Escribí esta nota a pedido de Pablo Makovsky para Revista Rea
Es un tema de conversación recurrente entre los nicoleños preguntarse a quién le tocará la próxima. Si creyéramos en las estadísticas deberíamos estar tranquilos. No es posible que en una ciudad relativamente chica (160.000 habitantes) ocurran tantos hechos extraños, escabrosos, de una demencia macabra. Sin embargo, una y otra vez, el oscuro ritual vuelve a producirse. La semana pasada sucedió otra vez. El cuerpo de Juan Donato, un quintero campechano, querido por todos, fue asesinado de la manera brutal con la que suelen actuar esos locos de las series. El asesino fue hallado al otro día en la casa de su padre. Su historia no es lo que se dice una historia común y corriente. Es un pibe de 26 años con antecedentes policiales y, según su padre, con problemas psiquiátricos. Había ingresado a la escuela de policía, pero fue expulsado por mala conducta. En los últimos años fue detenido varias veces sospechado de cometer delitos. La última detención fue el 22 de agosto pasado, cuando los vecinos lo denunciaron por ofrecerle caramelos a una nena de nueve años, quizá con intenciones de abusarla. Por ese hecho los vecinos le quemaron la casa. Dos meses después, el sábado último, algo lo poseyó de tal modo que asesinó al pobre Donato, mutiló su cuerpo y le extrajo las vísceras, entre otras cosas indescriptibles.
El de Donato es el último de una larga lista de crímenes que sucedieron en San Nicolás, ciudad en la que se acumulan sucesos que, a falta de una explicación que los definan, llamaremos “raros”. Porque crímenes, asesinatos y hechos espantosos suceden en cualquier parte, pero la mayoría de las veces podemos adivinar en su espanto su naturaleza fatídica. Vamos con nuestra extraña estadística.
Ayer nomás
Esto sucedió entre 2016 y 2017:
Un tipo asesinó a su madre, hirió a su esposa y a su hija y le prendió fuego a la casa, que no llegó a incendiarse gracias a la intervención de un vecino, que también resultó herido. El femicida se llamaba Mesías.
En la isla frente a la ciudad, un joven asesinó a su amigo de un escopetazo, quemó el cuerpo, lo descuartizó, enterró algunas partes y otras las escondió en los pastizales. Se fue a dormir, pero al otro día, de regreso, se entregó a la policía: dijo que no se acordaba de nada, y que había sido un accidente.
Un hombre aseguró que San La Muerte le pedía un sacrificio humano. Fue a buscar a su víctima pero no la encontró y asesinó a otro en su lugar.
Un policía violó a una chica con retraso madurativo dentro de un patrullero.
Dos menores incendiaron la Iglesia Catedral por pura diversión.
Dos pibes rompieron y se llevaron la estatua que homenajea al futbolista Enrique Omar Sívori, el deportista más importante que tuvo la ciudad y acaso el país. Los detuvieron por las fotos que se sacaron con los restos de la estatua y distribuyeron por las redes sociales.
Claro que el listado no se agota en el lapso reseñado.
Con sangre en la pared
En 2005, un hombre mató a un conocido empresario de la noche nicoleña de un balazo y asesinó a martillazos a su concubina. Agonizante, la víctima escribió el nombre de su asesino en la pared con su propia sangre.
En 2010 un hombre asesinó a martillazos a su madre e intentó suicidarse ingiriendo pastillas. Cuando llegó la policía los encontró tomados de la mano.
En 2011 un hombre violó y asesinó a su sobrina nieta. Años antes había matado de la misma forma a otra menor de doce años. Este último femicidio quedó impune hasta que la justicia pudo conectar los dos casos. Cuando la policía lo detuvo, el tipo estaba rezando en una iglesia de Luján.
En 2012 tres pibes robaron las coronas de las imágenes de la Virgen y el Niño del Santuario de María del Rosario de San Nicolás. La virgen había sido entronizada, años antes, en una ceremonia multitudinaria y las coronas (de plata y piedras preciosas) habían sido confeccionadas por el destacado orfebre Juan Carlos Pallarols. Nunca se encontraron. Hoy la imagen de la virgen se expone detrás de un vidrio blindado.
El 2014 fue un año repleto de hechos macabros. En febrero una mujer, su hermano y su amante mataron al concubino de ella y lo enterraron en un aljibe. El cuerpo fue encontrado tres meses después. En septiembre, un hombre fue asesinado de un balazo en la cabeza por su hijo y su sobrino, ambos de diecinueve años. Luego de matarlo lo ataron, lo envolvieron en una frazada y lo dejaron sobre la cama. En diciembre, una mujer y su amante mataron al dueño de un supermercado chino, lo subieron a una camioneta y lo tiraron al rio.
En 2016 mataron y degollaron a una chica de dieciocho años y abandonaron el cuerpo mutilado en un descampado. El cadáver no tenía signos de abuso sexual. Por el femicidio están detenidos un hombre y su hijo.
Titulares
Los medios de comunicación nacionales se ocuparon varias veces de San Nicolás a través de los años.
En 1991, un muchacho disparó contra Raúl Alfonsín cuando el expresidente daba un discurso en un acto preparado en la calle, frente al comité radical que está en pleno centro nicoleño. El disparo no salió y Alfonsín salvó su vida de milagro.
Poco después, en 1998, San Nicolás tuvo al mundo en vilo cuando Cristian Quiroz, un niño de 5 años, se cayó en un viejo y mal tapado pozo de agua y, durante días, el rescate fallido se transmitió en vivo por canales de televisión de todo el planeta.
Pero quizá uno de los crímenes más macabros, que también cubrió la prensa nacional, lo protagonizo José Antonio Goiburu. Mientras era intendente de la ciudad, en 1897, asesinó y ocultó en el fondo de su casa a la viuda Josefa Gorrochategui de Aguirre. Goiburu era administrador de sus bienes. Los diarios de todo el país se ocuparon largamente del tema.
Unos dieciséis años antes, en 1881, San Nicolás estuvo en boca de todos por ser el escenario de Hormiga Negra, que derivó en una de las novelas más populares de Eduardo Gutiérrez y narra la vida del gaucho nicoleño encarcelado por Ramón Castillo, entonces juez y luego presidente de la República, por un crimen que no cometió
Cada nicoleño tiene una hipótesis sobre los motivos de las muertes violentas que descubren episodios inextricables, o las catástrofes y las tragedias que vienen a suceder en ese territorio delimitado por el Paraná, los arroyos Ramallo y Del Medio y el partido de Pergamino al oeste. Las explicaciones sondean rencillas, odios, tormentos e incurren también en pactos celebradas con fuerzas sobrenaturales. No faltaron quienes agregaron a sus narrativas elementos literarios: quizás seamos como Derry, dicen algunos, y también tengamos oculto nuestra versión del payaso It, de la novela de Stephen King.
La ciudad, cuya historia se remonta al período colonial, las guerras nacionales y las confrontaciones políticas del pasado reciente, se luce en la prensa nacional por las desgracias de sus habitantes.
Desde 1995, cuando el juzgado federal tomó a su cargo la investigación por la muerte del hijo del entonces presidente Carlos Menem (ocurrida a pocos kilómetros de la ciudad), y era constante la presencia en el juzgado de su ex esposa Zulema Yoma y de periodistas de todos los medios nacionales, el canal de noticias TN colocó un corresponsal permanente en la ciudad, quien aún persiste.
Desde su nacimiento, San Nicolás fue el cauce de situaciones inesperadas. Ser ciudad de frontera nos posicionó como escenario de hechos que levantan a cualquiera de la siesta.
Frente a la costa nicoleña se produjo el primer combate naval argentino, el 2 de marzo de 1811. Tres barquitos al mando de Juan Bautista Azopardo intentaron, sin suerte, impedir la navegación por el Paraná de los españoles que pretendían recuperar la colonia perdida después del 25 de mayo de 1810. Lo extraño no es tanto el suceso en sí, sino que la Armada argentina no reconoce a este hecho como su acta fundacional (quizá porque Azopardo, un corsario maltés que luchaba contra la corona de España, perdió y fue condenado a la cárcel), sino a la defensa de Buenos Aires que tres años después realizó Guillermo Brown.
En 1812, ciento cincuenta marineros españoles saquearon la ciudad. Se llevaron todos los bienes que pudieron, destruyeron viviendas y asesinaron al párroco Miguel Escudero.
Cuarenta años después de este hecho, Justo José de Urquiza nos legó para siempre el mote de “Ciudad del Acuerdo“ (en 1852, se reunieron los gobernadores para acordar la redacción de la Constitución de 1853). Nueve años más tarde, Bartolomé Mitre, luego de vencer a Urquiza en la batalla de Pavón, vino a San Nicolás a pensar la nueva Nación argentina y, como legado, le puso ese nombre, “De la Nación“, a nuestra calle principal, la única que lleva ese nombre en todo el país.
Pasaron catorce años y, en 1875, Don Bosco aceptó la invitación del político nicoleño José Benítez, que se carteaba con el sacerdote en latín, para enviar su primera misión a América y fundar el primer colegio salesiano fuera de Italia. Unos años antes, inmigrantes europeos (sobre todo genoveses) dieron forma a la proeza vitivinícola más grande del país fuera de la cordillera, que sobrevivió durante cien años.
Ya es el siglo XX: durante su primer mandato, el presidente Juan Domingo Perón, a instancias de otro político nicoleño, Román Subiza, designó a San Nicolás para convertirla en depositaria y símbolo de la Industrial Nacional. En 1961 se inauguró Somisa, la acería más grande del país (en realidad, por razones estratégicas, está geográficamente en Ramallo, pero los autores intelectuales del plan fueron nicoleños). Somisa atrajo una enorme inmigración interior que en diez años triplicó su población. Treinta años más tarde el modelo neoliberal de la década de 1990 vino para suplantar ese proyecto estatal y privatizó la fábrica, dejando diez mil personas sin empleo (casi como un presagio, el documentalista estadounidense Michael Moore había contado, dos años antes, una historia similar en la película Roger & Me).
En la década del 70 los nicoleños Enrique Gorriarán Merlo y Benito Urteaga, junto a otros dirigentes políticos, crearon el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Esas reuniones fundacionales se realizaban en la isla de Lechiguanas, frente a San Nicolás.
En 1983 la Virgen María del Rosario se le apareció a la humilde devota Gladis Motta y le pidió que construyera un santuario a orillas del Paraná. De esta forma la ciudad se convirtió en uno de los centros de peregrinaje religioso más grande del mundo.
Tampoco hay muchas ciudades que tengan su propia leyenda. Desde tiempos que se pierden en el recuerdo los nicoleños cuentan la leyenda del Yaguarón, un animal mitológico que vive en el arroyo del mismo nombre (arroyo que nace y muere en territorio nicoleño) y que cada tanto se cobra la vida de quien camina desprevenido por la orilla de la barranca. La leyenda, como si tuviera vida propia, cada tanto se encarna en canciones, obras de teatro, audiovisuales, proyectos escolares y nombres de comercios, y así permanece vigente.
Acaso la condición fronteriza de San Nicolás (el arroyo Del Medio separa la provincia de Buenos Aires de la de Santa Fe) ejerce una influencia macabra, una suerte de Aleph al revés en el que el espectador –el de la ficción de Borges, el testigo de ese punto del universo que conecta todos los tiempos y los lugares– percibe los efectos siniestros que se concentran en un sitio único. Nadie sabe con exactitud cuál de todos los hechos mencionados es causa o consecuencia en una vasta red de sucesos insólitos.
Las proezas, los milagros y las dotes históricas de San Nicolás se diluyen con frecuencia en el morbo de sus crímenes, mientras los nicoleños se preguntan, ¿a quién le tocará la próxima?