El domingo me llegó un mensaje de mi amigo Guillermo González, el mejor fotógrafo que conozco (lástima que no ejerce) sobre la muerte de Miguel Brascó. Ese mensaje fue revelador porque pude recordar un dato que desde hacía mucho tiempo se me había olvidado y era cómo había llegado a San Nicolás Gustavo Choren a escribir para la revista El Conocedor y para su blog acerca de la historia del Vino nicoleño. Recordé que me dijo Gustavo en aquel 2010: “Brascó me habló del tema”.
Por ese camino regresé a mis encuentros con Brascó con el
que tuve varios contactos, casi todos felices. Casi lo conozco cuando estuvo
por venir por primera vez a San Nicolás invitado por Luis Nuñez y Gabriel
Martínez cuando eran los dueños de la vinoteca Dionisio. Luis y Gabriel son dos
personas con un olfato muy fino para el vino y sus entornos y fueron los primeros
que en la ciudad conectaron con todo el mundillo que se mueve alrededor del
querer saber sobre esa “nueva” cosa que parece ser nuestro centenario vino
argentino. Por aquel entonces Fernando Vidal Buzzi y Miguel Brascó eran los tops
mediáticos del tema. Pero Brascó se había adaptado mejor para animar las
degustaciones y había sacado hacía poco el Anuario que generosamente compartió
con Fabricio Portelli, donde por primera vez catalogaba los vinos sin la
intervención amigable de las bodegas. Según él, un gusto que quiso darse en
vida. La Guía
generó un pequeño escandalete nacional porque punteaba mejor a algunos vinos
comunes que a los más caros y marketineros, basado en el principio de la
relación precio calidad que hasta el día de hoy sigue siendo un buen parámetro
al momento de la compra. Luis y Gabriel me regalaron la Guía y me invitaron a la cena
donde disertaría Brascó, algo que yo aprecie mucho porque ambas cosas eran muy
caras. Me invitaron porque hacía unos años yo había editado el libro El VinoNicoleño, que había sido recibido con cierto éxito y eso me había transformado
en una especie de comodín de toda reunión vitivinícola.
La noche de la cena se levantó una devastadora tormenta y
Brascó nunca llegó. Así que los asistentes nos quedamos con las ganas de vivir el
primer aterrizaje del ídolo en nuestra pequeña ciudad. Al otro día Brascó se
comunicó con Luis y Gabriel para disculparse por el faltazo. Les dijo que había
tenido miedo a la tormenta y que, llegando a Zárate le pidió al remisero que lo
traía que pegara la vuelta a Capital, pero que iba a publicar una nota en el
diario excusándose por lo sucedido y que estaba a disposición para ir en el día
que lo dispusieran al evento que lo invitaran. Y cumplió. Salió la disculpa en
El Norte y llegó a San Nicolás a las pocas semanas. El encuentro fue en la
vinoteca Dionisio. Allí Brascó se entregó amablemente a todas las preguntas, se
sacó fotos, firmó libros, dibujó y por supuesto habló de vinos. Bah, no sobre
vinos, sino sobre todas las cosas que rodean a los vinos, porque siempre
sospeché que Brascó que sabía mucho de vinos, en realidad era un experto en hablar de vinos, es
decir convertir en literatura algo que ya es bastante literario como las
descripciones de colores, aromas y sabores. Le sirvieron una copa de algún
Malbec que tuvo en la mano toda la noche y jamás probó. Solo lo olió y dijo: “Un
Malbec”. Esa noche le dí mi libro, le explique un poco de la historia que había
escrito y fantasié con la esperanza de que lo leyera o al menos lo hojeara en
el viaje de vuelta. Semanas después le escribí un mail que nunca me contestó y
ahí terminó la cosa.
Años después la familia Fabiano de la vinoteca Baco organizó
el Salón de vinos de Alta Gama, un evento con los mejores vinos del país, hasta
ahora insuperado en la ciudad y mucho mejor que muchos otros salones de Argentina.
Los Fabiano hace treinta años que tienen vinoteca y conocen a todos los
bodegueros y nadie se le anima a negarse a participar de un evento organizado
por ellos. Allí también el invitado de lujo fue Brascó. La velada comenzó, el día
anterior, con un almuerzo en Savelli (el restaurant que le dio una vuelta de
tuerca a la carta nicoleña y el primero en tener una enorme cava de vinos
refrigerada y que por aquellos días era de los Fabiano). Brascó estaba de muy
buen humor. Cuando entró al restaurant
todos los comenzales acompañantes estábamos esperándolo, inclusive el
Intendente de la ciudad. Todos de a uno lo iban recibiendo y saludando como la
personalidad que era. Yo fui uno de los últimos. Irreverente, le pregunté: “¿Se
acuerda de mi?”. El me miró intentando saber no tanto saber que era yo sino porque
debería recordarme. Le dije: “El del Vino nicoleño”. Y en voz alta, delante de
todos, y con una generosidad infinita se despachó: “Si, lo leí, es buenísimo”.
Yo no debería estar contando esto ahora. Cierto pudor debería impedírmelo. Pero
derribo sin vergüenza todas mis barreras éticas y lo digo porque encontrar al lector modelo es siempre muy
fuerte y, para que negarlo, me llenó de un pueblerino orgullo.
Esa noche, durante el evento de degustación estuvimos
agarrados del brazo recorriendo los stands y charlando de las cosas que suceden
alrededor del vino. Ahí me confesó que, más que un catador, era un escritor que
escribía sobre vinos, que durante 30 años tomó vino común muchas veces con soda
y que se impuso deliberadamente la misión de defender el sabor del típico vino
argentino para comer ante el vino del nuevo mundo que, como todo producto
globalizado, estandariza. Me propuso el
negocio de guardar vino ya que ningún bodeguero lo hace más y se prestó a una
larguísma entrevista para el programa El Viajero a la que exprimí
desaforadamente, me contó su clásico chiste sobre la forma de degustar un vino
en una fiesta (hay que mirar la copa, girarla, olerla, probar el vino, escuchar
lo que dice el de atrás tuyo y después repetir lo mismo) y después no nos vimos
más.
Hace un par de años otra vinoteca, con la que no comulgo, lo
trajo de nuevo. Lo rastrié para saludarlo antes de que empezara el evento.
Estaba sentado en un sillón del lobby del hotel donde se alojaba. Era un rincón
no muy iluminado, aunque daba a la calle. Creo que estaba leyendo algo. Me
acerqué y lo saludé. Me miró con su cara seria, que siempre es actuada pero esa
vez no, y me devolvió el saludo. Me quedé mirándolo unos segundos, como
esperando que me recordara. El también me miró como esperando que me fuera.
“¿Brascó, no se acuerda de mi, el del Vino nicoleño?”. “No”, dijo y me despidió
con un “buenasnoches”. Ese fue nuestra despedida definitiva, aunque aquella vez
yo todavía no lo sabía.