Estaba leyendo en el suplemento Ñ de Clarín una nota sobre la
revista Babel. Hablaba Caparrós, entre otros. En la nota se reeditaba el encono
de los editores de la revista contra Soriano y Sacomano. Y recordé una anécdota
que conectó con el San Nicolás de los 90.
Había un grupo de personas interesadas por cosas del arte y
de las ciencias sociales que quiso generar una Universidad Abierta al estilo de
una que existía en Rafaela. Fue una experiencia muy interesante para mí que
regresaba de una estadía voluntaria en Buenos Aires, donde había tomado clases de oyente en las cátedras de literatura
de la UBA. Lo
tuve de profesor a David Viñas y a Margara Averbach. Estaba muy ilusionado con
ese campo y escuchar en vivo esos discos siempre colabora. Ya en San Nicolás,
de vuelta, me topé con estas personas que para iniciar su proyecto trajeron a
Horacio González y a Martín Caparrós. Horacio González disertó en el Centro
Vasco y recuerdo que habló mal de Martín García, (al que identificó como
nicoleño), por sus ideas del “hacer” en comunicación. A Martín Caparrós lo
llevaron al bar El Roque, que era un templo de la poesía bohemia local, con sabiondos
y suicidas, donde paraban, entre otros el poeta Astul Urquiaga. El bar El Roque
estaba en la esquina de Sarmiento y Nación. Era un típico bar de borrachines.
De personas que muy bien pueden convertirse en personajes si no fuera porque su
charla es repetitiva y acuciante. Pero de repente, entre los bebedores sin
sentido, se mezclaron otros que escribían poesía. Eran personas que vivían por ahí
cerca y se iban a hacer el vermucito o la picada a ese bar y allí meditaban en
voz alta sobre el río, el horizonte y todo lo que se vislumbraba desde la
barranca. Algunos, como Astul se habían adentrado a la isla y desde allí
declamaban. El bar tenía esa resonancia. Era la ilusión de que San Nicolás era
una ciudad de poetas. Nosotros íbamos ahí a tomar algo antes de entrar al
boliche. Algunos se burlaban de los habitués. Otros nos esmerábamos en
encontrarle cierta magia, que solo después apareció con la distancia. No
sabíamos en aquel entonces que esa magia solo podía nacer del relato.
Ahí lo llevaron a Caparrós. No al Colegio de Abogados ni a
la Asociación Cultural Rumbo. Pensaban quizá que Caparrós era un bohemio o que
sus palabras heterodoxas (recuerdo que
hablo mal del Boom y del realismo mágico) tendría allí la escenografía
adecuada. Pero, por esas cosas que tienen los intelectuales progresistas los organizadores
pidieron al dueño del bar que mientras durara la charla sacara a los
borrachines, es decir a los inquilinos habituales del lugar, ya que podrían
interrumpir al ilustre invitado con sus ocurrencias. A Caparrós lo sentaron en
una de las mesas diminutas, en la mitad del salón, mirando a la vidriera. Todo
el resto nos sentamos en semicírculos frente a él y de espaldas a la calle.
Debe haber sido verano, o el pudor del dueño tuvo un límite ya que no dio para
cerrar las puertas. El pacto estaba claro entre dueño y clientes: mientras
durara la charla nadie entraba a pedir un vino. Casi todos los habitués se
resignaron y eligieron otro bar para pasar el rato. Menos uno. Uno que se quedó
mirando y escuchando y tratando de interpretar que significaba esa puesta en
escena. A los intelectuales locales los conocía. No eran los habitués del bar.
Ellos iban a otros reductos, donde la luz no era de tubo y el Gancia se servía
con limón. La cuestión es que el borrachín desalojado se quedó apoyado en la
pared del lado de afuera, con media cabeza adentro, tolerando el desplante, las
palabras incomprensibles y la sed. En un momento de la charla Caparrós mencionó
a Perón. Y como si el borrachín hubiera estado esperando que se infringiera ese
límite de tolerancia advirtió hacia adentro: ¡Con Perón, no!
Casi nadie se dio cuenta. En mi la frase quedó grabada como un chispazo de vida.
Años después Pablo Makovsky le contó la anécdota a Caparrós pero no se
acordaba.