Escucho a Quique Pesoa desde hace treinta años. Desde la época en que conducía la mañana de LT2 en Rosario. Me gustó de entrada su tono descontraturado, las preguntas laterales con las que encaraba sus reportajes, que sea Rosarino, pero sobre todo su tono de voz. La radio es la voz de quien llena ese espacio y admito que me he quedado embelesado ante tamaño salame solo por el tono de su voz. Pero no es el caso de Quique, que se esmera porque la voz sea siempre el vehículo de algo. No me gusta ni la música que pasa, ni muchos de sus columnistas, pero todo eso suena mejor en su voz. Y si todo lo que dijera fuera de un liviandad espantosa igual lo escucharía, porque en general, y salvo esas dos o tres ideas sagradas, es preferible la forma al contenido.
La primera llamada de atención fue un reportaje que le hizo a Los Twist en una entrevista promocional, y obviamente pagada, donde le preguntó: "¿Ustedes tocan mal a propósito o es su estilo"? Se armó un quilombo. Y a mi Los Twist me gustan. Otro día denunció a los dueños de la radio porque no le permitían emitir comentarios a favor del peronismo. Otra vez, en radio Rivadavia, donde fue trabajar cuando lo echaron de todas las radios de Rosario, denunció que no les estaban pagando el sueldo. Y eso fue una novedad. Me acuerdo de un viaje en tren a Buenos Aires donde circunstancialmente compartimos un vagón donde él iba tocando la guitarra y cantando con unos amigotes. Para alguien que iba a Buenos Aires en busca de lo raro eso era bastante raro. Pero lo que más me impresionó fue la dedicatoria de su primer Martín Fierro a Gollán, el dueño de LT2, porque gracias a que lo despidió de su radio se vio obligado a buscar suerte en Buenos Aires y ahora estaba recibiendo el máximo galardón. Alguna vez fantaseé con que había trabajado en LT24, pero Ramini me lo desmintió.
Cuando en el año 91 hacíamos con Fernando Vittaz el programa de radio "La mañana de la 91.1" lo imitábamos a Quique en todo. A mis amigos intelectuales no les hablo de mi preferencia por Quique porque está mal visto en ese ambiente.
Lo seguí escuchando en "El desconcierto del domingo" y una vez, de regreso de San Juan, pasé por San Marcos Sierra, donde vive y tiene la radio, e intenté regalarle un libro que había escrito, pero no me dio ni cinco de bola. Le dejé el libro a su secretaria y no sea si lo hojeó. Lo más seguro es que no. Tiene fama de ser bastante zorete con quienes no son de su entorno y debe ser así nomás.
Esta noche escuché un reportaje viejo y cortito, también promocional, pero esta vez con mejor onda, a Leo Masliash. Ahí refieren a un documental sobre Oscar Alemán al que Pesoa le puso la locución. Lo voy a ver, a ver que onda.
Sigo escribiendo al otro día, con la urgencia de muchas otras cosas que quiero escuchar, pero necesitado de terminar esta reflexión para anclar la dispersión de la que soy víctima siempre por mi floja memoria. Tengo para escuchar una entrevista que le hizo Lanata, (un tipo al que empecé admirando en los noventa y terminé detestando hace unos años, pero que me sigue seduciendo por su mirada periodística de la realidad, el clima periodístico que le pone a los reportajes, en tiempos en que el reportaje se confunde con "hacerle preguntas a alguien", y por eso lo paso con un poco de soda) al pintor Eugenio Cuttica. Pero lo postergo hasta terminar esta entrada sobre el documental de Oscar Alemán, que desde el punto de vista formal es muy básico, casi l ilustración de un texto muy bien interpretado por Quique Pesoa cundo está en off, pero muy desaprovechada su imágen cuando habla a cámara, con planos difíciles de justificar narrativamente y una iluminación pretenciosa que en vez de resaltar al personaje se ofrece a si misma no como un recurso sino como una presencia, y donde el sonido, casi siempre incidental, permite que las imágenes le quiten protagonismo por su sola presencia. Sin embargo es tan intensa la historia del Oscar Alemán que resulta difícil dejar de verla hasta el final.
Su historia, de niño abandonado en la calle hasta convertirse, por el impulso genético de la intuición, en uno de los mejores guitarristas de jazz de la historia, recuerda a la de ese otro genio argentino de la armónica que fue Hugo Díaz, también considerado el mejor del mundo. Son dos ejemplos de como la naturaleza nos demuestra la potencia de lo primitivo que todo el tiempo busca imponerse a la idea positivista del progreso indefinido a través de la razón. Ni Hugo Diaz ni Oscar Alemán sabían música. Habría que decir mejor que no sabían nada acerca de la teoría de la música y la notación musical y resulta muy complejo imaginar como un interprete en esa situación puede lograr la combinación exacta de sonidos que resulten agradables al oído. En el libro "El jazz en acción" los etnólogos Robert Faulkner y Howard Becker describen los trucos que los músicos de jazz utilizan para memorizar cientos de standares e improvisar durante horas sobre las distintas estructuras armónicas con que están compuestas las canciones. Pero para lograrlo hay que tener un mínimo conocimiento de armonía. Para un músico que toca de oído es posible acostumbrarse al sonido de las armonías, pero de ahí a ser el mejor de todos hay una genética de por medio. Solo puede lograrlo un músico con oído absoluto, es decir que no necesita ninguna referencia para saber cual es la nota que está sonando. Pero tener oído absoluto es simplemente un don y ya conocemos la parábola de los dones.