Borges recomendaba no leer autores vivos para mantener la necesaria
distancia con el contexto que requiere la ficción. Umberto Eco, en su tesis doctoral
Obra Abierta, descubre la libre interpretación de una obra e inaugura el ciclo del
lector-autor. De esta forma un texto que alguna vez nos pasó de largo, al modificarse
nuestras coordenadas espacio temporales, puede darnos un placer insospechado.
Algo de esto sucede con la película La Ciénaga de Lucrecia Martel.
Vista en el año de su estreno su interpretación estuvo mediada por la disolución
de la Argentina neoliberal del 2001. Vista hoy, es la desazón de dos familias que
también se diluyen en un paisaje norteño. Pero vista después de leer la novela LaGrande de Juan José Saer es posible destacar los detalles que antes solo contaban para darle verosimilitud al relato. Se destaca la deliberada ausencia de costumbrismo, la cantidad de acciones
de los personajes producto de la detallada observación de la directora de los
tics sociales, la exacta dosificación del color local (el detalle mejor logrado
en este sentido es la imperceptible tonada norteña de los personajes) y el uso del
paisaje solo con arreglo al guión. Algo de todo esto está presente en las novelas
de Saer, que también ubica a sus personaje en el entramado de sus propios recuerdos
y en escenarios provincianos que se vuelven universales debido a la exacta utilización
de los procedimientos narrativos que permiten al lector una multiplicidad de interpretaciones.
En un reportaje Martel lo dice de esta forma: "La idea por la cual defiendo la forma narrativa de esta
película es porque a mí me parece que una trama genera una seguridad en el
espectador, una seguridad por momentos muy engañosa. Una trama es como un mapa
donde vas reconociendo de una manera bastante tranquila todas las partes del
relato y podés hacer algunas previsiones. Pero a mí me parecía que era mejor
que fuera más laxo todo y que el recorrido fuese menos claro para compartir uno
con los personajes esa situación de abandono y desorientación".
Hay resonancias cruzadas entre los relatos de Saer y Martel a través de esas vidas expectantes
de algo que revele el sentido de un pasado difuso. Y son los gestos, los silencios,
más que las palabras, los espacios donde podría ocurrir ese milagro que nunca se da fuera de lo cotidiano.