una biomúsica. Semeja más a un ventrílocuo que a un músico. Como él decía, no  sopla la armónica, la mastica. Quizá porque en su juventud fue bajista de jazz adquirió esa cercanía con la percusión. 
Otros armoniquistas  se animan sin pudor a reproducir en público el trémolo, el truco del alumno inicial. Sabemos que hay que tender a la sobriedad. Pero la armónica se presta para su contrario. El ligado está tan a mano, es tan mecánico, que es casi imposible resistirse. Hay quien sabe de las consecuencias desvastadoras de su abuso en el ambiente musical y solo lo practica en soledad, como si fuera un mantra, con la mirada perdida en el sueño, más apolíneo que zen. Bueno, ya está, hay un documental sobre Díaz. Se llama A los cuatro vientos. Está en youtube.
Imaginé hace tiempo, mirando a Raigama, que la música que le da presencia y representación a esta ciudad (que aunque se resista a aceptarlo, porque se siente más a gusto con el adoquín y los círculos cerrados, es litoraleña a palazos), era una especie de chamarrita somnolienta, remansa, acompañada no con acordeón sino con armónica. Muchos músicos nicoleños aceptarían a desgano este reemplazo justificandolo en  la influencia del blues. Yo creo que la armónica reproduce con mayor fidelidad la respiracion del río que el fuelle. Porque el fuelle es viento que proviene de las manos y el arte que proviene del río es de la voz, del aliento, que, como sabemos, es el impulso de la armónica. Las manos son en el río para trabajar. Saer lo sugiere en el Limonero Real (claro que ese es otro rio): los personajes hablan para sentir y cuando reman lo hacen para trasladarse a la zona de charla. La única que no quiere ir a la fiesta es la madre que, sabiendo que lo perdió todo, no podrá hablar.
Eugenio Canals incorporó  la armónica a la Chamarrita en Raigama. No conozco otros que hayan cultivado esa heterodoxia. Lo descubrí así. Sonaba Raigama en el Auditorium municipal. Era una noche lluviosa. La ciudad era ochentosa. Con Daniel Grilli habíamos  salido de ver The Wall en el subsuelo de un bolichito de calle Rivadavia, esa calle que tiene de un lado el puerto y del otro el cementerio. Al salir, cruzamos el centro dormido del sábado por la noche, donde las fachadas no se resignaban a cederle paso a la modernidad, y nos metimos a ese otro subsuelo, el del Auditorium, hermano menor del Teatro, cuando el grupo estaba por empezar. Sívori cantaba una música que no nos gustaba. Una música litoraleña muy lejana a nosotros aunque vivíamos a diez cuadras del olor a sábalo. Una música que nos era ajena porque era la de nuestros padres. Habíamos ido a ese recital porque había que ir a todos lados y porque Eugenio era nuestro amigo y porque en esa época nuestros ídolos estaban a la vuelta de la esquina. No sabíamos porque estábamos ahí. Lo supimos cuando, en el estribillo de una chamarrita que podría ser todas, Eugenio arrancó despacito, de abajo, y metió la armónica como una canoa que atraviesa sigilosa  el remanso para no despertar al Yaguarón y sale de ahí con su potencia y se lleva por delante el tema y funda, en mi, en nosotros, la representación de esta inentendible ciudad.
Todo en su contexto. Es verdad, esa música no nos gustaba. Porque nuestro barrio era el rock y porque nos habían inculcado el folklore como lectura obligatoria. Habíamos pasado por las profesoras particulares de guitarra con sus clases en serie, por los solfeos y más cosas feas, y el Centro Tradicionalista, y el olor a vino barato y cebolla en el aliento de nuestros padres, hasta que apareció el winco y Los bitles y todo eso. Sabíamos que había un río. Sabíamos que era territorio de pescadores, de guitarreros y nosotros no eramos ni pescadores y éramos guitarristas.  La tonada si nos gustaba. La entonación provinciana de los miles que llegaron con la industrialización nos gustaba con una tímidez que nos obligaba a mofarnos para poder digerir nuestro pasado mestizo, porque casi todos eramos hijos de provincianos. Y aunque la cultura nos hubiera llegado de afuera no había un rio, ni un humor, ni empanadas.


Quizá por eso, cuando escuchamos la chamarrita acompañada por la armónica sentíamos con alegría que esa simbiosis podía aliviarnos el trauma de no pertenecer. Ahora, de grandes, a veces charlamos de eso, pero no hay caso, el barrio siempre es otro. 

miércoles, 12 de febrero de 2014

Tomate Real

Tengo la suerte que donde tenemos el viñedo hay un quinta de verduras como las de antes. De ahí proviene la mejor verdura que consumo. Por ejemplo estos tomates, que no tienen esa pinta hiperreal de los de las grandes cadenas de supermercados, pero tienen algo mejor, algo que increíblemente hemos olvidado, tienen sabor. Están en las verdulerías y almacenes de barrio o en la feria de la estación de trenes. Lo mismo pasa con la fruta. Fresca o en dulce ni se compara con las industriales. Quedan cinco o seis de estas quintas en San Nicolás. Nombro solo a dos que conozco, la de Hugo Lagostena y la de Alberto Reggiuri. Si hacemos el esfuerzo de caminar un poco la recompensa será enorme.