Arrancó, como varias lectoescrituras en este ultimo tiempo,
con una referencia que me llegó a través de un mail de Pablo Makovsky, acerca
de Duft Punk. Me baje el disco del que hablaba y, como sucede en estos casos,
la memoria comenzó a internarse por los vericuetos de Uno, del pasado remoto o de esa patina que lo recubre
y a la que llamamos generosamente memoria.
Como olvidarla, si la disco music me llego junto a las cosas
fundantes de mi vida: no en vano la música en los discos de vinilo esta escrita
en surcos (siento que de esa metáfora nace el tema de Madona Into the groove),
no en vano esos dispositivos se cotizan tanto hoy: reciclan nuestras
cicatrices.
La cosa comenzó a los 13 años cuando Juan Carlos Martini y
su Winco me abofetearon con el rock nacional. Seria el 77. Charly García ya
andaba por la Maquina
de hacer pájaros y yo recién empezaba con Sui Generis. Pero lo alcance rápido y
La Maquina me
aplano. Después supe que todo eso (incluso
hasta Spinetta Jade) ya estaba en Return to forever o la Mahavitsnu , pero no
hacía a la cosa porque esa música, ese rock nacional, se quedo pegado a
nuestras sensaciones como un ectoplasma. Sin él, jamás podrías haber podido
entrar en el groove de la disco music. Porque la disco music no es un punto de
partida sino de llegada. Para degustar su frivolidad hay que haber pasado
primero por hondos bajo fondos. Como toda música alegre procede de la tristeza.
Hay que tener un pedazito de vida atrás, hay que haber fracaso en la pista de
baile, hay que haber recibido varios no bailo, haber no sido invitado a
cumpleaños de 15, para que la melancolía que trasporta esa música frívola no
nos desangre.
Resulta que en mi casa había discos de folklore tradicional
(mis padres eran del interior) de los fronterizos (mas tarde nos mofábamos de
la connotaciones de ese nombre). Pero también había un disco del armoniquista telúrico
Hugo Díaz, que hacia sufrir el instrumento como ninguno. Y había también discos
de música para bailar, de música beat, donde por primera vez escuché a Dona
Summer y a Barry White (cantando Copacabana, un tema que todavía tengo en mi
carpeta de Esenciales). Pero en aquella época esa música puesta al lado del
folklore no significaba nada.
Comenzó a significar algo cuando Juan Carlos Martini y
Amadeo Molinaro, mis compañeros de secundaria, rejuntaron sus equipos y
empezaron a poner música en los cumpleaños de 15. Dos bandejas, una de ellas
Fischer, un amplificador Sansui y dos bafles Hitachi, más una mezcladora que
había fabricado El Topo Ernandorena. El papá de Hernán Nucci, otro compañero de
la secundaria, era capitán de barco y le traía los discos importados, que sonaban mejor que los
nacionales o en ediciones que acá no se conseguían, Génesis, Hocus Pocus,
Supertramp, Emerson. Mientras tanto JC consiguió un disco importado de The
Police y fueron los primeros en musicalizar con The Police y todo eso un
cumpleaños de 15. Le sumaron Suterday Fever Night, Funky town, We are family
y arruinaron varios cumpleaños con su
vanguardia pero nosotros empezamos a escuchar musican en lugares donde la música
no está hecha para ser escuchada: un cumpleaños, un boliche. Y encontré un sucedáneo
genial para los "no bailo". Un conjuro para el fracaso, que primero
fue un alivio y después se convirtió en una pulsión que no pude abandonar hasta
hoy.
En el medio estuvo mi paso por la música, la guitarra eléctrica,
el bajo. Saber el dibujo que hacen los dedos sobre el mástil de un bajo en una
base funky, entender el sonido de los violines sintetizados al unísono en
la disco music, dibujar con las manitos
en el aire el ts tsta ts tsta de la batería, repetir el falsete (que sustantivo
increíble!) de Andy Gibb.
Dios, como poder sacarme de encima esa marca. Y ahora llega
ese disco de los Duft Punk para recordárnoslo todo. Que gran motivo para volver
a ver los retazos que somos en la bola de espejos del alma.