Un discípulo le pregunto a su maestro: cual es la puerta de entrada al zen. El maestro le respondió: escuchás el murmullo que hace el arroyo al pasar. Esa es la puerta.
Otra vez la vinoteca Dionisio abrió la puerta de Chisa
Shusi y dejó entrar a 15 iniciados y al sommelier Cristian Arias, de bodega
Catena Zapata, para jugar a combinar
vinos con comida oriental. Los vinos fueron los de Catena Zapata. A Cristian se le notó toda la noche que
disfruta de su trabajo porque no paró de esmerarse en agradar a la audiencia y
le salió bien. La actuación es tan necesaria para todo y que suerte tiene el
que le sale de manera tan espontánea. A él le tocó explicar los vinos. Este
postulado se basa en la premisa: si conoces más disfrutas más. Y tiene lógica.
Si sabés distinguir el aroma del regaliz (algo sencillo para quienes nos
criamos comiendo caramelos media hora) y
después lo encontrás en un malbec tenés garantizado el acceso al paraíso
aromático de la edad dorada. No solo estás tomando un vino, estás reviviendo
una experiencia y si encima tenés la suerte de encontrarle sentido a esa
experiencia, ese vino será para vos un milagro. De ahí que un buen ejercicio
sea describir a los vinos vinculando sus
aromas y sabores a tus recuerdos, lo que los actores llaman la memoria emotiva.
Querés llorar con naturalidad: acordate de lo que te hizo llorar. Así de simple
es la economía de los placeres pequeñoburgueses. Entonces la ruda que tenía la
tía que tu mamá te llevaba a visitar, cuando las señoras se trasladaban al
cantero a intercambiar gajos, debe recordarte al sauvignon blanc o viceversa.
Como decía un amigo el vino fue en el pasado metáfora de la sangre, ahora la
sangre es metáfora del vino. El olor al sudor del caballo que motabas en la
chacra que un compañero de escuela tenia en Ramallo ahora está presente en un
cabernet que pasó por barrica. De ahí a postular que el vino es también una
máquina del tiempo hay un solo paso.
En el arte de olfatear y saborear un vino hay tres
jerarquías: los que espían, los que miran y los que ven. Los que espían el vino
llegan a comprender porque las carnes rojas van bien con vino rojo, y las
carnes blancas con vinos blancos. Algo que ya está un poco pasado de moda, es
decir ingresó a la tradición, como la suprema a la maryland, que en San Nicolás
no se consigue. Pero que sigue funcionando en líneas generales hasta que un
posmo te asegura que hay que combinar como a uno le gusta y listo. Pero esta combinación tiene su lógica. Los que miran pueden distinguir el regaliz
del malbec o el pomelo del torrontes nicoleño. Los que ven ya hablan de malbec
de San Juan o de Salta, que son distintos. Eso es lo que se viene: el vino de
territorio.
Esa noche las
combinaciones fueron muy sutiles. A una brasileña casada con un cardiólogo nicoleño el
Alamos moscatel de alejandría que se presentó en primicia (ya que era tan nuevo
que ni el sommelir había tenido tiempo de analizarlo) le recordó las toronjas
de su abuelo. A otra chica le gustó más el vino barato que el caro. A
otro la combinación de pinot con crumble de manzanas le resultó sensacional. En
fin.