Tomás de Quincey, en su libro convertido en clásico en estas pampas por Jorge Luis Borges, lo eleva, irónicamente, al panteón de las bellas artes. Clarito lo dice Balzac: "Detrás de cada gran fortuna hay un crimen". Y tantos otros.
La serie El Patrón del mal, como todo producto mediático, cumple fielmente sus dos funciones básicas: ser un negocio e influir en la opinión pública, un doble objetivo que muchos consideran una redundancia. Fue producida por el hijo de Guillermo Cano, director del periódico El Espectador, primero en animarse a denunciar a los narcotraficantes, coraje que pagó con su vida a manos de sicarios de Pablo Escobar. Las notas periodísticas del periódico se apoyaba en las denuncias públicas que realizaba el partido político Nuevo Liberalismo, al cual el Cartel de Medellín le mató a dos de sus fundadores, Jorge Gaitán y Rodrigo Lara Bonilla. A estas luego se le sumaron una serie de masacres que sumieron a Colombia en el período más oscuro de su historia, no solo por la cantidad de personas asesinadas (se calcula que fueron cincuenta mil) sino porque Pablo Escobar y Gonzalo Rodriguez Gacha, los dos jefes del Cartel de Medellín, tenían comprada a gran parte de la dirigencia y fuerzas de seguridad del país.
Pablo Escobar el patrón del mal. Capitulo 97 |
Hace dos años salió de la cárcel "Popeye", John Jairo Velásquez Vásquez, el jefe de los sicarios de Escobar y el único integrante vivo del Cartel, que confesó haber matado a trescientas personas y organizado la muerte de otras tres mil y que escribió un libro sobre la vida de El Patrón y además es youtuber. No llama tanto la atención la cantidad de muertes como la justificación que Popeye hace de ellas. Dice que el enfrentamiento del Cartel de Medellín contra el Estado colombiano fue una guerra y en toda guerra muere gente inocente y que si bien él se reconoce como un asesino, fue un asesino profesional, ni pasional, ni irracional. Cuando uno de los tantos periodistas que lo entrevistó le pregunta si no tiene miedo a que la gente a la que él perjudicó lo mate, contesta: "Todo el mundo va a morir, es más, nosotros somos ahora dos muertes hablando". En una oportunidad el periodista de ultra derecha argentino Mariano Grondona le preguntó a Carlos Jauregui, presidente de la Comunidad homosexual argentina, quien estaba enfermo de SIDA en la década del 90 cuando la enfermedad era mortal, si no tenía miedo de morir, : "¿Y a usted quién le asegura que mañana no se va a morir? Usted, doctor, ¿no tiene miedo?". Miguel de Unamuno titula su libro más conocido a partir de esta sensación, "Del sentimiento trágico de la vida", la tragedia humana tiene su origen en este sentimiento, saber que nacemos para morir, lo cual implica que el tema de la muerte pasa a segundo plano (ya que como dicen: si tu problema tiene solución, ¿de qué te preocupas?, y si no lo tiene, ¿de qué te preocupas?) y pasa a cobrar importancia no la finitud de la vida sino la administración de la vida. "Vive poco y deja un cadáver hermoso", dice cierta filosofía del rock. Qué hacer en ese corto tiempo que vamos a estar viviendo. . Las filosofías, las religiones, la ciencia, las creencias, cada una de estas cosmovisiones tiene una respuesta a esa pregunta. Pablo Escobar, una de las personas más ricas del mundo, murió a los cuarenta y cuatro años. El Mexicano Gacha a los cuarenta y dos.
Sin embargo, si bien la muerte es un hecho común para todos ("morir es una costumbre que suele tener la gente", dice Borges), ni siquiera para Pablo, el asesino arquetípico que la serie El Patrón del mal dibuja, todas las muertes valen igual. Ese ser despiadado no tiene consuelo ante la muerte de alguien de su familia. Cuando el Cartel de Cali le dinamita el edificio Mónaco, donde vivía su familia, Pablo se quiebra y desconociendo todos los peligros que lo acechan ingresa al edificio y llora desencajado la posible muerte de su esposa y sus hijos, solo sus custodios logran mantener la racionalidad del momento y organizar como pueden el cerco que le impida a la policía, que lo sabía debilitado emocionalmente, capturarlo. En esas escenas se muestra lo peor del monstruo: su lado humano. Una persona que es incapaz de reprimir su debilidad emocional ante sus sicarios es el mismo que realiza el "trámite" de mandar a matar inocentes porque la guerra lo requiere. Y aquí la imagen de la violencia institucional de una bomba atómica cayendo sobre dos ciudades japonesas es el montaje paralelo que la serie no quiso o no pudo mostrar, para representar la muerte en su totalidad como fenómeno humano. "Matar es difícil la primera vez, después es simplemente sangre", cantaba la banda Soldado Venga en los under ochentosos porteños, remedando a la película de los hermanos Coen.
La difusión de la serie generó una polémica en Colombia. Hubo quienes consideraron que Escobar no estuvo lo suficientemente demonizado. Quizá para contentar a este sector de la opinión pública, en los últimos capítulos se ve a Escobar ordenar la muerte de una jovencita virgen con la que minutos antes había mantenido relaciones, algo que fue desmentido por Popeye en declaraciones a la prensa. Y es que lo que este sector del público quizá no alcanzó a entender es que lo que convierte a Escobar en un demonio es todo lo humano que también puede ser en un contexto político donde era muy difícil diferenciar buenos y malos. Por otra parte, los personaje arquetípicos perdieron eficacia narrativa a partir de la influencia de la tercera edad de oro de la televisión. Quizá una pequeña muestra de ello sea la cantidad de canciones que lo homenajean y películas sobre su vida o donde se lo referencia y que sirven para reflexionar acerca de qué es lo que lleva a gente honesta admirar a ciertos bandidos por sobre personas que han legitimado su honestidad a través del poder institucionalmente aceptado. Quizá por eso Pablo Escobar soñaba con ser presidente de Colombia.
"Policías y bandidos salen del mismo lado, de la pobreza", le dice Escobar a uno de sus gatilleros. En otro momento se queja de que el gobierno lo persiga, "si somos la empresa colombiana que más dólares le saca a los gringos". Resabio de un pensamiento ampliamente popularizado.
Alonso Salazar, autor del libro La parábola de Pablo, que inspira a la serie, ensaya una respuesta a esta paradoja:
«Si no está la mitad del país en la cárcel por corrupción es porque Pablo
pagó siempre en efectivo, nunca en cheques», se escucha con frecuencia. Les
dio plata a políticos, a magistrados de altos tribunales que le aconsejaban
fórmulas jurídicas, a guerrilleros con cuya causa simpatizaba; a banqueros y
constructores que le pintaron excelentes negocios... A otros no les dio plata,
les hizo favores", le hace decir a alguien.
Y también:
Se equivocan quienes piensan que Pablo es el principio y el fin del
traqueteo, como se llamó desde entonces al narcotráfico. (Traquetear, no es,
como muchos piensan, por onomatopeya, disparar, sino traficar.) Aquí, en
este barrio de la Santísima Trinidad, el tráfico ya tenía una larga trayectoria.
Esta barriada proletaria de las periferias de la ciudad, sobre cuyo cielo
explotó el avión en el que murió el cantante Carlos Gardel, terminó siendo un
centro significativo de delincuencia después de que un alcalde la declaró, por
ser lejana y de pobres, como zona única de tolerancia. A pesar de que el
párroco y las madres católicas, Virgen del Carmen a la cabeza, marcharon en
protesta, las volquetas del municipio llegaron repletas de putas que se
quedaron para siempre.Allí, en la Santísima Trinidad, se formó el gremio de los llamados
galafardos—hombres apasionados por la música antillana y el tango, guapos
que morían en pleitos de amor y de honor—. Hablamos de tiempos en los
que matar y morir tenían una dosis de dignidad, donde los duelos se
iniciaban en pie de igualdad, no se le daba a nadie por detrás y los cuchillos
se movían en una esgrima con cadencia y ritmo, anuncio de la sangre. Los
galafardos del barrio de la Santísima Trinidad fueron artífices de un lenguaje
nuevo, sonoro y seductor, que fundía el lunfardo tanguero con elslang gringo
y le añadían palabras de la propia invención: los camiones eran patas-dehule;
la cama, cambuche; la corbata, hélice; el espejo, luna-, los cigarrillos Pielroja,
tiraflechas. Matar era chuliar, y el difunto, muñeco. Lenguajes extraños
construidos, al decir de la gente de buenas costumbres, bajo la influencia de
los sahumerios y las pastas de seconal.
Los galafardos soñaban con dólares, dolaretes, dolorosos... Para
buscarlos, Darío Pestañas y algunos otros conformaron una especie de cartel
de cosquilleros —como nombraban a los manos de seda que despojan a las
víctimas de sus billeteras, sin dolor, sin que se dieran cuenta—. Viajaban a
Panamá, Caracas, Puerto Rico, Nueva York a robar en el metro, en los
autobuses y en las calles, y regresaban a darse vida de bacanes, a darse la
vida suave en bares y prostíbulos, luciendo buena pinta, buen charol y
buenas nenas. Que la marihuana enloquecía, decían los voceros públicos;
Darío Pestañas y otros galafardos no hacían caso, además de fumarla la
exportaban, aprovechando la vecindad de su barrio con el aeropuerto de la
ciudad. Llevar una maleta con yerba a Estados Unidos en aquellos tiempos,
sin inmigración, sin control aduanero, era fácil. «Un negocio para bobos»,
dicen.
De regreso, aparte de los dolorosos, se traían el caló de los pachucos
mexicanos, el consumismo del sueño americano, los acetatos con el swing de
la barriada latina de Nueva York —Ismael Rivera, Cheo Feliciano, Barreto, los
Palmieri y todos los duros que luego conformarían La Fania—. Un poco
después, de Estados Unidos demandaron cocaína, y ellos, ni cortos ni
perezosos, le arrancaron el poder a la nieve,que se consolidó en el mercado;
aprendieron que, como solían decir, «en cuanto a potencia para el dinero, la
marihuana es como la plata, mientras la coca es más que el oro».