El único que hace soportable esos abusivos firuletes hiperligados en la
armónica es Hugo Díaz. Inclusive su resoplido percusivo. Ciertamente es un intérprete
para escuchar con auriculares. Casi una biomúsica. Semeja más a un ventrílocuo
que a un músico. Como él decía, no sopla
la armónica, la mastica. Quizá porque en su juventud fue bajista de jazz
adquirió esa cercanía con la percusión.
Otros armoniquistas se animan sin
pudor a reproducir en público el trémolo, el truco del alumno inicial. Sabemos
que hay que tender a la sobriedad. Pero la armónica se presta para su
contrario. El ligado está tan a mano, es tan mecánico, que es casi imposible
resistirse. Hay quien sabe de las consecuencias desvastadoras de su abuso en el
ambiente musical y solo lo practica en soledad, como si fuera un mantra, con la
mirada perdida en el sueño, más apolíneo que zen. Bueno, ya está, hay un
documental sobre Díaz. Se llama A los cuatro vientos. Está en youtube.
Imaginé hace tiempo, mirando a Raigama, que la música que le da
presencia y representación a esta ciudad (que aunque se resista a aceptarlo,
porque se siente más a gusto con el adoquín y los círculos cerrados, es
litoraleña a palazos), era una especie de chamarrita somnolienta, remansa,
acompañada no con acordeón sino con armónica. Muchos músicos nicoleños aceptarían
a desgano este reemplazo justificandolo en
la influencia del blues. Yo creo que la armónica reproduce con mayor
fidelidad la respiracion del río que el fuelle. Porque el fuelle es viento que
proviene de las manos y el arte que proviene del río es de la voz, del aliento,
que, como sabemos, es el impulso de la armónica. Las manos son en el río para
trabajar. Saer lo sugiere en el Limonero Real (claro que ese es otro rio): los
personajes hablan para sentir y cuando reman lo hacen para trasladarse a la
zona de charla. La única que no quiere ir a la fiesta es la madre que, sabiendo
que lo perdió todo, no podrá hablar.
Eugenio Canals incorporó la armónica
a la Chamarrita
en Raigama. No conozco otros que hayan cultivado esa heterodoxia. Lo descubrí
así. Sonaba Raigama en el Auditorium municipal. Era una noche lluviosa. La
ciudad era ochentosa. Con Daniel Grilli habíamos salido de ver The Wall en el subsuelo de un
bolichito de calle Rivadavia, esa calle que tiene de un lado el puerto y del
otro el cementerio. Al salir, cruzamos el centro dormido del sábado por la
noche, donde las fachadas no se resignaban a cederle paso a la modernidad, y
nos metimos a ese otro subsuelo, el del Auditorium, hermano menor del Teatro,
cuando el grupo estaba por empezar. Sívori cantaba una música que no nos
gustaba. Una música litoraleña muy lejana a nosotros aunque vivíamos a diez
cuadras del olor a sábalo. Una música que nos era ajena porque era la de
nuestros padres. Habíamos ido a ese recital porque había que ir a todos lados y
porque Eugenio era nuestro amigo y porque en esa época nuestros ídolos estaban
a la vuelta de la esquina. No sabíamos porque estábamos ahí. Lo supimos cuando,
en el estribillo de una chamarrita que podría ser todas, Eugenio arrancó
despacito, de abajo, y metió la armónica como una canoa que atraviesa
sigilosa el remanso para no despertar al
Yaguarón y sale de ahí con su potencia y se lleva por delante el tema y funda,
en mi, en nosotros, la representación de esta inentendible ciudad.
Todo en su contexto. Es verdad, esa música no nos gustaba. Porque
nuestro barrio era el rock y porque nos habían inculcado el folklore como
lectura obligatoria. Habíamos pasado por las profesoras particulares de
guitarra con sus clases en serie, por los solfeos y más cosas feas, y el Centro
Tradicionalista, y el olor a vino barato y cebolla en el aliento de nuestros
padres, hasta que apareció el winco y Los bitles y todo eso. Sabíamos que había
un río. Sabíamos que era territorio de pescadores, de guitarreros y nosotros no
eramos ni pescadores y éramos guitarristas.
La tonada si nos gustaba. La entonación provinciana de los miles que llegaron
con la industrialización nos gustaba con una tímidez que nos obligaba a
mofarnos para poder digerir nuestro pasado mestizo, porque casi todos eramos hijos
de provincianos. Y aunque la cultura nos hubiera llegado de afuera no había un
rio, ni un humor, ni empanadas.
Quizá por eso, cuando escuchamos la chamarrita acompañada por la armónica
sentíamos con alegría que esa simbiosis podía aliviarnos el trauma de no
pertenecer. Ahora, de grandes, a veces charlamos de eso, pero no hay caso, el
barrio siempre es otro.